IV

El baile de los esqueletos

21

Había un hombre en el vagón de metro que nombraba constelaciones.

—Andrómeda… Ursa, la Osa… Cygnus, el Cisne… —La mayoría de los viajeros ignoraba su monólogo; cuando una pareja de jóvenes le dijo que cerrase la boca, sonrió y sin alterar el ritmo de su enumeración, respondió: «moriréis por eso», entre una estrella y otra. La respuesta silenció a los agitadores, y el lunático siguió mirando al cielo.

Toy lo interpretó como una buena señal. Últimamente le preocupaban mucho las señales, aunque nunca se había considerado supersticioso. Quizá fuera el catolicismo de su madre, que había rechazado a temprana edad, y que encontraba por fin una vía de escape. En lugar de los mitos de la Inmaculada Concepción y la transustanciación, encontraba significado en las pequeñas coincidencias, evitaba las escaleras y realizaba rituales medio olvidados con sal derramada. Todo esto era bastante reciente, había empezado hacía tan solo un par de años, con la mujer que iba a ver en este preciso momento: Yvonne. No era que fuese una mujer temerosa de Dios. No lo era. Pero el consuelo que había aportado a su vida había traído consigo el peligro de su desaparición. Por eso era precavido con las escaleras y respetuoso con la sal: por el miedo a perderla. Con Yvonne en su vida gozaba de una nueva razón para tener a los hados de su parte.

La había conocido seis años antes. En aquella época ella era una secretaria que trabajaba para la rama británica de una corporación farmacéutica alemana. Era una mujer atractiva y enérgica, entrada en la treintena, cuya formalidad, suponía, ocultaba sentido del humor y afecto en abundancia. Se había sentido atraído por ella desde el principio, pero su timidez natural en esas cuestiones, así como la considerable diferencia de edad, le impedían hacerle una proposición. Al final fue Yvonne la que rompió el hielo, haciendo comentarios sobre su aspecto, pequeñas cosas, como un corte de pelo reciente, o una corbata nueva, dejándole bien claro que le interesaba. Cuando le dio la señal, Toy la invitó a cenar, y ella aceptó. Había sido el comienzo de los meses más gratificantes de la vida de Toy.

No era un hombre muy emotivo. Precisamente, la falta de extremos de su naturaleza lo había convertido en una parte útil del entorno de Whitehead, y Toy había cultivado su reserva como el artículo vendible que era, hasta el punto de que cuando conoció a Yvonne casi se había creído su propia publicidad. Ella fue la primera en decirle que era frío como el hielo; la que le había enseñado (y esa fue una lección difícil) la importancia de mostrar debilidad, si no frente al mundo, al menos frente a los íntimos. Le había llevado tiempo. Toy tenía cincuenta y tres años cuando se conocieron, y ese nuevo modo de pensar iba en contra de sus principios. Pero ella persistió, y lentamente empezó el deshielo. Entonces se preguntó cómo había vivido así los últimos veinte años, al servicio de un hombre cuya compasión era insignificante y cuyo ego era monstruoso. A través de los ojos de Yvonne, vio la crueldad de Whitehead, su arrogancia y su mitomanía; y aunque procuraba que no se advirtiese cambio alguno en su actitud superficial hacia él, por debajo de la conciliación y de la humildad aumentaba el resentimiento, acercándose al odio. Solo después de seis años, Toy podía plantearse los sentimientos contradictorios que le inspiraba el viejo, por lo menos cuando se encontraba fuera del ámbito de influencia de Yvonne. Cuando estaba en la casa, sometido a los caprichos de Whitehead, le resultaba difícil mantener la perspectiva que ella le había proporcionado, y ver al monstruo sagrado como era en realidad: monstruoso, pero nada sagrado.

Al cabo de un año Toy había instalado a Yvonne en la casa que Whitehead le había comprado en Pimlico; un retiro del mundo de la Corporación Whitehead por el que el viejo nunca preguntaba, un lugar donde Yvonne y él podían hablar, o callar en mutua compañía; donde él podía dar rienda suelta a su pasión por Schubert, y ella podía escribir cartas a su familia, que se extendía por medio mundo.

Esa noche, cuando volvió, le habló del hombre en el metro, el que nombraba constelaciones. A ella la historia le pareció absurda, y no la encontró romántica en absoluto.

—Solo pensé que era extraño —dijo él.

—Supongo que lo es —respondió ella impasible, y siguió preparando la cena. Pero enseguida se detuvo.

»¿Qué pasa, Billy?

—¿Por qué tiene que pasar algo?

—¿Todo va bien?

—Sí.

—¿De verdad?

Ella siempre conseguía sonsacarle sus secretos rápidamente. Él se rendía antes de que se pusiera seria, pues no merecía la pena el esfuerzo de engañarla. Se acarició el borde de la nariz rota, un gesto habitual cuando estaba nervioso. Y luego dijo:

—Todo va a venirse abajo. Todo. —Su voz tembló y se apagó. Al ver que no iba a darle más detalles, Yvonne dejó los platos de la cena y se acercó a su silla. Toy levantó la vista, casi sobresaltado, cuando le tocó la oreja.

—¿En qué estás pensando? —preguntó con más suavidad que antes.

Él le cogió la mano.

—A lo mejor… dentro de poco… te pido que vengas conmigo —dijo.

—¿Que me vaya contigo?

—Así, por las buenas.

—¿Adónde?

—Todavía no lo he decidido. Nos iríamos y punto. —Se detuvo y miró los dedos de Yvonne, que estaban entrelazados con los suyos—. ¿Vendrías conmigo? —preguntó al fin.

—Claro.

—¿Sin hacer preguntas?

—¿De qué va esto, Billy?

—He dicho que sin hacer preguntas.

—¿Irnos y punto?

—Irnos y punto.

Ella lo miró con intensidad durante largo rato: estaba pálido, el pobre. La culpa era de ese despreciable viejales de Oxford. Cómo odiaba a Whitehead, aunque nunca lo hubiese conocido.

—Sí, por supuesto que iría —respondió.

Él asintió. Ella pensó que iba a echarse a llorar.

—¿Cuándo? —dijo.

—No lo sé. —Amagó una sonrisa, pero el resultado fue grotesco—. A lo mejor no hace falta. Pero creo que todo va a venirse abajo, y cuando eso pase no quiero que estemos aquí.

—Lo dices como si fuera el fin del mundo.

Él no respondió. Yvonne no quiso seguir interrogándole: era demasiado delicado.

—¿Una sola pregunta? —aventuró—. Es importante para mí.

—Una.

—¿Has hecho algo, Billy? Quiero decir, ¿algo ilegal? ¿De eso se trata?

Le tembló la nuez al tragarse la pena. Había muchas cosas que Yvonne tenía que enseñarle aún; cómo expresar esos sentimientos. Él quería hacerlo: ella veía muchas cosas que se agitaban detrás de sus ojos. Pero de momento habrían de quedarse allí dentro. La conocía muy bien, y sabía que se echaría atrás si la presionaba. Y él necesitaba su presencia incondicional, más de lo que ella necesitaba sus respuestas.

—Vale —dijo—, no tienes que contármelo si no quieres.

Él aferró su mano con tanta fuerza que pensó que nunca se soltarían.

—Oh, Billy. No hay nada tan terrible —murmuró.

Por segunda vez, él no respondió.

22

El viejo barrio estaba casi igual, pero Marty se sentía como un fantasma en él. En los callejones llenos de basura donde siendo niño había corrido y peleado había nuevos combatientes, y sospechaba que también juegos mucho más serios. Esos andrajosos niños de diez años esnifaban pegamento, según las páginas de los dominicales. Crecerían marginados, y se convertirían en yonquis y en pastilleros; no les importaba nada ni nadie, y mucho menos ellos mismos.

Él también había sido un delincuente juvenil, por supuesto. Allí el robo era un rito de iniciación. Pero casi siempre había sido una modalidad de robo perezosa y casi pasiva: se acercaba furtivamente a algo, lo cogía y seguía caminando, o conduciendo. Si el robo le parecía demasiado problemático, lo olvidaba. Había muchas cosas brillantes que birlar. No se trataba de un delito con el sentido en que había llegado a entender la palabra más adelante. Era el instinto de la urraca, que aprovechaba cualquier ocasión que se presentase, pero nunca tenía intención de hacer daño, ni se inmutaba si las cosas no salían como quería.

Pero esos chavales parecían una especie más letal. Había un grupo merodeando en la esquina de Knox Street. Habían crecido en el mismo entorno deprimido, con pocos árboles, alambre de espino y muros coronados por cristales rotos, cemento implacable; aunque compartían todo eso, sabía que no tendrían nada que decirse. Le intimidaban su desesperación y su lasitud: creía que se atrevían a todo. No era un buen sitio para crecer, esta calle, ni ninguna de la zona. De algún modo se alegró de que su madre hubiese muerto antes de que los peores cambios desfigurasen el barrio.

Llegó al número veintiséis. Lo habían vuelto a pintar. En una de sus visitas Charmaine le había contado que Terry, uno de sus cuñados, lo había hecho un par de años atrás, pero Marty lo había olvidado, y el cambio de color, después de tantos años de imaginárselo verde y blanco, fue una bofetada en la cara. Era un trabajo mal hecho, puramente cosmético, y la pintura en los alféizares ya se estaba levantando y pelando. Al otro lado de la ventana, habían cambiado las cortinas de encaje, que siempre había odiado tanto, por una persiana, que estaba bajada. En la repisa interior había una colección de figuras de porcelana, un regalo de boda, que acumulaban polvo, atrapadas en el espacio abandonado entre la persiana y el cristal.

Todavía tenía llaves, pero no se atrevió a usarlas. Además, era probable que ella hubiese cambiado la cerradura; así que llamó al timbre. No sonó en el interior de la casa, y como sabía que se oía desde la calle, era evidente que ya no funcionaba. Golpeó la puerta con los nudillos.

Durante medio minuto no se oyó sonido alguno en el interior. Luego, al fin, oyó pasos arrastrados (supuso que llevaría sandalias abiertas, que hacían que su paso fuera desigual), y Charmaine abrió la puerta. No llevaba maquillaje, y la desnudez de su rostro hizo que su reacción al encontrarle allí fuese aún más evidente.

—Marty —fue lo único que dijo. Ni una sonrisa de bienvenida, ni lágrimas.

—Pasaba por aquí —dijo él, procurando afectar indiferencia. Pero en cuanto ella lo vio supo que había cometido un error táctico.

—Pensé que no te dejaban salir… —dijo, y luego se corrigió— o sea, ya sabes, que no te dejaban salir de la finca.

—Pedí un permiso especial —dijo—. ¿Puedo pasar, o hablamos en la puerta?

—Oh… oh, sí. Claro.

Entró, y ella cerró la puerta tras él. Hubo un momento incómodo en el estrecho pasillo. La proximidad parecía exigir que se abrazasen, pero él se sentía incapaz de hacer el gesto, y ella no estaba dispuesta. Se comprometió con una sonrisa claramente falsa y un ligero beso en la mejilla.

—Lo siento —dijo disculpándose por nada en particular. Lo condujo por el pasillo hasta la cocina—. No te esperaba, eso es todo. Pasa. Me temo que la casa está hecha un desastre.

El aire estaba cargado, como si a la casa le hiciera falta una buena ventilación. Había ropa tendida en los radiadores, y la atmósfera era bochornosa, como en la sauna del Santuario.

—Siéntate —dijo ella, quitando una bolsa de comida de una silla—. Enseguida termino.

Había otra pila de ropa sucia en la mesa de la cocina (tan limpia como siempre) y ella empezó a meterla en la lavadora, hablaba con nerviosismo, y evitaba su mirada, concentrada en la tarea que tenía entre manos; las toallas, la ropa interior, las blusas. Marty no reconoció ninguna de las prendas; curioseó la ropa sucia buscando algo que le hubiese visto puesto antes, si no hacía siete años, por lo menos en las visitas a la prisión, pero todo era nuevo.

—No te esperaba… —decía ella mientras cerraba la lavadora y le echaba detergente—. Estaba segura de que llamarías antes. Y mírame; estoy hecha un asco. Dios, tenía que ser precisamente hoy, que tengo tanto que hacer… —Terminó con la lavadora, se arremangó el suéter y dijo—: ¿Café? —Y se volvió a la cafetera a prepararlo sin esperar una respuesta—. Tienes buen aspecto, Marty, de verdad.

¿Cómo lo sabía? Estaba tan atareada que casi no lo había mirado. En cambio él no le quitaba ojo. Se sentó a mirarla mientras ella escurría un trapo en el fregadero para limpiar la encimera, y descubrió que no había cambiado nada en siete años, no mucho, tan solo algunas líneas en su cara. Tenía una sensación parecida al pánico; tendría que controlarse, si no quería ponerse en ridículo.

Ella preparó café; le contó cómo había cambiado el barrio; le habló de Terry, y le explicó cómo había elegido la pintura de la fachada; le dijo lo que costaba el metro desde Mile End hasta Wandsworth; y el buen aspecto que tenía («De verdad que sí, Marty, no lo digo por decir»), habló de todo y de nada. No era la auténtica Charmaine, y eso dolía. Sabía que a ella también. Estaba marcando el tiempo con él, y nada más, llenaba los minutos con palabras vacías, hasta que se desesperase y se fuera.

—Mira —dijo—, tengo que cambiarme, de verdad.

—¿Vas a salir?

—Sí.

—Oh.

—Si me lo hubieras dicho, Marty, te habría hecho un hueco. ¿Por qué no me llamaste?

—A lo mejor podemos salir a cenar alguna vez —sugirió.

—A lo mejor.

Estaba decidida a no comprometerse.

—Estoy muy liada en este momento.

—Me gustaría hablar contigo. Ya sabes, como es debido.

Charmaine estaba perdiendo la paciencia: él conocía muy bien las señales, y ella era consciente de su escrutinio. Recogió las tazas de café y las puso en el fregadero.

—Tengo que darme prisa —dijo—. Hazte más café si quieres. Está en el… bueno, ya sabes dónde está. Aquí hay un montón de cosas tuyas, ya sabes, revistas de motos y cosas así. Te las recogeré. Perdona, tengo que cambiarme.

Charmaine salió al pasillo a toda prisa (corriendo, pensó él), y subió las escaleras. La oyó moverse; nunca había tenido los pies ligeros. El agua corría en el baño. Oyó el ruido de la cisterna. Salió de la cocina y se arrastró hasta el salón. Olía a tabaco, y el cenicero en equilibrio en el brazo del nuevo sofá estaba lleno hasta el borde. Se quedó en la puerta y observó los objetos de la habitación igual que había observado la ropa sucia, buscando algo familiar. Había muy poco. El reloj de la pared era un regalo de boda, y seguía en el mismo sitio. El estéreo del rincón era nuevo, un flamante modelo que probablemente le habría comprado Terry. A juzgar por el polvo que había en la tapa no se usaba con frecuencia, y la colección de discos apilados de cualquier manera junto a él era tan pequeña como siempre. Se preguntó si quedaría entre ellos una copia de Buddy Holly cantando True Love Ways; lo habían escuchado juntos tantas veces que probablemente se habría rayado; lo habían bailado en esa misma habitación, no habían bailado exactamente, sino que habían usado la música como excusa para abrazarse, como si les hicieran falta excusas. Era una de esas canciones de amor que le hacían sentirse romántico y triste al mismo tiempo, como si cada una de las frases estuviese cargada de la pérdida del mismo amor que celebraba. Eran las mejores canciones de amor, y las más auténticas.

No podía aguantar más la habitación, y subió las escaleras.

Ella seguía en el baño. La puerta no tenía cerrojo; de niña, se había quedado encerrada en el baño, y tenía tanto miedo de que volviese a ocurrirle lo mismo que siempre había insistido en que no hubiera cerrojo en ninguna de las puertas interiores de la casa. Tenías que silbar en el lavabo para que la gente no entrara. Abrió la puerta. Estaba desnuda a excepción de las bragas; tenía el brazo levantado y se estaba depilando la axila. Lo miró en el espejo y siguió con lo que estaba haciendo.

—No quería más café —dijo él, débilmente.

—Te has acostumbrado a lo bueno, ¿eh? —dijo ella.

Su cuerpo estaba a unos pocos metros, y él sintió su atracción. Conocía cada lunar de su espalda, sabía dónde tenía cosquillas. Sentía que esa intimidad le concedía una especie de propiedad; él la pertenecía por las mismas razones, aunque ella no quisiera ejercer ese derecho. Se acercó y le rozó la espalda por encima de la cintura, y luego deslizó los dedos por su columna.

—Charmaine.

Ella volvió a mirarlo en el espejo, la primera mirada franca que le había dedicado desde su llegada, y él supo que cualquier esperanza de contacto físico entre ellos era una causa perdida. Ella no lo deseaba; y si lo hacía, no estaba dispuesta a admitirlo.

—No estoy disponible, Marty —dijo sencillamente.

—Todavía estamos casados.

—No quiero que te quedes. Lo siento.

Así había empezado ella este encuentro, con un «Lo siento». Y quería terminarlo del mismo modo; no era una auténtica disculpa, sino una forma amable de rechazarlo.

—He pensado en esto muchas veces —dijo él.

—Yo también —respondió ella—, pero dejé de pensar en ello hace cinco años. No servirá de nada; lo sabes tan bien como yo.

Sus dedos estaban en su hombro. Estaba seguro de que había una carga eléctrica en su contacto, de que había un zumbido de excitación entre su carne y la de ella. Sus pezones se habían puesto duros; quizá por la corriente del rellano, quizá porque la había tocado.

—Me gustaría que te fueras —dijo ella en voz muy baja, bajando la vista al lavabo. El temblor de su voz podía dar paso a las lágrimas enseguida. Quería que llorase, aunque fuera mezquino. Si lloraba, la besaría para consolarla, y su consuelo se enardecería a medida que ella se ablandase, y acabarían en la cama; lo sabía. Por eso ella se esforzaba tanto por ocultar sus sentimientos, porque lo sabía tan bien como él, y estaba decidida a no abrirse a su afecto.

»Por favor —volvió a decir, con indiscutible finalidad.

Retiró la mano de su hombro. No había chispa entre ellos; se lo había imaginado todo. Todo había terminado.

—A lo mejor en otro momento. —Murmuró el cliché como si estuviera envenenado.

—Sí —dijo ella, satisfecha de ofrecerle una nota conciliadora, por poco convincente que fuese—. Pero llámame primero.

—No hace falta que me acompañes.

23

Deambuló durante una hora, esquivando a las hordas de niños que volvían a casa de la escuela, peleándose y hurgándose en la nariz. La primavera también había llegado allí. La naturaleza difícilmente podía ser generosa en circunstancias tan restrictivas, pero se esforzaba cuanto podía. Había flores en los jardincillos de las casas, y en las repisas; los pocos retoños que habían sobrevivido a los vándalos lucían unas encantadoras hojas verdes. Si sobrevivían a la escarcha y a la mala intención durante algunas estaciones más, se harían lo bastante grandes como para que los pájaros anidasen en ellos. Nada exótico: probablemente estorninos pendencieros, como mucho. Pero darían sombra en verano, y la luna se posaría en ellos por la noche, si mirabas por la ventana de tu habitación. Se encontraba lleno de semejantes pensamientos impropios (la luna y los estorninos), como si fuera un adolescente enamorado por primera vez. Había sido un error volver allí; había sido cruel consigo mismo, y también había herido a Charmaine. Sería inútil volver y disculparse, solo complicaría las cosas. La llamaría, como le había sugerido ella, y la invitaría a una cena de despedida. Entonces le diría que estaba preparado para separarse de ella para siempre, fuese o no cierto, y que esperaba verla de vez en cuando, y se despedirían amistosamente, de un modo civilizado, y ella seguiría con su vida, cualquiera que fuese, y él con la suya. Con Whitehead, y con Carys. Sí, con Carys.

Y de repente el llanto se abatió sobre él como una furia, haciéndole pedazos, y se encontró en medio de una calle que no reconocía, cegado por las lágrimas. Los niños que pasaban corriendo lo empujaban, algunos se volvían, algunos veían su angustia y le gritaban obscenidades. Esto es ridículo, se dijo, pero los insultos no detendrían el torrente. Así que se arrastró hasta un callejón, tapándose la cara con las manos, y se quedó allí hasta que remitió el ataque. Una parte de él no había sufrido ese acceso emocional. Esa parte lo despreciaba por sollozar, y meneaba la cabeza ante su debilidad y su confusión. Odiaba ver llorar a los hombres, le daba vergüenza ajena; pero no podía negarlo. Estaba perdido, así de sencillo, estaba perdido y asustado. Era una buena razón para llorar.

Cuando dejó de llorar se sintió mejor, pero aún temblaba. Se secó la cara, y se quedó en la intimidad del callejón hasta que recuperó la compostura.

Eran las cinco menos veinte. Ya había estado en Holborn, y había recogido las fresas; fue lo primero que hizo al llegar a la ciudad. Había cumplido su obligación, y había visto a Charmaine, y tenía toda la noche por delante para divertirse. Pero la idea de una noche de aventura había dejado de entusiasmarlo. Los bares estaban a punto de abrir, y podría meterse un par de güisquis para que se le pasaran los calambres del estómago. A lo mejor también le abrían el apetito, pero lo dudaba.

Para pasar el rato antes de que abrieran, se arrastró hasta el centro comercial. Lo habían abierto dos años antes de que lo encerrasen, un laberinto sin alma de azulejos blancos, palmeras de plástico y tiendas de moda. Apenas una década después, parecía que fueran a demolerlo. Los grafitis lo habían desfigurado, los túneles y escaleras estaban sucios, muchas tiendas habían cerrado, y otras tenían tan poco encanto y clientela que seguramente la única opción de los propietarios era prenderlas fuego cualquier noche, cobrar el seguro y poner tierra de por medio. Encontró un pequeño quiosco atendido por un paquistaní de aspecto triste, compró un paquete de cigarrillos y volvió sobre sus pasos hasta El Eclipse.

Lo acababan de abrir, y estaba casi vacío. Había un par de cabezas rapadas jugando a los dardos; y se estaba celebrando una fiesta en el salón: un coro desafinado de «Feliz cumpleaños, Maureen» flotaba desde allí. La televisión emitía las noticias de media tarde; habían subido el volumen, pero no entendía gran cosa con el ruido de los invitados, y de todas formas no le interesaba mucho. Cogió su güisqui y se sentó, y empezó a fumarse el paquete de cigarrillos que había comprado. Se sentía exhausto. El licor, en lugar de levantarle el ánimo, solo hacía que sintiera pesados los miembros.

Empezó a divagar. La libre asociación de ideas evocó imágenes en extraña comunión. Carys, y él, y Buddy Holly. Aquella canción, True Love Ways, sonando en el palomar, mientras bailaba con la muchacha en el aire frío.

Cuando logró quitarse las imágenes de la cabeza habían llegado nuevos clientes: un grupo de jóvenes que hacían bastante ruido como para tapar tanto el sonido de la televisión como el de la fiesta de cumpleaños, sobre todo con sus risas, que parecían rebuznos. El centro de la fiesta era sin duda un individuo larguirucho y desgarbado, con una sonrisa tan grande que se habría podido interpretar a Chopin en ella. Marty tardó unos segundos en darse cuenta de que conocía a ese payaso: era Flynn. Flynn era la última persona que pensaba que podría encontrarse en este barrio. Marty se incorporó, mientras la mirada de Flynn (una coincidencia casi mágica) recorría la sala y se detenía en él. Marty se quedó helado, como un actor que hubiese olvidado su próximo movimiento, incapaz de avanzar ni retroceder. No sabía si estaba preparado para una dosis de Flynn. Entonces el rostro del cómico se iluminó al reconocerlo, y ya fue demasiado tarde para retroceder.

—Hostia puta —dijo Flynn. La sonrisa se desvaneció, reemplazada momentáneamente por una mirada de desconcierto total, antes de regresar, más radiante que nunca—. ¡Mirad quién está aquí! —Y se acercó a Marty, con los brazos extendidos en señal de bienvenida y la camisa más hortera jamás creada por el hombre asomando bajo una chaqueta elegante.

»Me cago en la leche. ¡Marty! ¡Marty!

Medio se abrazaron, medio se dieron la mano. Era un encuentro difícil, pero Flynn llenaba los silencios con la eficacia de un vendedor.

—¿Quién lo hubiera dicho? De toda la gente. ¡De toda la gente!

—Hola, Flynn.

Marty se sintió como un primo desaliñado frente a esa máquina de alegría instantánea, llena de chistes y color. Ahora la sonrisa de Flynn era inamovible. Acompañó a Marty al otro lado del bar, le presentó a su público (Marty solo entendió la mitad de los nombres, y no pudo ponerle cara a ninguno) y pidió una ronda de brandi doble para celebrar la vuelta a casa de Marty.

—No sabía que habías salido tan pronto —dijo Flynn, brindando por su víctima—. Por la reducción de condena por buena conducta.

El resto del grupo no intentó interrumpir al maestro, y empezaron a hablar entre ellos, dejando a Marty a merced de Flynn. Había cambiado muy poco. La ropa era distinta, desde luego: llevaba la moda del año anterior, como siempre; también había perdido bastante pelo; pero por lo demás era el mismo mentiroso bromista de siempre, sometiendo a su aprobación su colección de invenciones, como su participación en el negocio de la música, sus contactos en Los Ángeles, o sus planes para abrir un estudio de grabación en el barrio.

—He pensado mucho en ti —dijo—. Me preguntaba cómo te iba. Iba a visitarte, pero pensé que no me lo agradecerías —tenía razón—. Además, siempre estoy fuera, ¿sabes? Así que dime, colega, ¿qué haces por aquí?

—He venido a ver a Charmaine.

—Ah. —Parecía casi como si se hubiera olvidado de quién era—. ¿Está bien?

—Más o menos. A ti parece que te va bien.

—He tenido mis problemillas, ya sabes, como todo el mundo. Pero me va bien, ya sabes —bajó la voz hasta que fue casi inaudible—. Ahora la pasta está en las drogas. No en la hierba, en las duras. Paso sobre todo cocaína; heroína de vez en cuando. No me gusta tocarla… pero tengo gustos caros —puso cara de «qué mundo este», volvió a la barra a pedir más bebidas, y siguió hablando, un discurso incoherente de autobombo y observaciones de mal gusto. Marty se resistió al principio, pero luego sucumbió ante él. Su inventiva era tan irresistible como siempre. Solo se interrumpía de vez en cuando para hacerle alguna pregunta a su público. A Marty le parecía bien. No tenía ganas de hablar. Siempre había sido así. Flynn era el grosero, el ingenioso, el simpático; Marty el callado, el dubitativo. Eran como dos álter ego. Al estar otra vez con Flynn, Marty sentía un alivio más profundo.

La tarde pasó volando. La gente se acercaba a Flynn, se tomaba una copa con él y se iba, después de que el bufón de la corte los hubiera entretenido. Entre ellos había algunos individuos que Marty conocía, y se produjeron algunos encuentros incómodos, pero todo fue más sencillo de lo que había esperado. La bonhomía de Flynn facilitaba las cosas. Alrededor de las diez y cuarto desapareció discretamente durante un cuarto de hora («Tengo que ocuparme de un asuntillo», dijo), volvió con un fajo de billetes en el bolsillo, y empezó a gastarlos de inmediato.

—Lo que necesitas —le dijo a Marty cuando se hubieron emborrachado—, lo que necesitas es una buena mujer. No… —Se rió—. No, no, no. Lo que necesitas es una mala mujer.

Marty asintió; la cabeza se le iba.

—Eso mismo —dijo.

—Pues vamos a por una chica, ¿eh? ¿Hacemos eso?

—Me parece bien.

—Lo que digo es que necesitas compañía, tío, y yo también. Y también hago un poquito de eso aparte, ¿sabes? Tengo algunas chicas disponibles. Me aseguraré de que te traten bien.

Marty estaba demasiado borracho para discutir. Además, la idea de una mujer (comprada o seducida, ¿qué demonios importaba?) era la mejor que había oído en mucho tiempo. Flynn se fue, hizo una llamada telefónica, y volvió con una mirada maliciosa.

—Ningún problema —dijo—. Ningún problema en absoluto. Otra copa, y nos ponemos en marcha.

Marty lo obedeció como un cordero. Se tomaron otra copa, salieron de El Eclipse dando tumbos, doblaron la esquina y llegaron al coche de Flynn, un Volvo que había visto mejores días. Cinco minutos después llegaron a una casa en una urbanización. Una mujer negra y atractiva les abrió la puerta.

—Úrsula, este es mi amigo Marty. Marty, dile «hola» a Úrsula.

—Hola, Úrsula.

—¿Dónde están los vasos, cariño? Papá ha traído una botella.

Bebieron un poco más los tres juntos, y luego subieron; fue entonces cuando Marty se dio cuenta de que Flynn no iba a marcharse. Iba a ser un ménage a trois, como en los viejos tiempos. Su inquietud inicial se desvaneció cuando la chica empezó a desnudarse para ellos. La bebida lo había desinhibido, y se sentó en la cama, jaleándola mientras se quitaba la ropa, apenas consciente de que probablemente a Flynn le divertía tanto su evidente necesidad como la chica. Que mire, pensó Marty, es su fiesta.

En el dormitorio pequeño y mal iluminado, el cuerpo de Úrsula parecía esculpido en mantequilla negra. Una crucecita de oro brillante descansaba entre sus grandes pechos. Su piel también brillaba; cada poro estaba marcado por una gota de sudor. Flynn también había empezado a desnudarse, y Marty lo secundó, quitándose los pantalones vaqueros con cierta dificultad, reacio a perder de vista a la chica mientras esta se sentaba en la cama y se llevaba las manos a la entrepierna.

A continuación recibió una rápida reeducación en el arte del sexo. Como un nadador que volviese al agua después de años de ausencia, enseguida recordó los movimientos. Durante las dos horas siguientes acumuló recuerdos para llevarse consigo: la expresión divertida de Úrsula mientras Flynn, arrodillado a los pies de la cama, le chupaba los dedos de los pies; Úrsula gorjeando sobre su erección como una paloma negra antes de devorarla hasta la raíz; Flynn lamiéndose las manos y sonriendo, lamiendo y sonriendo. Y al fin los dos compartiendo a Úrsula, Flynn enterrado en su trasero, corroborando lo que a los once años había asegurado que se hacía con las mujeres.

Después se durmieron juntos. En algún momento en mitad de la noche Marty se despertó y vio a Flynn vistiéndose y escabullándose, seguramente a casa; dondequiera que esta estuviese esos días y noches.

24

Se despertó poco antes del amanecer, y se sintió desorientado durante unos segundos hasta que oyó la pausada respiración de Ursula junto a él. Le dijo «adiós» mientras ella dormitaba, y cogió un taxi hasta su coche. Llegó al Santuario a las ocho y media. El agotamiento acabaría por alcanzarlo, y también la resaca, pero conocía bien su reloj interno, y sabía que aún tendría unas horas de gracia antes de saldar la deuda.

Pearl estaba recogiendo la cocina después del desayuno. Intercambiaron algunas cortesías, y Marty se sentó a tomar tres tazas de café solo, una detrás de otra. Tenía un horrible sabor de boca, y el perfume de Úrsula, que le había parecido exquisito la noche anterior, era empalagoso esta mañana. Se le había quedado en las manos y en el pelo.

—¿Has tenido una buena noche? —preguntó Pearl. Marty asintió sin responder—. Será mejor que te metas un buen desayuno, porque hoy no podré prepararte nada de comer.

—¿Por qué no?

—Estoy muy ocupada con la cena.

—¿Qué cena?

—Que te lo cuente Bill. Quiere verte. Está en la biblioteca.

Toy parecía cansado, pero no tan enfermo como la última vez que se vieran. Tal vez hubiese visto a un médico desde entonces, o se hubiese tomado unas vacaciones.

—¿Quería hablar conmigo?

—Sí, Marty, sí. ¿Disfrutaste de tu noche en la ciudad?

—Mucho. Gracias por hacerla posible.

—No fue cosa mía; fue Joe. Le caes bien, Marty. Lillian me ha dicho que hasta los perros te han cogido cariño.

Toy se acercó a la mesa, abrió la cigarrera y escogió un cigarrillo. Marty nunca le había visto fumar.

—Hoy no vas a ver al señor Whitehead; va a haber una pequeña reunión esta noche…

—Sí, Pearl me lo ha contado.

—No es nada especial. De vez en cuando el señor Whitehead celebra cenas para unos pocos escogidos. Le gusta que sean reuniones privadas, así que no te necesitará.

Marty estaba conforme. Por lo menos podría tumbarse y recuperar algo de sueño.

—Obviamente nos gustaría que estuvieras en la casa, por si te necesitásemos por alguna razón, pero creo que no es probable.

—Gracias, señor.

—Puedes llamarme Bill en privado, Marty; ya no hace falta que seamos formales.

—Vale.

—Quiero decir… —Hizo una pausa para encender el cigarrillo—. Aquí todos somos criados, ¿no? De un modo u otro.

Después de ducharse, pensó en salir a correr, pero desechó la idea por masoquista, y luego se tumbó a echar una cabezada. Empezaba a sentir los primeros síntomas de la inevitable resaca. No había cura conocida. La única opción era dormirla.

Se despertó a media tarde, acuciado por el hambre. La casa estaba en silencio. La cocina estaba vacía, y solo el zumbido de una mosca en la ventana (la primera que Marty veía esa estación) interrumpía el silencio glacial. Pearl habría terminado los preparativos de la cena de esa noche, y se había ido; quizá volviera más tarde. Marty fue al frigorífico y buscó algo que acallase los rugidos de su estómago. El sándwich que se hizo parecía una cama sin hacer, con las lonchas de jamón cayéndose de las mantas de pan, pero sirvió. Puso la cafetera y fue a buscar compañía.

Era como si todos hubiesen desaparecido de la faz de la tierra. Mientras recorría la casa desierta, el abismo de la tarde se lo tragó. La calma y los restos del dolor de cabeza conspiraban para ponerlo nervioso. Miraba hacia atrás como un hombre en una calle mal iluminada. Arriba el silencio era mayor todavía; la moqueta del rellano amortiguaba sus pasos hasta tal punto que Marty podría haber sido ingrávido. A pesar de todo, caminaba con sigilo.

A mitad del rellano (el rellano de Whitehead) estaba la frontera que le habían ordenado que no cruzase. Los aposentos privados del viejo estaban en ese extremo de la casa, así como el dormitorio de Carys. ¿Qué habitación sería? Intentó recrear el exterior de la casa, para localizar la habitación por eliminación, pero le faltaba imaginación para relacionar el exterior con las puertas cerradas del pasillo que se extendía frente a él.

No estaban todas cerradas. La tercera por su derecha estaba ligeramente entreabierta: y ahora que sus oídos estaban afinados hasta el límite de lo audible, podía oír movimiento en el interior. Seguro que era ella. Traspuso el umbral invisible y se adentró en territorio prohibido, sin pensar en el castigo que la transgresión pudiese acarrear; estaba ansioso por ver su cara, y quizá hablar con ella. Llegó a la puerta, y miró en el interior.

Carys estaba allí. Estaba recostada en la cama y miraba fijamente a media distancia. Marty estaba a punto de entrar a hablar con ella cuando alguien más se movió en la habitación, oculto por la puerta. Supo que era Whitehead antes de oír su voz.

—¿Por qué me tratas tan mal? —le preguntaba en un susurro—. Ya sabes cómo me duele que te pongas así.

Ella no dijo nada: ni siquiera dio muestras de haberlo oído.

—No te pido mucho, ¿verdad? —preguntó. Ella parpadeó en su dirección—. ¿Verdad?

Al fin, se dignó contestar. Cuando lo hizo habló en voz tan baja que Marty apenas pudo entender sus palabras.

—¿No te da vergüenza? —le preguntó.

—Hay cosas peores, Carys, que tener a alguien que te necesita; créeme.

—Lo sé —respondió ella, apartando los ojos de él. Había mucho dolor, y sumisión en el rostro de dicho dolor, en esas dos palabras: «Lo sé». De repente Marty se puso enfermo de deseo por ella; por tocarla, por intentar aliviar el dolor desconocido. Whitehead atravesó la habitación y se sentó en el borde de la cama junto a ella. Marty retrocedió un paso, por miedo a ser descubierto, pero la atención de Whitehead se concentraba en el enigma que tenía delante.

—¿Qué sabrás tú? —Le preguntó. La amabilidad anterior se había evaporado de repente—. ¿Me estás ocultando algo?

—Solo sueños —respondió ella—. Cada vez más.

—¿De qué?

—Ya lo sabes. Lo de siempre.

—¿Tu madre?

Carys asintió, casi imperceptiblemente.

—Y otros —dijo.

—¿Quiénes?

—Nunca se muestran.

El viejo suspiró, y apartó la vista de ella.

—¿Y en los sueños? —preguntó—. ¿Qué pasa?

—Ella intenta hablar conmigo. Intenta decirme algo.

Whitehead no le hizo más preguntas: parecía que ya no le quedaban. Tenía los hombros caídos. Carys lo miró, percibiendo su derrota.

—¿Dónde está, papá? —Le preguntó inclinándose hacia delante por primera vez, y rodeándole el cuello con el brazo. Era un gesto claramente manipulador; le ofrecía esa intimidad solo para obtener lo que deseaba. ¿Cuánto le habría ofrecido, y cuánto habría tomado él, en el tiempo que habían pasado juntos? Su rostro se acercó al suyo; la luz de última hora de la tarde le daba un aire encantador—. Dime, papá —volvió a preguntarle—, ¿dónde crees que está? —Y entonces Marty advirtió la burla que encerraba la pregunta, en apariencia inocente. No sabía lo que significaba. Lo que querría decir esta escena, con sus palabras de frío y vergüenza, tampoco estaba nada claro. De algún modo, se alegraba de no saberlo. Pero aquella pregunta, que ella le había formulado con fingido afecto, ya estaba hecha, y tenía que esperar un momento más, hasta que el anciano la hubiese respondido—. ¿Dónde está, papá?

—En sueños —respondió él, apartando el rostro de ella—. Solo en sueños.

Ella retiró el brazo de su hombro.

—No me mientas nunca —lo acusó fríamente.

—Es lo único que puedo decirte —respondió él; su tono era casi lastimoso—. Si sabes más que yo… —Whitehead se volvió a mirarla, con urgencia en su voz—. ¿Sabes algo?

—Oh, papá —murmuró ella en tono de reproche—. ¿Más conspiraciones? —Marty se preguntó cuántas fintas habría en esta conversación—. ¿No sospecharás de mí ahora, verdad?

Whitehead frunció el ceño.

—No, de ti nunca, cariño —dijo—. De ti nunca.

Levantó la mano hasta su rostro y se inclinó para poner sus labios resecos sobre los suyos. Antes de que se tocaran, Marty se alejó de la puerta y desapareció en silencio.

Había cosas que no tenía estómago para mirar.

25

Hacia las siete empezaron a llegar coches a la casa. Marty reconoció algunas voces en el pasillo. Supuso que sería el grupo habitual; entre ellos el Contorsionista y sus camaradas; Ottaway, Curtsinger y Dwoskin. También oyó voces de mujeres. Habrían traído a sus esposas, o a sus amantes. Se preguntó qué clase de mujeres serían. Antaño hermosas, ahora ajadas y faltas de amor. Sin duda estarían aburridas de sus maridos, que pensaban más en hacer dinero que en ellas. Captó el olor de su risa en el pasillo, y luego el de su perfume. Siempre había tenido buen olfato. Saúl habría estado orgulloso de él.

Hacia las ocho y cuarto fue a la cocina y calentó el plato de raviolis que le había dejado Pearl, y luego se retiró a la biblioteca a ver vídeos de boxeo. Los sucesos de la tarde todavía le inquietaban. Por mucho que lo intentaba no podía quitarse a Carys de la cabeza, y le irritaba su propio estado emocional, sobre el que tenía tan poco control. ¿Por qué no podía ser como Flynn, que compraba a una mujer por la noche y se marchaba a la mañana siguiente? ¿Por qué se mezclaban siempre sus sentimientos, de modo que no podía distinguir uno de otro? En la pantalla, el combate se recrudecía, pero apenas era consciente del castigo ni la victoria. Su imaginación conjuraba el rostro impenetrable de Carys tendida en la cama, y lo observaba con atención, buscando una explicación.

Ignorando la cháchara del comentarista de la pelea, Marty volvió a la cocina para coger otras dos cervezas del frigorífico. En ese lado de la casa no se oía un solo ruido de los invitados. Pero por otra parte, un grupo tan civilizado sería discreto, ¿verdad? Brindarían con cristal tallado, y hablarían de los placeres de los ricos.

Que se jodan, pensó. Whitehead y Carys, y los demás. No era su mundo, y no quería formar parte de él, ni de ellos, ni de ella. Podía tener cuantas mujeres quisiera en cualquier momento, solo tenía que descolgar el teléfono y llamar a Flynn. Ningún problema. Que jugaran a sus juegos estúpidos: no le interesaban. Bebió la primera lata de cerveza en la cocina, luego sacó dos más y se las llevó al salón. Iba a ponerse ciego esa noche. Claro que sí. Se iba a emborrachar tanto que nada le importaría. Especialmente ella. Porque no le importaba. No le importaba.

La cinta había terminado, y la pantalla se había quedado en blanco. Zumbaba con una imagen de puntos en movimiento. Ruido blanco. ¿No se llamaba así? Era un retrato del caos, ese siseo, esos puntos retorciéndose; el universo zumbando para sus adentros. Las ondas vacías nunca estaban vacías del todo.

Apagó la televisión. No quería ver más combates. Le zumbaba la cabeza igual que la caja; allí dentro también había ruido blanco.

Se retrepó en la silla y se bebió la segunda lata de cerveza de dos tragos. Volvió a ver la imagen de Carys con Whitehead. «Vete», le dijo en voz alta; pero la imagen siguió allí. ¿Acaso la deseaba, era eso? ¿Se quedaría tranquilo si se la llevaba al palomar una tarde y se la tiraba hasta que le suplicara que no parase nunca? La mezquina idea solo lo asqueó; no podía resolver esas ambigüedades con pornografía.

Cuando abrió la tercera lata de cerveza descubrió que le sudaban las manos, un sudor frío que asociaba con la enfermedad, como los primeros síntomas de la gripe. Se secó las palmas en los vaqueros y dejó la cerveza. El encaprichamiento no era lo único que alimentaba su nerviosismo. Algo iba mal. Se levantó y se acercó a la ventana de la sala. Contemplaba la profunda oscuridad al otro lado del cristal, cuando se percató de cuál podía ser el problema. Las luces del césped y de la valla exterior estaban apagadas. Tendría que encenderlas él mismo. Por primera vez desde que llegase a la casa, fuera había una noche auténtica, la noche más negra que había visto en muchos años. En Wandsworth siempre había luz: los focos abrasaban los muros durante toda la noche. Pero allí ni siquiera había farolas, fuera solo había noche.

Noche; y ruido blanco.

26

Aunque Marty hubiese imaginado lo contrario, Carys no había asistido a la cena. Le quedaban muy pocas libertades; rechazar las invitaciones para cenar de su padre era una de ellas. Había soportado sus inesperadas lágrimas durante toda la tarde, así como sus acusaciones, igual de inesperadas. Estaba cansada de sus besos y de sus dudas. Así que esa noche se había concedido una dosis mayor de lo habitual, hambrienta de olvido. Solo quería tumbarse y disfrutar de la no existencia.

En el instante en que apoyaba la cabeza en la almohada, algo, o alguien, la tocó. Recuperó la conciencia sobresaltada. La habitación estaba vacía. Las lámparas estaban encendidas, y las cortinas corridas. No había nadie: los sentidos le habían jugado una mala pasada. Sin embargo, todavía sentía un cosquilleo en las terminaciones nerviosas de la nuca, que respondían a la intromisión como anémonas, allí donde le había parecido que la tocaban. Se masajeó la zona. El susto le impediría dormir durante un rato. No podría tumbarse hasta que el corazón dejase de latirle con tanta fuerza.

Se incorporó y se preguntó dónde estaría su corredor. Probablemente cenando con el resto de la corte de papá. Eso les gustaría: tenerlo entre ellos y así tratarlo con condescendencia. Ya no pensaba en él como en un ángel. Después de todo ahora tenía un nombre, y una historia (Toy le había contado cuanto sabía). Había perdido su divinidad tiempo atrás. Era el que era, Martin Francis Strauss, un hombre de ojos de color verde y gris, con una cicatriz en la mejilla y manos elocuentes como las de un actor, aunque no creía que fuese un buen mentiroso profesional: los ojos lo traicionaban con demasiada facilidad.

Entonces volvió a sentir el toque, y esta vez sintió claramente que unos dedos le agarraban la nuca, como si alguien le pellizcase el hueso de la columna entre el pulgar y el índice con muchísima suavidad. Era una ilusión absurda, pero demasiado intensa para ignorarla.

Se sentó en la mesa del tocador y sintió una inquietud en el estómago que recorrió su cuerpo y la hizo temblar. ¿Sería el resultado de un mal viaje? Hasta entonces no había tenido problemas: la heroína que Luther compraba a sus proveedores en Stratford era siempre de la mejor calidad: papá podía permitírsela.

Vuelve a tumbarte, se dijo. Aunque no puedas dormir, túmbate. Pero cuando se levantó y empezó a caminar hacia la cama, esta retrocedió, la habitación entera retrocedió hacia el rincón como si estuviera pintada en un lienzo y una mano oculta tirase de ella.

Entonces le pareció que los dedos volvían a su cuello con mayor insistencia, como si se abrieran paso hacia su interior. Se frotó la nuca con fuerza, maldiciendo a Luther en voz alta por traerle material de mala calidad. Probablemente compraba heroína cortada en lugar de pura, y se embolsaba la diferencia. La rabia le despejó la cabeza por un momento, o eso le pareció, pues no ocurrió nada más. Volvió tranquilamente a la cama, apoyándose en la pared de papel de flores. Las cosas empezaban a corregirse; la habitación tenía otra vez la perspectiva correcta. Suspiró aliviada, se tumbó sobre las mantas, y cerró los ojos. Algo se movió detrás de sus párpados. Figuras que se formaban, se deshacían y volvían a formarse. Ninguna tenía el menor sentido: eran como salpicaduras y manchas, el grafiti de un lunático. Las observó, fascinada por sus fluidas transformaciones, consciente apenas de que los dedos invisibles habían vuelto a encontrar su cuello y se insinuaban en su sustancia con la sutil eficacia de un buen masajista.

Y luego el sueño.

Carys no oyó a los perros cuando empezaron a ladrar: Marty, sí. Al principio solo fue un ladrido aislado en algún punto al sudeste de la casa, pero la voz de alarma se extendió y un coro de voces se alzó casi de inmediato.

Marty se levantó embotado por el alcohol y volvió a la ventana.

Se había levantado viento. Probablemente había derribado una rama muerta, y eso había alarmado a los perros. En un extremo de la finca había visto varios olmos muertos que necesitaban una poda; era probable que uno de ellos fuera el culpable. Pero sería mejor que echase un vistazo. Fue a la cocina y encendió las pantallas de vídeo, pasando de una cámara a otra por la valla exterior. No se veía nada. Sin embargo, cuando pasó a las cámaras situadas al este de los bosques las imágenes desaparecieron. El ruido blanco reemplazó a la visión del césped iluminado. Había un total de tres cámaras desconectadas.

—Mierda —dijo. Si se había caído un árbol, y parecía más probable que así fuera, si las cámaras no funcionaban, tendría entre manos un trabajo de limpieza. Pero era extraño que las alarmas no hubiesen saltado. Una caída que había inutilizado tres cámaras tendría que haber abierto una brecha en los sistemas de la valla: pero no sonaban las alarmas, ni aullaban las sirenas. Descolgó su chaqueta del perchero que había junto a la puerta de atrás, cogió una linterna, y salió.

Las luces de la valla estaban encendidas hasta donde alcanzaba la vista; las comprobó rápidamente, pero no vio ninguna apagada. Se dirigió hacia donde ladraban los perros. Era una noche cálida, a pesar del viento: el primer calor confiado de la primavera. Se alegraba de pasear, incluso si se trataba de una pérdida de tiempo. Tal vez ni siquiera hubiese sido un árbol, sino un fallo eléctrico. No había nada infalible. Se alejó de la casa, las ventanas iluminadas se hicieron más pequeñas. La oscuridad lo rodeó por completo. Lo separaban doscientos metros de las luces de la valla y de la casa, se encontraba aislado en tierra de nadie, tropezando, pues la linterna iluminaba débilmente el césped a una distancia de pocos pasos. En los bosques, el viento encontraba alguna voz ocasional; de lo contrario había silencio.

Finalmente llegó a la valla, donde calculaba que había oído a los perros. Las luces funcionaban en ambas direcciones: no había signos visibles de perturbación. Pero a pesar de la tranquilizadora normalidad de la escena, había algo extraño en ella, en la noche y el viento cálido. Tal vez la oscuridad no fuese tan benigna al fin y al cabo, y la tibieza del aire no fuese totalmente natural para la época del año. Había empezado a sentir un tic en el estómago, y tenía la vejiga llena de cerveza. Le irritaba no ver ni oír a los perros. Tal vez hubiese cometido un error de juicio al calcular su posición, o hubieran salido en persecución de algo. O, se le ocurrió la absurda idea, perseguidos.

Las cabezas encapuchadas de los focos en los postes de la valla se balancearon en una nueva ráfaga de viento; la escena dio vueltas bajo la intensa luz. Decidió que no podría seguir adelante hasta que hubiese vaciado su dolorida vejiga. Apagó la linterna, se la guardó, y se bajó la cremallera, volviendo la espalda a la valla y a la luz. Sintió un gran alivio al mear en el césped; la satisfacción física le hizo gemir.

En ello estaba cuando las luces a su espalda parpadearon. Al principio pensó que se trataba de un efecto del viento. Pero no, se estaban apagando de verdad. En el mismo momento en que se apagaron, los perros empezaron de nuevo a ladrar, con rabia y con pánico, siguiendo la valla por su derecha.

No podía dejar de mear una vez había empezado, y durante unos segundos preciosos maldijo su falta de control sobre la vejiga. Cuando acabó, se subió la cremallera y echó a correr en dirección a la algarabía. Entonces las luces volvieron a encenderse, vacilantes, con los circuitos zumbando. Pero estaban muy lejos unas de otras, y no le ofrecían mucho consuelo. Entre ellas se extendían parcelas de oscuridad, de modo que cada diez pasos había claridad, y en los otros nueve, oscuridad. El miedo le oprimía las entrañas, pero corrió tanto como pudo. La valla parpadeaba frente a él. Luz, oscuridad, luz, oscuridad…

Una escena dramática se presentó a su vista. Había un intruso en el límite del círculo de luz que proyectaba uno de los focos. Los perros lo rodeaban, lo mordían, lo desgarraban, los talones, el pecho. El hombre se mantenía en pie con las piernas separadas mientras le hacían pedazos.

Marty se dio cuenta de que estaba a punto de presenciar una masacre. Los perros estaban fuera de sí, y se abatían sobre el intruso con toda la furia con que eran capaces. Curiosamente, a pesar de la ferocidad de su ataque, tenían el rabo entre las piernas, y los gruñidos graves que emitían mientras lo rodeaban buscando otra brecha eran sin duda de temor. Job ni siquiera intentaba lanzarse al ataque: se movía con sigilo, con los ojos entornados, contemplando el heroísmo de los demás.

Marty empezó a llamarlos por su nombre, utilizando las órdenes enérgicas y sencillas que Lillian le había enseñado:

—¡Quieto! ¡Saúl! ¡Quieto! ¡Dido!

Los perros estaban adiestrados a la perfección: los había visto realizar esos ejercicios una docena de veces. Cuando oyeron la orden renunciaron a su víctima, a pesar de la intensidad de su rabia. Retrocedieron de mala gana, con las orejas gachas, enseñando los dientes, clavando sus ojos en el hombre.

Marty se dirigió lentamente hacia el intruso, que se había quedado en medio de un círculo de perros vigilantes, dispuestos a saltar y sedientos de sangre. No llevaba armas a la vista; a decir verdad parecía más un mendigo que un asesino en potencia. Llevaba una chaqueta oscura, que los perros habían desgarrado en una docena de sitios, y donde asomaba la piel relucía la sangre.

—Aléjalos… de mí —dijo con voz dolorida. Lo habían mordido por todo el cuerpo. Le habían arrancado trozos de carne en algunas partes, sobre todo en las piernas. Le habían atravesado el dedo corazón de la mano izquierda en la segunda falange, y colgaba de un trozo de tendón. La sangre salpicaba la hierba. Era asombroso que siguiera en pie.

Los perros todavía lo rodeaban, dispuestos a reanudar el asalto en cuanto se lo ordenasen; algunos miraban a Marty con impaciencia. Estaban ansiosos por rematar a la víctima herida. Pero el mendigo no daba muestras de miedo. Solo tenía ojos para Marty, y esos ojos eran como alfileres sobre un blanco lívido.

—No te muevas si no quieres que te maten —dijo Marty—. Si intentas escapar te derribarán. ¿Entiendes? No tengo tanto control sobre ellos.

El otro no dijo nada: solo lo miró. Marty sabía que debía sufrir una intensa agonía. Ni siquiera era joven. La barba rala de varios días era más gris que negra. El cráneo que había bajo la carne laxa y cerúlea era duro, los rasgos viejos y cansados: incluso trágicos. Únicamente el brillo grasiento de la piel y los músculos faciales inmóviles, delataban su sufrimiento. Su mirada tenía la serenidad del ojo de un huracán, y la misma amenaza.

—¿Cómo has entrado? —preguntó Marty.

—Llévatelos —dijo el hombre. Hablaba como si esperase que lo obedecieran.

—Entra en la casa conmigo.

El otro meneó la cabeza, negándose siquiera a tener en cuenta esa posibilidad.

—Llévatelos —repitió.

Marty acató su autoridad, aunque no estaba seguro de por qué. Llamó a los perros por su nombre, y estos acudieron con miradas de reproche, reacios a abandonar su presa.

—Ahora entra en casa —dijo Marty.

—No hace falta.

—Por amor de Dios, te vas a desangrar.

—Odio a los perros —dijo sin quitarle los ojos de encima—. Igual que tú.

Marty no tenía tiempo para pensar detenidamente en lo que decía, solo quería evitar que la situación volviese a descontrolarse. Sin duda la pérdida de sangre lo había debilitado. Si se caía, Marty no sabía si podría evitar que los perros entrasen a matar. Daban vueltas en torno a sus piernas, mirándolo con irritación; sentía su cálido aliento.

—Si no vienes por las buenas, te llevaré a la fuerza.

—No. —El intruso alzó la mano herida hasta el pecho y la miró—. No necesito tus atenciones, gracias —dijo.

Mordió el tendón del dedo mutilado, como haría una costurera con un hilo. Las falanges desechadas cayeron sobre la hierba. Luego cerró la mano ensangrentada y se la guardó en la andrajosa chaqueta.

Marty dijo:

—¡Dios Todopoderoso! —De repente las luces de la valla parpadearon de nuevo, pero esta vez se apagaron del todo. En la repentina oscuridad, Saúl aulló. Marty conocía su voz y compartía su aprensión.

»¿Qué pasa, chico? —le preguntó al perro deseando que pudiera contestarle. Y entonces la oscuridad se rompió; algo iluminó la escena que no era electricidad ni la luz de las estrellas. Era el intruso. Había empezado a arder con un brillo tenue. La luz resbalaba de las puntas de sus dedos, y rezumaba de los agujeros ensangrentados de su chaqueta. Envolvía su cabeza en un halo gris intermitente que no consumía la carne ni el hueso, que le salía de la boca, los ojos y la nariz. Y empezaba a tomar forma, o eso parecía. Todo eran apariencias. Surgieron fantasmas del torrente de luz. Marty vislumbró perros, luego a una mujer, luego una cara; todos ellos, y quizá ninguno, en una oleada de apariciones que se transformaban antes de precisarse. Y en el centro de esos efímeros fenómenos, los ojos del intruso seguían clavados en Marty: claros y fríos.

Entonces, sin previo aviso, el espectáculo adoptó un tono completamente distinto. Una mirada de angustia atravesó el rostro del fabricante; un hilo de oscuridad sangrienta se derramó de sus ojos, apagando las formas que danzaban en el vapor, dejando solo brillantes gusanos de fuego que perfilaban su cráneo. Luego estos también se apagaron, las ilusiones desaparecieron tan pronto como habían aparecido, y únicamente quedó un hombre hecho pedazos junto a la valla que zumbaba.

Las luces volvieron a encenderse, la iluminación era tan rotunda que acabó con cualquier vestigio de magia. Marty observó la carne suave, los ojos vacíos, la absoluta vulgaridad de la figura que tenía delante y no creyó en nada de lo que había visto…

—Dile a Joseph… —dijo el intruso.

Todo había sido un truco de alguna clase…

—¿Que le diga qué?

—Que he estado aquí.

Pero si solo era un truco, ¿por qué no daba un paso adelante y lo detenía?

—¿Quién eres? —preguntó.

—Tú díselo.

Marty asintió; no le quedaba valor.

—Y luego vete a casa.

—¿A casa?

—Lejos de aquí —dijo el intruso—. Ponte a salvo.

Se alejó de Marty y de los perros, y entonces las luces vacilaron y se apagaron en docenas de metros en ambas direcciones.

Cuando volvieron a encenderse, el mago había desaparecido.

27

—¿Eso es todo lo que dijo?

Como siempre, Whitehead le daba la espalda a Marty mientras hablaba, y era imposible calibrar su reacción al relato de los sucesos de la noche. Marty le había ofrecido una descripción cuidadosamente adulterada de lo que había sucedido en realidad. Le había explicado a Whitehead que había oído ladrar a los perros, así como la persecución y la breve conversación que había mantenido con el intruso, pero había omitido la parte que no podía explicar: las imágenes que al parecer el hombre había conjurado de su propio cuerpo. No intentó describirlas, ni informar sobre ellas. Tan solo le dijo al anciano que el intruso se había escapado al amparo de la oscuridad. Era un final poco convincente para el encuentro, pero era incapaz de mejorar la historia. Todavía sopesaba las visiones de la noche anterior, sin saber cuál era la verdad objetiva, y no podía plantearse una mentira más complicada.

No había dormido en veinticuatro horas. Había pasado la mayor parte de la noche comprobando el perímetro, peinando la valla en busca del punto donde el intruso había abierto una brecha. Pero el alambre no estaba cortado. Tal vez hubiese entrado en los terrenos subrepticiamente, cuando las puertas se abrían para que pasara el coche de algún invitado, lo cual era posible; o hubiera escalado la valla, haciendo caso omiso de una descarga eléctrica que habría matado a la mayoría. Después de haber visto de qué trucos era capaz, Marty no estaba dispuesto a descartar la segunda posibilidad. Después de todo, era el mismo hombre que había inutilizado las alarmas, y de algún modo había apagado las luces de un tramo de la valla. Cómo había llevado a cabo esas proezas era un misterio. Pocos minutos después de su desaparición todo el sistema estaba completamente operativo de nuevo: las alarmas y las cámaras funcionaban en toda la valla.

Después de comprobar meticulosamente las vallas, Marty había vuelto a la casa y se había sentado en la cocina a repasar todos los detalles de la experiencia que acababa de tener. Hacia las cuatro de la mañana oyó que la fiesta llegaba a su fin: risas, las puertas de los coches al cerrarse. No había informado de la intrusión de inmediato. Pensó que no tenía sentido amargarle la noche a Whitehead. Se sentó a escuchar el ruido de la gente al otro lado de la casa. Sus voces eran manchas incoherentes; como si él estuviera bajo tierra, y ellos encima. Y mientras escuchaba, agotado por la subida de adrenalina, los recuerdos del hombre destellaban frente a él.

No le contó nada de esto a Whitehead. Un breve resumen de los acontecimientos, y esas pocas palabras: «Dile que he estado aquí». Era suficiente.

—¿Estaba malherido? —dijo Whitehead, sin apartarse de la ventana.

—Perdió un dedo, como le he dicho. Y estaba sangrando mucho.

—¿Diría que estaba sufriendo?

Marty vaciló antes de contestar. No quería emplear la palabra sufrir, pues no era sufrimiento del modo en que él lo entendía. Pero si usaba otra palabra, como angustia, algo que sugiriese las profundidades que había detrás de los ojos glaciales, se exponía a adentrarse en zonas a las que no estaba preparado para ir; especialmente con Whitehead. Sabía que si el viejo percibía una sola ambigüedad, iría a por él. Así que respondió:

—Sí. Estaba sufriendo.

—¿Y dice que se arrancó el dedo de un mordisco?

—Sí.

—Quizá debería buscarlo luego.

—Ya lo he hecho. Creo que se lo ha llevado uno de los perros.

¿Whitehead se reía entre dientes? Eso parecía.

—¿No me cree? —dijo Marty, pensando que se reía de él.

—Claro que le creo. Solo era cuestión de tiempo que viniera.

—¿Sabe quién es?

—Sí.

—Entonces puede hacer que lo arresten.

La broma privada se había terminado. Las palabras que Whitehead dijo a continuación no expresaban emoción alguna.

—Este no es un intruso convencional, Strauss, estoy seguro de que se ha dado cuenta. Es un asesino profesional de primera categoría. Vino con el propósito expreso de matarme. La intervención de usted, y la de los perros, se lo impidieron. Pero volverá a intentarlo…

—Razón de más para que lo encuentren, señor.

—Ningún cuerpo de Policía de Europa podría localizarlo.

—Si es un asesino conocido… —insistió Marty. Su negativa a soltar el hueso antes de extraerle la médula había empezado a irritar al viejo. Le respondió con un gruñido:

—Lo conozco yo. Quizá otros que lo hayan encontrado a lo largo de los años…, pero eso es todo.

Whitehead se acercó al escritorio, abrió un cajón, y sacó algo envuelto en un paño. Lo puso sobre la superficie pulida del escritorio y lo desenvolvió. Era una pistola.

—En adelante siempre llevará esto consigo —le dijo a Marty—. Cójala. No muerde.

Marty cogió la pistola del escritorio. Era fría y pesada.

—No vacile, Strauss. Ese hombre es letal.

Marty se pasó la pistola de una mano a otra; le producía una sensación desagradable.

—¿Algún problema? —preguntó Whitehead.

Marty dudó antes de responder.

—Es que… bueno, estoy en libertad condicional, señor. Se supone que tengo que cumplir la ley. Ahora usted me da una pistola y me dice que dispare en cuanto lo vea. Seguro que tiene razón y se trata de un asesino, pero creo que ni siquiera iba armado.

La expresión de Whitehead, que hasta entonces había sido imparcial, cambió cuando Marty habló. Le enseñó los dientes amarillos cuando le espetó su respuesta.

—Usted me pertenece, Strauss. O se preocupa por mí, o se va cagando leches mañana por la mañana. ¡Por mí! —Se golpeó con el dedo en el pecho—. No por usted. Usted no importa.

Marty se mordió la lengua; ninguna de las respuestas que se le habían ocurrido era amable.

—¿Quiere volver a Wandsworth? —dijo el viejo. Todas las muestras de rabia habían desaparecido; los dientes amarillos estaban ocultos—. ¿Quiere?

—No. Claro que no.

—Si quiere puede irse. No tiene más que decirlo.

—¡He dicho que no!… Señor.

—Pues escuche —dijo el viejo—, el hombre que vio anoche quiere hacerme daño. Vino a matarme. Si vuelve, y seguro que lo hace, quiero que le devuelva el cumplido. Ya veremos qué pasa entonces, ¿verdad, chico? —Volvió a enseñar los dientes, su sonrisa era la de un zorro—. Oh, sí… ya veremos.

Carys se despertó sintiéndose enferma. Al principio no recordaba nada de la noche anterior, pero, poco a poco, empezó a acordarse del mal viaje que había sufrido: la habitación que parecía un ser vivo, los dedos fantasmales que le habían tirado con tanta suavidad del vello de la nuca.

No recordaba lo que había sucedido después de que los dedos se hundieran más en su carne. ¿Se había tumbado? Sí, ya recordaba, se había tumbado, en efecto. Fue entonces, cuando apoyó la cabeza en la almohada y el sueño la reclamó, cuando empezaron los momentos malos de verdad.

No fueron sueños: al menos no como los que había tenido antes. No había habido nada teatral, ni símbolos, ni recuerdos fugitivos entretejidos en el horror. No había habido nada en absoluto: y eso había sido lo que la había aterrorizado entonces, y ahora. La habían llevado a un vacío.

—Vacío.

Solo era una palabra muerta cuando la decía en voz alta: no alcanzaba a describir el lugar que había descubierto; el vacío era más puro, los terrores que inspiraba más atroces, y la esperanza de salvación en sus abismos más frágil que en cualquier otro lugar que hubiese imaginado anteriormente. Era una «nada» legendaria, comparada con cualquier otra oscuridad era de un brillo cegador, cualquier otra desesperación que hubiese soportado había sido un simple coqueteo con el abismo, y no el abismo en sí.

Su arquitecto también había estado allí. Recordaba vagamente sus rasgos suaves, que no la habían convencido en absoluto. ¿Ves qué extraordinario es este vacío?, se había jactado; ¿qué puro, qué absoluto? Un mundo de maravillas no podría compararse ni en sueños con una nada tan sublime.

Y cuando despertó los alardes seguían allí. Era como si la visión hubiese sido real, y la realidad que ahora ocupaba fuese una ficción. Como si el color, la forma y la sustancia fueran bonitas distracciones diseñadas para ocultar el vacío que le había mostrado. Esperó, vagamente consciente del paso del tiempo, acariciando la sábana de vez en cuando, o sintiendo el tejido de la alfombra con los pies descalzos, aguardó desesperada el momento en que todo retrocediera, y el vacío volviese para devorarla.

Pues me iré a la isla del sol, pensó. Se merecía jugar un rato allí, después de haber sufrido tanto. Pero algo ensombrecía la idea. ¿Acaso la isla no era otra ficción? Si se iba allí, ¿no estaría más débil cuando volviera el arquitecto, con el vacío en la mano? El corazón empezó a latirle con mucha fuerza en los oídos. ¿Quién iba a ayudarla? Nadie la entendía. Solo estaban Pearl, con sus ojos acusadores y su ligero desprecio; Whitehead, encantado de darle heroína siempre y cuando la mantuviese obediente, y Marty, su corredor, dulce a su manera, pero tan inocente que nunca podría empezar a explicarle las complejidades de las dimensiones en que vivía. Era un hombre con los pies en la tierra; la miraría desconcertado, intentaría entenderla, y fracasaría.

No; no tenía guías, ni indicaciones. Sería mejor que volviese al camino que conocía. De vuelta a la isla.

Era una mentira química, y la mataría con el tiempo; pero la vida también, ¿verdad? Y si solo había muerte, ¿no tenía sentido salir a su encuentro feliz, en lugar de pudrirse en el sucio agujero del mundo, donde el vacío susurraba en cada esquina? Así que cuando Pearl subió con su heroína, la aceptó, le dio las gracias con educación, y se fue bailando a la isla.

28

El miedo movía el mundo si sus ruedas estaban bien engrasadas. Marty había visto cómo el sistema se ponía en práctica en Wandsworth: una jerarquía construida sobre el miedo. Era violenta, inestable e injusta, pero perfectamente manejable.

Ver a Whitehead, el centro tranquilo e inmutable de su propio universo, tan cambiado por el miedo, tan sudoroso, tan lleno de pánico, había sido una sorpresa desagradable. Marty no tenía sentimientos personales por el viejo, o no era consciente de ellos, pero había visto cómo funcionaba su peculiar integridad, y se había beneficiado de ella. Ahora sentía que la estabilidad que había llegado a disfrutar amenazaba con desaparecer. Estaba claro que el viejo le estaba ocultando información acerca del intruso y de sus motivos, información que podía ser fundamental para que Marty entendiera la situación. En lugar de su franqueza anterior, le hablaba con indirectas y amenazas. Estaba en su derecho, por supuesto. Pero a Marty le dejaba con un juego de adivinanzas entre manos.

Una cosa estaba clara: a pesar de lo que asegurase Whitehead, el hombre de la valla no era un asesino a sueldo convencional. Habían ocurrido algunas cosas inexplicables. Las luces se habían encendido y apagado como a voluntad; las cámaras habían fallado misteriosamente al aparecer él. Los perros también habían percibido ese enigma. ¿Por qué si no habían mostrado esa mezcla de rabia y de aprensión? Y estaban las ilusiones, esas imágenes que ardían en el aire. Ningún truco de manos, por muy elaborado que fuese, podía explicarlas satisfactoriamente. Si Whitehead conocía a ese «asesino» tan bien como aseguraba, tendría que conocer asimismo sus habilidades: pero estaba demasiado asustado para hablar de ellas.

Marty pasó el día preguntando con discreción por la casa, pero enseguida llegó a la conclusión de que Whitehead no les había contado nada a Pearl, a Lillian ni a Luther. Era extraño. Ahora sin duda era el momento de que todos estuviesen más alerta. El único que dio a entender que sabía algo de los sucesos de la noche fue Bill Toy, pero cuando Marty sacó el tema le respondió con evasivas.

—Entiendo que te hemos puesto en una situación difícil, Marty, pero en este momento lo estamos todos.

—Creo que haría mejor mi trabajo si…

—Si conocieras los hechos.

—Sí.

—Bueno, creo que tienes que admitir que Joe sabe lo que quiere. —Puso una cara triste—. Deberíamos tatuárnoslo en la frente, ¿no crees? Joe sabe lo que quiere. Ojalá pudiera decirte más. Ojalá supiera más. Creo que sería mejor para todos los implicados que dejaras el tema.

—Me dio una pistola, Bill.

—Lo sé.

—Y me dijo que la usara.

Toy asintió; parecía dolido por todo esto, incluso arrepentido.

—Son malos tiempos, Marty. Todos tenemos… todos tenemos que hacer muchas cosas que no queremos, créeme.

Marty le creyó; confiaba en Toy lo bastante como para saber que si hubiese podido decirle algo al respecto, lo habría hecho. Tal vez Toy no supiera siquiera quién había roto el sello del Santuario. Si se trataba de un enfrentamiento privado entre Whitehead y el desconocido, entonces quizá el viejo fuera el único que podía ofrecerle una explicación detallada, y estaba claro que no iba a dársela.

Marty aún tenía que interrogar a otra persona. A Carys.

No la había visto desde el día en que se colara en el rellano de arriba. Lo que había visto entre Carys y su padre le había inquietado, y admitía que sentía el impulso infantil de castigarla con su ausencia. Pero se sentía impulsado a buscarla, por incómodo que pudiera resultar el encuentro.

La encontró aquella tarde, merodeando en las proximidades del palomar. Estaba envuelta en un abrigo de piel que tenía aspecto de haber sido adquirido en una tienda de segunda mano; le quedaba muy grande, y estaba comido por la polilla. Parecía demasiado abrigada. El tiempo era cálido a pesar de las ráfagas de viento, y las nubes que atravesaban el cielo azul de porcelana no eran amenazadoras: demasiado pequeñas, demasiado blancas. Eran nubes de abril, que contenían como mucho una lluvia ligera.

—Carys.

Cuando clavó los ojos en él, tenía unas ojeras de cansancio tan profundas que al principio pensó que tenía los ojos morados. En la mano llevaba un manojo de flores, más que un ramo, muchas no se habían abierto aún.

—Huele —dijo, extendiéndolas.

Él las olisqueó. Casi no tenían aroma: solo olían a ansiedad y tierra.

—No huelen mucho.

—Menos mal —dijo ella—. Pensé que estaba perdiendo el olfato.

Dejó caer las flores con impaciencia.

—No te importa que te interrumpa, ¿verdad?

Ella meneó la cabeza.

—Interrumpe lo que quieras —respondió. La extrañeza de su actitud le pareció más evidente que nunca; siempre hablaba como si estuviera pensando en una broma privada. Deseaba entrar en el juego, aprender su lenguaje secreto, pero parecía impenetrable, como un ermitaño tras un muro de sonrisas taimadas.

—Supongo que anoche oíste a los perros —dijo.

—No me acuerdo —respondió ella frunciendo el ceño—. A lo mejor.

—¿Te han dicho algo al respecto?

—¿Por qué iban a hacerlo?

—No lo sé. Pensé que…

Ella lo tranquilizó al asentir con energía.

—Ya que lo preguntas, sí. Pearl me dijo que hubo un intruso. Y que lo espantasteis, ¿verdad? Los perros y tú.

—Los perros y yo.

—¿Y quién le arrancó el dedo?

¿Pearl también le había contado lo del dedo, o había sido el viejo quien se había dignado a darle ese brutal detalle? ¿Habían estado juntos en su habitación ese día? Desterró la idea antes de que la imagen se encendiera en su cabeza.

—¿Te lo dijo Pearl? —preguntó.

—No he visto al viejo —respondió ella—, si te refieres a eso.

Había resumido su idea tan bien que resultaba siniestro. Hasta usaba sus expresiones. «El viejo», lo había llamado, y no «papá».

—¿Quieres ir al lago? —sugirió ella, sin que al parecer le importase la respuesta.

—Claro.

—Tenías razón acerca del palomar —dijo—. Es feo cuando está tan vacío. Nunca se me había ocurrido. —La imagen del palomar desierto, en efecto, parecía ponerla nerviosa. Tembló, a pesar del grueso abrigo.

—¿Has salido a correr esta mañana? —preguntó.

—No. Estaba muy cansado.

—¿Tan mala fue?

—¿Tan mala fue qué?

—La noche.

No sabía cómo empezar a responder. Sí, claro, había sido mala, pero incluso si confiaba en ella lo bastante para describirle la ilusión que había visto, y no estaba seguro en absoluto de que así fuera, no tenía el vocabulario apropiado para hacerlo.

Carys se detuvo cuando llegaron al lago. La hierba que pisaban estaba salpicada de florecillas blancas, Marty no sabía cómo se llamaban. Ella las observó y dijo:

—¿Solo es otra prisión, Marty?

—¿El qué?

—Estar aquí.

Tenía la misma habilidad que su padre para la incoherencia. No había esperado la pregunta en absoluto, y lo desconcertó. Nadie le había preguntado cómo se sentía desde su llegada. Tan solo le habían hecho alguna pregunta superficial relativa a su comodidad. Quizá por ello no se había molestado en planteárselo. Cuando al fin respondió, lo hizo entrecortadamente.

—Sí… supongo que sigue siendo una prisión, no lo había pensado… no puedo irme cuando me apetezca, ¿verdad? Pero no se puede comparar… con Wandsworth… —Volvió a quedarse sin palabras—. Esto es otro mundo.

Quería decir que le encantaban los árboles, la extensión del cielo, las flores blancas que pisaban al andar, pero sabía que tales expresiones sonarían cargadas viniendo de él. No tenía talento para hablar así: no era como Flynn, que podía balbucear poesía al instante, como si fuera una segunda lengua. «Sangre irlandesa», solía decir, para explicar su labia. Marty solo dijo:

—Aquí puedo correr.

Ella murmuró algo que no entendió; quizá su asentimiento. Sea como fuere, la respuesta pareció satisfacerla, y él sintió que se disolvía la rabia con la que había empezado, su resentimiento por su astuta forma de hablar y su vida secreta con papá.

—¿Juegas al tenis? —Le preguntó ella, de nuevo sin razón aparente.

—No; no he jugado nunca.

—¿Te gustaría aprender? —sugirió mirándolo de reojo y sonriendo—. Yo podría enseñarte. Cuando mejore el tiempo.

Parecía demasiado frágil para cualquier ejercicio agotador; parecía que le agotaba vivir siempre al límite, aunque Marty no sabía al límite de qué.

—Si me enseñas, juego —dijo, satisfecho con el trato.

—¿Trato hecho? —preguntó ella.

—Trato hecho.

Y sus ojos, pensó, son tan oscuros… ojos ambiguos que a veces te esquivan y te miran de soslayo, y a veces, cuando menos te lo esperas, te miran con tal franqueza que piensas que está desnudando tu alma.

Y no es guapo, pensó ella; está acostumbrado a ser guapo, y corre para mantenerse en forma, porque si no lo hiciera, engordaría. Seguro que es un presumido: apuesto a que se pone delante del espejo todas las noches y se mira y le gustaría seguir siendo un chico guapo en lugar de un hombre fornido y sombrío.

Ella captó un pensamiento suyo, su mente se alzó con suavidad sobre su cabeza (al menos así lo imaginaba ella) y lo atrapó en el aire. Lo hacía todo el tiempo, con Pearl, con su padre, olvidando a menudo que los demás no tenían la habilidad para espiar tan a la ligera.

El pensamiento que había captado era: tendría que aprender a ser amable; o algo parecido. Tenía miedo de hacerle daño, por amor de Dios. Por eso se contenía tanto cuando estaba con ella, y se comportaba con tanta cautela.

—No me voy a romper —dijo, y él enrojeció.

—Perdona —respondió él. No sabía si estaba admitiendo su error, o que no había entendido su observación.

—No hace falta que me trates como si fuera una niña. No quiero que lo hagas. Todo el mundo lo hace.

Él le dedicó una mirada desconsolada. ¿Por qué no creía lo que decía? Ella aguantó, esperando alguna indicación, por tentativa que fuese.

Habían llegado a la presa que alimentaba el lago. Era alta, y la corriente rápida. Le habían dicho que algunas personas se habían ahogado en ella tan solo un par de décadas atrás, justo antes de que papá comprase la finca. Empezó a explicarle a Marty cómo un carruaje había ido a parar al lago durante una tormenta, hablando sin escucharse a sí misma, intentando averiguar cómo superar la barrera de su cortesía y su machismo para llegar a la parte que podría serle de utilidad.

—¿Y el carruaje sigue ahí? —preguntó él, mirando al torrente de agua.

—Supongo —dijo. La historia ya había perdido encanto.

»¿Por qué no confías en mí? —le preguntó directamente.

Él no respondió; pero estaba claro que se estaba debatiendo con algo. El ceño de desconcierto se convirtió en consternación. Maldita sea, pensó, ahora sí que lo he estropeado. Pero ya estaba hecho. Le había hecho una pregunta directa, y estaba dispuesta a oír las malas noticias, cualesquiera que fuesen.

Casi sin querer, le robó otro pensamiento, y este fue asombrosamente claro: como si lo estuviera viviendo. A través de sus ojos vio la puerta de su dormitorio, y se vio a sí misma tendida en la cama, con los ojos vidriosos, y vio a papá sentado junto a ella. Se preguntó cuándo había ocurrido eso. ¿Ayer? ¿Antes de ayer? ¿Les había oído hablar de ello? ¿Eso era lo que le disgustaba tanto? Había jugado a detective, y no le había gustado lo que había descubierto.

—No soy muy sociable —dijo él, en respuesta a su pregunta sobre la confianza—. Nunca lo he sido.

Cómo escurría el bulto en lugar de decir la verdad… Era amable con ella hasta extremos obscenos. Quiso retorcerle el cuello.

—Nos espiaste —dijo con una franqueza brutal—. Eso es lo que pasa, ¿no? Nos has visto a papá y a mí juntos…

Intentó enunciar la observación de modo que pareciese una suposición al azar. No resultaba muy convincente, y lo sabía. Pero qué diablos, ya lo había dicho, y él tendría que inventar sus propias razones para explicarse cómo había llegado a esa conclusión.

—¿Qué oíste? —exigió, pero no obtuvo respuesta. No era la rabia lo que le hacía callar, sino la vergüenza que sentía por haberlos espiado. Se había sonrojado de oreja a oreja.

—Te trata como si le pertenecieras —murmuró él, sin apartar la mirada del agua turbia.

—Y así es, de alguna manera.

—¿Por qué?

—Soy lo único que tiene. Está solo…

—Sí.

—Y asustado.

—¿Te deja salir del Santuario alguna vez?

—No quiero irme —dijo—. Aquí tengo todo lo que quiero.

Él quiso preguntarle cómo encontraba amantes, pero ya estaba bastante avergonzado. Ella encontró el pensamiento de todas formas, seguido rápidamente por la imagen de Whitehead inclinándose para besarla. Quizá fuera más que un beso paternal. Aunque intentaba no pensar mucho en esa posibilidad, no podía descartarla. Marty era más agudo de lo que había creído; había entendido el trasfondo, aunque era sutil.

—No confío en él —dijo Marty. Apartó los ojos del agua para mirarla. Su confusión era evidente a todas luces.

—Sé cómo manejarlo —respondió ella—. He hecho un trato con él. Él entiende de tratos. Yo me quedo con él, y él me da lo que quiero.

—¿Y qué es?

Entonces fue ella la que apartó la mirada. La espuma del agua era de un marrón sucio.

—Un poco de sol —respondió al fin.

—Pensaba que eso era gratis —dijo Marty confundido.

—El que a mí me gusta no —replicó ella. ¿Qué quería de ella? ¿Disculpas? Si así era, quedaría decepcionado.

—Debería volver a la casa —dijo Marty.

De repente, dijo:

—No me odies, Marty.

—No lo hago —respondió él.

—Muchos somos así.

—¿Así?

—De su propiedad.

Otra fea verdad. Ese día estaba llena a rebosar de ellas.

—Podrías largarte si quisieras de verdad, ¿no? —dijo él malhumorado.

Ella asintió.

—Supongo que sí. Pero ¿adónde?

La pregunta no tenía sentido para él. Había todo un mundo al otro lado de las vallas, y seguro que no le faltaban recursos para explorarlo, siendo la hija de Joseph Whitehead. ¿Tan aburrida le parecía la idea? Hacían una pareja muy extraña. Él, cuya experiencia había sido reducida de un modo tan antinatural (años de su vida desperdiciados), y que estaba ansioso por recuperar el tiempo perdido. Ella, tan apática que le fatigaba hasta la idea de escapar de la prisión que ella misma había construido.

—Podrías ir a cualquier sitio —dijo.

—Eso es lo mismo que a ningún sitio —respondió ella sin emoción; era un destino en el que pensaba con frecuencia. Lo miró, esperando que se hubiese encendido alguna luz, pero no mostraba ni un ápice de comprensión.

»Es igual —dijo.

—¿Vienes?

—No. Me voy a quedar aquí un rato.

—No te tires.

—No sabes nadar, ¿eh? —respondió ella con impertinencia. Él frunció el ceño sin entender—. No importa. Nunca te he tomado por un héroe.

La dejó a escasos centímetros del borde, observando el agua. Lo que le había dicho era cierto; no era muy sociable. Pero con las mujeres era aún peor. Tendría que haberse metido a cura, como siempre había querido su madre. Así habría resuelto el problema; pero tampoco entendía la religión, ni lo había hecho nunca. Tal vez eso fuese una parte del problema entre la muchacha y él: que ninguno de los dos creía en una maldita cosa. No había nada que decir, no había temas que discutir. Miró por encima del hombro. Carys se había alejado un poco del punto en que la había dejado. El sol arrancaba destellos de la superficie del agua y su silueta se recortaba contra él. Era casi como si no fuera real.