Capítulo 100
Qurtuba
Aquella noche sólo protegían los pabellones del emir esclavos y arqueros mamelucos, pues el grueso de la guardia personal de Abd Allah aguardaba preparada en el interior de las tiendas que circundaban el campamento. Demasiadas veces había tenido noticia de lo taimado, audaz y perverso que podía llegar a ser aquel maldito muladí como para no estar prevenido contra uno de sus ataques inverosímiles, sobre todo teniendo en cuenta que el ejército, en pleno proceso de despliegue y concentración de tropas, se encontraba desprotegido en medio de la llanura que bordeaba el Uadi al Kabir. Cuando, en mitad de la noche, las voces de alarma lo sacaron de su inquieto duermevela, supo de inmediato que su aparente exceso de previsión se vería recompensado.
Según contaban los centinelas, los jinetes habían surgido de la oscuridad en medio de la noche, sobrepasaron las primeras hileras de tiendas y penetraron en el campamento lo suficiente para ganar el espacio que les permitiera lanzar sus venablos con posibilidad de acierto. Se detuvieron un instante para prender la estopa engrasada de las saetas, y los arqueros comenzaron a tensar sus armas. El corazón de Umar latía con fuerza al contemplar la silueta de la qubba real, que en un instante habría de quedar reducida a cenizas. El silbido de las primeras flechas alcanzó sus oídos, pero no había escuchado el característico chasquido de los arcos: ¡los proyectiles de sus jinetes aún no habían sido disparados! Uno de ellos, y luego otro, cayeron abatidos de sus monturas. Los arqueros mamelucos del emir, de justa fama, disparaban contra los puntos luminosos que iban surgiendo frente a ellos, y su puntería recibía recompensa cuando el proyectil prendido caía con el jinete a los pies de los caballos. Una decena de ellos, sin embargo, volaron sobre el campamento y alcanzaron su blanco. La grasa de los dardos mezclada con resina se extendió sobre la lona del pabellón real e incluso en otros de los más cercanos.
Umar comprendió que de ninguna forma podía permanecer allí un instante más, ni siquiera para atender a sus arqueros malheridos.
–¡Nos retiramos! – gritó mientras tiraba con fuerza de las riendas-. ¡Nos esperaban, no hay tiempo que perder!
Cuando el caballo giraba sobre sí mismo, Umar pudo ver cómo las llamas se alzaban sobre los pabellones, y una mueca de satisfacción se dibujó en su rostro. Sin embargo, aquel amago de sonrisa se heló en sus labios cuando dirigió la vista al frente, porque ante ellos una muralla de soldados armados con picas y sables les cortaba la retirada. Una repentina angustia se adueñó de él al hacerse consciente de las consecuencias que podía acarrearles su osadía, pero se obligó a sobreponerse y aulló sus órdenes con voz imperiosa.
–¡Disparad! ¡Disparad al frente y abrid paso!
Decenas de proyectiles impactaron contra la primera fila de soldados apenas visibles en la oscuridad, y una nueva ráfaga sucedió a la anterior. Los infortunados caían por decenas, y por un momento se abrió ante ellos una brecha que podría permitirles escapar de aquella ratonera en la que ellos mismos se habían metido.
–¡Seguid! ¡Seguid disparando! – ordenó.
El hombre que tenía a su lado se vio arrojado en aquel momento hacia delante y con un quejido sordo cayó del caballo atravesado por un venablo. Instintivamente, Umar alzó su escudo hacia atrás para protegerse, y al volverse descubrió al grupo de arqueros del emir que avanzaba hacia ellos.
–¡Arrojad los arcos! ¡Tomad vuestras espadas! – gritó mientras espoleaba a su cabalgadura-. ¡Adelante, que Allah nos proteja!
En medio de la más absoluta confusión, Umar hubo de esperar a que los arqueros que estaban ante él le obedecieran para poder avanzar. Cuando lo hizo, comprobó que su vanguardia luchaba ya a brazo partido por abrir hueco. El primer cordobés que se puso al alcance de su espada pagó con la vida la rabia que Umar sentía contra sí mismo. El filo cayó desde lo alto del caballo sobre la clavícula del infortunado, que se desplomó con la parte izquierda del torso grotescamente separada del resto del cuerpo.
Los hombres que lo precedían estaban haciendo su trabajo, y parecían avanzar hacia las últimas tiendas del campamento. Sin embargo, su ansiedad iba en aumento a medida que los veía caer, uno tras otro, en medio de terribles gritos de agonía. Por fin el campo pareció abrirse ante ellos, pero los cordobeses comenzaban a atacar desde los flancos. Todos sus hombres, él incluido, habrían de atravesar aquel pasillo salvando el filo de las espadas que se arrojaban contra sus costados y el extremo de las picas, que empezaban a hacer estragos. Uno de aquellos soldados enarboló el sable y, con un grito gutural, se lanzó contra el joven arquero que tenía justo delante. Umar vio con total nitidez cómo su pierna derecha quedaba limpiamente seccionada por debajo de la rodilla. La bota con la extremidad en su interior cayó al suelo, y durante un instante permaneció en pie, hasta que fue golpeada con violencia por los cascos de los caballos. Sin embargo el muchacho, empeñado en evitar al lancero que lo amenazaba por el flanco izquierdo, no pareció apercibirse de lo que le acababa de suceder y siguió blandiendo la espada. Umar lo perdió de vista cuando los jinetes que luchaban ante él picaron espuelas y dejaron el camino expedito. Se lanzó tras ellos para permitir que hicieran lo mismo quienes le seguían, y en un instante se encontró en medio del páramo, a la luz de la luna, con los ruidos de la batalla a su espalda.
Poco a poco llegaron más hombres, que se fueron agrupando en torno a Umar. Muchos de ellos estaban heridos, pero no habría piedad para quien no pudiera salir de allí por sus propios medios o sobre la grupa de un compañero. Umar sintió cómo lo invadía la náusea y se inclinó para vaciar el estómago. Notó un punzante dolor en la pierna izquierda, pero sólo tenía ojos para vigilar el campamento cordobés. Pronto, en medio de un silencio roto sólo por los gemidos de los heridos y la respiración agitada de todos, fue consciente de que ningún otro regresaría para unirse a ellos.
–En un momento saldrán partidas en nuestra busca, así que no hay tiempo que perder -alcanzó a decir-. Con suerte, quizás esperen al amanecer, que ya está próximo. Trataremos de avanzar juntos, pero si se acercan habremos de dispersarnos, de forma que cada uno deberá llegar a Bulay por sus propios medios. En ese caso, será mejor que los heridos busquéis refugio entre los bosques, o pidáis ayuda en alguna de las alquerías del camino, aunque no podréis revelar vuestro partido en esta zona que tantas veces hemos castigado. Ahora… ¡adelante! Y que Allah nos guíe.
Aquélla fue una mañana de alborozo y celebración en Qurtuba. Aunque el grueso del ejército quedó en Saqunda, el emir atravesó el puente sobre el Uadi al Kabir y entró de regreso a la ciudad escoltado por sus generales, por su guardia personal, los arqueros y la mayor parte de los oficiales que comandaban las tropas.
Sólo los lisiados y los impedidos dejaron de acudir a la puerta del puente para demostrar su regocijo y su alivio por aquella victoria, que los funcionarios de palacio se encargaron de airear a los cuatro vientos, cuidándose de resaltar el papel del soberano en la preparación de la celada. Las fanfarrias militares abrieron el desfile, y el sonido estridente de las chirimías ya se perdía en el interior de la ciudad cuando estalló el paroxismo al ver aparecer sobre el puente una unidad de infantería que portaba sobre sus lanzas las cabezas de los rebeldes caídos durante el ataque. Quienes sabían contar contaron. Ciento veintiséis cabezas. El griterío era ensordecedor, no en vano los dueños de aquellos despojos habían causado la muerte de hijos, padres y esposos de quienes ahora escupían al aire a su paso. Una mujer de mediana edad se arrojó al centro de la calzada mientras se rasgaba las vestiduras y lanzaba agudos gritos cargados de rabia. Se detuvo frente a uno de los infantes y lo obligó a detenerse. Desde la cabeza que portaba en el extremo del mástil resbalaba un reguero de sangre que había acabado por impregnar las manos del soldado. Con una decisión imparable y expresión desquiciada, la mujer mojó sus manos en ella y, fuera de sí, se manchó la cara, el cuello y los pechos semidesnudos hasta donde las ropas desgarradas los cubrían. Después rompió a llorar y cayó al suelo de rodillas, y otras dos mujeres la sujetaron por los brazos y la sacaron del recorrido.
Tras la demostración palpable de aquella rotunda victoria, el propio emir hizo su entrada en la ciudad rodeado por sus generales y ministros. Sonreía satisfecho sobre su hermosa cabalgadura, sin duda agradecido por el triunfo que la providencia de Allah había puesto a su alcance justo cuando más necesitaba infundir esperanza a sus súbditos, y sobre todo a las tropas que en breve habrían de continuar lo que había comenzado aquella madrugada. El desfile se cerraba con el resto de su guardia y con la unidad de arqueros que tan destacado papel habían tenido en la derrota de los rebeldes.
Tras cruzar la Bab al Qantara, el emir se detuvo en el centro de la calzada que separaba el alcázar de la mezquita, y franqueó una de las entradas laterales de la misma seguido por su comitiva.
Abd Allah caminó hacia el mihrab, que aquel día le resultó más luminoso que ningún otro. Entró en la maqsura y dejó atrás a sus acompañantes, pero pareció cambiar de idea, porque volvió su rostro e hizo una señal a Abd al Malik ibn Umaya, su general en jefe. Permaneció erguido e inmóvil mientras el interpelado se acercaba a él, y habló sin mover la cabeza ni apartar la vista del frente.
–Yo solo me basto para dar gracias por esta inesperada victoria que el Todopoderoso nos ha concedido -dijo con voz queda-. Regresa a Saqunda con el resto de mis generales y dispón al ejército para emprender la marcha hacia Bulay. Debemos aprovechar el estado de ánimo de nuestras tropas, sin más demoras.