Capítulo 92

Muhammad se sentó, satisfecho, tratando de imaginar la expresión de Onneca cuando recibiese la carta que acababa de entregar para que la cancillería la despachara a través del servicio de correos. Durante varios días, aquel rollo viajaría en su cartapacio impermeable a lomos de los mejores caballos árabes que, de posta en posta, atravesaban la Península para mantener la comunicación entre las coras. Antes de su asedio, el destino habría sido Saraqusta, pero las noticias señalaban que el cerco al que los Banu Musa sometían a la ciudad desde la primavera anterior era invulnerable. Una sombra de inquietud nubló fugazmente su buen humor, pero si por algo se caracterizaba el cuerpo de mensajeros cordobeses era por su pundonor y su empeño. De ahí procedía su justa fama, y sin duda sabrían utilizar rutas alternativas para hacer llegar las misivas a su destino. Pronto lo averiguaría, porque su madre acostumbraba utilizar al mismo correo para devolver el recado y, si todo iba bien, en unas semanas tendría la respuesta.

Pensó en Onneca, en la felicidad que habría de sentir al enterarse del nacimiento de su primer nieto, pero también en su pesadumbre por no poder tomarlo entre sus brazos, y una vez más se sorprendió a sí mismo trazando planes para el reencuentro. Era impensable que la esposa repudiada del emir volviera a poner los pies en palacio, como lo era que el heredero emprendiera un viaje a través de la Península con el único objeto de reunirse con su madre, sobre todo en la situación de zozobra política y militar que se vivía en la capital. Quizás una aceifa contra la Marca Superior… Él sería el más indicado para encabezarla.

Aunque estaba solo, hizo un gesto con la mano para apartar aquellos absurdos pensamientos. ¿Por qué seguir soñando? En las actuales circunstancias, aunque el mismo rey Alfuns cayera con su ejército sobre Tulaytula, el emirato no tendría capacidad de respuesta. Ya se había solicitado la ayuda del ejército desde Saraqusta durante la pasada primavera, cuando dos emisarios arriesgaron sus vidas sorteando el cerco por el río para llevar hasta Qurtuba la petición de Al Anqar. Aún recordaba la expresión de Abd Allah al leer aquel pergamino, una risa llena de sarcasmo que dejaba clara cuál sería la respuesta… o la ausencia de respuesta, en realidad. No, jamás volvería a ver a su madre, al menos mientras el emirato siguiera amenazado por las revueltas y bajo el poder del hombre que la había repudiado. Y entonces, por vez primera, deseó alcanzar ese poder. Por un momento se vio a sí mismo en el estrado del Salón Perfecto, adornado con los atributos del emir, mientras se abrían las puertas cubiertas de oro para dar paso a la embajada de Banbaluna, en la que Onneca, su madre, ocupaba el lugar preeminente. Se vio rompiendo el protocolo para descender los escalones, acudir a su encuentro y allí, en medio del salón más fastuoso del palacio y rodeados por sus más altos dignatarios, abrazarla, alzarla del suelo entre aplausos, vivas y ovaciones, cubrirla de besos y oír de nuevo su voz, que le susurraba cuánto había esperado aquel momento.

Sueños, nada más. Sin embargo, las palabras de Ibn Hafsún pugnaban por abrirse paso en su cabeza, y por un instante contempló la muerte de su padre como una ventana a la esperanza. Luchó por abandonar aquellas cavilaciones que le hacían sentir reo de traición, y contempló el futuro cierto que la realidad le deparaba: la lucha era inminente, quizá tan pronto como el sol cálido de la primavera acabara con los rigores del invierno, y podía convertirse en el enfrentamiento final que marcaría el destino de todo lo que había conocido. Sólo una luz, pequeña pero brillante, iluminaba el presente, y al recordarla siguió el impulso de ponerse en pie para salir de aquella estancia y encaminarse hacia el harem, donde su esposa y las amas de cría cuidaban del pequeño Abd al Rahman.

Desde el primer momento, Abd Allah había mostrado una especial inclinación por aquel niño de piel clara y ojos azules, tan semejantes a los suyos. Por tanto, a Muhammad no le extrañó toparse con el revuelo de sirvientes, eunucos y concubinas que siempre acompañaba a las visitas del emir a las dependencias del harem. Si Muhammad no las hubiera conocido al detalle, el llanto del pequeño le habría guiado hasta las estancias privadas donde se hallaba.

Junto a Muzna, que se disponía a amamantar al bebé, su padre miraba al pequeño con una expresión evocadora muy poco habitual en él. Muhammad, desde la puerta, experimentó una reconfortante sensación al comprobar que el emir todavía era capaz de albergar esa clase de sentimientos. Muzna se apercibió de su presencia y le sonrió, y Abd Allah siguió la dirección de su mirada para encontrarse con la de su hijo. Entonces una sombra nubló la expresión risueña de su semblante.

Desde su retorno, habían tenido ocasión de conversar a solas en varias ocasiones y, por tanto, Abd Allah estaba al corriente de cuanto había acontecido desde que diera la orden de liberar a Adur. Muhammad empezaba a sospechar que incluso tenía noticias del papel que Badr había jugado en la huida, pero ninguno de los dos había pronunciado su nombre. Era cierto que su padre le había reconvenido por una actitud que llegó a calificar de pueril, ya que le había llevado a asumir riesgos graves e inaceptables. Muhammad sabía que no sólo aludía a los peligros que podría haber corrido en los caminos que separaban Qurtuba de Burbaster, ni siquiera a la posibilidad de que Umar se hubiera hecho con él como rehén. Por lo que logró colegir de sus reproches, y en este aspecto era evidente que callaba más de lo que decía, se refería a peligros procedentes de la propia corte.

Abd Allah se alzó, posó la mano en la cabeza del pequeño y dejó que su madre se lo acomodara en el regazo. Antes de que hubiera alcanzado la salida de la estancia, los llantos habían cesado, de modo que Muhammad oyó con claridad la voz de su padre.

–Acompáñame -ordenó de forma escueta.

Los dos hombres, separados por apenas dos pasos, recorrieron las galerías interiores del harem y atravesaron la sólida celosía tallada que lo separaba del resto del palacio. Abd Allah pareció vacilar, pero se dirigió por fin hacia uno de los corredores porticados que rodeaban un pequeño jardín al aire libre. Con un ademán, indicó a los guardias que se mantuvieran alejados, e inmediatamente oyeron cómo las puertas que daban acceso al recinto encajaban en sus jambas.

Abd Allah caminó lentamente hacia el pequeño estanque central, cuyo único surtidor producía un agradable murmullo. Parecía decidido a tomar asiento, pero las gotas de agua que humedecían la bancada de mármol acabaron por disuadirle. Todavía con las manos entrelazadas a la espalda, se giró y alzó la vista, más que la cabeza, hacia Muhammad.

–¿Ocurre algo, padre? – se adelantó éste.

Abd Allah separó los dedos y se llevó la mano derecha a la barba. Luego movió la cabeza con aire preocupado.

–No te descubro nada que no sepas si te digo que tu marcha a Burbaster despertó en la corte multitud de conjeturas, recelos… temores -empezó, marcando cada palabra-. Incluso a mí mismo me resulta difícil comprender qué te llevó a hacer algo así.

–Sabes que…

–¡No! – cortó Abd Allah con un gesto seco-. ¡No me interrumpas! Bastante difícil me resulta decir lo que tengo que decirte. ¿Acaso te he pedido explicaciones? Todo el mundo en la corte conoce la versión oficial, piensan que yo mismo te comisioné para trasladar una embajada a Ibn Hafsún, y que con tu huida sólo adelantaste el momento de cumplir con mi encargo. Eso es más de lo que la mayoría necesita saber. No ocurrió sino eso.

–¿Cuál es entonces el motivo de tu preocupación? – preguntó Muhammad inquieto.

–Se acaba de presentar ante el primer qadi una denuncia contra ti.

–¿Una denuncia? – La sorpresa aportó a su voz un tono extrañamente agudo-. ¿Quién se atreve a denunciar al heredero?

Abd Allah emitió un sonido difícil de interpretar.

–No has de pensar demasiado para responder tú mismo a esa pregunta.

–Mutarrif, no puede ser otro -concluyó con un dejo apagado, a medio camino entre el desprecio y el desaliento-. ¿Y qué es lo que te preocupa? Tú mismo acabas de decir cuál es la versión que vas a defender, una denuncia como ésa no tiene ninguna posibilidad de prosperar si cuenta con la oposición del propio emir.

–Mutarrif ha contado con la ayuda de varios de los mejores juristas de Qurtuba.

–Una ayuda desinteresada, sin duda…

–En cualquier caso, han puesto en marcha un proceso judicial difícil de detener una vez iniciado, por la alta instancia a la que han acudido y por la gravedad del delito del que te acusan.

–Pero ¿de qué demonios…? – empezó Muhammad, ya visiblemente alterado, antes de que su padre le cortara.

–Se han presentado contra ti cargos por delito de alta traición y conspiración para derrocar al soberano.

Muhammad se quedó lívido, pero a medida que asimilaba lo que el emir acababa de decir, el color grana producido por la ira se fue extendiendo por su rostro antes de estallar.

–¿Es que Mutarrif ha perdido definitivamente el juicio? – gritó-. ¡Nunca podrán aportar una sola prueba que sostenga esa acusación!

Muhammad comenzó a ir y venir nervioso por la vereda alrededor del estanque.

–Cálmate -dijo Abd Allah mientras recorría con una mirada furtiva la galería superior que rodeaba el patio-. No conseguirás nada si permites que la zozobra te domine. Es algo que habrás de aprender antes de heredar mi responsabilidad.

–¡Eso si antes no me condenan por traición! – replicó con una risa sarcástica.

–El proceso no tiene ninguna posibilidad de salir adelante…

–¿Pero…? – se adelantó Muhammad alzando la voz.

–Pero es un proceso que ya está en marcha, y deberás defenderte en presencia del qadi y de los jueces que le acompañarán en la causa.

–¡No permitirás algo así! Sabes que es una acusación falsa, puedes hacer prender a Mutarrif por ello.

–En ese caso, la carga de la prueba correría de tu parte: deberías ser tú quien probara la acusación de falsedad.

–¿Estás diciendo que vas a dejar que ese malnacido me lleve ante el qadi?

–¡El proceso debe seguir adelante hasta que el gran qadi dictamine tu inocencia! – Esta vez alzó la voz, molesto-. ¡Ni siquiera el emir está por encima de la shari'a!

–¡Sabes que es una acusación falsa! ¡A Mutarrif sólo le mueve el odio, está enfermo de odio! ¿Qué será lo siguiente si ahora no consigue su propósito? ¡Debes parar esto de una vez por todas!

–¡No puedo hacerlo, por Allah! – exclamó el emir, y apretó los dientes con rabia-. ¡Mi autoridad se desmorona, Muhammad, se está propagando el descontento! Ese maldito Ibn Hafsún hostiga a nuestra gente hasta los mismos muros de Qurtuba, la hambruna se extiende, los funcionarios y los soldados empiezan a sufrir retrasos en el cobro de sus pagas… No puedo utilizar ahora mis prerrogativas para darte lo que todos considerarían un trato de favor, pasando por encima de los jueces de Qurtuba. Mi compromiso como gobernante me obliga a preservar, a cumplir y a hacer cumplir la ley. Sólo te pido que te sometas a juicio y demuestres que las leyes de Allah obligan a cuantos musulmanes habitan entre los muros de esta ciudad. Muhammad, en pocas semanas voy a tener que recurrir a esas mismas leyes para exigir grandes sacrificios. Voy a reclamar de ellos que pongan sus vidas al servicio del emirato. ¿Cómo puedo…?

–¡De acuerdo! ¡Basta! – gritó Muhammad.

Se acercó al borde del estanque e introdujo las manos en el agua para humedecerse el rostro. Luego se oprimió las cuencas de los ojos cerrados con los índices, cubierta la cara por completo.

–¿Cuándo se producirá la vista?

–En no más de una semana…

El príncipe miró a su padre con los ojos enrojecidos por la presión de sus dedos.

–¿Quién te ha trasladado la noticia de la acusación?

–El sahib al surta ha acudido al alcázar por orden del qadi. Dada la naturaleza del caso, yo debía ser informado. He querido ser yo mismo quien te pusiera al corriente, pero…

–Hay algo más, ¿no es cierto? – aventuró Muhammad, buen conocedor del procedimiento judicial en Qurtuba.

Abd Allah asintió.

–Sabes que ante una acusación de tal gravedad…

–… han ordenado mi detención.

–Respecto a eso, se han atendido mis peticiones -se apresuró a aclarar Abd Allah-. El sahib al surta ha accedido a que seas recluido en una de las dependencias del alcázar hasta el día del juicio. De ninguna manera iba a permitir que pisaras la prisión.

–Eso es un consuelo, padre -espetó Muhammad resentido.

La guerra de Al Andalus
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