En efecto, en cualquier despacho oficial que se respete, la predicción (o la previsión, si se prefiere) del futuro más o menos próximo de todos los integrantes de ese despacho -y de los despachos limítrofes- es un ejercicio cotidiano, trivial y obvio; no es preciso, por ejemplo, examinar las vísceras de un animal descuartizado o estudiar la dirección del vuelo de los estorninos, tal como hacían los antiguos. Y tampoco hay ninguna necesidad de recurrir a la lectura de los posos de café, tal como se suele hacer en los tiempos más modernos. Y eso que en tales despachos se bebe un montón de café todos los días. No; para una predicción (o previsión, si se prefiere) basta menos de media palabra, un atisbo de mirada, un susurro con la boca cerrada, un principio de enarcamiento de una ceja. Y estas predicciones (o previsiones, etc.) no se refieren tan sólo a las cuestiones de las carreras de los burócratas, los traslados, los ascensos, las llamadas, las notas de mérito y demérito, sino que a menudo y de buen grado afectan a la vida privada.
–Dentro de una semana como máximo la mujer del compañero Falcuccio le pondrá los cuernos con el perito Stracuzzi -le dice en voz baja el contable Piscopo al aparejador Dalli Cardillo, mirando al incauto compañero Falcuccio mientras éste se dirige al retrete.
–¿De veras? – contesta un tanto sorprendido el aparejador.
–La mano sobre el fuego.
–¿Y cómo puedes saberlo?
–Pero, hombre, por Dios -dice el contable Piscopo con una media sonrisa en los labios mientras inclina la cabeza hacia un hombro y se pone la mano derecha sobre el corazón.
–Pero ¿tú has visto alguna vez a la señora Falcuccio?
–No, nunca. ¿Por qué me haces esa pregunta?
–Porque yo la conozco.
–¿Y qué?
–Verás, mi querido contable, es gorda, peluda y medio enana.
–¿Y eso qué quiere decir? ¿Acaso las mujeres gordas, peludas y medio enanas no tienen también esa cosa entre las piernas?
Y lo bueno es que, a los siete días de esa conversación, la señora Falcuccio retoza de placer («¡Virgen santa! ¡Muerta estoy!») en el amplio lecho de viudo del perito Stracuzzi.
Y si eso ocurre en cualquier despacho normal, huelga imaginar el altísimo porcentaje de acierto que tienen las predicciones (o previsiones, etc.) en las comisarías y jefaturas de policía, donde todo el personal, sin distinción jerárquica, está especialmente entrenado y preparado para captar el más mínimo indicio, el más ligero cambio de viento, y extraer las debidas consecuencias.
La noticia del ascenso no pilló desprevenido a Montalbano; era un acto obligado: tal como se decía en aquellos despachos, él ya había cumplido con creces su período de aprendizaje como subcomisario en Mascalippa, un remoto pueblecito de los montes Erei, a las órdenes del comisario Libero Sanfilippo. Pero la cuestión que preocupaba a Montalbano era el lugar a donde sería trasladado, el llamado «destino». Una palabra, por cierto, que tiene también otro significado en su acepción de hado. Porque ascenso significaba también traslado. Y, por consiguiente, cambio de casa, de costumbres, de amistades: todo un destino por descubrir. Francamente, de Mascalippa y alrededores él ya estaba hasta la coronilla, no así de los habitantes, que no eran ni mejores ni peores que otros, con su correspondiente porcentaje de delincuentes, personas honradas, estúpidas e inteligentes; no, la verdad es que ya no aguantaba aquel paisaje. Pero que conste, si había una Sicilia cuya contemplación constituía para él un placer, era precisamente aquella Sicilia hecha de tierra quemada y requemada, amarilla y parda, donde un retazo de obstinado verdor destacaba disparado como un cañonazo, donde los dados blancos de las casuchas en inestable equilibrio sobre las colinas daban la impresión de poder resbalar hacia abajo a la menor ráfaga de viento un poco más fuerte, donde en las primeras horas de la tarde, hasta a las serpientes y lagartijas les faltaba el ánimo para ir a esconderse en el interior de una mata de sorgo u ocultarse debajo de una piedra, inertemente resignadas a su destino, cualquiera que fuese. Y por encima de todo le gustaba contemplar los lechos de lo que antaño fueran ríos y torrentes, por lo menos así insistían en llamarlos las señalizaciones de las carreteras, Ipsas, Salsetto, Kokalos, mientras que ahora no eran más que una hilera de blancas piedras calcinadas, ladrillos cubiertos de polvo. Contemplar el paisaje le gustaba, por supuesto, pero vivir allí dentro, vivir un día tras otro, era como para volverse loco. Porque él era un hombre de mar. En Mascalippa, algunos días al amanecer, cuando abría la ventana y respiraba hondo, en lugar de llenarse los pulmones, los sentía vacíos, le faltaba el aire como después de una prolongada inmersión. Seguro que el aire de las primeras horas de la mañana en Mascalippa era bueno y especial, sabía a hierba y paja, sabía a campiña abierta, pero para él no bastaba, es más, corría el riesgo de asfixiarse. Necesitaba el aire del mar, necesitaba disfrutar del perfume de las algas, necesitaba pasarse la lengua por los labios y notarlos un poco salados. Necesitaba dar largos paseos de buena mañana por la orilla mientras las olas de la resaca le acariciaban los pies. Un destino en un pueblo de montaña como Mascalippa sería peor que una condena a diez años de prisión.
Aquella misma mañana en la que alguien que no tenía nada que ver con jefaturas de policía ni comisarías pero que era un funcionario del Estado (es decir, el director de la oficina de correos local) le había vaticinado el traslado, Montalbano fue convocado por su jefe, el comisario Libero Sanfilippo. Éste era un auténtico policía, de esos que se daban cuenta a la primera de si la persona que tenían delante decía la verdad o estaba soltando trolas. Y ya por aquel entonces, en 1985, pertenecía a una raza en vías de extinción. Como los médicos que antiguamente poseían el llamado «ojo clínico» y diagnosticaban la enfermedad del paciente con sólo mirarlo, y que hoy, en cambio, si antes no pasan por sus manos decenas y decenas de análisis realizados con aparatos pertenecientes a la vanguardia tecnológica, no consiguen comprender una mierda, aunque sólo se trate de una simple y tradicional gripe. Años después, cada vez que Montalbano recorría mentalmente los primeros tiempos de su carrera, colocaba en primer lugar a Libero Sanfilippo, que, como el que no quiere la cosa y como si no tuviera la menor intención de enseñarle nada, le había enseñado, en cambio, un montón de cosas. En primer lugar, cómo alcanzar el equilibrio interior en presencia de un hecho grave y estremecedor.
–Si te dejas llevar por cualquier reacción, turbación, horror, indignación, compasión, estás completamente jodido -le repetía siempre.
Pero Montalbano no supo seguir esa enseñanza más que parcialmente, pues algunas veces se sentía dominado, a pesar de su resistencia, por los sentimientos y las emociones.
En segundo lugar, le había explicado cómo se cultivaba aquel ojo clínico que tanto envidiaba su subcomisario. Pero de esa segunda enseñanza Montalbano también asimiló tan sólo lo poco que pudo: estaba claro que aquella clase de mirada de rayos X como la de Superman era en buena parte un don de la naturaleza.
El lado negativo del comisario Sanfilippo -por lo menos a los ojos de su subcomisario, ex participante del Mayo francés- era su total y ciega devoción a cualquier Orden merecedor de una «O» mayúscula. El Orden constituido. El Orden público. El Orden social. En sus primeros tiempos en Mascalippa, Montalbano se preguntaba con asombro cómo era posible que un caballero bastante culto pudiese tener una confianza tan férrea en un concepto abstracto que, en cuanto te veías obligado a trasladarlo a la realidad, asumía la desagradable forma de una porra y unas esposas. La respuesta la obtuvo un día en que cayó casualmente en sus manos el carnet de identidad de su jefe. Su nombre completo era Libero Pensiero, es decir, Libre Pensamiento, Sanfilippo. ¡Virgen santísima! ¡Pero si Libre Pensamiento, Voluntad, Libertad, Palingenesia, Vindicación eran los nombres típicos que los anarquistas de antaño imponían a sus hijos! Seguramente el padre del comisario era anarquista, y el hijo, para llevarle la contraria, no sólo se había hecho policía sino que, además, había adquirido la manía del Orden en un último intento de anular la herencia genética paterna.
–Buenos días, dottore.
–Buenos días. Cierre la puerta y tome asiento. Fume tranquilamente, si quiere. Pero cuidado con la ceniza.
Pues sí. Porque aparte del Orden con mayúscula, Sanfilippo también era amante del orden en minúscula. Si caía un poco de ceniza fuera del cenicero, él se removía en su sillón, le cambiaba la expresión de la cara, sufría.
–¿Qué tal va el caso Amoruso-Lonardo? ¿Progresa? – preguntó de entrada.
Montalbano se sorprendió. ¿Qué caso? Filippo Amoruso, jubilado de setenta y tantos años, había desplazado ligeramente la linde de su huerto mientras la reconstruía, comiéndose unos diez centímetros escasos del colindante huerto de Pasquale Lonardo, un jubilado de ochenta y tantos años. El cual, al reparar en el hecho, reveló en presencia de terceros haberse unido carnalmente varias veces con la difunta madre de Amoruso, conocida de forma universal como una grandísima puta. A lo cual Amoruso, sin decir ni una sola palabra, clavó en la tripa de Lonardo diez centímetros de navaja, sin calcular, sin embargo, que en aquel preciso instante Lonardo sostenía en la mano un azadón, con el cual, antes de desplomarse, le partió la cabeza. Ahora ambos se encontraban en el hospital, denunciados por reyerta e intento de homicidio. La pregunta del comisario, en su total inutilidad, sólo significaba una cosa: que Sanfilippo se estaba yendo por las ramas antes de afrontar la conversación que se proponía mantener con él.
–Progresa -contestó.
–Bien, bien.
Se hizo el silencio. Montalbano desplazó la nalga izquierda unos cuantos centímetros hacia delante y cruzó las piernas. No se encontraba a gusto. Se respiraba en el aire algo que lo ponía nervioso. Entretanto, Sanfilippo se había sacado un pañuelo del bolsillo de los pantalones y lo estaba pasando por la superficie del escritorio para darle todavía más brillo.
–Ayer por la tarde, tal como usted sabrá, estuve en Enna. El señor jefe superior quería hablar conmigo -anunció de repente.
Montalbano descruzó las piernas y no dijo nada.
–Me comunicó mi ascenso a subjefe superior y el traslado a Palermo.
Montalbano se notó la boca ardiente.
–Mi enhorabuena -consiguió articular.
¿Y lo había llamado sólo para contarle una cosa que sabían desde hacía un mes hasta los perros y los cerdos? El comisario se quitó las gafas, examinó los cristales a contraluz y volvió a ponérselas.
–Gracias. Me dijo que dentro de dos meses como mucho usted también será ascendido. ¿Había oído algo al respecto?
–Fí -exhaló Montalbano. – No había podido pronunciar la «S», parecía que se le hubiera endurecido la lengua, estaba enteramente en tensión, a punto de dispararse como la cuerda de un arco.
–El señor jefe superior me preguntó si yo creía que era una buena idea que usted ocupara mi lugar.
–¡¿Aquí?!
–Pues claro. Aquí en Mascalippa. ¿Dónde si no?
–Mamamama…
Y no se supo si llamaba a su mamá o a María Santísima, o si se había quedado atascado en la sílaba «ma». ¡Se lo esperaba! ¡Desde que había entrado en el despacho del comisario se esperaba la mala noticia! Y ésta había llegado con toda puntualidad. En un abrir y cerrar de ojos vio pasar por su mente el paisaje de Mascalippa y alrededores. Que era espléndido, sin duda, pero que a él no le hacía ni fu ni fa. Y vio por añadidura cuatro vacas que pastaban una raquítica hierba. Experimentó un escalofrío como si estuviera sufriendo un ataque de malaria.
–Yo le contesté que no estaba de acuerdo -dijo Sanfilippo, mirándolo con una sonrisita en los labios.
Pero ¿es que aquel grandísimo cabrón de su jefe quería que le diera un patatús, un infarto? ¿Quería verlo desplomarse entre jadeos de la silla? A pesar de estar a punto de tener una crisis nerviosa, el instinto polémico de Montalbano salió triunfante.
–¿Querría explicarme por qué razón, según usted, no es una buena idea que yo sirva como comisario en Mascalippa?
–Porque usted es absolutamente incompatible con el ambiente. – Hizo una pausa, y la sonrisita se le ensanchó-. Mejor dicho: es el ambiente el que no es compatible con usted.
¡Qué gran policía era Sanfilippo!
–¿Cuándo se dio cuenta? Yo no he hecho nada para…
–Sí, usted hacía, ¡vaya si hacía! No hablaba, no decía nada, eso no. ¡Pero lo que se dice hacer, hacía! A los quince días de su llegada aquí ya lo advertí.
–¿Pero qué hice, Dios bendito?
–Le pondré sólo un ejemplo. ¿Recuerda la vez que fuimos a interrogar a los campesinos de Montestellario y aceptamos la invitación a comer con una familia de pastores de ovejas?
–Sí -contestó Montalbano, apretando los dientes.
–Colocaron la mesa al aire libre. Era un día espléndido, las cumbres de las montañas aún estaban nevadas. ¿Lo recuerda?
–Sí.
–Usted permaneció con la cabeza inclinada, no quería contemplar el paisaje. Le pusieron delante un requesón fresco. Y usted murmuró que no tenía apetito. Entonces el padre de familia dijo que aquel día se veía el lago y señaló un punto hacia abajo. Yo miré. Una joya que brillaba bajo el sol. Lo invité a admirar aquella maravilla. Usted obedeció, pero enseguida cerró los ojos y palideció. No probó la comida. Y aquella otra vez que…
–Ya basta, se lo ruego.
El comisario lo estaba pasando muy bien jugando con él al gato y el ratón. Tanto que ni siquiera le había dicho nada acerca de cómo había terminado su reunión con el jefe superior. Todavía trastornado por el recuerdo de aquella jornada de pesadilla en Montestellario, empezó a sospechar que Sanfilippo aún no había conseguido armarse de valor para decirle la verdad. O sea, que el jefe superior había insistido en su idea: Montalbano serviría como comisario en Mascalippa.
–¿Y el señor jefe superior…? – se atrevió a preguntar.
–Y el señor jefe superior ¿qué?
–¿Qué contestó a su observación?
–Que lo pensaría. Pero si quiere saber mi opinión…
–¡Pues claro que quiero saberla!
–A mi juicio, está convencido. Dejará que lo trasladen a la plaza que decidan nuestros jefes.
¿Cuál sería la inapelable decisión de los Jefes, los Númenes Supremos, las Divinidades, que, como todas las divinidades que se precien, tenían su sede en Roma? Esa apremiante pregunta no le permitió saborear como se merecía el lechón que Santino el de la trattoria le había anunciado gloriosamente la víspera.
–Hoy usted no me ha dado ninguna satisfacción -dijo un tanto ofendido Santino, que lo había visto comer con desgana.
Montalbano extendió los brazos en gesto de resignación.
–Perdóname, Santi, pero es que no me encuentro bien.
Salió de la trattoria y de repente se sintió perdido, vagando en la nada. Al entrar para comer lucía el sol, y una hora larga después había caído una espesa y oscura niebla. Mascalippa era así.
Regresó a su casa con el corazón en un puño, esquivando en el último segundo choques frontales con otras sombras humanas. Oscuro el día y oscuro su interior. Y mientras caminaba, tomó una decisión que él sabía firme e indiscutible: si por casualidad lo destinaban a un pueblo como Mascalippa, presentaría su dimisión. Y se pondría a trabajar como abogado o auxiliar de abogado o vigilante de un bufete de abogado, con tal de que fuera en un lugar de la costa.
Había alquilado un pequeño apartamento de dos habitaciones, cuarto de baño y cocina justo en el centro del pueblo, para que, al asomarse a la ventana, no pudiera ver colinas y montañitas. No había calefacción y, a pesar de las cuatro estufas eléctricas constantemente encendidas, algunas noches de invierno lo mejor que podía hacer era irse a la cama y, malhumorado, dejar fuera de los cobertores un solo brazo para sujetar un libro. Leer y reflexionar acerca de lo leído siempre le había gustado y por eso las dos habitaciones estaban llenas a rebosar de libros. Era capaz de empezar uno una noche y terminarlo al amanecer sin interrupción. Y por suerte no había peligro de que fueran a llamarlo de noche por algún delito de sangre. Ve a saber por qué, las matanzas, los tiroteos, las peleas violentas, sólo se producían de día. Y no era prácticamente necesario llevar a cabo investigaciones, eran todos delitos sin ningún misterio: Fulano había disparado contra Mengano por una cuestión de intereses, y había confesado; Caio había acuchillado a Martino por un asunto de cuernos y había confesado. Si quería hacer trabajar el caletre, Montalbano se veía obligado a resolver los jeroglíficos de la Settimana Enigmistica; en cualquier caso, sus años en Mascalippa al lado de alguien como Sanfilippo no habían sido una pérdida de tiempo, muy al contrario.
Aquel día, sin embargo, la perspectiva de pasarse la noche leyendo en la cama o viendo alguna tontería televisiva no le pareció soportable. Seguramente a aquella hora Mery ya habría vuelto a su casa desde la escuela donde enseñaba Latín. Se habían conocido en la universidad en los años de las protestas y tenían la misma edad; en realidad, ella tenía cuatro meses menos. Congeniaron enseguida nada más verse y no tardaron en pasar de la simpatía a una especie de amistad amorosa absolutamente libre: cuando sentían deseo el uno del otro, se llamaban y se reunían. Después se perdieron de vista. A mediados de los años setenta Montalbano se enteró de que Mery se había casado y de que el matrimonio había durado menos de un año. Se la encontró por casualidad en Catania, en la via Etnea, durante su primera semana de servicio en Mascalippa. Desesperado, se había puesto al volante, y al cabo de una hora llegaba a Catania con la idea de ver una película de estreno: las que daban en Mascalippa se remontaban por lo menos a tres años atrás. Y dentro del cine, mientras hacía cola para sacar la entrada, oyó que alguien lo llamaba. Era ella, Mery, que estaba abandonando la sala. Si antes era una guapa y exuberante muchacha, la madurez y la experiencia la habían convertido en una belleza serena, casi secreta. Resultó que, al final, Montalbano no vio la película y se fue a casa de Mery, que vivía sola y no tenía la menor intención de volver a casarse. Su única experiencia matrimonial le había bastado y sobrado. Montalbano pasó la noche con ella y a las seis de la mañana siguiente tomó el camino de Mascalippa. A partir de entonces se convirtió en una costumbre; por lo menos dos veces por semana Montalbano se desplazaba a Catania.
–Hola, Mery. Soy Montalbano.
–Hola. ¿Sabes una cosa?
–No.
–Estaba a punto de llamarte yo.
Él se desanimó: quizá Mery quería decirle que aquella noche estaba ocupada y no podrían verse.
–¿Por qué?
–Quería preguntarte si podías venir un poco antes que de costumbre, de esa manera podremos cenar juntos. Ayer un compañero me llevó a un restaurante que…
–A las siete y media estaré en tu casa, ¿te parece bien? – la cortó casi cantando de alegría.
–¡Felicidades! ¡Felicidades!
Debía de ser el cumpleaños de Mery. Y él se había olvidado por completo. ¡Qué maleducado era! ¡Qué cabeza de chorlito! Pero no había nada que hacer: no conseguía recordar ninguna fecha.
–Pepepe… perdóname… no recordaba que hoy era… era tu… -dijo, muerto de vergüenza, mientras le tomaba la mano.
–¿Mi qué? – preguntó divertida Mery con los ojos brillantes.
–¿No es tu cumpleaños?
–¿El mío? ¡Hoy es tu cumpleaños! – exclamó, estallando en una carcajada sin poder contenerse.
Montalbano la miró perplejo. ¡Era verdad!
Al regresar a casa, Mery abrió el armario y sacó un paquete envuelto a la manera que los comerciantes llaman «de regalo» y que es un desbordamiento de cintas de colores y lazos de muy mal gusto.
–Con mis mejores deseos.
Montalbano lo desenvolvió. El regalo de Mery era un grueso jersey de montaña, muy elegante.
–Te será útil para tus inviernos en Mascalippa. – Nada más pronunciar la frase, se dio cuenta de que Salvo ponía una cara muy rara-. ¿Qué ocurre?
Y él le contó lo del ascenso y la entrevista con el comisario.
–… y, por consiguiente, no sé adónde me trasladarán -concluyó.
Mery permaneció en silencio. Después consultó el reloj, eran las diez y media, y se levantó de un salto del sillón.
–Perdona, tengo que hacer una llamada.
Se dirigió al dormitorio y cerró la puerta para que él no la oyera. Montalbano experimentó una leve punzada de celos. Pero, por otra parte, no podía pretender que Mery no tuviese un romance con otro hombre. Al poco rato oyó que ella lo llamaba. Cuando entró en el dormitorio, Mery ya estaba acostada y lo esperaba.
Más tarde, mientras permanecían abrazados, Mery le dijo al oído:
–He llamado a tío Giovanni.
Montalbano la miró perplejo.
–¿Quién es?
–El hermano menor de mamá. Me adora. Ocupa un cargo importante en el ministerio del que tú dependes. Le he pedido que buscara información acerca de tu destino. ¿He hecho mal?…
–No -contestó Montalbano besándola.
Mery lo llamó al despacho a las seis de la tarde del día siguiente.
Dijo sólo una palabra.
–Vigàta.
Y colgó.