9

Fazio regresó tras haber encerrado a Brucculeri. Su expresión era sombría y Montalbano se dio cuenta.

–¿Qué te ocurre?

Dottore, ¿cuáles son sus intenciones con Brucculeri? Según la ley, esta misma mañana tendría que comparecer ante el juez, ser acusado de intento de homicidio y todo lo demás, y elegir un abogado. Pero por lo poco que lo conozco a usted, me he hecho una idea.

–¿Cuál es?

–Que quiere mantenerlo en la celda de seguridad sin decírselo a nadie.

–¿Cómo sin decírselo a nadie? A estas horas la mujer de Brucculeri ya habrá avisado a quien tenga que avisar. Sólo nos queda esperar.

–Pero ¿qué, dottore?

–El paso que van a dar.

–Mire, dottore, le advierto que en mi casa tampoco necesito mayordomo.

Montalbano sonrió y Fazio decidió rendirse. Cambió de tema.

–Ah, dottore. Anoche cuando usted se fue a cenar, me dediqué a recoger información acerca de la familia Siracusa. – Hizo ademán de abandonar el despacho.

–¿Adónde vas?

–Voy a buscar el papelito donde lo tengo todo anotado.

–Tú ese complejo de registro civil tienes que quitártelo de la cabeza. Quédate aquí y dime lo que recuerdas.

Fazio se resignó, decepcionado.

–Bueno pues. Él se llama Antonio Siracusa, hijo de, me parece…

–Te he dicho que te dejes de filiaciones paternas y maternas y chorradas por el estilo.

–Perdone, pero es que me sale sin querer. En cualquier caso, este Siracusa es un cuarentón de Palermo y lleva dos años en Vigàta porque trabaja como químico en la Montedison. Su mujer, de treinta y cinco años, se llama Enza y, al parecer, es muy guapa. No tienen hijos. Él ha declarado aquí su colección.

–Ah, ¿sí? ¿Y qué colecciona?

–Pistolas y revólveres. Tiene unos cuarenta.

–¡Qué barbaridad! ¿Los has citado?

–No, señor dottore. Se han ido los dos.

–¿Cuándo? ¿Lo sabes?

–Sí, señor. He hablado con la vecina. Los Siracusa viven en un chalet que consta de dos apartamentos. La vecina, que es una sesentona muy charlatana, se llama Bufano y me dijo que ayer por la tarde se fueron a toda prisa en su coche, por lo menos ésa es la impresión que ella tuvo.

–Curioso. El señor o más probablemente la señora Siracusa se enteran por la televisión de que estamos interesados en su sirvienta y, en lugar de presentarse, se largan. Descríbeme exactamente dónde está ese chalet. Después nos iremos a dormir unas cuantas horitas.

A las ocho y media de la mañana, más fresco que una rosa, como si no hubiera dormido más que unas pocas horas, y vestido como un figurín, buscó en la guía el número de la Montedison, lo marcó, se identificó y dijo que deseaba hablar con el director.

–Comisario, soy Franzinetti, dígame.

–¿Usted es el director?

–No, todavía no ha llegado, pero si yo puedo serle útil…

–Perdone, ¿usted quién es?

–El jefe de personal.

–Pues entonces puedo preguntárselo a usted. Necesitaba hablar con el dottor Antonio Siracusa para un trámite, pero me dicen que se ha ido. ¿Está de vacaciones?

–¡No, qué va! Ayer se fue a su casa a comer, pero al poco rato llamó para decirnos que acababan de comunicarle la muerte de un tío suyo por el que sentía un especial cariño. Y por eso permanecerá ausente unos cuantos días.

–¿Sabe cuándo regresará?

–No.

–¿Sabe adónde ha ido?

–Pues no, lo siento.

En resumen, estaba claro que los Siracusa tenían mucho que ocultar, tanto que se habían visto obligados a ausentarse unos cuantos días de Vigàta hasta que se calmara la marejada. No quedaba más remedio que ir a hablar con la vecina.

El chalet estaba construido de tal manera que en la planta baja había dos garajes y dos patios y arriba dos apartamentos con terraza. Teóricamente desde aquellas terrazas se podía ver el mar, pero para eso habría tenido que echarse abajo el enorme edificio de diez plantas que les habían puesto delante, al otro lado de la calle. El pequeño jardín que se veía desde la verja de hierro forjado estaba muy bien cuidado. En el portero electrónico había dos nombres: Siracusa y Bufano. Llamó al último.

–¿Quién es? – preguntó una irritada voz de anciana.

–Soy el doctor Pecorilla.

–¿Y qué quiere?

–En realidad, señora, no quería hablar con usted sino con la señora Enza Siracusa. Pero estoy llamando y no me contesta nadie.

–Se han ido.

–¡Mecachis!

Montalbano intuyó la batalla que se estaba librando en la mente de la señora Bufano, entre la curiosidad y la ocasión de criticar a unas personas por una parte y el temor a abrirle la puerta a un desconocido por otra.

–Espere un momento -dijo la irritada voz.

Se oyó un trajín y después se abrió una cristalera y en la terraza de la derecha apareció una anciana sosteniendo unos prismáticos con los cuales apuntó al comisario. Éste se dejó estudiar, su aspecto era de lo más tranquilizador, hasta los tonos de la corbata eran más bien apagados. La mujer volvió a entrar en el apartamento. Y poco después Montalbano oyó el resorte de la verja que se abría. Recorrió el caminito, cruzó la entrada y se encontró delante de una escalera que conducía a un rellano bastante espacioso. Vio a mano izquierda la puerta cerrada del apartamento de los Siracusa y a mano derecha la de la señora Bufano. Abierta. Montalbano asomó la cabeza al interior.

–¿Permiso?

–Adelante, adelante. Por aquí.

El comisario, guiado por la voz, llegó a un salón cuya ventana estaba abriendo la señora Bufano.

–¿Le apetece tomar algo?

–Gracias, no se moleste.

–¿Por qué buscaba a la señora Siracusa, doctor…?

–Pecorilla. Soy médico de la compañía de seguros Assicurazioni Trinacria. Tenía que visitar a la señora para la suscripción de una póliza y ella me había citado para esta mañana. Y yo he venido a propósito desde Palermo.

–¡Cuánto lo siento! – repuso rebosante de alegría la señora Bufano.

–No es un comportamiento serio -dijo Montalbano con semblante contrariado-. No dice mucho en favor de la seriedad de la señora Siracusa. ¿Usted la conoce?

–¡Vaya si la conozco!

–¿Son ustedes amigas?

–¡Pero qué dice! ¡Buenos días y buenas tardes! Pero yo tengo ojos para ver y orejas para oír. ¿Usted me comprende?

–Perfectamente. Ha dicho usted que se han ido. ¿Sabe cuándo?

–Ayer sobre las dos de la tarde. Cargaron dos maletas enormes en el coche.

–¿O sea que usted no está en condiciones de decirme…?

–Nada de nada. Pero… es sólo una impresión… me pareció que huían de algo.

–Enhorabuena -dijo rufianescamente Montalbano-. Usted debe de ser una aguda observadora.

–¡Vaya! – exclamó la señora Bufano, moviendo la mano derecha en sentido giratorio como para dar a entender que ella conseguía ver todo lo de este mundo y hasta alguna cosa del otro.

–Usted ha dicho que tiene ojos para ver y orejas para oír. ¿Ha visto y oído por casualidad alguna cosa anormal? Verá, es que esto de los seguros…

–Mi querido doctor, voy a ponerle un ejemplo. El mes pasado el marido tuvo que irse a Roma durante una semana, me lo dijo él mismo, que da más confianzas. Pues bien, todas las noches la señora recibió. Dos hombres distintos, una noche uno, otra noche otro.

–Pero ¿usted cómo puede…?

–Yo oía el resorte de la verja, ¿no? Entonces me levantaba de la cama y… Venga usted conmigo.

Lo acompañó a la entrada. Al lado de la puerta había una ventana que daba luz al recibidor. La señora Bufano la entornó.

–Yo venía aquí y veía a la persona que entraba en casa de los Siracusa.

En aquel momento Montalbano pensó que habría sido honrado por su parte llamar a la señora Pimpigallo y darle la razón a propósito del puterío de la señora Enza Siracusa.

Regresaron al salón.

–Y él, el marido, ¿cómo es?

–Peor que ella, cuando se trata de mujeres.

Ahora Montalbano estaba deseando irse, se le había ocurrido una idea descabellada. Se despidió de la señora, le dio las gracias, salió al rellano y contempló lo que le interesaba. Al lado de la puerta de los Siracusa había una ventana idéntica a la de la señora Bufano. Le pareció que no estaba perfectamente cerrada sino tan sólo entornada. Era absolutamente necesario que lo intentara. Bajó la escalera, abrió el portal y simuló cerrarlo de golpe para que la señora oyera el ruido. Después volvió a abrirlo y lo entornó cuidadosamente. Echó a andar por el caminito, abrió la verja y la entornó tal como había hecho con el portal. A primera vista parecía cerrada. Mientras se dirigía al coche vio por el rabillo del ojo cómo la señora Bufano abandonaba la terraza y regresaba al interior del apartamento. Puso en marcha el vehículo, llegó a la siguiente calle, frenó, aparcó, bajó y volvió al chalet. La verja de hierro forjado no chirrió. El portal no emitió el menor ruido. Empezó a subir ágilmente los peldaños de la escalera cuando de repente estalló algo a medio camino entre una bomba y una tronada. Se aterrorizó. Después, poco a poco comprendió que aquel estruendo era música. La señora Bufano estaba escuchando al máximo volumen una canción que decía: «Vamos a segar el trigo, el trigo, el trigo…» ¿Cuánto duraba una canción? ¿Tres minutos? ¿Tres minutos y medio? Subió a toda prisa los peldaños que faltaban, empujó el cristal de la ventana del apartamento de los Siracusa, la ventana se abrió y Montalbano se agarró fuertemente con ambas manos al borde inferior, pegó un salto que habría tenido que ser atlético, pero sus brazos no resistieron y cayó de nuevo al rellano soltando maldiciones. Al tercer intento consiguió colocar el culo sobre el borde inferior, con la parte superior del cuerpo doblada hacia atrás, la cabeza y el tronco en el interior del recibidor, y las piernas todavía fuera, en el rellano. Viró sobre el trasero y consiguió girar sobre sí mismo, pero, mientras lo hacía, los calzoncillos le aprisionaron las pelotas, soportó el dolor y se sentó a horcajadas sobre el borde de la ventana. Lo más difícil ya estaba hecho. Introdujo la otra pierna, se dejó caer y entornó la ventana tal como estaba antes mientras retumbaban las últimas notas de la canción. Inmediatamente después empezó a sonar otra más amortiguada que decía: «Amor, amor, tráeme muchas rosas.»

En cuanto sus pies tocaron el suelo del apartamento de los Siracusa, Montalbano experimentó una especie de sacudida eléctrica que le subió por las piernas, le trepó por la columna vertebral y le llegó al cerebro. Y entonces comprendió que los radiestesistas, cuando captaban una vena de agua a centenares de metros bajo tierra, debían de experimentar la misma sensación. Allí, le decía su cuerpo, estaba la mina de oro, el agua, el tesoro escondido. Caminó como un sonámbulo, echando un breve vistazo a los dos dormitorios, el de los propietarios y el de invitados, a los dos cuartos de baño, la cocina, el comedor, el salón, una especie de vestuario habilitado para el revelado y la impresión de fotografías, y llegó finalmente al lugar a donde lo llevaban las piernas: el estudio, o lo que fuera, del doctor en Química Antonio Siracusa. Mientras recorría las estancias, se había dado cuenta de que el apartamento parecía haber sido desvalijado por unos ladrones, armarios abiertos, vestidos tirados por el suelo, cajones medio abiertos, desorden por doquier. Pero todo aquello era la evidente señal de una huida repentina, lo sabía. En cambio, en el estudio del dottor Siracusa no había nada fuera de su sitio. Un escritorio de gran tamaño, cuatro sillas, una pared de estanterías llenas de botellas, frascos, tarros de polvos de distintos colores. Pegado a una pared, una especie de armario alto y estrecho, limpio y reluciente, cerrado bajo llave. En un rincón había una especie de archivador metálico semiabierto, lleno de fichas. Montalbano se sentó detrás del escritorio; encima había una lámpara de sobremesa, una cámara fotográfica en el interior de su estuche y, a la izquierda, muchos papeles con fórmulas químicas. A la derecha, en cambio, sólo había tres o cuatro hojas. Una petición para la conexión de otra línea telefónica, el resultado clínico de un análisis de sangre, una carta del commendator Papuccio, propietario del chalet, en la cual decía que el arreglo de las goteras del techo no le correspondía a él, y finalmente una instancia. Una instancia que hizo saltar literalmente de la silla a Montalbano. Era el borrador de una solicitud para una visita a un recluso. El recluso era Giuseppe Cusumano y la peticionaria, Rosanna Monaco. Por consiguiente, el que había presentado la petición en nombre de la analfabeta Rosanna y estampado la firma como fiador era el dottor Siracusa.

Pero eso no bastaba para justificar la fuga. Tenía que haber necesariamente algo más. El comisario abrió el cajón de la derecha del escritorio: fórmulas, correspondencia con la Montedison, el permiso de la Jefatura Superior de Policía de Palermo para la tenencia de armas en casa en calidad de coleccionista, otra hoja igual pero con el membrete de la Jefatura Superior de Policía de Montelusa, la lista de las armas que obraban en su poder y que el comisario dejó aparte encima de una mesita. En cambio, el cajón de la izquierda estaba cerrado. El comisario lo abrió con la ayuda de un abrecartas. Lo primero que vio fue una llave. La cogió, se levantó y se acercó al armario: la llave giró, era la de allí, pero Montalbano no abrió las hojas, regresó al escritorio. En el cajón había dos sobres de gran tamaño de papel tela, uno lleno hasta reventar y el otro con muy poca cosa dentro, hasta el punto de que parecía vacío. Abrió el primero, lo invirtió, y toda la superficie del escritorio se llenó literalmente de fotografías. Todas en color. Todas del mismo formato. Todas sobre el mismo tema: mujeres desnudas. Desde los quince a los cincuenta años, tumbadas de distintas maneras sobre la misma cama deshecha. El dottor Siracusa no sólo coleccionaba armas. Evidentemente tenía por costumbre inmortalizar post coitum a sus aventuras. Y después las revelaba e imprimía en su laboratorio privado. A escondidas, sin miradas indiscretas. Llevando consigo una foto, el comisario se dirigió al dormitorio matrimonial: la cama era la misma de las imágenes. Una pareja muy abierta la de los Siracusa. Probablemente, mientras el dottore utilizaba el lecho conyugal, su señora ocupaba el de la habitación de invitados. Regresó al estudio, volvió a guardar las fotografías en el primer sobre, tomó el otro y lo vació. Contenía tres fotografías sobre el mismo tema: una mujer desnuda primero boca arriba, después boca abajo y finalmente con las piernas separadas. La mujer era una chica que el comisario conocía: Rosanna. Pero una relación entre amo y criada tampoco justificaba la huida. La cuestión debía de ser mucho más complicada. El comisario se guardó en el bolsillo la fotografía de Rosanna boca arriba y guardó las demás en el sobre y el sobre en el cajón. Tomó la lista de las armas y abrió el armario. El mueble construido a medida estaba interiormente forrado por entero de terciopelo azul claro. Sólo pistolas y revólveres de todo tipo, tamaños y épocas. Nada de carabinas. Nada de fusiles. Las armas estaban dispuestas en cuatro hileras de diez, tres en la parte interior de la hoja izquierda, cuatro en la pared del fondo, otras tres en la parte interior de la hoja derecha. Cada una estaba colgada con tres clavos de cabeza de plástico dorado. Una auténtica exposición. Eran cuarenta y cuarenta se habían declarado. No faltaba ni una. En el armario quedaba espacio para otras cuarenta armas cortas. En la parte inferior había un cajón que el comisario abrió. No había municiones de ningún tipo, sólo pistoleras, escobillas, aceites especiales. Cerró el armario, y estaba a punto de ordenar el escritorio cuando algo le produjo una sensación de malestar, algo que guardaba relación con el armario de las armas. Volvió a abrirlo y también el cajón. Y entonces se dio cuenta de que entre el plano de la base del armario y el cajón había una distancia excesiva, por lo menos de unos veinte centímetros. Allí debía de haber con toda seguridad un cajón secreto. Pero ¿dónde estaba escondido el sistema para abrirlo? A través de la persiana se filtraba suficiente luz. Cogió una silla, se sentó delante del armario y se encendió un cigarrillo. De tanto mirar, los ojos empezaron a cerrársele. ¿Y si se tratara simplemente de un error de construcción? No, imposible. Y de pronto comprendió que había resuelto el enigma. Cada arma era mantenida en posición horizontal gracias a tres clavos, ¿por qué la última de la pared del fondo tenía en cambio cuatro? Se levantó, y con el dedo índice apretó las tres primeras cabezas doradas. No ocurrió nada. Al apretar la cuarta se oyó una especie de «clic» y luego salió disparado hacia delante un cajón plano oculto entre la superficie del fondo y la parte superior del cajón, justo donde Montalbano había intuido. Terminó de abrirlo. En su interior había una pistola y un revólver sujetos con el sistema de los clavos para que no se movieran cuando se abría o cerraba el cajón. Al lado de las dos armas había tres clavos colocados como si tuvieran que sujetar otra, que, sin embargo, no estaba allí. Quedaba la huella sobre el terciopelo. Montalbano cogió la pistola americana de aspecto letal. Pero sólo el aspecto, porque enseguida se dio cuenta de que la habían convertido en inservible; el muelle del percutor se había aflojado. El mismo trabajito que le habían hecho al revólver de Rosanna. Y, además, la pistola también tenía el número de serie limado. Volvió a colocarla en su sitio. Había también tres cajas de cartuchos. Una de ellas estaba abierta y faltaban tres.

Lo dejó todo en orden. Se dirigió al recibidor. La señora Bufano le estaba atronando la cabeza con «Mira, mira cómo me balanceo con el twist». Había un taburete providencial, lo colocó bajo la ventana, abrió, subió, saltó, volvió a cerrar, bajó y salió. ¡Olé! He aquí el comisario Salvo Montalbano: para los amigos, el acróbata.

Lo primero que le dijo el encargado de la centralita fue que desde primera hora de la mañana, el honorable Torrisi no había parado de llamar. Necesitaba urgentemente, es más, urgentísimamente, hablar con él.

–Cuando vuelva a llamar, pásamelo.

Fazio se presentó inmediatamente después.

–¿Cómo ha ido con Rosanna?

–Bien, dottore. Ella y mi mujer parece que se llevan bien. Pero me ha preguntado por lo menos cuatro veces cuándo vamos a arrestar a Pino Cusumano. Está obsesionada, se muere de ganas de verlo en la cárcel. Qué extraño, ¿verdad, dottore?

–¿Qué tiene de extraño?

–Pero ¿cómo, dottore? Esta chica primero está dispuesta a matar a alguien sólo para complacer a su enamorado y al cabo de pocos días quiere verlo pudrirse en la cárcel.

–Se siente traicionada, nos ha dicho que Cusumano la libraría de las trampas y, en cambio, la dejó metida en ellas.

–En fin. ¿Sabe una cosa? A mí más bien me hace recordar lo de aquella ópera.

–¿La donna è mobile qual piuma al vento, la mujer es tan variable como una pluma al viento?

–Ésa, dottore.

Sin decir nada, Montalbano se introdujo una mano en el bolsillo, sacó la fotografía de Rosanna desnuda boca arriba y se la tendió a Fazio. El cual la cogió, la miró y la arrojó sobre la mesa cual si fuera veneno.

–¡Madre santa! – Se sentó, estupefacto-. ¿Cómo la ha conseguido, dottore?

–La he cogido. Había otras dos, he elegido ésta porque es la más presentable.

–¿Y dónde la ha cogido?

–He registrado la casa del dottor Siracusa.

–¿Y cómo ha hecho para entrar?

–A través de una ventana.

–¿Como un ladrón, dottore?

–Como un ladrón, Fazio.

–Pues entonces se equivoca; registrar no es el verbo adecuado. – Se enjugó el sudor de la frente con un enorme pañuelo a cuadros-. Dottore, yo se lo digo con toda sinceridad, cualquier día de éstos acaba en la cárcel. Y hasta puede que sea yo el que tenga que colocarle las esposas. Usted ha corrido un grave peligro, ¿lo sabe?

–Lo sé, pero merecía la pena.

Fazio, como policía nato que era, plantó las orejas.

–Cuénteme.

Y el comisario se lo contó todo.

–¿Qué piensas? – le preguntó al final.

Dottore, primero una pregunta. ¿Por qué Siracusa guardaba escondidas armas prohibidas?

–Forma parte de la mentalidad de ciertos coleccionistas. Mira, esas armas seguramente habían pertenecido al mundo del hampa e incluso puede que hubieran servido para cometer algún homicidio. Él debió de comprarlas muy caras. Y cada vez que abría el cajón secreto experimentaba como una especie de estremecimiento de placer. Bueno, ¿qué piensas de estas novedades?

Dottore, ¿qué quiere usted que piense? Siracusa se derrite delante de una mujer, pierde la cabeza por Rosanna. Presume de armas, es posible que se las muestre y le explique cómo funcionan. Rosanna se acuesta con él, pero empieza a exigir cosas. Por ejemplo, que Siracusa redacte la petición para que ella pueda visitar a Cusumano en la cárcel. Y él lo hace. Y ella hasta le pide el revólver.

–No. El revólver no se lo pediría. Se apoderó de él y ya no volvió a aparecer por la casa de los Siracusa. Cuando se divulgó nuestro anuncio a través de Retelibera, Siracusa fue a echar un vistazo, vio que faltaba uno de sus revólveres, comprendió, no hacía falta ser muy listo, que Rosanna se lo había birlado, y se fue, presa del pánico.

–Después Rosanna fue a visitar a Pino y le dijo que estaba en posesión de un arma. Pero ¿por qué nos contó que el revólver se lo había dado el mismo hombre que le entregaba las notas?

Montalbano estaba a punto de contestar cuando sonó el teléfono.

–Le paso al honorable Torrisi -anunció el encargado de la centralita.

Antes de contestar, el comisario le dijo a Fazio:

–Es el honorable Torrisi. ¿Qué te decía yo? El que tenía que enterarse de la detención de Brucculeri ya se ha enterado y ahora trata de ponerle un buen remiendo. Se dan perfecta cuenta de que Cusumano ha cometido una equivocación descomunal.

»Montalbano al habla -dijo, levantando el auricular.

–¡Mi queridísimo comisario! ¡Estoy verdaderamente encantado de poder hablar de nuevo con usted, puede creerme!

–Dígame, honorable.

–Acabo de llegar de Roma y estoy en el aeropuerto. Dentro de una hora y media como máximo estaré en Vigàta. ¿Demasiado tarde para ir a almorzar juntos?

–La verdad es que ya tengo un compromiso.

–¿Lo dejamos entonces para la cena?

–Lo siento, pero llega un amigo mío. – Ni siquiera después de un mes de ayuno en una isla desierta habría compartido un trozo de pan con aquel hombre.

–¿Pues entonces voy a verlo sobre las cinco de la tarde?

–Si quiere, voy yo a verlo a usted a su estudio.

Se hizo el silencio. El comisario comprendió lo que estaba pasando por la cabeza del otro: Torrisi se lo estaba jugando a pares y nones. Por su dignidad de honorable diputado, era más correcto que Montalbano fuera a visitarlo a él. Pero ¿qué habría pensado la gente? Si en cambio se dirigiera él a la comisaría, podría decir que había querido informarse acerca de la situación del orden público. Montalbano se lo estaba pasando en grande al pensar en la apurada situación del honorable. Decidió rematar la faena.

–Por otra parte, se trata de una charla amistosa, ¿no?

El otro dudó todavía un instante y después terminó diciendo:

–Le agradezco su exquisita amabilidad, comisario. Pero me es más cómodo ir a verlo a usted.

–De acuerdo, honorable, como usted quiera. Hasta luego. – Y colgó.

–Hay unos papeles para firmar -dijo Fazio.

–Pues fírmalos, ¿quién te lo impide?

–¡Pero, dottore, es usted quien tiene que firmarlos!

–Ah, ¿sí? Pues entonces quiero que sepas una cosa. De esa manera estaremos de acuerdo. Debes decírmelo por lo menos con veinticuatro horas de antelación.

–¿Qué debo decirle, dottore?

–Que hay papeles para firmar. Tardo mucho en acostumbrarme, ¿comprendes? Si me lo dices todo de golpe, es un trauma.