–¿Cómo ha pasado la noche Rosanna? – le preguntó a Galluzzo.
–En compañía, dottore.
–¿Qué significa en compañía? ¿Ha dormido con alguien?
–Ha hablado, dottore. Con Fazio. Ahora ella duerme en la celda de seguridad y Fazio en el cuarto de las literas. Fazio ha dejado dicho que lo despierten en cuanto usted llegue.
–Déjalo dormir. Ya te lo diré cuando tengas que despertarlo.
El periodista Nicolò Zito se presentó a las ocho y media en punto. Montalbano le contó la historia de Rosanna, y Zito, que era un caballo de raza, olfateó la noticia.
–¿Qué puedo hacer por usted, comisario?
Montalbano le mostró el carnet de identidad de la chica.
–Usted tendría que… ¿Podemos tutearnos?
–Encantado.
–Tendrías que ampliar esta fotografía y a lo largo de este mismo día, en uno de tus telediarios, sacarla en antena.
–¿Y qué digo?
–Que convendría que las familias en cuya casa ha trabajado Rosanna Monaco en los últimos cuatro años se pusieran en contacto con nosotros con vistas a una información. Añade que les estaríamos extremadamente agradecidos y seríamos sumamente reservados.
–Muy bien. Espero poder servirte en el telediario del mediodía.
En cuanto Zito se fue, el comisario le dijo a un agente que fuera a despertar a Fazio. Éste se presentó de inmediato sin haberse peinado siquiera.
–Dottore, la cosa se presenta complicada. – Parecía turbado, no sabía cómo empezar.
–Mira, Fazio, dime ahora mismo eso que no sabes cómo decirme: es el mejor camino.
–Dottore, a las tantas de la madrugada, después de haberse pasado toda la noche hablando, Rosanna se ha puesto a llorar diciendo que ya no podía más.
–Perdona, y sólo como aclaración, ¿por qué te has quedado con ella?
–Me daba pena.
–Muy bien, sigue.
–Ha sufrido una especie de crisis nerviosa. Hasta se ha desmayado. En determinado momento me ha revelado el nombre del que le ordenó matar al juez Rosato e incluso le entregó el arma.
–¿Y quién es?
–Su amante, dottore. Giuseppe Cusumano.
–¿Y quién es? – repitió Montalbano perplejo.
–¿Cómo que quién es? ¡Dottore, pero si usted declaró acerca del incidente!
De repente lo recordó. ¡El gamberro que le había soltado un puñetazo en la cara al anciano automovilista! El adorado nietecito de don Sisìno Cuffaro.
¡Ahora sí que tenían que actuar con pies de plomo!
–¿Qué hacemos, dottore?
–¿Tú qué habrías hecho si Rosanna te hubiese facilitado un nombre cualquiera y no el del nieto de un mafioso del calibre de don Sisìno Cuffaro?
–Habría ido a buscarlo discretamente, lo habría traído aquí y le habría hecho unas cuantas preguntas.
–¿Pues por qué pierdes el tiempo? Ve a buscarlo. Espera. ¿Crees oportuno que yo vaya a hablar con la chica?
–Cualquiera sabe, haga usted lo que quiera.
No estaba dicho en absoluto que Rosanna se mostrara tan bien dispuesta con él como se había mostrado con Fazio. Pero ahora, con el nombre de Cusumano por medio, las cosas cambiaban, Montalbano no podía permitirse el lujo de cometer el más mínimo error. Salió de la comisaría, entró en una tiendecita, adquirió un vestido de mujer de algodón, pidió que se lo envolvieran, regresó a la comisaría y entró en la celda de seguridad.
–Buenos días.
–Buenos días.
Había contestado, había abandonado su mutismo. ¡Buena señal! El comisario observó que su belleza se había intensificado, sus ojos eran todavía más vivos, sus labios, de color rojo fuego sin necesidad de carmín. Arrojó el paquete sobre el catre.
–Es para ti.
Ella trató de deshacer el nudo de las cintas, no lo consiguió y lo cortó con unos dientes afilados y blanquísimos, casi como de animal salvaje. Retiró el papel y contempló el vestido. Sus movimientos, anteriormente casi febriles, se volvieron muy lentos. Tomó el vestido, se levantó y se lo colocó pegado al cuerpo. El comisario experimentó un acceso de orgullo: había acertado plenamente la talla.
–¿Quieres probártelo? Yo salgo.
Jamás había conocido a una mujer que no se pusiera enseguida algo que le hubiesen regalado, desde unos pendientes a unas braguitas.
–Sí.
Cuando regresó, ella estaba de pie en el centro de la estancia, alisándose el vestido sobre las caderas. Verlo, correr a su encuentro y abrazarlo echándole los brazos al cuello fue todo uno.
«Se comporta exactamente igual que una chiquilla», pensó un instante el comisario.
Pero sólo un instante, pues de inmediato sintió la presión y el ligero movimiento rotatorio de su pelvis mientras los brazos, alrededor de su cuello, lo apretaban cada vez con más fuerza y la mejilla de Rosanna rozaba la suya.
«Eso, en cambio, no es propio de una chiquilla», constató Montalbano, apartándose a regañadientes del abrazo.
Había empezado a comprender, había bastado aquel pequeño contacto físico, más valioso que un sermón de mil palabras. Ella había vuelto a sentarse sobre el catre e, inclinada ligeramente hacia delante, estaba examinando el dobladillo de la falda.
–Tengo que hacerte una pregunta.
–Hágala.
–¿Cuándo te dijo Cusumano…? ¿Tú cómo lo llamas?
–Pinu.
–¿Cuándo te dijo Pino que mataras al juez Rosato?
–Me lo escribió unos quince días antes de salir de la cárcel.
–¿Fuiste alguna vez a verlo personalmente a la cárcel?
–Una sola vez. Antes no, no me dejaban entrar porque era menor de edad. Pero Pinu me enviaba notas.
–¡Pero si tú no sabes leer!
–Es verdad. Pero el que me llevaba las notas me las leía.
–¿Cómo se llama el que te las llevaba?
–No lo sé.
–¿Dónde están esas notas?
–Pinu quería que las quemara. Y yo las quemaba.
–¿Cuándo te entregó el revólver?
–Me lo dio a través de la misma persona que me llevaba las notas.
–¿Volvisteis a veros después de la salida de Pino de la cárcel?
–Todavía no.
–¿Y eso por qué?
–Porque primero tenía que matar al juez.
–Pero, perdona, si hubieras matado al juez, jamás habrías vuelto a ver a Pino.
–¿Por qué?
–Porque te habrían detenido. Y por un homicidio, ¿sabes cuántos años de cárcel son?
Ella soltó una carcajada gutural, echando la cabeza hacia atrás.
–A mí no me habrían detenido. Había dos hombres de Pinu preparados para sacarme del tribunal en cuanto yo le hubiera pegado un tiro al juez.
–¿Quieres decir que, mientras tú disparabas, dos hombres de Cusumano habrían llevado a cabo una maniobra de distracción que te habría permitido escapar?
–Sí, señor, algo así.
–¿Sabes qué habría sido?
Rosanna vaciló momentáneamente.
–Habrían arrojado una bomba.
No está mal, una bomba entre la gente como maniobra de distracción.
–Como es natural, tú a esos hombres no los conoces.
–No, señor.
Montalbano se pasó un ratito pensando.
–¿Que he hecho? ¿Se ha enfadado? – preguntó la muchacha. Le había cogido gusto a responder preguntas.
–No. No me he enfadado. Estaba pensando. Supongamos que todo lo que nos has contado a Fazio y a mí es verdad…
La chica se levantó de golpe y se puso en tensión, con los puños pegados a los costados.
–¡Es verdad! ¡Es verdad!
–Cálmate. Quería saber por qué has decidido contárnoslo todo y sacar a relucir la cuestión de tu amante.
–Él ha faltado a su palabra.
–Explícate.
–Me había dicho que si los policías me pillaban antes de disparar, yo no pasaría ni un solo día en la cárcel, que saldría enseguida. Y en cambio…
–Y en cambio, se ha olvidado de ti.
Ella no contestó y sus ojos se oscurecieron intensamente.
–Está demasiado ocupado -dijo Montalbano.
La chica clavó la negra llama de sus ojos en los del comisario. Pero no abrió la boca.
–Demasiado ocupado disfrutando de su nueva mujercita, de la que durante tres años no ha podido disfrutar.
Rosanna mantenía los puños tan apretados que se le habían vuelto de color blanco.
–Y a ti te ha quitado de en medio con esta chorrada del asesinato del juez Rosato.
La chica ya había alcanzado el punto límite. Media palabra más y seguro que algo ocurriría.
–Y la prueba de que te toma por tonta es que el revólver que te dio no podía disparar; estaba roto.
La vio exhalar el aire, mejor dicho, la sintió, pues ella emitió un extraño ruido, idéntico al que se oye cuando alguien recibe un fuerte golpe en el vientre. No sabía que el revólver jamás habría funcionado. Y lo que tenía que ocurrir ocurrió, pero no fue lo que se esperaba el comisario. Rosanna se levantó, se inclinó hacia delante, cogió el dobladillo de la falda, se quitó el vestido por la cabeza, lo arrojó a los pies de Montalbano y se quedó convertida en una bellísima cuchilla de luz en braguitas y sujetador.
–Quédate con el vestido. De ti no quiero nada.
Y empezó a acercarse a él muy despacio. Montalbano huyó literalmente hacia la puerta, salió y la cerró a su espalda. Una vez en un circo había visto hacer lo mismo a un domador con una tigresa que se había desmandado.
Poco antes de que dieran las doce del mediodía, Fazio se presentó.
–Dottore, noticia segura. Giuseppe Cusumano no está en el pueblo. Vuelve esta noche a última hora o mañana por la mañana a primera hora. No le quepa la menor duda de que más tarde o más temprano lo atrapo y se lo traigo.
–No me cabe ninguna. Necesito que se haga una comprobación, pero no por la vía burocrática. De lo contrario, perderemos un mes como mínimo.
–Si puedo…
–Se trata de averiguar si es verdad una cosa que me ha dicho la chica. Es decir, si una semana antes de la excarcelación de Cusumano, ella fue a verlo a la cárcel de Montelusa.
–Dottore, si efectivamente fue, tendría que constar en el registro. Voy a hacer una llamada.
Al cabo de menos de diez minutos, se presentó de nuevo ante el comisario.
–Dentro de una hora me lo dicen.
–Oye, ¿tenemos televisor?
–¿Aquí en la comisaría? No. Pero el bar de aquí cerca sí tiene. Si quiere, les pedimos que lo enciendan.
–Vamos a tomarnos un café.
En el bar no había lo que se dice nadie. Fazio, que era como de la casa al igual que todos los demás hombres de la comisaría, le dijo al camarero que encendiera el televisor y sintonizara Retelibera. El telediario ya había empezado.
Lo de siempre: dos atracos en bancos de la provincia, una casa de campo incendiada, un cadáver desconocido en el interior de un pozo. Después hubo una entrevista con un subsecretario que consiguió hablar durante diez minutos sin que nadie entendiera de qué estaba hablando. Después apareció el rostro de Rosanna Monaco, y Fazio, que no sabía nada, estuvo a punto de derramar el café. La voz en off de Nicolò Zito repitió diligentemente lo que le había dicho el comisario, es decir, que alguien de las familias que en los últimos cuatro años hubieran tenido a su servicio, etc.
–Buena idea -dijo Fazio-. Pero ¿usted cree que se presentará alguien?
–Estoy seguro. Los que no tienen nada que ocultar lo harán. Para demostrarnos lo mucho que respetan la ley. En cambio, los que tienen algo que callar fingirán no haberse enterado de nuestra invitación. Pero nosotros conseguiremos averiguar de todos modos los nombres de los que no han querido dar señales de vida. Con un poquito de suerte.
Antes de irse a comer, dio unas detalladas instrucciones al agente encargado de la centralita telefónica: si alguien llamara por la cuestión de la chica, se le invitaría a ir a la comisaría a partir de las cuatro de la tarde. Si alguien no pudiera hacerlo, que dejara su número de teléfono.
Todavía con sabor de mar en la boca -los salmonetes eran un milagro de frescura-, dio un largo paseo por el muelle hasta llegar a la altura del faro.
Tenía la desagradable sensación de estar equivocándose en todo, pero no conseguía identificar dónde estaba el error. O puede que el error estribara precisamente en su manera de llevar a cabo la investigación: se sentía como alguien que se pone a hacer el muerto en el agua y nota que una suave corriente lo está empujando. Y entonces se abandona inerte a la corriente.
Cuando puso los pies en la comisaría, Fazio no estaba. Como compensación, el encargado de la centralita le comunicó que habían llamado cinco personas a propósito de Rosanna Monaco. De las cinco, cuatro se presentarían en la comisaría a partir de las cuatro con intervalos de media hora. La quinta, en cambio, Francesco Trupiano, no podía moverse a causa de la gripe, pero, si quisiera, el señor comisario podía pasar por su casa a cualquier hora. Puesto que faltaba casi una hora para la primera cita y puesto que el señor Trupiano vivía allí cerca, Montalbano decidió ir a verlo. Le abrió el propio Trupiano en persona, un viejo extremadamente delgado, con la cabeza cubierta por una coppola, la gorra de paño con visera típica de Sicilia, guantes de lana y una manteleta sobre los hombros.
–Pase, pase. – Y mientras lo decía, echó a correr como una liebre hacia otra habitación-. ¡Las corrientes! ¡Cierre la puerta! ¡Las corrientes!
Gritaba como si estuviera a punto de ser arrastrado por las corrientes del Golfo, las que se estudian en la escuela. Montalbano cerró y lo siguió a un salón decorado con pesados muebles de color negro. Pero impecablemente limpio. El señor Trupiano se había apresurado a sentarse en un sillón colocado delante de un televisor y se había tapado las piernas con una manta. Muy cerca de sus pies había un humeante brasero encendido. El comisario empezó a sudar y casi esperó que el otro no tuviera nada que decirle.
–¿Usted puede contarme algo acerca de Rosanna Monaco?
–¿Usted qué quiere saber?
–Todo lo que usted pueda decirme.
–¿Y qué puedo decirle yo?
–Yo no sé lo que usted puede decirme, señor Trupiano. Probaré a hacerle algunas preguntas, ¿le parece bien?
–Muy bien, pero yo entro aquí de refilón.
–No lo entiendo.
–Usted quiere saber para quién trabajó Rosanna como criada durante los últimos cuatro años, ¿es así?
–Exactamente.
–Por consiguiente, yo sólo entro en los primeros cinco meses de esos cuatro años.
–¿Rosanna sólo trabajó cinco meses para usted hace cuatro años?
–No, señor, Rosanna trabajó un año y cinco meses para nosotros. Pero el año usted no puede contarlo, de lo contrario los años que le interesan se convertirían en cinco. ¿Digo bien?
–¿Usted en qué trabajaba, señor Trupiano? ¿Como contable?
–Como relojero.
Así se explicaba la precisión de aquel hombre.
–Muy bien, hablemos sólo de los cinco meses que entran dentro de los cuatro años. ¿Cómo era Rosanna?
–Bonita.
–No quiero saber cómo era físicamente, sino de carácter.
–¿Qué ha pasado, ha muerto?
–¿Quién?
–Rosanna.
–No, está vivita y coleando.
–Pues entonces, ¿por qué dice era, era?
–¿Me contesta, por favor?
–Bueno. Buen carácter. Trabajaba. No era respondona. Mi mujer, que en gloria esté, no se podía quejar.
–¿Es usted viudo?
–Desde hace dos años.
–¿Qué horario tenía Rosanna?
–Venía a las ocho de la mañana y se iba a las seis de la tarde.
–O sea que era esencialmente una chica estupenda.
–Durante un año y cuatro meses.
Montalbano, que se estaba durmiendo a causa del calor que le entraba de sólo ver a Trupiano cubierto de ropa de aquella manera, o quizá por un principio de intoxicación a causa de las emanaciones del brasero, en un primer momento no reparó en que las cuentas no salían.
–Gracias -dijo, haciendo ademán de levantarse. Pero se quedó bloqueado con las posaderas suspendidas en el aire-. Disculpe, ¿cómo ha dicho?
–He dicho que fue una buena chica durante un año y cuatro meses.
–¿Y durante el último mes, en cambio? – preguntó, aguzando el oído y volviendo a sentarse.
–En cambio, durante el último mes, la cosa cambió.
–¿En qué sentido?
–En el sentido de que estaba nerviosa, respondona, llegaba tarde por la mañana y no tenía ganas de trabajar. Después, un día dejó de venir. Al cabo de algún tiempo se presentó su madre para saber algo de su hija, pero yo no le dije nada.
–¿Por qué no le dijo nada?
–Porque era grosera y maleducada.
–¿Me puede decir lo que no le dijo a la madre de Rosanna?
–Pues claro. Hubo unas llamadas.
–¿Unas llamadas que hacía usted?
–¿Yo?
–¿Las hacía Rosanna?
–No, señor, la chiquilla no las hacía, las recibía. Todos los días, sobre las cinco y media de la tarde, es decir, aproximadamente media hora antes de que Rosanna terminara de trabajar, la llamaban por teléfono. Y ella corría a cogerlo como si tuviera fuego en el culo, con todo respeto.
–Por eso usted no tuvo ocasión de saber quién era la…
–Mire, algunas veces Rosanna no llegaba a tiempo y entonces contestábamos mi mujer o yo. Era la voz de un chico, siempre el mismo.
–¿Jamás dijo su nombre?
–Lo decía siempre. Decía: «Soy Pinu…»
–¡Cusumano! – gritó el comisario, sintiendo estallar en su interior una especie de marcha triunfal estilo Aida.
El señor Trupiano se llevó un susto y pegó un brinco en el sillón.
–¡Virgen santa! ¿Qué ha sido eso? ¿Por qué grita?
–Nada, nada. Cálmese.
–Cálmese usted -replicó irritado el viejo.
–O sea que llamaba un tal Pino Cusumano…
–¡Pero qué Cusumano ni qué historias! ¡Menuda perra con ese Cusumano! ¡Pino Dibetta se llamaba!
Rápidamente la gran orquesta que sonaba en el interior de Montalbano cambió de repertorio y empezó a interpretar un réquiem.
–¿Seguro, seguro?
–¡Pues claro que estoy seguro! ¡Voy a cumplir los ochenta, pero la cabeza todavía me funciona!
–Una última pregunta, señor Trupiano. ¿Usted tiene armas?
–¿Blancas o de fuego?
La precisión del relojero.
–De fuego.
–Un fusil de caza. Antes me gustaba la caza.
–El señor Corso, el primero de la lista, ha llegado hace unos diez minutos -le advirtió el agente de guardia.
–¿Está Fazio?
–Aún no se le ha visto el pelo.
–Llámame a Gallo.
Gallo se presentó corriendo.
–Tú eres de Vigàta, ¿verdad?
–Sí.
–¿Conoces a un tal Pino Dibetta?
Gallo sonrió.
–Pues claro.
–¿Por qué sonríes?
–Porque es amigo de mi hermano pequeño. Lo tengo al lado de casa. Los dos trabajan juntos en la Montecatini.
–Pues oye: dile que dentro de un par de horas quisiera verlo. Y ahora que pase el señor Corso.