Capítulo 81

Ishbiliya

… Si tuviera que referir en estos pliegos los sucesos acaecidos en Al Andalus durante el último año, no bastaría con todo el pergamino disponible en los talleres de Ishbiliya, donde hace ya tres meses que me encuentro. Desde el nombramiento de mi padre como soberano, vivimos una auténtica guerra civil, protagonizada ya no sólo por muladíes, sino también por árabes y bereberes de las principales familias. Las noticias sobre deslealtades, sediciones y negativas al pago de tributos se suceden, y las fuerzas de Qurtuba nada pueden en el intento de apagar las llamas que surgen por doquier. Y detrás de la mayor parte de los incendios aparece, una y otra vez, la mano de nuestro mayor enemigo, Umar ibn Hafsún, de quien ya habéis tenido noticias.

No sé por qué os escribo hoy esta carta, tan sólo unas horas antes de abandonar Ishbiliya, tras fracasar en la misión que me trajo aquí. Los gritos de muerte y el olor de vapores de sangre aún parecen asaltar mis sentidos. Quizá me sirva para poner en orden mis pensamientos, para tratar de reconocer el momento en el que nuestras decisiones tomaron el rumbo que nos está conduciendo al desastre. Sería inútil querer relatar todo lo ocurrido en este año trágico, en el que para mí la única luz ha sido mi querida Muzna, a quien adoro con toda mi alma, la única que siempre está a mi lado para darme el aliento que me hace seguir adelante a pesar de las adversidades. Anhelo el momento del reencuentro en Qurtuba, y empleo las horas hasta mi partida, horas en las que el sueño se hace esquivo, para tomar esta pluma con la que rasgo el pergamino.

Una vez más, fue Umar ibn Hafsún quien prendió la mecha de la revuelta, a pesar del gesto generoso que tuvo mi padre al nombrarlo gobernador de Raya nada más acceder al trono. Supo predisponer contra el gobierno legítimo a una población antes pacífica, que se alió con los muladíes alzados en armas, y a ellos se sumaron los cristianos, para volverse todos juntos contra los árabes, a las órdenes de su caudillo. Los muladíes de toda Al Andalus parecen haber seguido la consigna y se echan al monte. Los árabes, en muchos lugares, no han esperado a la ayuda de Qurtuba, y han optado por hacerse con el poder para defender sus intereses, y para ello se han deshecho de los gobernadores nombrados por el Estado.

Así ha sucedido en Garnata, donde Sawar ibn Hamdun se hizo con el poder después de que algunos muladíes acabaran con la vida de su primogénito. Consiguió vencer al gobernador de la cora, y poner en fuga a los derrotados. Si los acontecimientos no tuvieran el cariz dramático que tienen, bien podríamos recrearnos con los versos que los poetas de ambos bandos se dedicaron. Alguno de los escribanos tuvo el gusto de tomar nota de ellos y sólo Allah sabe de qué manera han comenzado a circular por todos los cenáculos literarios de Al Andalus. Los tengo aquí, ante mí, y no me resisto a copiar para vuestro dudoso deleite algunos de los más celebrados, aun a riesgo de prolongar en demasía esta carta. Este es el poema que Ibn Yudí dedicó a los cristianos y muladíes derrotados:

Apóstatas e incrédulos,

que hasta vuestra última hora

declaráis falsa la verdadera religión…

¡os hemos dado muerte!

¡Allah lo ha querido!

Hijos de esclavos,

habéis irritado imprudentemente

a los valientes que nunca descuidan

su deber de vengar a los muertos.

Acostumbraos, pues, a sufrir su furor

y a sentir sobre vuestras espaldas

sus espadas llameantes.

Un ilustre jefe, Sawar,

ha marchado contra vosotros.

Su renombre excede cualquier otro.

Es un león que ha pasado a cuchillo

a los hijos de las blancas,

y gimen, cargados de cadenas,

los que sobreviven.

Hemos matado a millares de ellos,

pero la muerte de una multitud de esclavos

no equivale a la de un solo noble.

Tras esta victoria, Sawar accedió a la petición de paz propuesta por mi padre, a cambio de numerosos privilegios, pero aun así no consiguió mantenerlo quieto por mucho tiempo. En lo más tórrido del verano, atacó de nuevo a los conversos de la región, aunque esta vez sólo logró movilizarlos y provocar la respuesta unánime de millares de ellos. Sawar hubo de retroceder hasta encastillarse en la fortaleza de Al Hamra, en Garnata. También nos han llegado los versos que los muladíes de fuera y los árabes de dentro intercambiaron durante el asedio, sujetos a piedras o ladrillos. Empezó el poeta muladí Al Ablí haciendo referencia a las haciendas árabes abandonadas por sus dueños para acudir a la llamada de Sawar:

Sus mansiones están desiertas,

convertidas en páramos donde el huracán

arrebata torbellinos de polvo.

Encerrados en Al Hamra,

meditan nuevos crímenes en vano…

Pero serán blanco de nuestras lanzas

y de nuestras espadas

como lo fueron sus padres

en ese mismo refugio.

Según cuentan, Al Asadí, desde el interior, respondió con este otro:

Nuestras mansiones no están desiertas

ni nuestras campiñas convertidas en páramos.

Nuestro castillo nos protege contra todo insulto,

y en él encontraremos la gloria.

Nos aguardan triunfos,

y a vosotros, derrotas.

Ciertamente muy pronto saldremos de él,

y sufriréis una derrota tan terrible

que encanecerán en sólo un instante

los cabellos de vuestras mujeres y de vuestros hijos.

Sólo siete días después de este lance, el numeroso ejército muladí se dispuso a atacar la fortaleza, pero Sawar salió en tromba contra ellos y desbarató las fuerzas de los sitiadores, más numerosas pero mal entrenadas. Cundieron el desorden y el miedo, y las tropas árabes perpetraron una terrible matanza entre los conversos. Las noticias que llegan en estos días hablan de diez mil muladíes caídos y de otros miles de supervivientes que, desesperados, se han echado de nuevo al monte, sin duda para engrosar las filas de Umar ibn Hafsún, siempre atento para aprovechar el descontento en su propio beneficio.

Concluyo el relato de estos hechos con los últimos versos de Ibn Yudí acerca de la victoria de Sawar:

Hemos ahuyentado ese ejército con tanta facilidad

como se ahuyenta a las moscas que revolotean en torno a la sopa

o como se obliga a salir de la cuadra a un tropel de camellos.

Vuestros soldados caían bajo nuestras afiladas espadas

como caen las espigas bajo la hoz del segador.

Nuestro jefe Sawar, un gran guerrero, un verdadero león,

es un hombre leal nacido de una estirpe histórica

cuya sangre no se ha mezclado nunca con la raza al 'ayam

y defiende la verdadera religión contra todo infiel.

Sawar blandía en la lucha una excelente espada

con la cual segaba cabezas.

Allah se servía de su brazo para exterminar sectarios

de una falsa religión conjurados contra nosotros.

Llegado el momento fatal para los hijos de las blancas,

nuestro jefe iba al frente de sus feroces guerreros.

Episodios como el de Garnata, alentados por el odio racial y religioso, se han sucedido en otras ciudades, desde Uksunuba y Al Yazira hasta Bagúh y Yayán. Pero quizás el más dramático se desarrolló entre los muros de esta ciudad de Ishbiliya, y por ello fui enviado aquí por orden de mi padre. Ni yo mismo alcanzo a comprender la complejidad de la trama de relaciones, enemistades y venganzas que se ha urdido aquí durante años, y tal vez sea ésa la causa de mi fracaso.

Recordaréis sin duda los nombres de los dos clanes árabes que desde hace generaciones han dominado la ciudad de Ishbiliya, los Ibn Hayay v los Ibn Jaldún: durante vuestra estancia tuvisteis ocasión de conocer a algunos de sus miembros. También son musulmanes los bereberes que habitan las montañas que circundan la ciudad. La mayor parte de la población, sin embargo, son muladíes que se convirtieron al islam y quedaron así exentos del pago de la jizya. Asimismo entre ellos se encuentran algunas familias que han conservado un patrimonio considerable, como los Ibn Anyalín o los Ibn Sabariquh. Y por fin tenemos a los cristianos que conforman el arzobispado más poderoso de Al Andalus, regidos por el metropolitano de la Bética.

El pasado invierno, el jefe árabe de los Ibn Jaldún, Kurayb, animado por la situación de desgobierno en el emirato, creyó llegado el momento de emanciparse de la autoridad de Qurtuba, y se hizo fuerte en su fortaleza de Al Xaraf con la intención de combatir, con la ayuda de los bereberes de Qarmuna, al gobernador legítimo. Los muladíes de Ishbiliya, desde siempre despreciados y humillados por los árabes de la ciudad, tomaron partido en su contra y, de manera sorprendente, decidieron apoyar al gobernador. Kurayb ibn Jaldún obtuvo una primera victoria en Talyata, pero no consiguió desalojar de la ciudad al representante de mi padre. Y entonces, de forma aún más inesperada, recurrió a Ibn Marwan, el rebelde que, como sabéis, venía desafiando a Qurtuba desde hace años. Ibn Marwan saqueó la campiña sevillana, mientras los bereberes de Qarmuna asaltaban a cualquier viajero que se aventurara por el camino de Qurtuba.

Ante esta situación insostenible, mi padre recurrió a un bravo muladí, de nombre Ibn Galib, que no dudó en enfrentarse a Kurayb ibn Jaldún, a quien logró vencer en la lucha. Pero, infortunado suceso, en la retirada uno de los hombres de Ibn Galib dio muerte a un miembro de los Ibn Hayay. ¡Imaginad la afrenta! ¡Un árabe de noble familia muerto a manos de un vil muladí! Por supuesto, trataron de aprovechar la oportunidad, y con su cadáver se presentaron ante la residencia del gobernador para reclamar justicia, entre el clamor y la amenaza de sus partidarios. El wali, impotente, recurrió al juicio de mi padre, que recibió a todas las partes en el alcázar de Qurtuba. Sus testimonios, como era de esperar, resultaron confusos y contradictorios, y el emir, temeroso de enfrentarse a una de las facciones si daba la razón a la otra, decidió ganar tiempo, y para eso me envió aquí, junto a Umaya, un nuevo gobernador, con el encargo imposible de conseguir el entendimiento entre árabes y muladíes.

Mientras mi padre trataba de cercar al rebelde Ibn Hafsún en su fortaleza de Burbaster y traía a la obediencia a quienes se habían aliado con él, yo empecé mi tarea confirmando a Ibn Galib en la misión de acabar con los bandoleros bereberes. Pero Kurayb ibn Jaldún atacó para adueñarse del castillo de Coria, y el mismo día Abd Allah ibn Hayay avanzó sobre Qarmuna. Trato de valorar si acaso entonces pude hacer más de lo que hice, y la respuesta es, también ahora, negativa: mis fuerzas eran escasas para dar respuesta a aquella rebelión planeada de antemano, y tampoco mi padre, ocupado en un nuevo ataque de Ibn Hafsún, esta vez contra Istiya, pudo enviar efectivos de refuerzo.

Fue hace tan sólo unas semanas, tras su regreso a Qurtuba, cuando mi padre se reunió con su Consejo para buscar una solución al enojoso asunto de Ishbiliya. Mala conjunción debían de tener los astros en el momento en que el emir aceptó la salida que le proponían sus ministros: entregar a los árabes a Ibn Galib a cambio de su lealtad. He de decir en mi descargo que yo no conocí de tales planes hasta que la cabeza del muladí rodó por las calles de Ishbiliya. Para ejecutar sus designios, mi padre envió al general Ya'ad, hermano del gobernador Umaya, que supo convencer a Ibn Galib para avanzar juntos hasta Qarmuna con el fin de atacar a los Ibn Hayay. Una vez allí, en secreto, el general envió un mensajero a Abd Allah ibn Hayay para preguntarle si volvería a la obediencia en el caso de que Ibn Galib fuera ejecutado. Su respuesta afirmativa fue la sentencia de muerte del muladí, y cuando el árabe vio su cabeza dio orden de que se abrieran las puertas de Qarmuna a las tropas del emir.

Sin embargo, la noticia de la muerte de Ibn Galib encendió los corazones de los muladíes. Y yo los entiendo: después de su demostrada lealtad a Qurtuba, por la muerte de uno solo de los árabes mi padre había entregado la cabeza de su caudillo. Les mostraba así que la vida de un árabe valía más que la de un muladí, a quienes usaba como simples peones a los que podía sacrificar a su antojo. Traté de anticiparme a la cólera, reuní en mi palacio a los Ibn Anyalin, a los Ibn Sabariquh, traté de que retuvieran a los suyos. Pero la violencia se había desatado. El noveno día de Jumada al Awal, todos los muladíes de la campiña entraron en Ishbiliya y se dirigieron al alcázar del gobernador Umaya, exigiendo la cabeza de su hermano, el general Ya'ad. Umaya huyó y se refugió junto a mí, en mi palacio. Esa misma noche se iniciaron los enfrentamientos con la guardia, se exigía también la cabeza del gobernador. A pesar de todo, nada parecían tener contra mi persona: sabían que yo había confirmado a Ibn Galib en su puesto, y por sus líderes tenían constancia de que tampoco había tomado parte en la traición.

El desastre su produjo al día siguiente, hace ahora cuatro jornadas. Ya'ad entró en la ciudad al mando de sus tropas, y a ellas se unió el general Asbag, enviado como refuerzo desde Qurtuba. Atrapados entre dos fuegos, los muladíes sevillanos no tuvieron escapatoria. La matanza fue terrible, todos los que se habían echado a las calles fueron pasados por la espada, sus casas fueron saqueadas, violadas sus mujeres y sus hijas, y confiscados sus bienes. Murieron miles, sin contar los que perecieron ahogados en el río al tratar de huir de la masacre. Aún hoy sus cadáveres cubren las calles de Ishbiliya, y siguen ensartadas sobre los muros las cabezas de sus líderes.

Yo regreso esta misma mañana a Qurtuba. La ciudad está en paz, pues los Ibn Jaldún y los Ibn Hayay han acabado reconociendo la autoridad del emir. Pero se ha pagado un alto precio, y siento que he fracasado en mi empeño, pues todo se ha conseguido con el más cruel derramamiento de sangre. Y sé que el odio acumulado en las almas de los muladíes sevillanos no tardará en encontrar otra vía de escape. Cuando todo esto llegue a oídos de Umar ibn Hafsún, sólo tendrá que tender su red para recibir miles de adeptos a su causa. Ignoro dónde se desatará de nuevo la violencia, pero sé que no hay hombre sobre la tierra capaz de detener esta rueda que se ha puesto en marcha.

Amanece ya un nuevo día sobre Ishbiliya, y ni siquiera el incienso logra ocultar el hedor en las calles tras cuatro días de batalla y de intenso calor. Tres pliegos he emborronado y, a pesar del farragoso relato que no aspiro a que comprendáis, sólo he podido hablaros de una pequeña parte de los conflictos que sacuden Al Andalus. Pero al menos siento el alivio de haber vaciado mi alma al compartir con vosotros este desconsuelo que me impide conciliar el sueño.

Quiera Allah, y quiera también vuestro Dios, que en la próxima misiva pueda hablaros del fin de las hostilidades en esta tierra de belleza incomparable.

Sabed que os llevo siempre en el corazón y en el recuerdo, y así será hasta el día de nuestro reencuentro. Que Allah os proteja.

Tu hijo,

MUHAMMAD IBN ABD ALLAH

La guerra de Al Andalus
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