Capítulo 78
Pampilona
Onneca, con el pequeño Sancho en sus brazos, se apresuró al encuentro del rey, que después de atravesar los muros de la fortaleza descabalgaba sin ocultar un gesto de cansancio. Toda y Sancha parecían dudar, pero finalmente optaron por dejar solo a su padre para correr hacia su abuelo.
–¿Cómo están mis pequeñas? – preguntó el recién llegado con tono jovial, al tiempo que acariciaba el cabello de la mayor de sus nietas.
–Echaban de menos a su abuelo -reconoció Onneca sonriente mientras respondía al abrazo-. ¿Cómo ha ido el viaje?
–Ah, he llegado entumecido, ¿puedes creerlo? Ya quedan lejos los años en que recorría esta distancia sin señales de fatiga.
–Son más de doce leguas las que nos separan de Leyre, padre. Y es una de las jornadas más calurosas en lo que llevamos de verano.
–En cualquier caso, tendré que hacerme a la idea de que sea el abad quien me visite más a menudo en Pampilona.
–No serías capaz de prescindir de tus estancias en el monasterio… No lo harás mientras tengas fuerzas suficientes para sostenerte sobre un caballo.
–Nadie me conoce mejor que tú. – El rey sonrió-. También yo creo conocerte bien, y sé que tienes novedades. Lo veo en el brillo de tus ojos.
Onneca miró a su padre con asombro, pero no pudo responder, porque éste saludaba ya a su esposo.
–Sé bienvenido, Fortún.
–¡Ah, mi buen Aznar! – dijo sin apartar la vista de Onneca, mientras lo tomaba por los hombros-. Bendigo el día en que pediste la mano de mi hija. Desde entonces la he visto revivir, y no hay más que mirarla para comprender que es feliz.
–Ambos lo somos, y Dios ha bendecido nuestro matrimonio -repuso Aznar con la mirada puesta en los tres pequeños.
–También el abad os envía sus bendiciones.
–¿Qué es del bueno de Sancho?
–Sigue igual, con ese envidiable dinamismo que le conocéis, propio de su juventud… y con la misma capacidad de contagiar su entusiasmo a quien le rodea.
–¿En qué nuevo proyecto anda metido?
–Después de viajar a Roma hasta conseguir que el papa Esteban iniciara la canonización de las santas Nunilo y Alodia, en las últimas semanas no ha dejado de trazar y revisar los dibujos de una nueva capilla en la que pretende exponer al culto sus reliquias.
–Sancho es inteligente, y conoce los beneficios que ello producirá para el monasterio.
–Así es, de hecho la mera presencia de los restos entre sus muros ya atrae a multitud de peregrinos, a pesar de que aún no están expuestos. Pero entremos -cortó de pronto-, tiempo tendremos de hablar sobre Leyre y su abad.
La penumbra de la amplia sala conservaba un cierto frescor que todos agradecieron, aunque, al avanzar la tarde, una brisa suave y agradable comenzaba a refrescar el ambiente.
–¿Ha habido alguna noticia de Muhammad en mi ausencia?
Onneca miró a Fortún y sonrió antes de dirigirse a una alacena que contenía multitud de rollos.
–¡Ah, entiendo! ¡Ésa era la novedad que te guardabas! Por tu semblante entiendo que son buenas noticias…
–Puedes comprobarlo tú mismo…
Onneca extrajo el pergamino de una caja de cuero y se lo tendió a su padre. Fortún lo tomó, se acercó al muro de poniente y se colocó de espaldas a la ventana para recibir los últimos rayos de sol sobre el escrito. Sintió un ligero estremecimiento al redescubrir aquellos caracteres árabes que tan bien había llegado a conocer durante su estancia en Qurtuba, y que de nuevo había tenido ocasión de practicar leyendo algunos de los códices que albergaba la magnífica biblioteca de Leyre. Sin embargo, en esta ocasión, los renglones aparecían más apretados y no le resultaba fácil descifrar la caligrafía habitualmente cuidada de su nieto: los trazos al principio eran más irregulares, escritos quizá con prisa, quizás en estado de excitación, y en un primer vistazo comprobó que incluso había prescindido de los consabidos encabezamientos. Comenzó a leer, traduciendo mentalmente a su lengua materna a medida que lo hacía.
Que Dios os bendiga, madre, Fortún
Han pasado tan sólo unos meses desde mi última carta y, sin embargo, parece haber transcurrido toda una eternidad. Los acontecimientos se han precipitado, y han tomado un rumbo que va a cambiar mi vida para siempre. Madre, el que fue tu esposo, Abd Allah, es el nuevo emir de Qurtuba, y yo mismo he sido investido con la dignidad de príncipe heredero. Mañana he de recibir en el Salón Perfecto del alcázar el juramento de fidelidad de los cordobeses en una ceremonia que mi padre desea revestir del mayor boato. Hace apenas un instante, él mismo, en una larga conversación en mis aposentos, me ha comunicado sus intenciones. Escribir esta carta es lo primero que se me ha ocurrido, con la esperanza de que me ayude a poner en orden mis ideas.
Al Mundhir murió el decimoquinto día del mes de Safar, en los últimos días de junio según vuestro calendario, a los pies de la ciudad de Burbaster, a la que, tras una nueva burla del infame Ibn Hafsún, había puesto sitio dos meses antes con la intención de no aflojar el cerco hasta la caída de los rebeldes. Sin embargo, el Todopoderoso dejó crecer la enfermedad que se cebaba en su vientre, y se hizo necesario que mi padre acudiera al lugar con la intención de tomar el relevo en el mando de las tropas. Allí llegó, mas sólo con el tiempo necesario para sostenerle la mano en el momento de su muerte. Lo que sucedió en los días siguientes bien podría haber cambiado para siempre el curso de la historia: mi padre fue reconocido sin oposición alguna como nuevo emir, y yo mismo recibí de inmediato la orden de asegurar la capital, cosa que hice sin mayor dificultad. ¡Cuán revelador resulta para comprender el signo de los tiempos que hubiera de ser a los pies de la guarida de unos rebeldes donde perdiera la vida un emir y fuera proclamado su sucesor!
Pero lo que mi padre no supo medir fue el estado de ánimo de sus tropas. Desmoralizadas por el engaño de Ibn Hafsún, hastiadas tras dos meses de asedio, el simple rumor sobre la muerte de Al Mundhir, extendido por el campamento la misma noche en que Abd Allah se disponía a tomar el mando, terminó por producir una desbandada, y mi padre no pudo hacer nada por detenerla. Poco antes del amanecer, hubo de tomar la decisión de partir a golpe de espuela, con el féretro de su hermano a lomos de un camello.
Me estremezco todavía al pensar en lo que debió de pasar por la cabeza de Ibn Hafsún cuando el sol asomó sobre las peñas que son su refugio para mostrar en el fondo del valle un campamento desierto, la euforia que hubo de experimentar al verse bendecido por Allah después de haber tenido por segura la derrota. Se descolgó con los suyos desde aquellas laderas empinadas y antes del mediodía había alcanzado a los más lentos, a los que conducían las cargas más pesadas. Mandó saquear también todo lo que no habían podido acarrear: muebles, armas, herramientas, y avanzó con sus hombres hasta avistar la reducida comitiva de Abd Allah.
Hoy mismo me ha confesado mi padre que algunos de sus visires le propusieron que enterrara allí mismo, en un lugar oculto y sin señales, el cuerpo de Al Mundhir para reemprender la marcha con mayor rapidez. Se negó a hacerlo, para evitar el peligro de que la tumba de un emir fuera descubierta y profanada, y envió a uno de sus esclavos con un mensaje para Ibn Hafsún. Apelaba a su honor y a sus creencias para pedirle que respetara el cortejo fúnebre a cambio de concederle el perdón. De forma inesperada, el renegado prometió que dejaría ir en paz la comitiva y se volvió camino de su fortaleza.
Abd Allah llegó a Qurtuba hace tres días, con sólo cuarenta de sus hombres más fieles, que se habían mantenido a su lado, y yo le hice entrega de una ciudad en calma. Desde entonces, apenas recuperado el aliento, se han sucedido los actos oficiales y las ceremonias: se dio entierro a Al Mundhir en el cementerio de Al Rawda, dentro del alcázar, junto al emir Muhammad y al resto de sus antepasados. Un día más tarde, mi padre recibió el juramento de fidelidad de la jassa y de los principales de Qurtuba y, ayer mismo, ante el mihrab de la mezquita aljama, recibió el apoyo de un pueblo atemorizado que ruega a Allah para que dé al nuevo emir la fuerza, la fortuna y el juicio necesarios para conjurar los peligros que amenazan el país.
Mañana seré yo quien deba asumir una nueva y pesada responsabilidad, cuando la corte preste su juramento de fidelidad y me reconozca oficialmente como heredero. Sé que os alegraréis conmigo por esta inesperada circunstancia. Tened por seguro que mi nueva situación me pondrá en disposición de luchar para conseguir un tratado de paz duradero con la tierra de la que mi abuelo es rey.
Te diré, madre, que mi recién estrenada dignidad me eleva por encima de las rencillas que te preocupan desde tu partida. Los resortes de la corte se abren desde hoy para mí, y apoya mi empeño alguien en quien confías, alguien que también ha sabido labrarse en los últimos años el aprecio de mi padre, quien hace sólo un instante me ha confirmado que Badr, nuestro buen servidor, será llamado para formar parte del círculo de sus consejeros más cercanos.
Dejo para el final algo que hará completa vuestra alegría cuando recibáis este correo: de nuevo se ha cruzado en mi camino una mujer, una mujer que está consiguiendo lo que hace sólo unos meses me parecía imposible: calmar mi dolor tras lo sucedido con Hazine. Su nombre es Muzna. Llamó mi atención por sus rasgos, que me resultaron familiares, y no estaba equivocado, porque es vascona como tú. En realidad, su único recuerdo es una aldea situada a dos o tres jornadas a pie de Banbaluna, en la que su madre, viuda, acababa de morir cuando ella misma fue capturada siendo sólo una niña. Desde su llegada ha mostrado inteligencia, no ha tenido ninguna dificultad para aprender nuestra lengua y en pocas semanas se ha convertido en un gran apoyo para mí, es la única que comparte mis confidencias y también mis noches. En este momento, abro la puerta de mis aposentos para ella, que no ha tardado en acudir, fiel a mi llamada.
Vais a participar en un pequeño juego, pues lo que vais a leer a continuación está escrito ante sus ojos, y es que… tengo la intención de hacerla mi esposa tras mi nombramiento como príncipe heredero.
… La mancha que aparece en el borde del pergamino es una de las lágrimas que está derramando después de leer lo que mi mano ha escrito, lágrimas que sirven para hacer firme nuestro compromiso. El próximo correo que recibáis será pues para daros cuenta de nuestro matrimonio.
No me queda sino despedirme de vosotros, colmado de felicidad. En las últimas semanas se ha tambaleado todo aquello que me rodeaba, pero el Todopoderoso ha querido que las aguas regresen a un cauce que las turbulencias han cambiado, y esta vez para bien. Ahora estoy seguro de que es así.
Espero con ansiedad vuestras noticias.
En Qurtuba, a ocho días del fin de Safar, en el año 275 de la hégira
MUHAMMAD IBN ABD ALLAH, príncipe heredero
Fortún terminó de leer con una amplia sonrisa en los labios, depositó el pergamino y se acercó a Onneca para abrazarla.
–Sin duda Dios ha escuchado nuestros ruegos, las noticias son excelentes.
Onneca se apartó sin poder ocultar las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.
–¡Me gustaría tanto verlo de nuevo, poder abrazarlo una sola vez! Cierro los ojos y no consigo ver su rostro.
Se limpió las cuencas de los ojos con el dorso de la mano. – No te importe demasiado, con veinticuatro años su rostro, ahora con una poblada barba sin duda, tendrá poco que ver con el que tú tratas de recordar.
–Es lo que me angustia… pensar que, si tuviera la oportunidad de cruzarme con él en las salas de aquel alcázar, quizá no sería capaz de reconocerlo.
–Reza a Dios con fuerza, hija. En estos días he tenido oportunidad de hacerlo en Leyre, y estoy convencido de que el resultado de mis ruegos está en ese pergamino. En lo alto de aquellos montes, uno tiene la sensación de encontrarse más cerca de Dios, de que Él es capaz de escuchar cuantas súplicas y alabanzas se le dirigen. El cántico de sus monjes hace entrar a quien los escucha en una intensa comunión con el ser supremo. Y Él responde, ilumina a cuantos habitan entre aquellos muros, de forma que cuando partes de allí lo haces cargado de una fe renovada, de una extraña energía.
–Si eso es cuanto necesito para reencontrarme un día con mi hijo, no dudaré en acompañarte en la próxima ocasión -repuso Onneca sonriente-. Daría gustosa mi brazo derecho por abrazarlos a ambos el día de su casamiento.