Había pasado la primera parte del lunes de Pascua en medio de una paz paradisíaca.

La víspera, la televisión había informado a la ciudad y al mundo de que la mañana del día siguiente, es decir, el lunes llamado del Ángel, sería una pura delicia: temperatura casi estival, ausencia de nubes y ni un soplo de viento. Por la tarde, en cambio, estaban previstas algunas nubes, pero nada preocupante, una cosa pasajera y sin importancia.

Lo cual significaba que toda Vigàta, desde los tatarabuelos a los biznietos, se largaría al campo o al mar, bien provista de las tortas llamadas sfincioni, cuddrironi o rosquillas azucaradas, arancini, pasta 'ncasciata, berenjenas a la parmesana, lechones asados, cestitas con huevos, canutillos, cassatas y otras exquisiteces para comer al aire libre, en lo que teóricamente era una merienda pero acababa convirtiéndose en una especie de comilona de fin de año.

Lo cual significaba que la playa que se extendía delante de su casa de Marinella estaría invadida por un enjambre de ruidosas familias y música a todo volumen, por cuyo motivo resultaría imposible pensar en una tranquila comida en la galería. Por eso, en previsión de todo aquel jaleo, había llamado a la trattoria de Enzo y se habían puesto de acuerdo.

A las nueve de la mañana del lunes de Pascua, su coche fue el único que se dirigió al pueblo, circulando en dirección contraria a la de la enorme serpiente de automóviles, motocicletas, furgonetas y bicicletas que se desenroscaba desde Vigàta. La comisaría, cuando llegó, estaba semidesierta. Mimì Augello había salido de Vigàta con Beba, pero regresaría por la noche, Fazio se había ido de excursión al campo, y hasta Catarella se había largado a los espacios abiertos.

Al entrar, le dijo al telefonista:

–Messineo, no me pases ninguna llamada.

–¿Y quién quiere que llame? – contestó sabiamente el hombre.

Había llevado consigo dos libros: una colección de ensayos y artículos de Borges y una novela de Daniel Chavarría ambientada en Cuba. Uno para la mañana y otro para la tarde. Sí, pero ¿por cuál de ellos empezaba? Decidió, puesto que tenía la cabeza despejada y todavía no embotada por la digestión, que lo mejor sería sin duda comenzar por Jorge Luis Borges, que siempre y en cualquier caso te obliga a ejercitar la inteligencia. Se puso a leer cómodamente sentado en el pequeño sofá que había en un rincón del despacho.

Cuando consultó el reloj, comprobó con incredulidad que ya habían transcurrido más de tres horas. Las doce y media. ¿Cómo era posible? Observó que no había pasado de la página 71, allí se había detenido para reflexionar acerca de una frase:

El hecho mismo de percibir, de atender, es de orden selectivo: toda atención, toda fijación de nuestra conciencia, comporta una deliberada omisión de lo no interesante.

«Eso es cierto -se dijo-, en líneas generales.» Pero en su caso particular, es decir, de policía, la selección entre lo que interesa y lo que no interesa no ha de ser contemporánea a la percepción; habría sido un grave error. La percepción de un hecho en una investigación no puede consistir en una elección contextual, tiene que ser absolutamente objetiva. Las elecciones se hacen después, con mucho esfuerzo, y no por percepción, sino por medio de razonamientos, deducciones, comparaciones, exclusiones. Y no está dicho que no comporten el mismo riesgo de error, antes al contrario. Sin embargo, porcentualmente, la posibilidad de error es más baja en comparación con una elección debida a una instintiva selección perceptiva. Pero por otra parte y si bien se miraba, ¿en qué consistía aquello que Hammett llamaba «el instinto de caza» sino en la capacidad de una fulmínea selección en el propio acto de la percepción?

Pues entonces ¿qué habría podido escribir y aconsejar un ideal Manual del perfecto investigador? ¿Acaso la virtud estribaba en la mediocridad, como de costumbre (y se enfureció consigo mismo por la frase hecha que le había acudido a la mente)? Es decir, que la elección perceptiva debía tenerse muy en cuenta, pues era lo primero que había que discutir hasta llegar a su negación.

Complacido por las alturas filosóficas alcanzadas, notó que le estaba entrando apetito. Entonces llamó a la trattoria. Le contestó un camarero.

Voz desconocida, debía de ser un ayudante llamado para echar provisionalmente una mano.

–Soy Montalbano. Pásame a Enzo.

En segundo plano un guirigay de voces, gritos, carcajadas, llanto de niños, tintineos variados de vasos, platos, cubiertos.

Dottore, ha acertado al no venir aquí -dijo Enzo-. Un follón tremendo. No nos queda ni un sitio libre. Su comida está lista. Dentro de un cuarto de hora como máximo se la mando llevar.

Dedicó el cuarto de hora de espera a retirar de la superficie del escritorio todas las cosas que había y a cubrirla con las páginas de un periódico viejo. Con unos cuantos minutos de retraso se presentó un muchacho con dos bolsas de plástico. Dentro había tres fiambreras de gran tamaño, una con la pasta, otra con el pescado y la tercera con los entremeses, aparte del pan, media botella de vino, media de agua mineral, cubiertos y vasos. El muchacho dijo que pasaría al cabo de una hora para llevarse las cosas sucias y se fue para seguir echando una mano en la trattoria. Montalbano disfrutó tomándoselo con calma. Cuando terminó, las fiambreras relucían como si acabaran de salir de la fábrica. Introdujo lo que quedaba en las bolsas, retiró las páginas de periódico, volvió a ordenar el escritorio, abandonó el despacho, entregó las bolsas al agente de guardia diciéndole que pasaría un muchacho por ellas y añadió:

–Voy a dar una vuelta.

El bar que había cerca de la comisaría estaba abierto, pero no había ningún cliente. Se tomó un café y, caminando por unas calles donde no había ni un alma, se dirigió al muelle para dar su habitual paseo hasta el faro. Se sentó en la roca aplanada, se llenó una mano de piedrecitas y empezó a arrojarlas una a una al agua. Observó que desde poniente se estaban acercando a gran velocidad unas densas y negras nubes de agua. El tiempo estaba cambiando rápidamente.

Quién sabe qué estaría haciendo Livia en aquel momento. Había decidido irse de excursión a Marsella con unos compañeros de la oficina y había insistido mucho en que él también formara parte del grupo.

–Perdóname, Livia, pero de verdad que no puedo. Es un período de mucho trabajo.

Era una trola, jamás había tenido tan pocas cosas que hacer como aquellos días. Pero no le apetecía conocer a otras personas, el placer de estar con Livia quedaría anulado por el malestar de tener que convivir, aunque sólo fuese durante tres días, con gente que a ella le era familiar, pero absolutamente desconocida para él.

–La verdad es que te estás haciendo viejo -replicó Livia cuando él decidió confesarle que la verdadera razón de su negativa era justamente aquélla.

¿Y qué? ¿Qué coño quería decir? Si uno se hace viejo, ¿por qué no disfrutar de los privilegios que otorga la vejez junto con las molestias que conlleva? ¿Era dueño o no de no querer hacer nuevas amistades?

Comenzó a soplar un viento muy desagradable. Mejor regresar a la comisaría. Una vez en su despacho, se instaló mejor acercando un silloncito al sofá donde pensaba tumbarse para apoyar las piernas en él.

Volvió a tomar el libro de Borges. Pero al cabo de unos diez minutos escasos los ojos empezaron a cerrársele, resistió heroicamente la lectura todavía un ratito y después, sin saber cómo, los párpados se le cerraron de golpe cual persianas metálicas.

Un ruido espantoso lo despertó y lo hizo levantarse de un salto, presa del pánico. Jesús, pero ¿qué estaba ocurriendo? ¿Por qué estaba tan oscura la estancia? Entonces se dio cuenta de que se había desencadenado un temporal, que el agua del cielo caía como si la arrojaran con baldes y que fuera se estaba desarrollando un impresionante juego de truenos y relámpagos. ¡Aquello era algo más que el ligero encapotamiento previsto por la televisión! Pero ¿cuánto rato llevaba durmiendo? El reloj marcaba las cuatro. Quizá fuera mejor regresar a Marinella, seguramente el temporal habría vaciado la playa de excursionistas. Fue a abrir la puerta del despacho y se estaba poniendo la chaqueta cuando un fuerte grito a su espalda lo dejó helado.

–¡Miiiiiiiiiii!

Se giró. Era Catarella, que se agarraba con ambas manos a la jamba para no caer de rodillas.

Dottori! ¿Usía estaba aquí? ¡Nada me ha dicho el muy cabrón de Messineo! Ay, dottori, ¿qué ha sido?

Mejor no decirle la verdad, no la habría comprendido.

–Esperaba dos llamadas que ya he recibido. Y ahora me marcho a casa. ¿Has pasado bien el lunes de Pascua?

–Sí, señor dottori. He estado con los familiares de la familia de ella.

–¿De qué ella, Catarè?

–De ella de mi novia, dottori, o sea con su padre y su madre de ella, su hermano de ella, su hermana la chica y su hermana la mayor, suyas de ella, que ha ido con su marido suyo de ella, o sea, de la hermana mayor, en sus campos de él en Durrueli.

–¿Suyos de quién, Catarè?

–Del marido de la hermana mayor de mi novia, dottore. Cabrito al horno hemos comido. Después ha cambiado el tiempo y hemos regresado. Y yo he vuelto al servicio.

–Muy bien, nos vemos mañana.

* * *

Tal como le había ocurrido por la mañana, tuvo que circular en sentido contrario al de la enorme serpiente de coches, ciclomotores y furgonetas que trataban de entrar de nuevo en Vigàta. El temporal lo estaba poniendo de mal humor, no hacía más que soltar tacos, dedicar gestos groseros y lanzar maldiciones a los automovilistas que se creían unos expertos e intentaban adelantar a la serpiente invadiendo su carril.

Cuando llegó a Marinella y salió a la galería, su mal humor se acentuó. Cierto que en la playa no había nadie, pero la horda había dejado a su paso bolsas, vasos y platos de plástico, botellas vacías, latas de cerveza, trozos de rosquillas, cacas de niños y papeles. Hasta donde alcanzaba la vista, no había ni un solo centímetro de arena que no estuviera sucio. Y la lluvia resaltaba la porquería. «El próximo diluvio universal no será de agua, sino de toda nuestra basura acumulada a lo largo de los siglos. Moriremos asfixiados en nuestra propia mierda.» Semejante idea empezó a provocarle picor por todo el cuerpo. Se puso a rascarse. ¿Sería posible que con el solo hecho de pensar en la suciedad uno se sintiera sucio? Por si acaso, fue a ducharse.

Cuando salió otra vez a la galería, observó que el temporal se había alejado con la misma rapidez con que había llegado. El cielo se estaba aclarando. Experimentó una irracional simpatía hacia aquel temporal aguafiestas, cosa totalmente insólita en él, que con el mal tiempo no quería tener absolutamente nada que ver. Sonó el teléfono. Estuvo tentado de no contestar. ¿Y si fuera Livia que lo llamaba desde Marsella?

–¿Diga?

–Soy Fazio, dottore.

–¿Dónde estás?

–En Piano Torretta. Lo estoy llamando por el móvil.

–¿Y qué haces tú en Piano Torretta?

Dottore, habíamos decidido pasar juntos el lunes de Pascua Gallo, Galluzzo y yo con nuestras familias. Y nos hemos dirigido hacia Sgombro.

–¿Y qué?

–Después el tiempo ha empezado a cambiar y hemos vuelto a subir al coche para regresar a Vigàta.

–¿Qué habéis comido? – preguntó Montalbano.

Fazio se sorprendió.

–¿Cómo? ¿Quiere saber lo que hemos comido?

–Me parece importante, puesto que te empeñas en presentarme un informe sobre cómo habéis pasado el día de fiesta.

–Disculpe, dottore, pero le estoy contando la cosa en orden cronológico. A la altura de Piano Torretta hemos visto que había jaleo.

–¿Qué clase de jaleo?

–Pues no sé… mujeres que lloraban… hombres que corrían…

–¿Qué había ocurrido?

–Ha desaparecido una chiquilla de tres años, dottore.

–¿Cómo que ha desaparecido?

–No la encuentran, dottore. La estamos buscando. Gallo, Galluzzo y yo nos hemos puesto al frente de tres grupos de voluntarios… pero dentro de dos horas oscurecerá y, si no la localizamos a tiempo, habrá que organizar mejor la búsqueda… Quizá sería mejor que usted se acercara por aquí.

–Voy ahora mismo.

En la carretera de Montereale había mucho tráfico; esa vez él también formaba parte de la gigantesca serpiente del retorno. Pasada una curva, se vio perdido. Por delante de él había un centenar de vehículos bloqueados. Apenas tuvo tiempo de frenar cuando detrás paró un autocar holandés. Ahora estaba atrapado y no podía moverse ni hacia delante ni hacia atrás. Bajó del coche soltando tacos y sin saber qué hacer. En aquel momento, circulando a gran velocidad en sentido contrario y abriéndose un pasillo entre las dos hileras de automóviles, apareció un vehículo de la policía de tráfico. El agente que iba al volante lo reconoció y frenó.

–¿Puedo ayudarlo en algo, comisario?

–¿Qué ha pasado?

–Un TIR que circulaba demasiado rápido ha derrapado a causa del piso mojado y ha invadido el carril contrario mientras se acercaba un coche con cinco personas a bordo. Dos han fallecido.

–Pero ¿es que los TIR pueden circular los días festivos?

–Sí, cuando transportan productos perecederos.

–¿El conductor del TIR cómo está?

El agente lo miró desconcertado.

–En estado de shock, pero no se ha hecho nada.

–Menos mal.

El agente se sorprendió todavía más.

–¿Lo conoce?

–¿Yo? No. Pero tratadlo bien, sobre todo. Ya conocéis el interés de nuestro ministro, ese que quiere obligarnos a correr a ciento cincuenta kilómetros por hora, por los conductores de los TIR. Les hace incluso descuento en las multas.

Con la ayuda del agente de tráfico, pudo salir con gran dificultad de la hilera, describir una peligrosa curva y retroceder para tomar una carretera alternativa que, sin embargo, era un poco más larga.

Así fue como se encontró circulando al pie de una colina llamada Ciuccàfa, en cuya cumbre se levantaba el enorme chalet de don Balduccio Sinagra, donde él había estado una vez cuando investigaba la desaparición de dos ancianitos durante una excursión a Tindari. La gran familia mañosa de los Sinagra se había disgregado; al parecer sólo quedaba un superviviente, un nieto de don Balduccio, un tal Pino, llamado El Acordador, tanto por la habilidad diplomática de que solía hacer gala en los momentos delicados como por lo que se decía de él en el sentido de que una vez había estrangulado a un hombre con una cuerda de piano, aunque el tal Pino se había trasladado hacía tiempo a Canadá o Estados Unidos. Todos los bienes de los Sinagra habían sido embargados (o, por lo menos, eso decían). Orazio Guttadauro, el histórico abogado de la familia elegido ahora por clamor popular diputado al Parlamento dentro de las filas del partido de la mayoría, había conseguido salvar (o eso se decía por lo menos) el chalet de Ciuccàfa. Sobre cuyo tejado el estupefacto comisario vio asomar una gigantesca antena parabólica. Pero ¿cómo? ¡Si el chalet llevaba años cerrado! ¿Quién se había ido a vivir allí? A lo mejor lo habían alquilado.

Piano Torretta era, inexplicablemente, un pedazo de Suiza que se daba de bofetadas con el resto del paisaje. Un gran prado de forma casi circular, cubierto de verde hierba y árboles, delimitado por arbustos de plantas silvestres de gran tamaño que lo protegían también de las carreteras que lo rodeaban. Para entrar en el prado había tres pasos que se abrían en el cinturón formado por los matorrales. El comisario cruzó el primer paso que encontró, detuvo el coche y bajó. Perplejo, se dio cuenta de que estaba solo. Ni un coche, ni una persona. Nada. La verde hierba del prado, ya martirizada por las ruedas de los automóviles, aparecía ahora alfombrada por la misma masa de desechos que cubría la arena de Marinella. Un asco. El único ser que se movía era un perro que buscaba entre los restos de la gran comilona colectiva. Montalbano sacó el móvil que llevaba y marcó el número de Fazio.

Dottore, ¿es usted? Menos mal, lo estaba llamando. Acaban de encontrar ahora mismo a la chiquilla.

–¿Viva?

–Sí, señor dottore, gracias a Dios.

–¿Está herida?

–No, señor.

–¿Ha sido…?

Dottore, a mi juicio está sólo asustada.

–¿Dónde estás?

–En el chalet del doctor Riguccio. ¿Lo conoce?

–Sí. ¿Los padres están ahí?

–No, señor dottore. Los hemos avisado, se habían ido a buscarla por otra zona. Ya vienen para acá.

El chalet del doctor Riguccio se hallaba a unos seis kilómetros de Piano Torretta.

En coche se tardaba diez minutos. Un adulto caminando despacio habría tardado menos de una hora. Pero una chiquilla de tres años, ¿cómo había podido recorrer seis kilómetros sin que ni siquiera un automóvil de paso la viese bajo aquel diluvio? Y, por encima de todo, ¿cómo había tardado tan poco tiempo?

Había aproximadamente diez coches aparcados delante de la verja del chalet, que daba justo a la carretera. Fazio le salió al encuentro.

–Los padres acaban de llegar.

Desde el interior del chalet se oían risas y llantos. Debía de haber un follón tremendo.

–¿Dónde están Gallo y Galluzzo?

–Les he comunicado que Laura, la niña, había sido localizada, y han regresado a Vigàta. Mi mujer también se ha ido con ellos.

–Quisiera ver a la niña, pero no me apetece mezclarme con el jolgorio de toda esta gente.

–Espere un momento.

Regresó al cabo de un rato con un caballero sexagenario, calvo y distinguido: el doctor Riguccio. Él y Montalbano ya se conocían.

–Comisario: he mandado instalar a la niña en mi dormitorio y sólo he permitido que entraran sus padres.

–¿Ha tenido ocasión de examinarla?

–Sólo un vistazo superficial. Pero no creo que haya sufrido abusos sexuales. Lo que ha sufrido, eso sí, es un trauma muy fuerte. No consigue hablar, no consigue llorar. Le he administrado un sedante y ahora ya estará durmiendo.

–¿Quién la ha encontrado? – le preguntó Montalbano a Fazio.

Pero quien contestó fue el médico:

–No la ha encontrado nadie, comisario. Se ha presentado ella sola delante de la verja. Mi mujer la ha visto, la ha tomado en brazos y la ha llevado dentro. Hemos pensado que se había perdido, no sabíamos que la estaban buscando. Entonces he llamado a su comisaría.

–Y Catarella, que sabía que yo estaba por esta zona, me ha llamado al móvil -terminó Fazio.

–Si quiere ver a la niña, hay una escalera posterior que conduce directamente al piso de arriba -dijo el médico-. Acompáñeme.

Montalbano pareció dudar un poco…

–Si usted dice que duerme… Una pregunta, doctor. ¿Presentaba señales evidentes de golpes?

–Tenía la mejilla derecha muy hinchada y enrojecida, puede haberse golpeado contra…

–Perdone, ¿una violenta bofetada tendría el mismo efecto?

–Bueno, ahora que me hace usted pensar, pues… sí.

–Otra pregunta, la penúltima. Para acostarla, la ha desnudado, ¿verdad?

–Sí.

–En los zapatos no había mucho barro, ¿verdad? Apenas nada.

–Tiene usted razón. Ahora que lo pienso…

–Y ya que estamos, piense también en esto otro: ¿el vestidito no estaría, por casualidad, absolutamente seco?

–¡Dios mío! – exclamó el médico-. Ahora que lo pienso… pues sí, estaba seco.

–Gracias, doctor, me ha sido usted muy útil. No quiero entretenerlo más. Fazio, ¿puedes decirle al padre de la niña que necesito hablar con él?

Se había fumado medio cigarrillo cuando Fazio regresó acompañado de un cuarentón rubio, vestido con unos vaqueros y un jersey inicialmente elegantes pero ahora sucios y mojados, y calzado con unos zapatos carísimos en principio pero ahora convertidos en los zapatones gastados y cubiertos de barro de un mendigo.

–Soy Fernando Belli, comisario.

Montalbano lo situó enseguida. Era un romano casado con una mujer de Vigàta. Dos años atrás se había convertido en el más destacado comerciante de pescado al por mayor de todo el pueblo: propietario de camiones frigoríficos y hombre de gran empuje, en poco tiempo se había hecho con el monopolio del mercado. Sin embargo, raras veces se lo veía por Vigàta, pues sus negocios más importantes los hacía en Roma, donde vivía, mientras que del negocio del pescado se encargaba el hermano de su mujer. Tenía fama de hombre serio y honrado.

Estaba todavía visiblemente trastornado por lo ocurrido. Temblaba a causa de los nervios y el frío. Montalbano se compadeció de él.

–Señor Belli, sólo unos minutos y después lo dejo regresar junto a su hija. ¿Cuándo se han dado cuenta de su desaparición?

–Pues… muy poco tiempo antes de que se pusiera a llover, íbamos con tres coches, mis suegros, mi cuñado y la familia de un amigo. Acabábamos de cargarlo todo para regresar a Vigàta cuando hemos reparado en que Laura, a la que hasta cinco minutos antes habíamos visto jugar con la pelota, ya no estaba con nosotros. Hemos comenzado a llamarla, a buscarla… Otras personas a las que no conocíamos se han unido a la búsqueda… Ha sido terrible.

–Comprendo. ¿Dónde estaban ustedes?

–Habíamos preparado la mesa un poco hacia el borde del prado… cerca de las plantas que lo rodean.

–¿Tiene usted idea de lo que ha ocurrido?

–Creo que Laura, quizá persiguiendo la pelota, dio a parar al otro lado del seto, a la carretera, y ya no ha sabido cómo regresar. A lo mejor la ha recogido algún automovilista que la ha acompañado a la primera casa que ha visto.

Ah, ¿conque eso era lo que pensaba el señor Belli? ¡Pero si entre Piano Torretta y el chalet del médico había por lo menos unas cincuenta casas! Sin embargo, mejor no insistir.

–Oiga, señor Belli, ¿mañana por la mañana podría pasar por la comisaría? Una simple formalidad, puede creerme. – Y en cuanto el hombre se fue, añadió-: Fazio, manda que te entreguen la ropa de la chiquilla y llévala a la Policía Científica. Y averigua la vida y milagros del señor Belli. A mí esta historia no me convence. Nos vemos.

* * *

–¿Dottor Montalbano? Soy Fernando Belli. Esta mañana tenía que ir a verlo tal como acordamos, pero, por desgracia, no podré.

–¿La niña se encuentra mal?

–No, la niña está relativamente bien.

–¿Ha conseguido decir algo?

–No, pero hemos llamado a una psicóloga que está tratando de ganarse su confianza. Soy yo el que tiene mucha fiebre. Debe de ser una reacción natural al susto que me llevé y a toda la lluvia que me cayó encima.

–Mire, vamos a hacer una cosa: si puedo y usted se siente con ánimos, voy yo a su casa por la tarde; en caso contrario, lo dejamos todo para más adelante.

–De acuerdo.

En el despacho, mientras Montalbano atendía la llamada, estaban también presentes Fazio y Mimì, que ya había sido informado del asunto. El comisario les contó lo que el hombre acababa de decirle.

–Bueno pues, ¿qué me cuentas de Belli? – le preguntó a continuación a Fazio.

Éste se introdujo una mano en el bolsillo.

–¡Alto! – exclamó en tono amenazador Montalbano-. ¿Cuáles son tus intenciones? ¿Sacar un papelito y darme a conocer el nombre y los apellidos de los abuelos de Belli? ¿El apodo de su primo hermano? ¿En qué barbería se afeita?

–Perdone -dijo Fazio en tono abatido.

–Cuando te jubiles, te juro que moveré cielo y tierra para que puedas trabajar en el registro civil de Vigàta. De esa manera, podrás desahogarte a tu gusto.

–Perdone -repitió Fazio.

–Adelante. Dime lo esencial.

–Belli, su mujer que se llama Lina y la niña llegaron a Vigàta desde Roma hace cuatro días para pasar las fiestas de Pascua con los padres de la señora Lina, los Mongiardino. De quienes son huéspedes. Lo hacen siempre así por Navidad y por Pascua.

–¿Cuánto tiempo llevan casados?

–Cinco años.

–¿Cómo se conocieron?

–Gerlando, el hermano de la señora Lina, y Belli se conocieron en la mili y se hicieron amigos. De vez en cuando Gerlando iba a ver a Belli a Roma. Pero hace siete años fue Belli quien vino a Vigàta. Conoció a la hermana de su amigo y se enamoró de ella. Se casaron dos años después, aquí en Vigàta.

–¿Qué hace Belli en Roma?

–En Roma también es mayorista de pescado. Está al frente de una empresa que le dejó su padre, pero que él supo ampliar. Sin embargo, tiene otros negocios, hasta parece que de vez en cuando se dedica a la producción cinematográfica o, por lo menos, invierte dinero en ello. De la empresa de aquí se encarga el cuñado Gerlando, pero…

–¿Pero?

–Por lo visto Belli no está muy contento con la manera en que su cuñado lleva el negocio. De vez en cuando viene a pasar media jornada en Vigàta y siempre acaba peleándose con Gerlando.

–¿Está casado?

–¿Gerlando? Es un mujeriego del copón, dottore.

–No te he preguntado si es un putero, te he preguntado si está casado.

–Sí, señor, está casado.

–¿Y el motivo de las disputas entre los cuñados lo has averiguado?

–No, señor.

–Por consiguiente -terció Mimì-, creo que se puede llegar a la conclusión de que Belli es un hombre muy rico.

–Por supuesto -asintió Fazio.

–En cuyo caso la hipótesis de un secuestro de la niña con fines de extorsión no es tan descabellada.

–Es tan descabellada -replicó Montalbano- que se pierde en la estratosfera. Explícame entonces por qué la dejaron en libertad.

–¿Y quién dice que la dejaran en libertad? Pudo haber escapado.

–¡Anda ya!

–O, en determinado momento, los secuestradores no tuvieron valor.

–Mimì, ¿por qué esta mañana te apetece tanto decir chorradas? Quien hace ciento hace quinientos.

–También podría haber sido un pedófilo -sugirió Fazio.

–¿Que, en determinado momento, tampoco tuvo el valor de aprovecharse de la niña? ¡Quita, Fazio, por Dios! ¡Un pedófilo habría tenido todo el tiempo que hubiera hecho falta para hacer las guarradas que hubiera querido! Y no me vengáis ahora con la historia de que la niña fue secuestrada para venderla. De acuerdo con que hoy en día los críos son una mercancía muy valiosa, en Nueva York parece que los roban en los hospitales, en Irán después del terremoto arramblaron con todos los que se habían quedado sin familia para venderlos, en Brasil ya no digamos…

–Perdona, pero ¿por qué lo excluyes tan taxativamente? – preguntó Mimì.

–Porque quien roba niños para comerciar con ellos es peor que la mierda. Y la mierda no se arrepiente de sus actos. No vuelve a poner en libertad a una criatura tras haberla capturado. En caso de que tenga alguna dificultad, la mata. Recordad que nosotros aquí en Vigàta tuvimos un ejemplo con el chiquillo inmigrante ilegal al que atropellaron.

–Yo me pregunto -añadió Mimì- por qué la dejaron delante del chalet del doctor Riguccio.

–Ésa no es la pregunta, Mimì. La pregunta es: ¿por qué el que se llevó a la niña la mantuvo dos horas en el interior de su automóvil?

–Pero, según usía, ¿qué es lo que ocurrió? – terció Fazio.

–Por lo que nos ha dicho Belli, habían preparado la mesa junto al borde del prado, es decir, muy cerca de los matorrales que lo rodean. Al ver que está a punto de desencadenarse un temporal, lo cargan todo precipitadamente en los coches y se dan cuenta de que Laura, que estaba jugando con una pelota allí cerca, ha desaparecido. Empiezan a buscarla pocos minutos antes de que llegue la tormenta, pero no la encuentran. En mi opinión, la chiquilla lanzaría de alguna manera la pelota al otro lado de los arbustos, hacia la carretera. Para recuperarla, descubre un pequeño hueco y lo cruza. Recobra la pelota, pero no consigue hallar el camino de regreso. Se echa a llorar. En ese momento, alguien que está subiendo a su coche o que pasa casualmente por allí o que estaba deliberadamente apostado a la espera de la ocasión propicia se apodera de la niña. Sólo entonces empieza a llover a cántaros. Recordemos que la ropa de Laura estaba seca. Por cierto, ¿la has llevado a la Científica?

–Sí, señor. Confían en poder decirnos algo a partir de mañana.

–El hombre se aleja de Piano Torretta en su coche -prosiguió Montalbano-. Sabe que ya están buscando a Laura y el hecho de permanecer en la zona es peligroso. La niña está aterrorizada, tal vez grita, y entonces el hombre la aturde soltándole un bofetón. Después se detiene y permanece una hora y media o dos horas bajo la lluvia sin salir del coche. Cuando escampa, vuelve a ponerse en marcha y deja en libertad a Laura delante de un chalet donde observa que hay gente. Quiere que la descubran de inmediato. De otro modo, la habría soltado por el campo. Y regreso a la pregunta: ¿por qué la ha retenido todo ese tiempo sin hacerle nada?

–A lo mejor se excitaba viéndola tan asustada, puede que se estuviera masturbando -apuntó Fazio, poniéndose tan colorado como un tomate.

–Tú te has emperrado con el pedófilo y has descubierto una nueva variedad: el pedófilo tímido. Pero como todo es posible, también por eso te he mandado llevar la ropa a la Científica.

–Perdonadme, pero ¿y si la persona que se llevó a Laura fuera una mujer? – preguntó Mimì.

Montalbano y Fazio lo miraron perplejos.

–Explícate mejor -dijo el comisario.

–Suponed que quien ve a la niña llorando es una mujer. Una mujer casada que no puede tener hijos. Ve a una niña extraviada que llora. Su primer instinto es acogerla, llevarla consigo. La mete en su coche y la mira, debatiéndose entre la idea de secuestrarla y la de devolverla a sus padres. Su maternidad frustrada…

–Pero ¿por qué no te vas a tomar por el culo? – saltó Montalbano, asqueado-. ¡Tú nos estás contando una película lacrimógena que ni siquiera Belli el pescadero se atrevería a producir! ¿Sabes que desde que te casaste te has echado a perder? ¡Me preocupas muy en serio, Mimì!

–¿En qué sentido me he echado a perder?

–En el sentido de que has mejorado.

–¿Ves como dices bobadas?

–No. En otros tiempos palabras como «maternidad frustrada» ni siquiera se te habrían pasado por la cabeza. En otros tiempos, si una mujer te hubiera confesado que no conseguía tener hijos, tú le habrías dicho: «¿Quiere probar conmigo?» Ahora, en cambio, tienes en cuenta la situación, te compadeces de ella… has sentado la cabeza, te has vuelto mejor. A los ojos de todo el mundo. Pero no a los míos. Corres el riesgo de caer en la trivialidad y por eso digo que te has echado a perder.

Sin decir ni mu, Mimì Augello se levantó y abandonó la estancia.

Dottore, creo que se lo ha tomado a mal -dijo Fazio.

Montalbano lo miró, lanzó un suspiro, se levantó y salió. La puerta del despacho de Augello estaba cerrada. Llamó suavemente, no hubo respuesta. Giró el tirador, la puerta se entreabrió y el comisario se asomó tan sólo. Mimì estaba sentado con los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos.

–¿Te has ofendido?

–No. Pero lo que has dicho es verdad y me ha provocado una punzada de nostalgia.

Montalbano volvió a cerrar y regresó a su despacho. Fazio seguía allí.

–Ah, por cierto, ayer, mientras me dirigía a Piano Torretta, por el tráfico que había me vi obligado a pasar por Ciuccàfa. Y en el tejado del chalet de los Sinagra vi instalada una antena parabólica.

–¿En el tejado del chalet de los Sinagra?

–En el tejado del chalet de los Sinagra.

–¿Una antena parabólica?

–Una antena parabólica. Y deja de repetir mis palabras, de lo contrario el diálogo no podrá seguir adelante.

–Pero ¿no está deshabitado?

–Parece que no. Averigua a quién lo han alquilado. Y comunícamelo esta tarde.

–¿Es importante?

–No es que sea importante, pero tengo curiosidad. Lo que sí es importante, en cambio, es saber el porqué de las constantes peleas entre Belli y su cuñado Gerlando.

A las cuatro de la tarde llamó a la casa de los Mongiardino.

–Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con…

–Lo sé, comisario. Mi yerno Fernando, que ya esperaba la llamada, me manda decirle que todavía no se siente con ánimos, la fiebre sigue muy alta. Le telefoneará mañana por la mañana.

–¿Han avisado a un médico?

Montalbano percibió cierto titubeo en la voz del anciano que había contestado.

–Fernando no… no ha querido.

–¿Usted es el abuelo de Laura?

–Sí.

–¿Cómo está la niña?

–Mucho mejor, gracias a Dios. Está superando el trauma. Fíjese que ya ha empezado a hablar y a contar algo. Pero sólo a la psicóloga.

–¿Y a ustedes qué les ha dicho la psicóloga?

–No ha querido decirnos nada. Afirma que el cuadro es todavía confuso. Pero en cuestión de tres o cuatro días lo tendrá todo más claro y entonces nos lo dirá.

Fazio se presentó en la comisaría a las siete de la tarde, cuando Montalbano ya había perdido la esperanza de volver a verlo.

–Ha sido muy duro, dottore. En el pueblo nadie sabía nada de nada. Un tío me ha dicho que hace unos cuatro o cinco meses unos albañiles estuvieron trabajando en el chalet. A lo mejor lo estaban acondicionando.

–¿O sea que nos hemos quedado in albis?

Fazio esbozó una triunfal sonrisa.

–No, señor dottore. Se me ha ocurrido una brillante idea. Me he preguntado: si el dottor Montalbano ha visto en el tejado una antena parabólica, ¿dónde se compró esa antena?

–Excelente pregunta.

–Entre Vigàta y Montelusa hay algo más de quince tiendas que comercializan ese artículo según la guía telefónica. Me he armado de paciencia y he empezado a llamar. He tenido suerte, porque a la séptima llamada me han dicho que la parabólica de Ciuccàfa la habían vendido e instalado ellos. La empresa se llama Montelusa Electrónica. He cogido el coche y me he ido para allá.

–¿Qué te han contado?

–Han sido amabilísimos. He tenido que esperar un cuarto de hora a que regresara el técnico y me han permitido hablar con él. Me ha explicado que en el chalet encontró a una persona joven y elegante que hablaba siciliano pero con acento americano. Parecía uno de esos personajes italoamericanos que se ven en las películas. Puesto que por teléfono ya habían acordado el precio, el joven le entregó un sobre en cuyo interior había un talón que el técnico entregó a su vez al propietario del establecimiento. Entonces he ido a hablar con el propietario. Se llama Volpini Ar…

–Me importa un carajo cómo se llame. Sigue.

–El propietario ha consultado un registro y me ha dicho que se trataba de un talón de la Banca di Trinacria.

Estaba claro que Fazio iba a hacerle una importante revelación y disfrutaba teniéndolo en ascuas.

–¿A quién pertenecía la firma?

–Ahí está lo bueno, mi querido dottore.

–No seas cabrón. ¿A quién pertenecía?

–A Balduccio Sinagra.

–Pero ¿qué dices? ¿Y se pagó debidamente?

–Sí, señor.

–Pero ¿cómo es posible? ¡Balduccio está bien muerto y enterrado! ¿Qué chorradas me estás contando?

Fazio levantó las manos en gesto de rendición.

Dottore, eso me han dicho y eso le digo yo a usted.

–Quiero saber algo más, es absolutamente necesario.

–Pero debe tener un poco de paciencia.

–¿Y eso qué quiere decir?

Dottore, yo tendría dos caminos para resolver rápidamente la cuestión. El primero sería ir al Ayuntamiento y ver cómo están los asuntos de la familia Sinagra. Pero al día siguiente todo el pueblo se habría enterado de nuestro interés por esa familia. Y no me parece conveniente. El otro es tratar de obtener alguna noticia por parte de algún miembro de la familia Cuffaro, los mafiosos enemigos de los Sinagra. Y eso tampoco me parece oportuno.

–Pues entonces, ¿qué piensas hacer?

–No me queda más remedio que ir por el pueblo haciendo las preguntas apropiadas a las personas apropiadas. Pero eso requiere tiempo.

–Muy bien. ¿Y has conseguido averiguar el motivo de las peleas entre Belli y su cuñado Gerlando?

Fazio echó los hombros hacia atrás y se acomodó mejor en la silla con una sonrisa triunfal en los labios.

Dottore, tengo un amigo que trabaja precisamente en la empresa de Belli. Di Lucia Ame…

La furibunda mirada de Montalbano lo obligó a detenerse.

–Este amigo me ha contado que la cuestión es universalmente conocida. Empezó hace un par de años, es decir, cuando ya hacía uno que la empresa funcionaba a pleno rendimiento.

–¿O sea?

–Belli, que había venido aquí a pasar unos cuantos días con su mujer y su hija, advirtió que no salían las cuentas. Habló de ello con su cuñado Gerlando y regresó a Roma. Al cabo de un mes, Gerlando le dijo por teléfono que, a su juicio, el responsable de los desfalcos era el director administrativo. Y Belli le envió al hombre una carta de despido. Sólo que, por toda respuesta, el director administrativo cogió un avión y se fue a Roma a hablar con Belli. Con papeles en la mano, demostró que él no tenía nada que ver con el asunto y que quien se llevaba el dinero era, en todo caso, Gerlando Mongiardino.

–Pero si Gerlando formaba parte de la sociedad, debía de ganarse muy bien la vida. ¿Qué necesidad tenía de birlar dinero?

–¡Dottore de mi alma, ése es un mujeriego de no te menees! ¡Y las mujeres le cuestan muy caras! Por lo visto les hace regalos bestiales, casas, coches… Y parece que su mujer es tremendamente tacaña, controla todos sus ingresos… Por eso el señor necesita disponer de dinero extra bajo mano. Así se explica la cosa.

–¿Qué hizo Belli?

–Regresó aquí y vio que el director administrativo tenía razón. Se tragó la carta de despido pidiendo disculpas y le concedió un aumento de sueldo.

–¿Y con el cuñado cómo se comportó?

–Quería denunciarlo. Pero intervinieron la mujer y los suegros. Resumiendo, lo puso bajo el control del director administrativo. Pero, a pesar de eso, Gerlando logró seguir birlando dinero. Tanto es así que el jueves pasado, cuando Belli acababa de llegar, hubo una pelea terrible, peor que las otras.

Dottori? Perdone, pero hay aquí un señor y monseñor que quiere hablar con usted personalmente en persona.

¿Un alto prelado? ¿Qué podría querer?

–Hazlo pasar.

Se levantó, fue a abrir la puerta y se encontró delante de un sexagenario sonrosado, regordete, con manos lógicamente rellenitas, cabello liso y entrecano, gafas con montura de oro. No llevaba sotana ni alzacuellos, pero se veía desde un kilómetro de distancia que era un eminente hombre de Iglesia. Poco faltó para que a su alrededor se aspirara el aroma del incienso.

–Pase -le dijo respetuosamente Montalbano, apartándose a un lado.

El monseñor pasó por delante de él con dignos pasitos y fue a sentarse en el sillón que le indicaba el comisario. Montalbano se acomodó en el otro sillón que había delante, pero en el borde del asiento en señal de respeto.

–Dígame.

El monseñor levantó las regordetas manitas.

–Tengo que hacer una premisa -dijo, apoyándose las manos en la tripa.

–Hágala.

–Comisario, he venido aquí sólo porque mi mujer no me deja en paz.

¿Su mujer? ¿Un prelado casado? Pero ¿qué novedad era ésa?

–Disculpe, monseñor, pero…

El prelado lo miró perplejo.

–No, comisario, no Monseñor sino Bonsignore. Me llamo Ernesto Bonsignore. Tengo un estanco en Gallotta.

¡Habría sido un milagro que Catarella acertara un apellido! Montalbano, soltando en su fuero interno toda una letanía de tacos, se levantó de un salto. Bonsignore imitó su ejemplo, cada vez más perplejo.

–Sentémonos aquí, estaremos más cómodos.

Se sentaron como de costumbre, el comisario detrás del escritorio, Bonsignore en una de las dos sillas que había enfrente.

–Dígame -repitió Montalbano.

El hombre se removió incómodamente en su asiento.

–¿Me permite que empiece haciendo una pregunta?

–Hágala.

–¿Tuvieron ustedes conocimiento por casualidad del secuestro de una niña?

Montalbano sintió que se le tensaban repentinamente los nervios. Decidió contestar a la pregunta con otra pregunta, tenía que andarse con mucho cuidado.

–¿Por qué me lo pregunta?

–Por una cosa que ocurrió ayer. Habíamos ido a pasar el lunes de Pascua a Sferrazzo con otros amigos. A primera hora de la tarde, como empezaba a llover, decidimos regresar. Estábamos circulando por la carretera que rodea Piano Torretta cuando el coche que tenía delante me señaló que iba a desplazarse al centro del carril para adelantar a un vehículo que estaba detenido con la puerta posterior abierta.

¡Pero qué precisión la del falso monseñor!

–Aminoré la velocidad. Y en aquel momento, del coche parado saltó una niña muy pequeña que echó a correr hacia nosotros. Parecía aterrorizada. Inmediatamente bajó un hombre del lado del conductor, agarró a la niña, que forcejeó para soltarse, y la arrojó literalmente al interior del coche.

–¿Y usted qué hizo?

–¿Qué quería usted que hiciera? Me puse de nuevo en marcha, entre otras cosas porque detrás de mí se había formado una gran hilera de vehículos. Justo cuando estaba adelantando al coche de la niña empezó a caer aquella especie de diluvio.

–Y mientras adelantaba, ¿pudo ver lo que ocurría en el interior de aquel coche?

–No podía mirar, tenía que estar atento a la carretera porque circulaban muchos automóviles en dirección contraria, pero mi mujer sí pudo.

–¿Y qué vio?

–Vio al hombre del volante mirando hacia el asiento de atrás. A lo mejor estaba hablando con la niña, que, sin embargo, no resultaba visible. Probablemente estaba en el suelo de la parte trasera.

–¿Por qué pensó su mujer en la posibilidad de un secuestro?

–La idea se le ocurrió en casa, por la noche. Volviendo a pensar en lo que habíamos visto, se puso a decir que aquel hombre no podía ser el padre de la niña, que la estaba tratando con demasiada…

–¿Con demasiada?

–Dureza. Aunque mi mujer dijo crueldad.

–Disculpe, señor Bonsignore. Pero ¿no podía tratarse de un desahogo natural, de la reacción excesiva pero lógica de un padre cuya hija empieza a ponerse pesada, baja del coche y echa a correr por la carretera en medio de un tráfico extremadamente peligroso?

Los ojos de Bonsignore se iluminaron:

–¡Es justo lo que yo le he dicho y repetido! ¡Pero no ha habido manera de convencerla!

Montalbano tenía una gran cantidad de preguntas que hacerle a Bonsignore, pero no quería ponerlo en guardia y que empezara a sospechar.

–Tranquilice a su mujer, señor Bonsignore. No tenemos constancia de ningún secuestro. Y no puedo por menos que agradecerle su interés. Por si acaso, ¿tendría la bondad de dejarme su dirección y su teléfono?