Capítulo 19

Saraqusta

Si Muhammad ibn Lubb, a sus veintiocho años, había soñado alguna vez con probar su valía como soldado y gobernante, jamás se le presentaría una oportunidad como aquélla. Aunque ante sus hombres trataba de aparentar una calma que no sentía, la zozobra se había apoderado de su corazón en las últimas horas. Apenas habían tenido tiempo de tomar las riendas del gobierno de Saraqusta tras la rendición de la ciudad, en un momento en que todo parecía estar a su favor. Con la Marca al completo sometida por su padre y sus dos tíos, afrontaban el reto de reorganizar la milicia y formar nuevos mandos entre los afectos a los Banu Qasi, retomar la recaudación de impuestos, garantizar la seguridad de las importantes rutas comerciales que atravesaban el territorio… una tarea ingente que el Consejo, por sugerencia de su padre Lubb y con el acuerdo de sus tíos Fortún e Ismail, había delegado en él.

Y a ello había dedicado todo su empeño, día y noche, reservando únicamente unos momentos de cada día para su esposa Sahra y sus pequeños. Pero todo se había venido abajo como un edificio mal asentado: ésa era la imagen que se dibujaba en su mente en las últimas jornadas cuando pensaba en su labor durante el último año, la de una gran construcción que carecía de cimientos. Primero habían sido las noticias de Qurtuba: el propio Muhammad I conducía en esos momentos una aceifa hacia la Marca, y Saraqusta era sin duda uno de sus objetivos. Se hablaba de una expedición descomunal, destinada a arrasar cuanto encontraran a su paso para hacer entrar en razón a quienes se oponían a sus designios. Y ésos eran, una vez más, los Banu Qasi. Todas sus ciudades se habían puesto en alerta, se habían empezado a movilizar los efectivos disponibles, incluso consideraban utilizar las arcas públicas para contratar mercenarios, como acostumbraba el ejército qurtubí.

Durante un tiempo creyeron que la aceifa no se produciría: había transcurrido más de un año desde la revuelta, y el verano anterior Qurtuba no había reaccionado. Juzgaron que el refuerzo de los castillos fronterizos del sur, en manos de los tuchibíes, constituía toda la estrategia que el emir pensaba poner en marcha para contrarrestar su avance. Evidentemente habían cometido un error, y no habían preparado convenientemente la defensa. A toda prisa se acumulaban ahora suministros en las ciudades, en previsión de asedios y saqueos de los alrededores, incluso se procedía al sacrificio masivo del ganado, cuya carne era conservada en salazón, para evitar así que terminara formando parte del rancho de los soldados cordobeses.

Su padre, sus tíos, él mismo, se habían puesto en marcha para trazar la defensa de las ciudades principales: Arnit, Qala't al Hajar, Tutila, Al Burj, Tarasuna, Siya, Munt Sun… Y entonces llegó la noticia que habría de terminar por desbaratar todo aquel frágil entramado. Se disponían a contactar con Mutarrif en Uasqa para advertirle del riesgo que también él corría cuando llegó aquel jinete. Por su forma de galopar por las calles de la ciudad, por el modo en que detuvo el caballo, por su expresión… Muhammad supo que algo grave estaba a punto de sumarse a la inacabable lista de sus preocupaciones.

Su tío Mutarrif, sus primos… todos encarcelados. Quizá también su tía Belasquita. Se imponía una rápida respuesta por parte de los de su sangre. En cualquier otra circunstancia, los Banu Qasi al completo se habrían lanzado contra Uasqa hasta liberar la ciudad de las manos de Amrús, pero un impresionante ejército de miles de efectivos avanzaba implacable y había atravesado la Península con el único objetivo de recuperar la obediencia de Saraqusta… Era impensable retirar tropas de la capital en aquel momento para socorrer a sus parientes. Sería tanto como entregarla. Por eso él era el único que esperaba el ataque inminente allí, y por eso eran su padre y sus tíos quienes trataban de reunir las fuerzas suficientes para acudir a Uasqa.

Ésta era la prueba de su vida: él solo frente a uno de los ejércitos más poderosos del orbe. Cierto era que contaba con la ventaja de la posición, la protección de las poderosas murallas que cada gobernador de la ciudad se había ocupado de reforzar, y un número de defensores nada desdeñable. Pero un asedio prolongado con ataques sucesivos podría acabar minando la resistencia. Desconocía si el emir Muhammad llegaría a Saraqusta provisto de máquinas de asedio, entre otras cosas porque la ruta de Qala't Ayub se hallaba bajo el control de los tuchibíes, que tenían especial predilección por atacar a las partidas de informadores que enviaba en busca de noticias. Sin embargo, pronto lo sabría, porque la vanguardia de la aceifa no tardaría en asomar sus pendones sobre las colinas que bordeaban el valle.

La guerra de Al Andalus
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