5

El señor Michelangelo Carmona, a quien su mujer llamaba Mico, no sólo había trabajado en Vigàta como aparejador municipal sino que, además, era un sujeto meticuloso hasta el punto de resultar maniático. Mientras la señora Carmona salía a dar un paseo con Linda, el aparejador empezó a despejar la mesa, retirando todo lo que había encima de ella menos la bandeja con el parfè de almendras, que Montalbano consiguió hábilmente mantener al alcance de la mano. Cuando terminó, el hombre abandonó la estancia y regresó al poco rato arrastrando una enorme maleta. Con la ayuda del comisario, la subió a la mesa, la abrió y empezó a sacar una serie de mapas topográficos, extractos catastrales, declaraciones juradas, escrituras de venta, requerimientos notariales, recibos de la oficina del registro de la propiedad y otros documentos que no tardaron en cubrir toda la superficie de la mesa. Montalbano se colocó la bandeja sobre las rodillas y, mientras Mico se entregaba a una misteriosa criba, tomó la cuchara que había en su plato -provisionalmente puesto en el asiento de la silla de al lado- y se lanzó al ataque del parfè. Entretanto, Mico, que ya había encontrado los documentos que necesitaba, estaba llenando nuevamente la maleta, que había dejado abierta en el suelo, con todos los demás papeles. Al terminar la tarea, extendió sobre la mesa, que a duras penas podía contenerlo, un enorme mapa hecho a mano y comenzó a estudiarlo con aire tan pensativo como el de un comandante en jefe que estuviera estudiando el campo de batalla. En una mano sostenía un par de hojas enrolladas.

–Por favor, comisario, acérquese a mí -dijo, sacándose del bolsillo de la chaqueta un lápiz amarillo.

Montalbano abandonó a regañadientes la bandeja, pero la dejó en el lugar previamente ocupado por su trasero.

–Este que le estoy señalando con el lápiz es el sector que le interesa, es decir, todo el tramo de carretera desde este paso de entrada a Piano Torretta hasta el chalet del doctor Riguccio. Son cinco kilómetros y novecientos setenta y dos metros. El mapa lo hice yo para facilitar las cosas. Para más comodidad, marqué las viviendas con una numeración progresiva.

–Estupendo, pero ¿cómo hago para averiguar los nombres de los propietarios?

–Muy fácil. En estas hojas de aquí -respondió Mico, agitando los papeles que sujetaba- están los nombres y las direcciones de todos ellos. A cada número del mapa corresponde el nombre del propietario.

–Espléndido. ¿Y si quisiera saber cuántas de estas viviendas tienen garaje de obra, de esos que se cierran con una persiana metálica?

–Deme diez minutos. ¿Quiere que se lo escriba?

–Si no es molestia…

Mientras Mico se agachaba junto a la maleta revolviendo papeles, Montalbano regresó a la silla, alzó la bandeja, se sentó, volvió a colocarse la bandeja sobre las rodillas y se puso otra vez a comer. Mico se levantó con una especie de libraco que reproducía planos de casas, cogió una silla y se sentó. Consultaba el mapa, consultaba el libraco, consultaba los papeles donde figuraban los nombres y, de vez en cuando, escribía algo en una hoja en blanco. En la bandeja ya sólo quedaban las dos últimas cucharadas de parfè. Por educación, Montalbano se ordenó a sí mismo no comérselas y, por prudencia, puesto que no se fiaba de sus buenos propósitos, se levantó y depositó la bandeja en el aparador.

–Listo -dijo Mico, entregándole la hoja que había escrito-. Aquí están los nombres, las direcciones y también los números de teléfono. Las casas con garajes de obra no abundan mucho por esta zona; con el tiempo que hace, la gente deja los coches debajo de un emparrado o simplemente al aire libre. ¿Necesita alguna otra cosa?

–Nada más, gracias. Usted ha sido para mí como una mina de oro, le estoy enormemente agradecido. Sólo una pregunta: ¿estos datos son recientes?

–Los reuní el mes pasado. ¿Me echa una mano para dejarlo todo en orden antes de que vuelva mi mujer?

Y Montalbano aprovechó para deshacerse de las huellas de su culpa, se dirigió a la cocina con la bandeja y tiró al cubo de la basura los míseros restos del parfè.

Abandonaron la casa de los Carmona cuando ya estaba oscureciendo. La noche era clara y silenciosa, las hojas de los árboles no se hablaban entre sí.

–Me parece que ha ido todo muy bien -dijo Linda.

–Ya.

–Mico nos ha ahorrado un montón de trabajo.

–Ya.

–¿Qué te ocurre?

–Nada, estaba pensando.

¿Habría podido decirle que el parfè no sentía el menor deseo de dejarse disolver por los ácidos del estómago y estaba luchando denodadamente para que tal cosa no ocurriera?

–¿Quieres que te ayude con la lista que te ha dado Mico?

–¿Por qué no?

–Pero antes quisiera cenar. El paseo con la señora Carmona me ha abierto el apetito. ¿Tú también tienes?

–Bueno…

–Veo que no te entusiasma la propuesta.

–¡No digas eso, por Dios! De acuerdo. ¿Conoces algún sitio a donde ir?

–Pasada Gallotta hay una trattoria campestre, Da Giugiù, ¿has estado allí alguna vez?

Jamás había oído hablar de ella. Se preocupó.

–¿Estás segura de que se come bien?

–He estado allí un montón de veces. Quédate tranquilo. Desde aquí tardaremos una media horita en llegar.

Pero tardaron una hora porque se lo tomaron con calma. Linda hablaba de su trabajo con los niños y al comisario le gustaba escucharla. Tenía una voz que cambiaba de color.

–Querría algo ligero -le dijo Linda a Giugiù, un hombre de por lo menos ciento treinta kilos de tonelaje.

–Las cosas ligeras se las lleva el viento -sentenció Giugiù.

–Muy cierto -contestó riendo-. A usted, desde luego, no conseguiría llevárselo ni siquiera un tornado.

La consecuencia de la breve discusión fue: queso de oveja, aceitunas verdes y aceitunas negras como entremés, espaguetis a la salsa de cerdo de primero, salchichas y chuletas de cerdo de segundo. Montalbano observó complacido que Linda no se rendía ante los platos, sino que entablaba batalla con la ayuda de un vino tinto cuya fortaleza era equiparable a la de un gallo de pelea. Al final la joven dijo:

–¿Quieres probar el verdadero parfè de almendras? El de la señora Carmona estaba muy rico, pero el que hacen aquí…

–Voy a confesarte una cosa. El parfè no me gusta. En casa de los Carmona lo he probado por educación -mintió él con expresión contrariada-. Tómalo tú, yo te miraré.

Pero no consiguió ni siquiera mirar el parfè: cada vez que sus ojos se posaban en él, su estómago se ponía a refunfuñar indignado y hasta notaba una leve sensación de mareo.

Durante el camino de vuelta, Linda preguntó:

–¿Adónde vamos para examinar los papeles? ¿A la comisaría o a tu casa de Marinella?

Montalbano la miró perplejo.

–¿Te he dicho yo que vivía en Marinella?

–No, me lo dijo Beba. ¿No sabes que somos amigas? Me contó eso y otras cosas.

Mientras Montalbano abría la puerta de la casa, Linda preguntó:

–¿Vamos a trabajar a la galería?

–¿También sabes que tengo una galería?

–¡Uf! – replicó ella.

Teóricamente, en la tarea de controlar los nombres de la lista, que eran sólo ocho, la chica habría tenido que emplear como máximo una media hora.

Cuando se sentaron en la galería aún no eran las doce de la noche y cuando Montalbano acompañó a Linda a la comisaría para que recogiera su coche eran las cinco y media de la madrugada.

En resumen, se acostó con la intención de dormir unas dos horas y, en cambio, despertó pasadas las diez. Se duchó precipitadamente, se afeitó dejándose la barba a medias, se vistió a toda prisa y entró en su despacho algo más tarde de las once.

–Envíame a Fazio -le dijo a Catarella.

Poco después llamaron con los nudillos a la puerta, pero en lugar de Fazio se presentó Mimì.

–¿Alguna novedad? – preguntó Montalbano.

–Lo de siempre. Dos robos, un misterioso tiroteo por la zona de Piano Lanterna. ¿Y tú tienes alguna novedad?

–¿Qué novedades quieres que tenga?

–¡Pues no sé! – dijo Mimì, mirándolo intensamente.

Entró Fazio.

–A sus órdenes, dottore. ¿Cómo está?

¿Por qué hasta Fazio se ponía a preguntarle cómo estaba, cosa que no hacía habitualmente?

–Muy bien. ¿Por qué me lo preguntas?

–¡Pues no sé!

Mimì, vete a saber por qué, rió con sorna. Montalbano no le hizo caso. Se sacó del bolsillo la lista de nombres escrita por Mico y la depositó sobre la mesa.

–Tengo que hacer una salvedad. Me he reunido con la doctora Olinda Mastro, la psicóloga de Laura, que me ha sido de gran ayuda y no sólo porque me ha explicado lo que le dijo la niña.

–¿No sólo? ¿Pues qué otra ayuda te ha prestado? – preguntó Mimì, con el inocente rostro de un ángel.

Esa vez Montalbano también fingió no darse cuenta de nada y se lo explicó todo a los dos, incluida la visita a la casa de los Carmona.

–Anoche Linda, puesto que conoce prácticamente a todos los que viven en la zona, examinó conmigo esta lista y…

–Disculpe, dottore, ¿quién es Linda? – preguntó Fazio.

–Es la doctora Mastro, que se llama Olinda pero es Linda para los amigos -explicó Mimì, acentuando la palabra «amigos» sin alterar ni un ápice su rostro de serafín.

–… examinó esta lista y tachó cinco nombres -prosiguió Montalbano, sin dejar entrever la caldera de vapor que se agitaba en su interior y que podía estallar de un momento a otro-. Se trata de personas que jamás de los jamases habrían tenido nada que ver con asuntos ilegales. Quedan tres nombres: Gaspare Bonito, empleado de banca, Giacomo Arena, transportista, y Federico Zirretta, empleado. Olin… O… Lin…

–¡O la la! – dijo Mimì.

Montalbano, haciendo un enorme esfuerzo, consiguió evitar la explosión de la caldera.

–A estos tres Linda no los conoce. Tendríamos que averiguar algo más.

–Déjeme ver -pidió Fazio, alargando la mano.

El comisario le entregó la lista, Fazio la estudió un momento y después dijo:

–Este Gaspare Bonito de cincuenta años y domiciliado en via Cavour treinta y dos es cajero de la sucursal que la Trinacria tiene en el puerto. Lo conozco desde hace más de veinte años y podría avalarlo. Es la honradez personificada.

–Pues entonces, táchalo. ¿Y los otros dos?

–No los conozco. Pero enseguida lo arreglo -dijo Fazio, levantándose y guardándose la lista en el bolsillo.

Una vez solos, Montalbano miró con la cara muy seria a Mimì.

–¿Puedo preguntar por qué te las das tanto de gracioso?

–Porque yo ya sabía las cosas que nos has contado. Esta mañana a las ocho Linda le ha presentado un detallado informe telefónico a Beba.

–¿Y qué le ha dicho?

–Beba no ha querido contarme nada. No ha habido manera de que hablara. Pero creo que Linda le ha dicho todo lo que había que decir. Se han pasado más de una hora al teléfono y, de vez en cuando, Beba se reía tanto que hasta se le saltaban las lágrimas.

–¿Y de qué se reían tanto? – preguntó Montalbano con mirada siniestra.

–Eso sólo lo saben Linda, Beba y tú. Por consiguiente, supongo que también le ha dicho cosas que tú no nos has contado porque, estrictamente hablando, no tenían nada que ver con la investigación. – Y el muy infame esbozó una sonrisa.

–Mimì, ¿sabes lo que te digo, estrictamente hablando? – dijo Montalbano enfurecido.

–No.

–Vete a tomar por el culo.

Había en el engranaje de su cerebro una piedrecita que paralizaba el movimiento de las ruedas y ruedecillas. Y hasta que eliminara aquella piedrecita, no habría manera de volver a poner en marcha el mecanismo. El obstáculo era la forma que había utilizado el secuestrador para proceder. ¿Qué ocurría en los secuestros normales? Ocurría que los malhechores que debían mantener contacto con la persona raptada cuidaban de enmascararse, de cubrirse la cara con un pasamontañas o cualquier otro tipo de disfraz para no ser reconocidos por la víctima, que, una vez liberada tras el pago del rescate, podría facilitar a los investigadores unas descripciones extremadamente detalladas. Y, en efecto, si durante un secuestro el prisionero veía, aunque sólo fuera casualmente, el rostro de un carcelero, su destino ya estaba marcado. Pidiéndole antes perdón, eso sí, pero la persona era eliminada. Esa norma no fallaba.

Entonces, ¿por qué esa vez el raptor de Laura no había adoptado ninguna precaución y había actuado a cara descubierta? ¿Porque Laura era una niña de tres años y le habría sido difícil, cuando no imposible, describir el aspecto del secuestrador? Puede que la razón fuese ésa, pero, en cualquier caso, semejante comportamiento no dejaba de ser un tremendo riesgo. Tanto es así que, cuando se vio obligado a perseguir a Laura, que se había escapado del coche, el hombre dejó que los Bonsignore le vieran el rostro.

Pero, por otra parte, no habría podido ir más que a cara descubierta. En general, los secuestros se producen en medio de la oscuridad y, aun así, los raptores actúan de tal manera que no se les pueda reconocer. En aquel caso todo tenía que suceder necesariamente bajo la luz del sol, aunque el sol estuviera cubierto por las nubes. Y por consiguiente, ¿cómo podía un hombre andar por ahí en medio de tanta gente luciendo con el mayor desparpajo un pasamontañas? Habría equivalido a pasear con una pancarta que dijera: «ESTOY COMETIENDO UN SECUESTRO.» Nada, la niña debía necesariamente ser secuestrada por alguien dispuesto a correr el enorme riesgo de ser reconocido por cualquiera.

Entonces, ¿qué le habían dicho o prometido a cambio? Ahí estaba el busilis. ¿Dinero? No había dinero capaz de compensar semejante riesgo. ¿Garantías? ¿De qué?

Y fue entonces cuando recordó lo que había dicho Linda: no había sido un secuestro propiamente dicho sino un alejamiento momentáneo que sugiriera la idea de un secuestro. La idea. La sensación. La impresión. Pensó en un diálogo imaginario (aunque, en realidad, no tanto).

–¡Figúrese usted, comisario! La niña se perdió, pero por suerte la recogió un compasivo automovilista, que ha permanecido en el anonimato y que la acompañó a un lugar seguro. ¡Y nosotros, entretanto, desesperados y pensando en un rapto!

–¿Quieren presentar una denuncia?

–Pero ¿por qué? ¿Por una sensación? ¿Por una impresión?

Eso era lo que le habían garantizado al secuestrador: que no se presentaría ninguna denuncia, que no habría ninguna investigación siempre y cuando la chiquilla no sufriera ningún daño, pues, en caso de daño, no se podría prever la reacción de los padres. Y, en efecto, no había habido ninguna denuncia porque no había habido ningún motivo para presentarla. Y la investigación, ¿qué motivo había para llevarla a cabo?

Sea como fuere, la piedrecita ya se había eliminado.

Estaba a punto de regresar a Marinella, con los nervios propios de una tarde perdida en la comisaría resolviendo asuntos sin importancia, cuando se presentó Fazio.

–¿Qué puedes decirme sobre aquellos nombres?

–Muchas cosas, dottore. Y para que no se enfade, lo que he averiguado me lo he aprendido de memoria, de manera que no necesito papeles.

–Muy bien. Veo que con la vejez vas mejorando, como el buen vino.

Dottore, usía entiende mucho de comida, pero de vinos no sabe gran cosa. La vejez no siempre es beneficiosa para el vino. Bueno, pues empiezo por Federico Zirretta, empleado administrativo de la Casa del Distrito.

–¿De la cárcel?

–Sí, señor. Desde hace treinta años. El director me ha dicho que no sólo es un empleado ejemplar sino que, además, ha promovido varias iniciativas en favor de los reclusos. Es un hombre muy bueno.

–¿Qué sueldo tiene?

–La miseria que el Estado paga a la gente como nosotros.

–¿De dónde sacó el dinero para construirse una casa en Piano Torretta?

–Eso también me lo he preguntado yo. Y he obtenido la respuesta. Su mujer, que es de Ribera, heredó de un tío. Como no tienen hijos, se construyeron esa casa. Hágame caso a mí, dottore, Zirretta está fuera de toda sospecha.

No tenía ningún motivo para poner en duda lo que Fazio le estaba diciendo.

–¿Y el otro?

–Aquí la cuestión ya es más interesante. Giacomo Arena tiene cincuenta años. Casado y divorciado. Él tampoco tiene hijos. Se califica de transportista, pero en realidad sólo posee una camioneta con la que se dedica a pequeños transportes ocasionales.

–¿Eso te parece interesante?

–Déjeme terminar.

–Te gusta hacer como los pirotécnicos cuando disparan petardos, ¿verdad, Fazio?

–¿Qué quiere decir?

–Pues que la traca más fuerte siempre la reservan para el final.

Fazio sonrió complacido.

–¡Y menuda traca, dottore! En primer lugar, Giacomo Arena no es trigo limpio. Fue condenado porque, sin tener licencia de armas, le encontraron una pistola en el bolsillo. Otra condena se debió a que, conduciendo en estado de embriaguez, fue a estrellarse contra un quiosco de periódicos y lo dejó destrozado.

–¿Eso es todo? Todavía no oigo las tracas más gordas.

–Es hijo de Romualdo Arena, llamado Rorò.

–¿Y quién es Rorò?

–No quién es sino quién era, dottore. Lo mataron hace más de veinte años. Pertenecía a la familia de los Sinagra.

¡Un mafioso muerto de un disparo en el transcurso de la guerra entre los Sinagra y los Cuffaro! Montalbano plantó enseguida las orejas.

–¿Ya ha oído finalmente la traca, dottore? -dijo Fazio, sonriendo a modo de desquite.

–¿Y cómo es posible que el hijo no se vengara?

–Por aquel entonces estaba trabajando en Alemania como obrero de una fábrica de automóviles. Regresó un año después y fue detenido por la historia de la pistola. Por lo visto, la intención de vengarse la tenía. Pero cuando salió de la cárcel, las cosas estaban cambiando rápidamente en perjuicio de los Sinagra. Y entonces él no se movió.

–¿Por qué no siguió las huellas de su padre?

–Fue Rorò quien no quiso que entrara en el circuito. Quería mucho a su hijo.

–Si, tal como me has dicho, Giacomo Arena vive un poco a salto de mata, razón de más para preguntarse quién le dio el dinero para comprarse la casa de vacaciones en el campo.

Dottore, se ve que usía no ha mirado bien la lista que le hizo el señor Carmona. Es muy precisa. La casa sigue perteneciendo al señor Di Gregorio, Arena la tiene alquilada. Y se ha ido a vivir allí.

–¿Desde cuándo?

–Desde hace tres meses. Tiene un contrato de un año.

–¿Vive solo allí?

–Sí, señor. De vez en cuando le hace compañía alguna puta.

–¿Sabes si Arena, aparte de la camioneta, tiene también algún otro vehículo?

–Claro. Un Polo.

Montalbano se quedó un poco pensativo y después preguntó:

–La hipótesis de que Giacomo Arena se haya puesto a la disposición del americano ¿te parece poco probable?

–Para nada, dottore. Sólo que, a mi juicio, las cosas ocurrieron justo al revés.

–¿Qué quieres decir?

–Que fue Balduccio júnior quien se puso en contacto con los supervivientes o los parientes de la familia. En la elaboración de la lista puede que le echara una mano el honorable abogado Guttadauro, que los conoce a todos, los vivos y los muertos.

–Sea como fuere, de este contacto entre el americano y Giacomo Arena no tenemos pruebas.

–No ha habido tiempo de buscarlas -lo corrigió Fazio.

–¿Sabes qué vas a hacer, Fazio, a partir de este momento?

–Pues claro que lo sé. Pisarle los talones a Giacomo Arena.

–¿Sabes fotografiar?

–Me las apaño.

–Sácame unas cuantas fotos de Arena sin que él se dé cuenta. Busca a alguien que te ayude, si quieres. Me interesa especialmente que se le vea bien la cara. En cuanto las hayas hecho, manda revelarlas y me las traes.

–Pero, dottore, no es necesario hacer como en el cine, vigilancia, fotografías. Seguro que en algún sitio encuentro una imagen de Giacomo Arena.

–¡Pero, hombre, por Dios! ¿Quieres darme una foto de carnet o de archivo? ¡Esas parecen hechas a propósito para que no se pueda identificar a la gente!

Acababa de llegar a Marinella cuando sonó el teléfono. Era Linda.

–Salvo, como tenía un compromiso que se ha anulado, he pensado que podríamos ir a cenar.

«¿Para que después puedas troncharte de risa a costa mía con Beba?», pensó inmediatamente Montalbano, enfurecido.

–Lo siento, pero estoy esperando a unas personas. Ya hablamos. Hasta pronto.

Colgó. Sonó el teléfono.

–Linda, ya te he dicho que…

–¿Quién es Linda? – preguntó la voz de Livia.

Y adiós muy buenas.