–Ah, dottori, dottori, no hay nadie aún, icepto Fazio -dijo Catarella en cuanto lo vio.
–Dile que venga a mi despacho.
–Dottori, el susodicho duerme en el despacho del dottori Augello -le advirtió. En efecto, Fazio se había sumido en un profundo sueño con la cabeza apoyada en los brazos cruzados y apoyados a su vez sobre el escritorio.
–¡Fazio!
–¿Eh? – contestó, levantando la cabeza pero con los ojos todavía cerrados.
–Ya que estás, ¿por qué no te traes la cama de casa?
Fazio se levantó de un salto, avergonzado.
–Perdóneme, dottore, pero es que esta noche he tenido que relevar a Gallo y entonces…
–¿Y por qué tú? ¿No podías decírselo a Galluzzo? ¡Por cierto, hace un par de días que no veo al señor Gallo!
Fazio lo miró, sorprendido.
–Pero cómo, dottore, ¿nadie se lo ha dicho?
–No. ¿Qué es lo que tenían que decirme?
–Que anteanoche murió la madre de Gallo.
–¡Maldita sea! ¡Podríais haber tenido la amabilidad de comunicármelo! ¿Cuándo es el funeral?
Fazio consultó el reloj.
–Dentro de tres horas.
–Corre ahora mismo a la floristería, quiero una corona. Diles que pagaré lo que pidan, pero quiero una corona.
Tres horas después asistió a la misa de difuntos y siguió el cortejo hasta el cementerio. Estaba a punto de retirarse tras haber abrazado a Gallo cuando se le ocurrió una idea. Se acercó a un vigilante.
–¿Podría decirme dónde está enterrado Saverio Ostellino?
–En su tumba -contestó el hombre, el cual, continuando la tradición literaria, era también un ingenioso filósofo.
El comisario, que no estaba para bromas, lo miró de mala manera. Ante aquella mirada, toda la filosofía del vigilante desapareció.
–Tome usted este caminito y sígalo hasta el fondo. Después gire a la izquierda y se encontrará delante de la iglesia que hay en el centro del cementerio. Detrás, casi pegada a ella, está la tumba que busca.
La tumba no era una tumba cualquiera, sino una auténtica capilla aristocrática, una construcción más bien imponente. Arriba había un ancho friso, una especie de rótulo de piedra en el cual figuraba escrito en letras de bronce dorado «Familia Ostellino». Estaba bien cuidada. Montalbano introdujo la cabeza entre los barrotes de hierro forjado de la verja que servía de puerta, pero los gruesos cristales tintados de gris que había detrás le impidieron ver el interior. Dirigió una breve plegaria al cabalista Saverio Ostellino para que desde el más allá le echara una mano y abandonó el cementerio.
Fue a la trattoria San Calogero, pero, para gran consternación del propietario, no consiguió comer nada de nada. Tenía un nudo en la boca del estómago y hasta los efluvios del pescado le resultaban molestos.
Dio un largo paseo por el muelle, pero se notaba débil y cansado. Cansado y humillado por su impotencia, por su incapacidad de detener los planes del hombre que se creía Dios. Comprendía con lucidez que se había visto obligado a ir a remolque de la locura del desconocido. No conseguía hallar algo que le permitiese situarse, si no un paso por delante, por lo menos al lado de su adversario. Sólo podía jugar a la defensiva. Y eso era para él una novedad que lo pillaba totalmente desprevenido.
Y lo peor es que no lograba transformar en rabia la sensación de frustración que experimentaba. La rabia era para él un potente motor.
Acababa de sentarse cuando la puerta golpeó violentamente contra la pared.
–Pirdón, dottori, se me ha escapado.
–¿Qué hay?
–Alguien quiere hablar con usted personalmente en persona. ¡Dice que tiene que tener la prioridad soluta! ¡Dice que es una cosa urgentísimamente urgente!
–¿Te ha dicho su nombre?
–Sí, señor. Algida.
–¿Como la marca de helados?
–Justo como el hilado, dottori.
–¿Y te ha dicho el apellido?
–Sí, señor dottori. Parapettàno.
¡Alcide Maraventano! Si llamaba, el asunto debía de ser muy importante y verdaderamente urgente.
–¿Se lo paso, dottori?
–No; voy yo a la centralita.
Temía que Catarella, con sus complicados manejos en la centralita, desconectara la línea. Tomó el auricular con las manos ya sudadas a causa de la tensión.
–Montalbano al habla. ¿Desde dónde me llama, señor Maraventano?
–Desde mi casa.
–¡¿Tiene teléfono?!
–Eso ni hablar. Ha venido a verme un amigo mío que tiene uno de estos cacharros, ¿cómo se llaman…?
–¿Móviles?
–Sí, y he aprovechado. Quiero decirle que he reflexionado mucho acerca de todo lo que usted me contó y he llegado a una conclusión.
Montalbano oyó desde el otro extremo de la línea un extraño ruido que no tardó en identificar. Maraventano estaba dando una chupada al biberón. Se puso nervioso; el otro se lo estaba tomando con calma.
–¿Me dice su conclusión, por favor?
–Es la siguiente, mi querido amigo: el próximo acontecimiento, cualquiera que sea, no puede ocurrir de ninguna forma como todos los demás a primera hora del lunes, porque…
–… porque el ciclo tiene que terminar obligatoriamente en sábado -concluyó Montalbano. En un santiamén había logrado comprender lo que no había comprendido al leer la Biblia. ¡El lunes, el día que señalaba el comienzo de la Creación, no podía ser el mismo que el del final!
–¡Bravo! – exclamó Maraventano-. Veo que lo ha entendido perfectamente. Recuerde: se trate de lo que se trate, ocurrirá con toda certeza antes de las doce de la noche del sábado, pues el domingo nuestro imbécil tendrá que descansar. Junto con otras muchas personas, me temo. Y ponga atención: el final de la contracción, en la confusión mental de ese individuo, coincidirá necesariamente con su reconversión en una luz cegadora, imposible de contemplar. ¿Me he explicado?
Se había explicado muy bien. Montalbano notó que le subía la temperatura, y no le dio las gracias ni se despidió, se limitó a colgar el teléfono y se puso a dar voces sin darse cuenta.
–¿A qué día estamos, eh? ¿A qué día estamos?
Tenía un calendario grandioso, obsequio de la panadería Foderaro y Vadalà, justo delante de las narices, y ni siquiera conseguía verlo.
–A primero de mes -contestó también a gritos Catarella, contagiado por el pánico que dejaba traslucir la voz del comisario.
O sea que el día siguiente sería el 2 de noviembre, el día dedicado a los difuntos. No se estaban equivocando ni él ni Maraventano. Tuvo esa clara, inmediata y absoluta certeza. ¿Qué decía la plegaria que había oído en la iglesia durante el funeral?
Ah, sí, era el Credo: «… desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos…»
¡Y el 2 de noviembre en el cementerio aquel insensato los tendría a todos a mano, tanto a los vivos como a los muertos! Y lo último que verían los vivos sería la manifestación de la luz absoluta.
«Tal como sucedió en Hiroshima», se le ocurrió pensar.
Y de repente se le pasó la alterada agitación que lo dominaba y sólo le quedó una tensión racional. Finalmente había vislumbrado la manera de tomar la iniciativa, apartando al adversario. Ya no iba a remolque. Le tocaba a él hacer la jugada apropiada.
–Envíame ahora mismo a Augello y Fazio -le dijo a Catarella mientras se dirigía a su despacho.
–¿Qué pasa? – preguntó Mimì entrando precipitadamente, seguido por el otro-. Catarella se ha puesto a gritar, diciendo que tú… -Vio a Montalbano más amarillo que un muerto, se asustó y se calló.
–Oídme bien. Contraorden. Cualquier cosa que tenga que ocurrir ocurrirá mañana sábado y no el lunes.
–¿Cómo te has enterado? – preguntó Augello.
–No me lo ha dicho nadie. Ya había pensado en esa posibilidad y ahora mismo alguien acaba de confirmármelo. Fazio, recuerda que en cuanto terminemos aquí, debes enviar a Gallo a avisar a Mezzano de que su cine tiene que permanecer a nuestra entera disposición desde las veintiuna a las veinticuatro horas de hoy.
Ambos se miraron sorprendidos.
–¿De hoy? – preguntó Augello-. ¡Pero si tú mismo has dicho que esta historia ha de terminar el sábado!
–Mimì, es la única manera que tenemos de cortarle el camino. Por una vez, si mis suposiciones son acertadas, nos adelantaremos a él. Cuanto menos tiempo perdamos, mejor, podéis creerme. Y tiempo nos queda muy poco. Id corriendo con los demás a avisar a las familias. Decidles que se presenten a las nueve en punto. Disponen de cinco horas para prepararse. Si hay algún enfermo, que nos lo digan y enviaremos una ambulancia para trasladarlo. Mimì, tú te sitúas a la entrada del cine con la lista y compruebas los nombres de los que vayan entrando. Si alguien no se presenta, avisa a Fazio, que se encargará de que lo busquen y vayan a recogerlo. ¿De acuerdo?
–De acuerdo -contestaron ambos al unísono.
–Repito: quiero tener la certeza absoluta de que a las nueve y media de esta noche todas las personas interesadas estarán en el interior del local.
–¿Y qué les decimos esta vez? – preguntó Fazio.
–La verdad.
–¿O sea?
–Que si no hacen lo que les decimos, se expondrán a un peligro mortal. Ya verás cómo corren.
–¿Me permites una observación? – preguntó Mimì.
–Pues claro.
–Esta historia del adelanto al sábado es fruto de un razonamiento tuyo. ¿No es así?
–Sí.
–Ahora supón que tu razonamiento es erróneo. La consecuencia será que el loco hará lo que se ha propuesto hacer el lunes que viene, como los lunes anteriores. En tal caso, ¿qué haremos para convencer a la gente de que regrese al cine el lunes?
–Diremos que hemos cambiado la película -contestó Montalbano-. Y que incluso habrá un espectáculo preliminar.
–Usted me coloca en una situación embarazosa -dijo, desplazando una carpeta desde el lado izquierdo al derecho.
–¿Por qué?
–Comisario, yo creo en la historia que usted me ha contado. Se lo digo en serio. Y estoy dispuesto a colaborar con usted. Pero tengo que informar a mis superiores y eso usted no lo quiere, como tampoco quiere informar a los suyos. ¿Es así?
–Sí.
–Pero nosotros somos militares, comisario.
–Comprendo.
Ambos permanecieron en silencio un instante.
–La situación sería absolutamente distinta -añadió Romitelli- si una de mis patrullas, al pasar por delante del cine Mezzano, observara casualmente una concentración de personas. En tal caso, tendría la obligación de intervenir, incluso de pedir refuerzos, para mantener el orden público. ¿Me he explicado?
–Se ha explicado muy bien -dijo Montalbano, levantándose y estrechando la mano del teniente.
Abandonó el cuartel de los carabineros muy aliviado. Había conseguido también del alcalde el envío de una decena de guardias municipales. Él solo con sus hombres no habría podido contener a los centenares de curiosos que saldrían de sus casas en cuanto se divulgara la noticia.
La entrada en el cine de las familias convocadas se produjo a través de un pasillo abierto entre una enorme multitud ruidosa y a duras penas contenida por los carabineros y la guardia urbana. Todo el asunto, ve a saber por qué, había adquirido un tono festivo, de cachondeo recíproco entre los que entraban y los que miraban a los que entraban.
Pero entre los convocados también hubo protestas y murmullos, sobre todo por parte de los más mayores. Un chaval de pelo largo, pendiente y barba se plantó delante del comisario y le dirigió el saludo fascista. Fazio le soltó un fuerte puntapié en el trasero y el mozo desapareció entre la multitud.
Mientras entraba la gente, el cine se iba transformando en algo intermedio entre una guardería infantil y una residencia geriátrica.
Finalmente el comisario pudo subir al estrado seguido de Mimì Augello. Sabía que no estaba para nada en condiciones de hablar en público; se le había puesto la cara tan colorada como un tomate y se notaba la boca tan áspera como cuando se come un limón.
–Soy el comisario Montalbano. Disculpen la molestia, pero lo he hecho en su propio, ¿cómo se dice esa cosa…?
–Interés -apuntó Augello.
–… interés. Hay uno que… Se ha producido una situación… Bueno, le paso la palabra a mi subcomisario el dottor Augello.
Bajó por la escalerilla empapado de sudor. Mimì fue rápido y eficaz, explicó lo que tenía que explicar, tranquilizó a los presentes en el sentido de que nada podría ocurrirles en el interior del cine, vigilado tanto por dentro como por fuera. Anunció que se pasaría lista para mayor seguridad. Subió Fazio con la lista en la mano y se situó a su lado.
Se oyeron risitas y comentarios, la tensión había bajado considerablemente. El pase de lista ya estaba a punto de terminar cuando se produjo un contratiempo.
–Ostellino, Francesco.
–Presente.
–Ostellino, Saverio.
Nadie contestó.
–¿Ostellino, Saverio? – repitió Fazio.
Esa vez tampoco hubo respuesta.
–Yo me llamo Tiziano Ostellino -dijo entonces un septuagenario, levantándose-. Francesco, el que acaba de contestar, y Saverio son mis hijos.
Entretanto, Francesco Ostellino también se había levantado y estaba mirando a su alrededor, en busca de su hermano.
–No lo veo -dijo.
–Estaba conmigo -añadió el padre-. Hemos llegado los tres juntos al cine y cuando terminábamos de entrar, me ha dicho que salía un momento a comprar cigarrillos.
Un violento escalofrío, peor que el de la terciana, sacudió al comisario de la cabeza a los pies. No, la ausencia de Saverio Ostellino no era una casualidad: tuvo la certeza de haber conseguido que su adversario diese el primer paso en falso.
Fue disparado como una flecha en dirección al septuagenario.
–¿Su hijo Saverio vive solo o con usted?
–Solo en la casa que…
–¿Tiene por casualidad las llaves?
–Sí.
–Démelas y dígame también la dirección -exigió. Y mientras el anciano obedecía en silencio, añadió, dirigiéndose a Fazio y Mimì, que se encontraban en el estrado-: Vosotros dos venid conmigo. Que Gallo siga pasando lista.
Abandonaron precipitadamente el cine, ahora fuera ya no había curiosos ni gandules. A pocos pasos de allí vieron el rótulo de un estanco. La tienda tenía la persiana medio bajada. Se agacharon y entraron.
–¡Ya está cerrado! – gritó el propietario al verlos a los tres repentinamente delante.
–¡Policía! ¿Usted conoce a un tal Saverio Ostellino?
–Sí, algunas veces compra aquí los cigarrillos.
–¿Lo ha visto hace cosa de una hora, hora y media?
–No lo he visto desde ayer.
–¿Hay otros estancos aquí cerca?
–Sí, señor, hay otro en el siguiente callejón.
Con las prisas, Mimì Augello no calculó bien la altura de la persiana y se pegó una castaña descomunal. Soltó toda una letanía de reniegos. Cuando llegaron al otro estanco, el dueño estaba cerrando un pequeño escaparate lleno de pipas que había junto a la puerta.
–¿Usted conoce a Saverio Ostellino? – gritó Fazio a su espalda.
El estanquero pegó literalmente un brinco en el aire y se volvió, asustado.
–Pero ¿qué coño de maneras son ésas?
Fazio no tenía tiempo para discutir acerca de cuestiones de urbanidad. Lo sujetó por las solapas de la chaqueta y lo empujó contra el pequeño escaparate.
–Policía. ¿Conoces a Saverio Ostellino, sí o no?
–No -contestó aterrorizado el estanquero.
–¿Cuántos clientes han entrado en la última hora y media?
–Cu… cuatro.
–¿Recuerdas lo que han comprado?
–Espere. Una mujer, una caja de cerillas; el contable Anfuso, dos hojas de papel timbrado; una chica, un sobre y un sello; y mi primo Filippo ha apostado un boleto.
Por consiguiente y hasta que se demostrara lo contrario, Saverio Ostellino no había salido del cine para ir a comprar una cajetilla de cigarrillos, tal como le había dicho a su padre.
–Tenemos que atraparlo cuanto antes -dijo Montalbano.
Echaron a correr hacia el cine, donde el comisario había aparcado su coche. Fazio tenía el corazón en un puño; jamás en su vida había visto a su jefe tan preocupado.