Capítulo 101
Bulay
Al final de la jornada de aquel sábado, el primer día de Safar2, el ejército del emir acampó a orillas del Uadi al Fuska, a dos millas del castillo de Bulay. El general Abd al Malik envió una avanzada que regresó poco antes del anochecer, una vez cumplido su encargo. Se había convenido entre ambas partes, según la costumbre, que la lucha tuviera lugar al despuntar el alba.
Abd Allah mandó disponer la retaguardia en orden de batalla, y con sus generales escogió el altozano donde habría de levantarse su pabellón, referencia visible para todo su ejército. El montaje de la qubba real durante la campaña era realizado cada día por un grupo escogido de esclavos, que consideraban la tarea como un privilegio al que sólo renunciaban cuando las fuerzas comenzaban a fallarles, e incluso en tal caso mantenían el derecho de ser sustituidos por uno de sus hijos. Causaba asombro entre los nuevos miembros de la tropa contemplar la destreza y el ritmo vertiginoso de su trabajo, que hacía aparecer de la nada aquella estructura sólida y majestuosa en un abrir y cerrar de ojos.
Abd Allah aprovechaba la última luz del día para estudiar con sus altos oficiales desde aquel otero la disposición del terreno donde habría de tener lugar la batalla. Se encontraban junto a él su general en jefe, Abd al Malik ibn Umaya, Ubayd Allah ibn Muhammad, el designado para comandar la vanguardia de las tropas, y Asbag ibn Isa, uno de sus mejores estrategas, que, sin embargo, tampoco rehuía el combate y era conocido por su decisión y su arrojo. También el príncipe Mutarrif y otros dos de los hijos más jóvenes de Abd Allah participarían en la lucha, pero los tres compartían una segunda fila con varios generales más. Escribanos, alfaquíes y el nutrido grupo de cortesanos que acompañaban al emir incluso en trances como aquél esperaban en corrillos a que sus propias tiendas fueran alzadas.
Abd al Malik señalaba la colina donde se alzaba la fortaleza de Bulay cuando un fuerte chasquido les hizo volver la cabeza a tiempo para ver cómo las lonas de la qubba se desplomaban sobre los esclavos. Era evidente que la columna central se había quebrado y, por un momento, todos quedaron inmóviles y en silencio. No era más que un contratiempo, pero los rostros se habían vuelto graves, y todos los congregados comenzaban a dar muestras de nerviosismo. El faquí Abu Marwan, jefe religioso de los musulmanes cordobeses, miraba al emir realmente asustado, y Abd Allah, como todos los demás, conocía el motivo de su inquietud: la qubba era el símbolo del poder del soberano en la batalla, y lo que acababa de suceder ante los ojos de todos se consideraría sin duda una señal de mal agüero. Los soldados de la tropa, en el campamento, ya comenzaban a señalar hacia la colina.
Fue el general Asbag el primero en reaccionar.
–¡Tranquilizaos! – gritó para que todos lo oyeran-. No temáis. No es la primera vez que sucede. Recordad que ocurrió lo mismo en la batalla de Al Karkarid… ¿y qué pasó después? Sí, recordad aquel día, en el que obtuvimos una de nuestras más brillantes victorias.
Mientras hablaba, se había acercado al pabellón, del que aún trataban de escapar los esclavos, y se agachó junto a un enorme puntal de madera.
–¡Ayudadme! – ordenó.
Media decena de ellos alzaron el poste y penetraron con él bajo las lonas, mientras el resto las alzaban con perchas más pequeñas. Sin ceder la iniciativa, colocaron el extremo en el refuerzo central de la lona y la qubba se alzó de nuevo, entre el regocijo que llegaba del exterior.
Había anochecido cuando el interior del pabellón quedó dispuesto para alojar al emir. En el campamento, el rancho había sido generoso, y las tropas se preparaban para afrontar una noche en la que pocos podrían conciliar un sueño tranquilo. Abd Allah compartía la cena con sus principales, una cena en la que los rostros eran tensos, y las conversaciones versaban únicamente acerca de lo que habría de suceder cuando el sol asomara de nuevo. La incertidumbre era grande, pues todos sabían que se enfrentaban a un enemigo temible que los doblaba en número y comprendían también que la jornada de aquel domingo decidiría el futuro de todos ellos, de sus familias… y de Al Andalus. Cualquier señal que presagiase lo que podría suceder era bien recibida, y se prestaba atención a todo detalle que pudiera considerarse un augurio, de ahí la importancia de lo sucedido aquella tarde y de la acertada reacción del general Asbag.
Fue uno de los generales más jóvenes quien se dirigió a Abu Marwan con una pregunta que captó la atención de todos:
–¿Puedes decirnos, como reputado teólogo, qué ha de deparar para nosotros el combate de mañana?
El alfaqí meditó un instante su respuesta.
–¿Qué he de decirte, sino lo que Allah dijo en su Libro? La respuesta está en el Qurán, hijo mío. Si Allah viene en vuestro socorro, ¿quién podrá venceros? Y si os abandona, ¿quién podrá auxiliaros aparte de Él?
Desde el altozano, Abd Allah contempló el paisaje sobrecogedor que desvelaron las primeras luces. El ejército de Umar ibn Hafsún se había desplegado a los pies de la ciudad fortificada, y un mar de reflejos procedentes de los cascos, las lanzas, los escudos y las corazas cubría la llanura. A sus pies, separados por media milla de tierra de nadie, sus propias tropas se colocaban según las órdenes de los generales. Los movimientos de los escuadrones daban cuenta de la división de las unidades en grupos de doscientos hombres comandados por un naqib, división que afectaba tanto a los infantes a pie como a la caballería y a los arqueros. Cada una de ellas formaba parte de un batallón de mil soldados que respondían a las órdenes de su qa'id. En la vanguardia se habían dispuesto dos batallones de infantería, protegidos en sus alas por otros dos de caballería. Tras ellos avanzarían los arqueros, que tratarían de debilitar la vanguardia enemiga disparando por encima de sus compañeros de armas.
La organización de las tropas rebeldes no parecía seguir una distribución tan segmentada, y la ausencia de uniformidad era completa, pero su número causaba asombro. Al frente, alguien que no podía ser otro que Ibn Hafsún jineteaba mientras dirigía las operaciones finales de despliegue de tropas.
El emir observó al general Abd al Malik, quien parecía mantener una encendida discusión con otros dos de sus comandantes, que se zanjó cuando cada uno de ellos regresó para colocarse al frente de sus unidades. Poco después, el ejército se ponía en marcha lenta y pesadamente para atravesar el pequeño río que lo separaba del campo de batalla. Al hacerlo, el grueso de los hombres viró pronunciadamente para iniciar el despliegue junto a una colina situada en las inmediaciones. Era evidente que con ello pretendía defender la huida del emir en caso de revés, pero no era aquélla la estrategia que la tarde anterior se había marcado. Sin duda la disposición de las huestes de Ibn Hafsún había hecho cambiar de idea a su general en jefe en el último momento.
Abd Allah reparó en un jinete que, al galope, circundaba a las tropas y se dirigía hacia el lugar donde se encontraban. Por su indumentaria, era uno de sus generales, y lo identificó en un instante. Se trataba de Ubayd Allah, el comandante de la infantería de vanguardia, que descabalgó sin darse tiempo para detener por completo a su caballo.
–¡Que Allah se apiade de nosotros, mi señor! – dijo sin aliento-. ¡Abd al Malik parece haberse vuelto loco, y conduce a tu ejército al desastre! ¡No atiende a razones!
–¡Cálmate y explícame qué ocurre!
–Tu general ha pensado que no comprometería el éxito del ataque situando a las tropas al abrigo de aquella colina, con el fin de proteger mejor una posible retirada.
–Es lo que imaginaba -respondió el emir.
–¡Pero cuenta con que Ibn Hafsún no ha de lanzar su ataque hasta que complete la maniobra! ¡Vamos a ofrecer el flanco, cuando no la espalda!
–Abd al Malik es un general con experiencia -quiso tranquilizarse.
–¡Fijaos, señor! Ibn Hafsún se está dando cuenta de lo que pretende, e inicia el movimiento de sus tropas. ¡Va a caer sobre nuestro flanco desprotegido! ¡Nos aplastará!
Abd Allah dirigió la vista hacia los dos ejércitos, cada vez más cercanos, y comprendió que su joven general estaba en lo cierto.
–¿Qué debemos hacer?
–Avanzar y enfrentarnos a él, golpearlo con vigor, entremezclarnos con sus huestes, atacar a su infantería y aguantar, aguantar hasta el último momento. Y dejar que se cumpla la voluntad de Allah.
–¡Haz lo que tengas que hacer!
–¡No se doblegará! ¡No escucha mis razones!
El emir pareció dudar.
–¡Mi sable! – gritó-. ¡Mi caballo!
Ubayd Allah lo miró con gesto de desconcierto hasta que de nuevo se volvió hacia él.
–Ponte al frente de la vanguardia y da la orden de caer sobre esa manada de acémilas. No te preocupes del general. Ahora estás al mando. Que Allah te proteja.
Ubayd Allah arriesgó su montura y su propia integridad en el frenético regreso. Desde lo alto contempló cómo la infantería de Ibn Hafsún avanzaba hacia su flanco, y comprendió que no había tiempo para rodear a las tropas por el sur. El camino más corto era el opuesto, aunque eso le obligara a cruzar el campo de batalla a escasa distancia de las tropas enemigas. Lanzó a su caballo al galope, y salvó el cauce del río de un salto. Ante él, la caballería de Ibn Hafsún también se había puesto en marcha, pero de ellos nada tenía que temer. No ocurría lo mismo con los arqueros que avanzaban delante, pero se limitó a encoger el cuello de forma instintiva cuando, durante un tiempo que se le hizo eterno, las flechas comenzaron a llover a su alrededor. La infantería se encontraba ya a unos centenares de codos de sus tropas, que marchaban aún hacia poniente siguiendo las órdenes de Abd al Malik. Pudo ver el terror de sus propios hombres, que veían caer sobre ellos a los rebeldes sin posibilidad de oponer ninguna resistencia organizada. Entonces alcanzó el frente de su batallón, y sus hombres, desorientados, lo reconocieron.
–¡De frente al enemigo! – gritó de forma desaforada-. ¡En formación de combate!
Durante un instante, la desorientación pareció instalarse entre las tropas de vanguardia, pero el general Abd al Malik había desaparecido, y todos comprobaron perplejos que su lugar había sido ocupado por el emir Abd Allah en persona.
–¡Adelante! – gritó el soberano-. Ubayd Allah es vuestro general. ¡Adelante, atacad, acabad con esos hijos de goda! ¡Un dírhem de plata por cada cabeza de esos malnacidos! ¡Por Qurtuba, por Allah! ¡Atacad!
El choque sobrecogió los corazones de cuantos contemplaban la batalla desde la distancia. El ruido infernal producido por los gritos desgarradores de los combatientes, el entrechocar de las armas, los relinchos de los caballos y los golpes atronadores de sus cascos contra el suelo, se extendió a todos los rincones del valle. El ala derecha del emir, descolocada tras la desastrosa maniobra de Abd al Malik, sucumbía ante el empuje de la infantería rebelde.
Ubayd Allah era consciente de ello, y su primera intención fue reforzar aquel flanco con fuerzas procedentes de la retaguardia y del flanco izquierdo. Aquello era lo que debía hacerse según la ortodoxia de las enseñanzas militares que había recibido. Pero la lógica militar también le decía que, en aquella situación y con aquella relación de fuerzas, la batalla estaba perdida. La lucha se había generalizado, y tanto los infantes como los jinetes del ala derecha combatían con coraje.
–Que Allah me perdone -dijo en voz alta alzando la cabeza al cielo.
Tiró de las riendas, les dio la espalda y se dirigió hacia el ala izquierda. Hizo llegar a los oficiales de retaguardia que aún no habían entrado en batalla la orden de seguir sus pasos, y el grueso de su ejército se volcó hacia el costado oriental. El resto de los generales no tardó en comprender lo que se proponía.
Ibn Hafsún contemplaba el desarrollo de la lucha en su flanco izquierdo. Si todo continuaba así, pronto acabaría con la resistencia en aquel costado y podría volcar todos sus efectivos sobre el resto del ejército cordobés hasta aniquilarlo. Cuando fue advertido por uno de sus lugartenientes, ya se había producido el ataque en el flanco opuesto. Le costó creer que quien comandara las fuerzas del emir hubiera abandonado a su suerte a los centenares de hombres que tenía ante sí, pero eso era exactamente lo que había ocurrido, y ahora se maldecía por no haber sabido preverlo.
Espoleó a su caballo por la ladera que se elevaba hasta Bulay con el sol cegándole los ojos, y contempló desde lo alto el desarrollo de los combates en aquel sector. La incomprensible actitud inicial de los cordobeses le había proporcionado una ventaja decisiva, pues le permitió descargar la fuerza de su ejército contra un flanco desprotegido. Pero para ello había tenido que seguir su movimiento hacia poniente, y el flanco derecho había quedado debilitado. Precisamente ahí se había producido el segundo ataque, y por ello sus tropas se veían ahora obligadas a retroceder.
La visión de las tropas de Ibn Hafsún en retirada espoleó hasta tal punto el ánimo de los cordobeses que en poco tiempo de su ala derecha no quedó sino un rastro de cadáveres y combatientes mutilados que agonizaban a los pies del monte de Bulay. Ubayd Allah, asombrado por el empuje de aquellos hombres, dio la orden de dejar marchar a quienes huían en desbandada, para dirigir, ahora sí, toda aquella fuerza desatada y ebria de victoria contra el ala izquierda de los rebeldes. Esta vez cayeron sobre ellos desde atrás y los obligaron a luchar entre dos fuegos. De las tropas de vanguardia cordobesas que habían sido abandonadas a su suerte poco quedaba ya, pero quienes aún aguantaban en pie recibieron el regreso del general como una ayuda del cielo.
Abd Allah permanecía quieto sobre su caballo de nuevo en lo alto del promontorio. Cuando el sol apenas había alcanzado su cénit, no podía creer lo que sus ojos se empeñaban en mostrarle. A su derecha, las numerosas tropas de Ibn Hafsún que aún quedaban en el campo de batalla iniciaban una desordenada retirada. Los jinetes volvían grupas e iniciaban la cabalgada que los devolvería a la seguridad del castillo, pero los infantes, agotados por toda una mañana de lucha sin descanso, apenas podían arrastrar los pies ladera arriba, y uno tras otro eran ensartados sin piedad por sus bravos guerreros. Poco a poco, a medida que los rebeldes se sumaban a la desbandada general, la lucha fue perdiendo intensidad, hasta que el último de ellos cayó bajo los sables cordobeses. Y entonces un grito unánime de victoria brotó de las gargantas de los vencedores, que alzaron al cielo sus armas y dirigieron la vista hacia el pabellón real. El emir levantó el sable por encima de su cabeza en señal de reconocimiento, y hasta él llegó el sonido de las voces de sus guerreros, primero confuso, pero cada vez más y más nítido, hasta que todos gritaron con una sola voz:
–¡Larga vida al emir! ¡Larga vida a Abd Allah!
La caballería no había regresado de la persecución a que habían sometido a los huidos, cuyos gritos de muerte aún podían escucharse en la lejanía, bajo las mismas murallas de Bulay. Sólo unas decenas de hombres a caballo permanecían sobre el terreno devastado y, entre ellos, un jinete avanzaba al paso, lentamente, con el rostro demudado por el agotamiento. Tan sólo alzaba la cabeza para corresponder al saludo de quienes se cruzaban en su camino y, sin variar el ritmo, tomó la senda que conducía hasta el pabellón real. Cuando alcanzó la cima, el emir esperaba en pie. El hombre descabalgó, tendió las riendas al esclavo que se las reclamaba y se aproximó al soberano para clavar ante él la rodilla en tierra.
–Majestad -dijo con solemnidad-, esta victoria es vuestra.
–Álzate, Ubayd Allah -respondió el emir mientras le ponía una mano sobre el hombro-. Qurtuba está en deuda contigo. Toda Al Andalus lo está. Y yo tengo el honor de transmitirte su eterno agradecimiento.
–Agradezco vuestras palabras, sahib, pero ha sido el arrojo de nuestros guerreros el que ha permitido alcanzar esta magnífica victoria.
–De nada hubiera servido su arrojo sin tu intervención. Los tratados de guerra relatarán lo que hoy ha sucedido en Bulay, y ten por seguro que mis poetas cantarán tu gesta. En cuanto a mí… en lo sucesivo quiero tenerte a mi lado, y lo estarás mientras ocupes el cargo de wazir y general en jefe al que en este momento estás siendo elevado.
–Majestad, no deseo ocupar el lugar de mi…
–Abd al Malik ha muerto -cortó el emir, tajante-. Su puesto espera quién lo ocupe.
–Trataré de desempeñar con dignidad la responsabilidad que me confiáis. La guerra no ha terminado.
–Tú lo has dicho. En Bulay no ha de quedar ni uno solo de esos politeístas que han osado desafiar mi autoridad.
Cuando Umar encaró el último repecho antes de llegar al castillo, comprendió angustiado que la multitud que se agolpaba ante él no tendría oportunidad de alcanzar la seguridad de sus muros antes de que aparecieran sus perseguidores. Ante la única puerta de acceso los soldados empujaban a quienes habían llegado antes, lo que empeoraba aún más la situación, que se hizo dramática cuando desde lo alto de las murallas empezaron a oírse voces imperiosas que alertaban de la proximidad de la caballería cordobesa. Umar intuyó que tampoco él iba a ser capaz de alcanzar el interior y, sin embargo, de alguna manera tenía que conseguirlo: si seguía con vida, no todo estaría perdido. Alzó la mirada a lo alto y vio que los defensores señalaban en su dirección. Lo habían reconocido, pero sólo mostraban una gran inquietud ante la inminente llegada de los perseguidores. Era imposible tratar de abrirse paso entre la muralla humana que bloqueaba la puerta, y Umar pensó en escapar al galope sin esperar más. De nuevo miró hacia lo alto, y entonces vio descender hacia él una gruesa maroma provista de fuertes nudos en su extremo. Se dirigió hacia ella, extendió el brazo para asirla con fuerza y al poco sintió la tensión y los empellones de quienes lo izaban. Primero quedó suspendido sobre el caballo, que al verse libre emprendió una carrera veloz, como si presintiera el peligro. Después, lentamente, comenzó a elevarse y, mientras lo hacía, tuvo ocasión de contemplar como un observador privilegiado la indiscriminada matanza que empezaba a producirse entre aquellos de sus seguidores que no habían logrado huir a tiempo.
Cuando Ibn Hafsún fue aupado sobre el pretil de la muralla, sus piernas se negaban a sostenerle. De nuevo, una intensa náusea le provocó un vómito amargo, y por un momento quedó reclinado sobre el adarve.
–¡Cerrad las puertas! – acertó a decir.
–¡Umar! Los están masacrando ahí fuera. ¡No podemos impedirles la entrada!
–¡Cerrad, he dicho! ¡Si los cordobeses llegan a la puerta, la fortaleza estará perdida! ¡Ni uno solo de vosotros sobrevivirá!
Por desgracia para quienes pugnaban por entrar, los dos gruesos portones se abrían hacia el exterior. Sólo hubo que sujetar la misma maroma que había servido para izar a su caudillo a dos de las argollas de hierro que los perforaban. Aun así, fue necesaria la ayuda de una veintena de soldados para vencer la resistencia inicial de aquellos hombres aterrados. Cuando las bisagras alcanzaron la mitad de su recorrido, el propio empuje de quienes quedaban fuera hizo el resto, y el portalón quedó bloqueado con un golpe seco.
Muchos de quienes tuvieron la fortuna de alcanzar a tiempo el patio interior tardarían en olvidar los sonidos que asaltaron sus oídos en los momentos siguientes. Con la entrada definitivamente atrancada, los infortunados infantes intentaron dispersarse por la ladera emprendiendo una carrera enloquecida, que para los jinetes cordobeses no fue más que una sencilla cacería.
Umar regresó al adarve occidental y se hizo un hueco entre los hombres que contemplaban la suerte de sus camaradas, sin más posibilidad que disparar los escasos arcos disponibles aun con el riesgo de herir a los suyos. Comprobó consternado que en toda la ladera no quedaba ya uno solo de sus seguidores en pie y los escuadrones de caballería se recomponían bajo el mando de los oficiales para iniciar la implacable persecución de quienes habían huido en dirección a Istiya, la ciudad donde estaban acantonados el resto de los insurgentes. Más abajo, el campo de batalla era ahora recorrido por centenares de soldados entregados a una macabra tarea: segar las cabezas de los enemigos caídos. Sólo la posibilidad de que el emir hubiera puesto precio a cada una de ellas podía explicar el esfuerzo que dedicaban a aquella inhumana cosecha. Umar volvió a sentir náuseas al pensar que los dueños de aquellas cabezas que ahora llenaban los serones de decenas de mulas no eran sino quienes en las semanas anteriores habían acudido a Burbaster, a Istiya, a Bulay, confiados en que él habría de ser quien los llevara a la victoria frente a la tiranía de Qurtuba. Ahora era su sangre la que teñía de colcótar los capachos de esparto que portaban sus cráneos convertidos en trofeos.
Miró a su alrededor en busca de sus capitanes y lugartenientes más próximos, pero no fue capaz de distinguir a ninguno de ellos. Descendió desmadejado la escalinata que conducía al atestado patio y mientras lo hacía fue consciente de todas las miradas que estaban puestas en él. Pisó el suelo y los hombres se apartaron en silencio, hasta abrir un estrecho pasillo en la dirección de su marcha. Alzó la vista y se detuvo al llegar al centro del recinto. De inmediato, a su alrededor se formó un amplio círculo, y las voces fueron callando para escuchar lo que habría de decirles. Pese al nudo en la garganta, Umar se dirigió a ellos alzando la voz cuanto le era posible.
–Hemos perdido esta batalla… ¡pero no la guerra! – dijo con un aplomo que a él mismo sorprendió-. Nunca nadie había estado tan cerca de acabar con el gobierno de los Umaya, maldita ralea de tiranos que durante generaciones ha sometido a nuestras gentes.
Trató de tomar el aire que le faltaba mientras pergeñaba la forma en que había de pedir de ellos nuevos y dolorosos sacrificios.
–Nuestro corazón se lamenta por la muerte de muchos de nuestros hermanos, y por ellos no hemos de ceder lo que hasta ahora hemos conquistado. Para empezar -alzó la mirada a las murallas-, debemos mantener el control de esta fortaleza que nos ha brindado protección. Es necesario…
–¡Esto va a ser una ratonera! – gritó una voz anónima interrumpiendo su discurso.
–¡Bulay está bien fortificada! Su fama es la de una ciudad inexpugnable -arguyó-. ¿Por qué, si no, el emir no la ha atacado antes? ¿Por qué soportar la hambruna de los habitantes de Qurtuba si hubiera tenido oportunidad de acabar con nuestra amenaza?
–¡Nuestro caudillo tiene razón!
La voz procedía de lo alto de una alberca situada en el fondo del patio de armas, y Umar distinguió aliviado la figura de su buen amigo Ibn Mastana, que llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo con un pañuelo anudado al cuello.
–Somos más que suficientes para defender Bulay, y también Istiya. La derrota no será total si impedimos que el emir pise este suelo, y pronto podremos reanudar el acoso a la capital.
–¡Muchos de nosotros tenemos a nuestras familias en Istiya! – exclamó otra voz, y medio centenar de hombres lo secundaron.
–En ese caso, defender este castillo será el mejor servicio que podáis hacerles -declaró Umar-. Si Bulay cae, el siguiente objetivo del emir será Istiya. Los silos están llenos de grano, los aljibes rebosan agua… Durante semanas podemos ser un parapeto que permita organizar la defensa de los vuestros en Istiya y en el resto de las ciudades que dominamos.
Umar sabía que sus argumentos eran compartidos, y por ello nadie más los contradijo, pero sabía también que quizá las razones no bastaran, porque luchaba contra un sentimiento irracional. Aquellos hombres, lo podía ver en la manera en que apartaban la mirada, tenían miedo. En cualquier caso, poco más podía hacer, tan sólo disponer la defensa antes del siguiente amanecer, ordenar el reparto de un buen rancho y, lo más acuciante, dejar que todos se entregaran al descanso.
Recorrió, forzándose a vencer su propio agotamiento, los corros donde los hombres apuraban sus escudillas y compartían las jarras de vino que había ordenado repartir, para tratar de infundir los ánimos de los que él, más que nadie, carecía. Subió después a lo alto de las murallas para contemplar los centenares de fuegos que brillaban ya en el campamento cordobés. Su luz se reflejaba en la lona blanquecina de la qubba real, que destacaba sobre el resto de las tiendas, y Umar sintió una punzada de angustia al imaginar en su interior a un Abd Allah exultante, rodeado por todos sus ministros y generales. Quizá los poetas que siempre formaban parte de la comitiva real estuvieran ya declamando versos en los que se ensalzaba a un emir hasta ayer cuestionado, y en los que el nombre de Umar ibn Hafsún iría asociado a la derrota y la humillación.
Decidió apartar de sí aquellos pensamientos y se dirigió, con las últimas luces del atardecer, a la estancia que compartía con el resto de los oficiales presentes en la fortaleza. Algunos dormían ya, exhaustos, y él mismo se derrumbó sin fuerzas sobre las esteras que cubrían el enlosado.
Despertó con la sensación de no haber conciliado todavía el sueño, zarandeado por uno de los centinelas.
–¡Sahib! ¡Sahib, tienes que ver esto!
Umar hizo un esfuerzo para entreabrir los ojos, pero la cara alterada del muchacho pronto lo puso en alerta.
–¿Qué sucede, soldado?
–¡Míralo con tus propios ojos! ¡Han huido!
Umar se dejó guiar a través de las escalinatas que descendían hasta el patio, y, una vez en el exterior, se dirigieron a la parte posterior del recinto, donde sólo una estrecha vereda separaba el muro del castillo de la pared meridional de la muralla. Lo asaltó el conocido hedor de aquel lugar, que los hombres utilizaban para aliviarse, pero el chico siguió caminando a lo largo del albañal que recogía aquellas aguas inmundas para conducirlas al punto donde eran vertidas al exterior. El estrecho conducto que atravesaba la base de la muralla había sido ampliado a golpe de maza hasta apartar los sillares que lo delimitaban, de forma que ahora, aun con dificultad, permitía el paso de un hombre.
Umar, con la rabia reflejada en el rostro, comprendió, miró al perplejo centinela, y entonces descargó su ira contra él.
–¡Inútiles! – estalló-. ¿Acaso nadie ha visto ni oído cómo centenares de hombres abandonaban el castillo? Haré que paguéis por esto.
–Sahib, desde la puerta principal donde montábamos guardia no puede oírse lo que sucede aquí.
–¿Quién ocupaba los puestos que hay sobre nosotros?
–Sin duda alguno de los huidos, sahib.
Umar lanzó un suspiro de hastío y se atusó la barba mientras trataba de poner en orden sus pensamientos.
–¡Todo el mundo en pie! Traslada la orden. Debemos hacer recuento.
Umar contemplaba los semblantes adormecidos del escaso centenar de hombres que lo observaban a la luz de las antorchas. Se movía ante ellos con el rostro desencajado, aunque en su expresión tampoco estaba ausente una firme determinación.
–No han sido las espadas cordobesas quienes nos han derrotado… sino el miedo y la cobardía. Pero os aseguro que alguien en Istiya pagará por la traición que ha cometido contra vosotros. Porque vosotros, mis más fieles soldados, sois los traicionados. Por eso no puedo pediros un nuevo sacrificio, inútil por otra parte, y en este momento os anuncio mi decisión de abandonar la defensa de Bulay. Disponemos de tiempo hasta el amanecer para poner tierra de por medio. Quienes tengáis dónde acudir, hacedlo. Quienes queráis seguirme, sabed que mi intención es alcanzar Aryiduna, y desde allí nuestro refugio de Burbaster.