7

Antes de recurrir a los métodos poco ortodoxos, tal como los había llamado el fiscal Carlentini, quedaba otro camino por intentar, absolutamente ortodoxo, más aún, tradicional en las policías de todo el mundo. En argot, el salto de la zanja, un truco consistente en dar por cierto algo que es sólo una hipótesis para inducir a alguien a decir o hacer algo que no quiere. Pero para que el salto de la zanja resultara verosímil, era necesaria una cuidadosa dirección cinematográfica, pues se trataba en cualquier caso de una puesta en escena, de una comedia. En aquel caso concreto, resultaba fundamental agenciarse en primer lugar un indispensable tema escénico mediante un pretexto cualquiera. Cualquiera servía, pero ¿cuál? La búsqueda del pretexto ocupó sus pensamientos mientras se dirigía desde Marinella a la comisaría. Había dormido bien, de un tirón, se había levantado con la mente fresca y despejada, teniendo muy claro lo que debía hacer. Pero el cómo hacerlo permanecía todavía en una zona de sombras.

El día era tan dulce como los lokum, aquellas delicias turcas tan empalagosas. A pesar de que tenía prisa, disfrutó del paisaje circulando a paso de tortuga, para gran desesperación de los vehículos que lo seguían.

Nada más entrar en su despacho, le comunicó sus disposiciones a Fazio.

–Coge un coche de servicio, llama a Alfano y llévatelo contigo.

–¿Qué tenemos que hacer?

–Localizáis a Giacomo Arena y os ponéis a seguirlo.

Fazio lo miró con expresión dubitativa.

Dottore, si me lo hubiera dicho anoche, habría sido más fácil. Pero ahora mismo el tío andará por ahí con su camioneta haciendo el reparto por cuenta de la empresa de Infantino, y ¿cómo voy a saber…?

–No hay problema. Le preguntas al propio Infantino qué repartos tiene que hacer Arena.

Fazio lo miró sorprendido.

–¿Con un coche de servicio? ¡Pero, dottore, Infantino sabe leer y escribir! ¡Cuando vea la palabra «policía» en el coche y me oiga haciéndole preguntas, se pega un susto!

–Es justo lo que quiero. Que se altere. Cuando hayáis obtenido los datos, seguís a Arena, y en cuanto lleguéis a un lugar donde no haya ni vehículos ni personas, lo obligáis a parar.

–¿Con qué excusa?

–Inicialmente con una excusa trivial, qué sé yo, que tiene roto el faro posterior, exceso de velocidad, lo que queráis. Pero debéis actuar muy despacio y en plan de cachondeo para que Arena se exaspere y pierda la paciencia. Entonces lo esposáis por desacato a la autoridad. ¿Está claro?

–Clarísimo. ¿Y después?

–Después lo traes aquí y lo encierras en la celda de seguridad.

–¿Y la camioneta?

–Mientras tú trasladas aquí a Arena, Alfano se queda allí de guardia. Nada más encerrar a Arena en la celda de seguridad, vuelves al lugar. Una vez allí, llamas con el móvil a Infantino y le explicas dónde está la camioneta. No contestes a ninguna de sus preguntas. Esperáis a que llegue alguien de la empresa, le entregáis la camioneta y después regresáis aquí.

–Seguramente irá Infantino en persona. ¿Y si me pregunta adónde ha ido a parar Arena?

–Le dices la verdad, que ha sido detenido.

–¿Y si me pregunta el motivo?

–En ese momento te conviertes en una tumba. Cuanto más evasivo te muestres, mejor. Déjalo cocer a fuego lento.

Ahora tendría que interpretar el papel más difícil. En el cual se vería obligado a contar trolas a un caballero cuya sola culpa era la de ser padre de un delincuente. Pero el pretexto para lograr lo que resultaba indispensable para poder saltar la zanja aún no lo había encontrado. Decidió encomendarse al azar y el azar le fue propicio.

Su llamada a la puerta la atendió justo como la otra vez el abogado Mongiardino. Nada más verse el uno al otro, ambos se quedaron perplejos. Mongiardino, por la visita no anunciada previamente; Montalbano, porque el hombre que tenía delante ya no era el maduro caballero elegantemente vestido de la otra vez, sino un viejo decrépito y desaliñado. Iba sin afeitar y tenía los ojos hinchados y enrojecidos, tal como le ocurre a alguien que se ha pasado mucho rato llorando. ¡Virgen santa! ¿Qué le había ocurrido?

Mongiardino lo hizo pasar al estudio y, mientras Montalbano se sentaba, él, más que sentarse a su vez, se derrumbó sobre el sillón.

–Dígame, comisario. – Una voz agotada, con las palabras desvaídas, como cuando alguien ha intentado borrarlas con una goma. La estancia estaba en penumbra porque las persianas permanecían cerradas y, sin embargo, la luz debía de ser excesiva para Mongiardino, pues se cubría los ojos con las manos.

–¿Su señora cómo está? – preguntó Montalbano de entrada.

–Ayer por la tarde la ingresaron en una clínica de Montelusa. El corazón.

Debía de tratarse de algo serio si el marido se encontraba en semejantes condiciones. Las manos que le cubrían los ojos estaban temblando. Montalbano se maldijo a sí mismo y maldijo la comedia que estaba haciendo, pero tenía que insistir. Y lo hizo.

–¿Esta mañana cómo estaba? ¿Tiene alguna noticia?

–No lo sé. Más tarde, si me siento con ánimos, iré a Montelusa.

–Disculpe, pero ¿su hijo Gerlando no…?

El anciano se apartó lentamente las manos de unos ojos que al comisario le parecieron llenos de lágrimas.

–Gerlando Mongiardino… -empezó el viejo con una voz inesperadamente fuerte y clara, pero tuvo que detenerse un instante pues le faltaba la respiración- Gerlando Mongiardino ya no pertenece a nuestra familia. Ayer fue a la clínica, pero mi mujer no quiso verlo. Y nunca volverá a poner los pies en esta casa. Y en cuanto oiga su voz, cuelgo el teléfono.

¡Entonces no era por la mujer por lo que el hombre había llorado! ¿Y si hubiese empezado a salir el pus de la herida infectada que hasta aquel momento había permanecido oculta? El abogado se levantó, pero perdió el equilibrio. Montalbano se puso en pie de un salto y lo sostuvo.

–Quiero ir un momento allí.

–¿Lo acompaño?

–No.

¡Lo sabían todo! ¡Sabían el papel que Gerlando había interpretado en el secuestro de la chiquilla! Montalbano se acercó al escritorio, donde se encontraba todavía la pelota, ahora ya enteramente pintada, el hada Zerlina y el mago Zurlone brillaban en todo su esplendor. Y encima del mismo escritorio el comisario vio un abultado sobre que estaba abierto. Le dio la vuelta para ver si figuraba el remitente.

Figuraba: Lina Belli. Ahora todo estaba claro. Lina había averiguado evidentemente la verdad a través de su marido y se la había comunicado a su vez a sus padres. Y aquel sobre había estallado en la casa de los Mongiardino como una de aquellas cartas bomba que de vez en cuando algunos peligrosos imbéciles del país envían a alguien sin saber el porqué ni el cómo, y causan terribles daños. A la señora se le había partido el corazón y al abogado le había caído encima una avalancha de muchos años. Y eso era sólo lo que estaba a la vista. Lo que había ocurrido dentro de ellos y no se veía debía de ser todavía más devastador. ¿Puede un comisario experimentar en su interior una oleada de odio hacia el culpable?

Cuando regresó, el abogado parecía más tranquilo.

–Usted ha venido aquí y no me ha hecho ninguna pregunta. Pero tengo que advertirle algo. Si me hace preguntas relacionadas con Gerlando Mongiardino, yo le contestaré que no me interesan los asuntos de los desconocidos.

–Después de lo que ha dicho, no necesito hacerle ninguna pregunta.

La voz del abogado pareció surgir de un profundo abismo de sufrimiento. A Montalbano le resultó casi insoportable.

–¿Lo ha comprendido todo?

–Sí.

–Usted tuvo razón desde el principio. Pero yo me resistía a pensar que se pudiera llegar a tanta bajeza, a tanta… iniquidad.

Iniquidad. Una palabra muy poco utilizada actualmente, pero rigurosa, perfecta.

–¿Usted cree que conseguirá hacer que lo pague? – añadió el anciano-. Se lo pregunto no por mí sino por aquellas dos horas tan terribles en que hizo sufrir a una niña inocente.

–Sí; podré conseguirlo si usted me ayuda. Pero eso significa que usted y su mujer tendrán que afrontar momentos peores, ¿comprende? La detención de su… de Gerlando, el juicio…

–Para nosotros ya no puede haber peor momento que el que pasamos cuando lo supimos. ¿Qué he de hacer?

–Darme la pelota que ha pintado para su nieta.

El anciano pareció sorprenderse, pero no hizo preguntas.

–Puedo prestársela. Porque quiero enviársela a Laura a Roma.

Se levantó para recogerla. Montalbano también se levantó y por segunda vez en el transcurso de aquella investigación deseó dar un abrazo.

–Señor Mongiardino, ¿me permite que lo abrace?

* * *

Dutturi, ¡si a usía ya no le gusta cómo preparamos aquí la comida, es muy libre de cambiar de trattoria! -dijo Enzo, ofendido.

Montalbano había dejado en el plato una pasta a la tinta de jibia a la que sólo le faltaba hablar.

–Perdona, estoy nervioso.

Lo estaba hasta el extremo de notarse la boca del estómago tan cerrada que ni siquiera habría podido entrar un alfiler. ¿Y si el salto de la zanja, es decir, la trampa, el ardid, no funcionaba a la perfección? ¿Y si el que tenía que aceptar como verdadera la que sólo era una cuidadosa verosimilitud se percataba, por el contrario, del engaño a través de algún detalle omitido o infravalorado y se echaba atrás en el último minuto?

Dutturi, ¿el segundo no se lo come? Mire que para usía he apartado unas lubinas que…

–No, Enzo, no puedo.

Estaba a punto de levantarse y abandonar la trattoria, porque su nerviosismo había alcanzado tal nivel que hasta los maravillosos efluvios que se escapaban de la cocina estaban empezando a producirle mareos, cuando vio entrar a Fazio. Se puso en pie de un salto.

–¿Y bien?

Pero, antes que las palabras, lo tranquilizó la sonrisa de Fazio.

–Ya está todo, dottore. Venía a avisarlo de que…

–¿Has comido?

–Un bocadillo. Pero no se preocupe.

La trattoria estaba abarrotada de clientes y casi todos estaban mirándolos, presas de la curiosidad.

–Vamos a hablar fuera.

Salieron. El nerviosismo de Montalbano se había calmado un poco, pero sólo un poco. Lo más difícil aún estaba por llegar.

–¿Cómo ha ido?

Dottore, hemos tenido que seguirlo muy de cerca y esperar a que circulara por una calle poco transitada, hacia el campo de fútbol. Tenía la lucecita posterior derecha rota y no ha sido necesario que nos inventáramos nada. Y tampoco ha hecho falta prolongar la situación para cabrearlo, se ha cabreado enseguida él solito.

–¿Por qué?

–Ha reconocido a Alfano. Le ha preguntado: «Pero ¿tú no eras el que quería hacer la mudanza? ¡O sea que me estabais siguiendo, polis de mierda!» Y en un abrir y cerrar de ojos ha intentado propinarle un puñetazo. Sólo que Alfano ha sido más rápido y de una hostia le ha escoñado la nariz. ¡Virgen santa, la de sangre que le salía! Se lo ha manchado todo, la camisa, los pantalones… Lo hemos esposado y yo lo he llevado a la comisaría… Después he regresado a donde estaba la camioneta y he llamado al almacén. Me ha contestado el propio Infantino. Me he limitado a decir: «Policía. Venga a recoger la camioneta de Arena en via Moro. Quedan todavía muchas cosas suyas.» Y he colgado.

–¿Y se ha presentado Infantino?

–No, señor dottore. A lo mejor no se ha fiado de la llamada, a lo mejor ha pensado que no era la policía la que lo llamaba. Al cabo de media hora ha aparecido un coche con dos individuos a bordo. Cuando le estaba entregando las llaves de la camioneta, uno de ellos va y me pregunta: «Pero Arena ¿dónde está?» Y yo me he limitado a decirle: «Lo hemos detenido.» Y nada más.

–Muy bien. Ahora, en cuanto lleguemos a la comisaría, tú llama a aquel amigo que tienes en la Vigamare y pregunta si Gerlando Mongiardino está allí. Si está, cuando yo te lo diga, en compañía de Alfano y con el coche de servicio, como siempre, vas a la Vigamare y me lo traes al despacho.

–¿Debo detenerlo?

–No. Pero tienes que armar un escándalo, un follón descomunal. Trátalo mal. Y si te jura que en ese momento no puede ir contigo y que pasará más tarde por aquí, le contestas que el comisario quiere verlo de inmediato y que, por consiguiente, se deje de historias y suba al coche.

–¿Y después?

–Después viene la parte más delicada. Todo ha de ocurrir en el momento apropiado, al segundo, en perfecto sincronismo.

–Pero ¿a qué se refiere, dottore?

–Ahora mismo te lo explico.

* * *

Acompañado por Fazio, Gerlando Mongiardino se presentó en el despacho algo después de las cuatro de la tarde. Sumamente elegante, atildado, envuelto en una nube de agua de colonia, hasta parecía que lo precediera un incensario invisible que derramaba perfume a su alrededor. Pero estaba fuera de sí.

–¡Comisario! ¡No lo entiendo! – dijo enfurecido.

–¿Qué?

–Si usted necesitaba verme, ¡habría bastado una llamada y yo habría venido! ¡En cambio, ha mandado a sus hombres para que me traten como si fuera un delincuente! ¡Y por si fuese poco, delante de mis empleados!

Montalbano miró a Fazio con expresión de asombro.

–Pero ¿es que te has vuelto loco? ¿Quién te ha mandado tratar al señor Mongiardino como si fuera un delincuente? ¿Yo?

–No. Pero es que, además, yo a los delincuentes los trato de otra manera. – Y soltó una risotada maliciosa. Parecía el auténtico policía malo de las películas americanas, ese que suelta guantazos y puntapiés en los cojones.

Montalbano hizo un gesto de resignación y miró a Gerlando como diciendo: «¿Ve usted con qué gente tan mala me toca trabajar?»

–Le ruego acepte mis disculpas, señor Mongiardino. – Y después, dirigiéndose a Fazio-: Tú, Fazio, vete de aquí. Y cierra la puerta.

Él se retiró no sin antes dirigir una última y siniestra mirada a Mongiardino.

–Siéntese.

–Comisario -dijo el hombre, echando un vistazo al Rolex-, no dispongo de tiempo. No es una excusa, puede creerme. Tengo una cita dentro de media hora en Montelusa. Es una cita que no… compréndalo… no quisiera perderme por nada del mundo.

–¿De negocios?

–No. De otra clase totalmente distinta.

Y esbozó una miserable sonrisita insinuante. Pero estaba muy nervioso, se había sentado en el mismo borde de la silla y no paraba de mover los pies por el suelo. Probablemente, y Montalbano así lo esperaba, lo habían informado de la inexplicable detención de Arena. Y no sabía de dónde le lloverían los golpes.

–¿Una mujer? – preguntó en tono de complicidad.

–¡Bueno! – contestó Gerlando-. Una pequeña distracción de vez en cuando, usted es hombre y me comprende, no…

–¿Cómo no? Lo comprendo muy bien. ¡Pero no le robaré más de cinco minutos, se lo aseguro!

El otro se acomodó mejor en la silla, pero lo hizo a regañadientes.

–¿Por qué quería verme?

–Porque hay algunas novedades acerca del presunto secuestro de su sobrina.

–¿Todavía estamos con la misma historia? ¡Pero si ya le dije que yo no creo que fuera un secuestro!

–Y, en efecto, yo he dicho «presunto».

–¿Pues entonces?

–¿Usted conoce a un tal Giacomo Arena?

La estocada fue tan repentina que Gerlando no tuvo tiempo de ponerse en guardia. Instintivamente su tronco hizo una finta como para esquivar el golpe.

–¿Qui… qui…? – balbució.

–Giacomo Arena. Un transportista.

–¿Arena? – Fingió intentar recordarlo, pero era un pésimo actor. Le sudaba el labio superior-. Ah, sí, Arena, trabajó con nosotros hace tiempo como chófer. Después lo dejó y se puso a trabajar por su cuenta.

Era una novedad para Montalbano. Que le facilitaría enormemente las cosas.

–¿O sea que se conocen?

–Sí, pero…

Y todo lo demás quedó en suspenso. Mongiardino no explicó qué significaba aquel «pero» y el comisario tardó un buen rato en hacer más preguntas.

Después Montalbano se inclinó muy despacio hacia un lado, alargó la mano hacia la papelera, retiró una hoja de periódico que la cubría, sacó la pelota que el abogado le había prestado y la depositó encima de la mesa. Pero siguió sin decir nada.

Mongiardino contempló hechizado la pelota, ahora también le sudaba la frente. Al final decidió preguntar, fingiendo asombro, aunque con muy poca gracia:

–Pero ¿ésta no es…?

–Sí, es la pelota con la cual estaba jugando su sobrina cuando la secuestraron. La hemos encontrado.

–¡Dónde!

No fue una pregunta sino un auténtico grito. Montalbano se lo tomó con calma. ¿Qué coño estaba haciendo Fazio? ¿Se habría quedado dormido? Al final llamaron a la puerta.

–Adelante.

La puerta se abrió de par en par. En el pasillo, perfectamente encuadrados por el marco de la puerta, estaban Alfano y Fazio flanqueando a Giacomo Arena, esposado. Arena, con la camisa y la chaqueta manchadas de sangre y la nariz hinchada y azulada, parecía recién salido de una cámara de tortura. Causaba auténtica impresión. Mongiardino lo miró y palideció de tal manera que el comisario temió que fuera a darle un soponcio.

–¿Puedo seguir con los trámites, dottore? -preguntó Fazio.

–Sigue.

Perfecta elección del momento. Fazio cerró la puerta. Ahora a Mongiardino le temblaban las manos.

–Me estaba usted preguntando dónde hemos encontrado la pelota de su sobrina -prosiguió el comisario-. La hemos encontrado en el garaje de la casa que Arena ha alquilado cerca de Piano Torretta. Si me permite, ya no volveré a utilizar el adjetivo «presunto» antes de la palabra secuestro. Porque el hallazgo de la pelota demuestra inequívocamente que hubo un secuestro. Y, además, los dos testigos, creo haberle hablado de ellos la otra vez, han reconocido a Arena a través de las fotografías que yo mandé hacerle. – Esbozó una torcida sonrisa que atemorizó a Gerlando-. Como es natural, se trata de unas fotografías realizadas antes de que Fazio redujera a Arena al estado que usted acaba de ver.

–Pero… pero… ¿qué tengo yo que ver… con Arena? – Ya se había convertido en un trapo. Su sudor despedía un agrio olor que había disipado la nube de perfume.

–Ahí está el problema. Arena, presionado, digamos, por Fazio, ha mencionado algunos nombres.

–¿Cuá… cuáles?

–Enseguida se lo digo. Balduccio Sinagra júnior, Calogero Infantino y…

–¿Y…?

–Y el tuyo, cachomierda.

El repentino paso del usted al tú fue para Mongiardino como un primer disparo de escopeta que lo dejó herido de muerte mientras que el «cachomierda» representó el tiro de gracia. Pero lo que debió de aterrorizarlo de verdad fue el relámpago de odio que entrevió en los ojos del comisario. Un odio verdadero, auténtico, que no formaba parte de la representación. Comprendió de inmediato que estaba perdido. Ya no tendría ninguna posibilidad de salir de aquella estancia como un hombre libre. Las lágrimas empezaron a brotarle espontáneamente, de tal manera que al principio no se dio cuenta; después, en cambio, rompió en sollozos sin la menor vergüenza ni dignidad.

–Yo… yo no… no quería… Fue Balduccio el que… Ha sido él el que…

–Lo demás me lo contarás en presencia del fiscal -dijo Montalbano. El salto de la zanja le había salido mejor de lo que esperaba. Pero habría preferido martirizar un poco más a aquella verdadera mierda que tenía delante. Levantó el auricular-. Envíame a Fazio.

–¡No, por lo que más quiera, Fazio no! – gritó Mongiardino, levantándose de un salto y pegándose contra la pared-. ¡No! ¡La paliza no! – El miedo lo hacía tambalearse. Y empezó a mearse encima-. ¡No me toques! – aulló desesperado, extendiendo los brazos hacia delante en cuanto vio entrar a Fazio.

–Ni con guantes -dijo el policía.

* * *

Y poco después llegaron los días de las grandes satisfacciones y del gran latazo.

La primera satisfacción la experimentó cuando Fernando Belli, llamado desde Roma, confirmó al fiscal todo lo que pensaba Montalbano, añadiendo que el propio Balduccio júnior había quedado al descubierto con una llamada del tipo: «¿Has visto lo que podría ocurrirle a tu hija?»

La segunda satisfacción la experimentó cuando se vinieron abajo por este orden Giacomo Arena y Calogero Infantino. Confesaron y el comisario los detuvo.

La tercera satisfacción se la deparó el hecho de esposar a Balduccio Sinagra júnior, el cual, para la ocasión, se puso a soltar tacos en americano.

La cuarta satisfacción se la dio la Policía Fiscal cuando decidió echar un vistazo a las empresas de Balduccio júnior.

La quinta satisfacción la obtuvo cuando, durante el registro del garaje de Arena, por detrás de un montón de cubiertas apareció la pelota de Laura, aquella con la cual estaba jugando la niña en el momento del secuestro. Y Montalbano mandó devolver la otra pelota, la que había servido para el salto de la zanja, al abogado Mongiardino. Mandó devolverla porque le faltó valor para ir él mismo y encontrarse cara a cara con el inmenso dolor de aquel pobre viejo. El latazo, en cambio, fue sólo uno y muy grande por cierto: la enorme cantidad de informes que tuvo que redactar y los centenares de firmas que tuvo que estampar en ellos, a pie de página, al margen, al través, arriba, abajo. En determinado momento, se preguntó desesperado si alguna vez le apetecería practicar otros arrestos en el futuro, en vista de tanta burocracia.

Era un viernes por la noche cuando tomó el avión con destino a Génova. Por teléfono jamás habría conseguido darle una explicación a Livia. Lo único que podía hacer era ir a hablar personalmente con ella. O, mejor, personalmente en persona.