Capítulo 7
Estaban pasando por los días más duros del invierno. El viento del norte había cesado por completo la tarde anterior, lo que hacía presagiar una fuerte helada durante la noche. Sin embargo, ésta no llegó, porque, nada más ponerse el sol, los jirones de niebla empezaron a cubrir el amplio cauce del Uadi Ibru, y poco a poco fueron alzándose hasta envolver por completo la ciudad.
El primer canto del muecín alcanzó la explanada de la musara con especial claridad a través de la bruma. Muchos de los hombres que se encontraban allí reunidos extendieron sus alfombrillas y, tras arrodillarse en el suelo, comenzaron una breve oración antes de la partida.
La luz del amanecer, tamizada por la niebla, era apenas suficiente para reconocer los rostros. El de Fortún mostraba evidentes señales de fatiga, pues había pasado la noche en vela, entregado a una actividad incansable para ultimar los preparativos. Por su dilatada relación con Tutila, sería él quien se encargaría del gobierno de la ciudad en ausencia de sus hermanos. ¡Tiempo tendría de descansar cuando marcharan!
La puerta oriental, la Bab al Saraqusta, se encontraba abierta de par en par, y las traviesas del puente sobre el cauce del Uadi Qalash crujían bajo el peso de los centenares de hombres y mujeres que pugnaban por alcanzar el exterior de la ciudad para presenciar la partida y despedir a los suyos a ambos lados del camino.
El trabajo de organización de aquella numerosa tropa había resultado ímprobo. Hombres a pie y a caballo habían sido dispuestos en pequeñas unidades habituadas al mando de sus jefes naturales, que a su vez se reunían en unidades mayores dirigidas por hombres de confianza, generalmente los caudillos de sus lugares de origen. Para satisfacción de Fortún, a sus dos hijos también se les había cargado con esa responsabilidad. Al frente de las tropas se situaría Lubb, como primogénito de Musa, apoyado por su hijo Muhammad y por su hermano Ismail.
Fortún había acogido a las mujeres de la familia en la vieja casa de campo, pero en aquel momento las tres acababan de recorrer la escasa distancia que las separaba del extremo de la musara. Ayab, la fiel esposa de Lubb, conservaba aún aquella belleza serena que la hiciera apetecible para el propio emir Abd al Rahman, aunque ahora su velo ocultara un cabello que comenzaba a blanquear. Con el brazo izquierdo rodeaba a Sahra, que a su vez sostenía al pequeño Lubb, cobijado y dormido contra el calor de su pecho. Para ninguna de ellas era ésta una situación nueva, pero nunca dejarían de sufrir en silencio cada vez que sus hombres partieran hacia un nuevo e incierto destino. Hadiya era la única que no acudía a despedir a su esposo, pero no por ello su zozobra era menor: eran sus hijos, que apenas frisaban la veintena, los que marchaban hacia Saraqusta como oficiales de tropa en la que sería su primera razia.
En cierto modo, envidiaban a la única mujer de la familia, Sayida, la nueva esposa de Ismail, que se había quedado junto a los hijos de éste en la fortaleza de Munt Sun, allá en la Barbitaniya. Refugiada en aquel viejo feudo siempre afín a los Banu Qasi, compensaba su soledad con la ventaja de no tener que asistir a la partida de su esposo.
Ya no iban a tener ocasión de verlos, porque las despedidas se habían producido de forma apresurada la noche anterior y todos ellos, salvo Muhammad, habían disfrutado de su breve descanso en la alcazaba, junto al resto de la guarnición. El imam se retiró después de bendecir los estandartes y pendones de guerra, y todas las miradas se dirigían ya hacia quien debía dar la orden de partir. Cuando por fin sonaron las trompas, hombres y monturas fueron incorporándose con lentitud a la columna, abriéndose paso entre las apretadas filas de curiosos que pugnaban por ver de cerca a los suyos.
Lubb observaba la musara desde una pequeña elevación junto al camino y, a una señal suya, una sólida carreta protegida por cuatro hombres a caballo atravesó el puente y continuó hasta ocupar su lugar detrás de la vanguardia. Sobre el carro se alzaba una estructura de madera a modo de jaula, y en su interior tres hombres se acurrucaban entre las pieles que los protegían del frío inclemente del amanecer.