8

El señor Corso era propietario de una tienda de comestibles. Rosanna, por lo que le decía su mujer, puesto que él trabajaba como una fiera en la tienda de la mañana a la noche, era una buena chica. Siempre le habían pagado las cotizaciones a la Seguridad Social. No, la mujer le había dicho que nadie llamaba a Rosanna por teléfono. No, la chica no se había ido por su cuenta, era su mujer la que le había dicho que dejara de ir, pues una sobrina suya andaba mal de dinero y ellos habían decidido ayudarla tomándola como sirvienta. No, a la sobrina no le daban ninguna paga, sólo comer y dormir. No, señor, no tenían armas en casa. ¿Podía saber por qué pedían información sobre la chica? Ah, ¿no? Pues adiós muy buenas y gracias por todo.

La señora Concetta Pimpigallo, de soltera Currò, de setenta y tantos años y viuda del perito mercantil Arturo, antiguo contable del Consorcio Hortofrutícola, se presentó en compañía de su hija Sarina, de cincuenta y tantos años, soltera y aparentemente muda, pues en ningún momento abrió la boca. Declaró que sobre Rosanna no tenía absolutamente nada que decir. Con la mano en el pecho, podía decir que alguna vez se retrasaba un poco, pero casi nada, cinco minutos como máximo. Ella se lo advertía señalándole el reloj de pared -«un reloj suizo, mi señor comisario, de esos que ya no se fabrican, ¡funciona al segundo!»- y le restaba cinco minutos de la paga. ¿Por qué se había ido Rosanna? La chica explicó que había conocido en el mercado a la muy puta de la señora Siracusa, la cual le había propuesto trabajar para ella a cambio de una paga más alta. Eso era todo. ¿Que por qué la señora Siracusa era una gran puta? ¿El señor comisario aún no la conocía? ¿No? Cuando tuviera ocasión de conocerla, que fuera tan amable de llamar a la viuda Pimpigallo y entonces hablarían de ello. No, a Rosanna no la llamaba nadie. ¿Armas? ¿En casa? ¡Jamás, Dios mío! ¿Podían saber por qué motivo la policía…? ¿No? Pues qué se le iba a hacer.

El señor Giacomo Nicolosi era un cuarentón nervioso e insípido. Declaró que, puesto que trabajaba en Alemania, él a la chica no había tenido ocasión de conocerla personalmente. La chica había servido en su casa ocho meses, en cuyo transcurso él no había podido poner los pies en Italia, su mujer había querido contratarla porque en casa había dos hijos pequeños y los suegros de setenta y tantos años. Su mujer le había dicho que dijera que Rosanna Monaco siempre había sido una buena trabajadora y se había ido por su propia voluntad. En casa no tenían armas. ¿Por qué había acudido él a la comisaría y no su mujer, que sabía mucho más que él? Porque él jamás de los jamases habría permitido que su señora se presentara en una comisaría como una puta cualquiera.

La señora Concita Filippazzo monologó a contra corriente.

–De que Rosanna era una grandísima zorra yo me di cuenta enseguida. Yo tengo el ojo muy fino. No, señor, sobre las faenas de la casa, limpiar, fregar el suelo, preparar la comida, planchar, nada que decir. Pero zorra sí era. En primer lugar, el domingo no iba a misa y tampoco tomaba la comunión. En segundo lugar, había que ver cómo se dejaba mirar por mi marido y mi hijo. Claro que eran ellos los que la miraban, pero ella, Rosanna, se dejaba mirar. Una vez, señor comisario, entré en la cocina, pues mi marido había pedido que le preparara un café. ¿Y sabe una cosa? Mi marido sostenía con una mano la taza mientras con la otra acariciaba el culo de la chica. No, señor, yo no armé ningún escándalo, mi marido está hecho de esa manera, hasta a un salmonete le acariciaría el culo. Pero unos cuantos meses después la cosa empeoró. Yo tengo un hijo, Gasparinu, que por aquel entonces tenía dieciocho años. Una vez que Rosanna estaba haciendo la cama en la habitación de Gasparinu, yo vi a la chica inclinada hacia delante, y detrás de ella a mi hijo acariciándole el culo. Y yo me pregunto ahora: ¿es que la chica tenía un culo hecho de miel, pues hay que ver cómo se le quedaban pegadas encima todas las manos? Después de ese incidente eché de casa a esa gran zorra. No, señor, mientras estuvo con nosotros nadie le telefoneó. ¿Armas? Pero ¿cuáles?

–¿Por qué les ha preguntado si tenían armas en casa? – preguntó Fazio, que había llegado un momento antes de que el señor Nicolosi diera comienzo a su declaración y se había quedado hasta el final.

–Rosanna me ha dicho que Cusumano le entregó el arma a través de alguien cuyo nombre ella ignora. ¿Y si la cosa no hubiera sido así? ¿Y si hubiera sido ella la que robó el arma en una de las casas donde servía? ¿Y después se lo hubiera dicho a Pino para demostrarle su disponibilidad? Esencialmente no cambia nada, pero su situación se agravaría.

–¿Se han presentado todos?

–Falta una familia.

–¿Puede explicarme cómo lo sabe?

–Colocando en fila las fechas. Rosanna ha trabajado por orden en estos últimos cuatro años en casa de Trupiano, Filippazzo, Nicolosi, Corso y Pimpigallo. Entre estas familias hay unos pequeños intervalos de tiempo, el más largo entre Trupiano y Filippazzo. Y la explicación es el aborto y sus consecuencias. Faltan los últimos once meses, que no están cubiertos. Pero la señora Pimpigallo ha declarado que Rosanna le dijo que se iría a trabajar a casa de la señora Siracusa porque ésta le ofrecía una paga mejor. Sin embargo, nadie de los Siracusa se ha presentado. ¿Tú sabes algo de ellos?

–No, señor dottore. Pero puedo pedir información.

–Hazlo enseguida. ¿Dónde has estado toda la tarde?

–A mí eso de que a Pino Cusumano no se le encuentre por ninguna parte me huele a chamusquina. He preguntado. He conseguido establecer que efectivamente no está en el pueblo. Más no sé. Ah, dottore, por poco me olvido. En la cárcel de Montelusa me han confirmado que Rosanna fue a ver a Cusumano tres días antes de su excarcelación.

–Pero ¿no se necesita una petición por escrito?

–Claro, pero ella la había presentado un mes antes.

–¡Pero si no sabe escribir! ¿Quién la firmó?

–Alguien firmó como fiador.

–¿Y cómo se llama ese alguien?

–Firma ilegible, dottò.

Fazio se retiró y al poco rato entró Gallo.

Dottore, le he traído a Pino Dibetta. ¿Tengo que estar presente yo también?

–Si quieres.

–Prefiero no hacerlo. Somos demasiado amigos, no quiero ponerlo en un aprieto.

Pino Dibetta tenía algo más de veinte años. Un muchacho más bien alto, elegante por naturaleza y un poco preocupado por el hecho de que lo hubieran llamado de la comisaría.

–Estoy a su disposición -dijo, obedeciendo a la invitación del comisario para que se sentara.

–Oye -empezó Montalbano-, ¿tú sabes algo de…?

–No, nada -se apresuró a contestar. Y se mordió los labios al darse cuenta de que había cometido una tontería. Añadió para justificarse-: Yo con la historia de los neumáticos que le han cortado al coche del jefe de sección no tengo nada que ver.

–¡Pues a mí me importa un carajo el coche del jefe de sección!

–¿De veras?

–De veras.

–Pues entonces, ¿por qué me ha mandado llamar?

–Por una historia de hace unos años. Que se refiere a ti y a una chica que se llama Rosanna Monaco.

–¿Qué pasó?

–No, soy yo el que pregunta qué pasó.

–Comisario, yo la conocí en el mercado, entonces ayudaba a un tío mío que tenía un puesto de fruta y verdura. Me gustó. Y yo también le gusté a ella. Me dijo que trabajaba en la casa de una familia… ahora no recuerdo…

–Trupiano.

–Eso es. Me dio un teléfono que se había aprendido de memoria, no sabía leer ni escribir. Y entonces empecé a llamarla.

–Y cuando ella terminaba de trabajar, os veíais.

–Sí, señor.

–¿Adónde ibais?

–A pasear por el campo. Pero no podíamos estar mucho rato, ella quería regresar pronto a casa.

–¿Qué ocurrió entre vosotros?

–¿En qué sentido?

–En el sentido que tú has comprendido muy bien.

–Cosas de muchachos, besos, magreos… nada más.

–¿Ella no quería?

Pino Dibetta se puso colorado.

–Comisario, Rosanna no tenía siquiera quince años, aunque era una mujer hecha y derecha, una mujer muy guapa, pero…

–¿Pero?

–Tenía la cabeza… Razonaba como una chiquilla de cinco años. Yo temía las consecuencias, igual se ponía a contar a todo el mundo que nosotros dos habíamos hecho la cosa…

–Y la dejaste.

–No, señor comisario, yo no quería dejarla.

–¿Pues entonces?

–Una noche mientras regresaba a mi casa, me pillaron a traición dos tipos a los que no pude reconocer, iban enmascarados. Me metieron la cabeza en un saco y me molieron a palos. Me rompieron tres costillas y dos dientes. Fíjese en esta cicatriz que tengo en la frente, siete puntos me dieron. Antes de dejarme tirado en el suelo, uno me dijo: «Y olvídate de Rosanna Monaco.»

–¿Y tú qué hiciste?

–Cuando estuve en condiciones de volver a salir a la calle, llamé al número de Trupiano. Pero alguien me contestó que Rosanna ya no trabajaba para ellos y no podían decirme adónde se había ido. A Rosanna volví a verla por casualidad unos siete meses después. Pero estaba muy cambiada, delgadísima…

–¿Quién crees que te agredió?

–Al principio pensé que habían sido los dos hermanos de Rosanna. Pero después me pregunté qué motivo podían tener… y tampoco hacía falta que se presentaran enmascarados para que no los reconociera… y pensé también que no había por qué comportarse de aquella manera… habrían podido decirme si tenían algo en contra.

–Pues entonces, si no fueron los dos hermanos, ¿quiénes fueron en tu opinión?

–¡Cualquiera sabe!

–¿Sería posible que Rosanna, mientras salía contigo, tuviera otro hombre? Quizá un amante, un señor casado…

–Rosanna era virgen. Yo perdí muchas noches preguntándome quién habría sido el que casi me había matado de una paliza. Pero no llegué a ninguna conclusión.

No había nada más que decir. El comisario se levantó y el chico imitó su ejemplo. Montalbano le tendió la mano y Pino también lo hizo. Pero cuando ambas manos se estrecharon, el comisario no soltó la presa.

–¿Fuiste tú el que le cortó los neumáticos al jefe de sección?

El joven lo miró. Ambos se sonrieron.

Dottore -dijo Fazio con expresión preocupada-, a propósito de la chica, quizá habría que tomar una decisión.

–¿Por qué?

–¿Cómo que por qué? ¡Dentro de poco esto se va a convertir en un secuestro! Nadie, ni el juez ni el jefe superior, sabe que la tenemos en la comisaría.

–Nadie vendrá a reclamarla.

–Con el debido respeto, dottore, ésa no es una buena razón.

–¿Qué hay que hacer a tu juicio?

Dottore, el revólver lo llevaba en la bolsa, ¿sí o no? Nos dijo que tenía intención de matar al juez, ¿sí o no? Sí. Pues entonces actuemos siguiendo las normas y…

–… y jamás atraparemos a Cusumano. Es más, le haremos un favor porque le quitaremos de en medio a Rosanna. No existe ningún punto de contacto entre los dos. Cusumano ha sido muy listo.

–¿Y la visita a la cárcel?

–¿Tú sabes lo que se dijeron el uno al otro?

–No.

–Cualquier cosa que diga Rosanna acerca de aquel coloquio, él la negará. Y no habrá manera de demostrar lo contrario. En resumen, Fazio: necesito tener a la chica bajo control unos cuantos días más.

–Vaya con cuidado, dottore, se juega la carrera.

–Lo sé. Y por eso se me ha ocurrido una cosa. Tú estás casado, ¿verdad?

–Sí, señor.

–¿No necesitas una sirvienta en casa? La pago yo.

Fazio lo miró estupefacto.

–Pero no puedes dejarla salir. Nadie debe saberlo. Llévatela ahora mismo.

Le habían dicho que por la parte de Racalmuto había un restaurante medio oculto en una zona desconocida, pero en el que se comía como Dios manda, y hasta le habían explicado cómo llegar hasta allí. Sin embargo, no recordaba el nombre del buen samaritano. Tomó una decisión. Subió al coche y se fue. De Vigàta a Racalmuto había unos tres cuartos de hora de camino siguiendo la carretera que pasaba por debajo de los templos e iba a Caltanissetta. Pero tardó una hora y media porque dos veces se equivocó de camino para ir al restaurante. El cual se llamaba Da Peppino y era un lugar totalmente perdido entre unos almendros. Se trataba de un espacioso local con más de diez mesas casi todas ocupadas. El comisario eligió una mesita cerca de la entrada.

Mientras se estaba zampando el primero, cavatuna, una especie de macarrones con salsa de cerdo espolvoreados con queso de oveja, dos hombres que estaban sentados cerca de él pagaron la cuenta, se levantaron y se fueron. Cuando pasaron por su lado, a Montalbano le pareció reconocer a uno de ellos. El ojo de policía es así: fotografía y graba en el cerebro. Pero esa vez sólo se le ocurrió pensar que era alguien que había visto en algún sitio. De segundo tomó una salchicha a la brasa. Pero lo que provocó su entusiasmo fueron las rosquillas de la casa, sencillas, extremadamente ligeras y recubiertas de azúcar. Se llamaban taralli. Se comió tantas que hasta le dio vergüenza. Después salió y subió al coche para regresar a Vigàta. La noche era muy oscura. Antes de abandonar el camino de tierra para adentrarse en la carretera nacional, se detuvo porque había tráfico. En determinado momento vio un hueco estrecho y salió disparado, acelerando. Justo en aquel momento percibió una especie de golpe e inmediatamente después el vehículo derrapó y empezó a girar sobre sí mismo.

Montalbano se vio perdido, deslumbrado por las luces de los automóviles que circulaban en dirección contraria e inmediatamente después por las de los que circulaban en su misma dirección. Completamente empapado de sudor, levantó los brazos para dejar que el coche hiciera lo que se le había metido en la cabeza hacer, mientras por delante y por detrás se armaba todo un follón de frenazos, cláxones, voces, gritos y palabrotas. Al coche le entraron ganas de girar a la izquierda y acabó en una zanja situada al lado de la calzada. Final de la carrera. Los taralli le subieron a Montalbano desde la tripa hasta la garganta y permanecieron allí, a la espera de volver a bajar o de que los vomitaran. Dos o tres personas se acercaron corriendo y abrieron la portezuela.

–¿Se ha hecho daño?

–¡Jesús, qué susto me ha dado!

–Pero ¿qué ha sido?

–Gracias, gracias -dijo el comisario-. Habrá reventado un neumático.

Aprovechó la amabilidad de uno que, con su mujer y cinco hijos tremendamente ruidosos, se dirigía a Vigàta. En la comisaría mandó llamar a Fazio y Gallo para que se presentaran de inmediato. Con el coche de servicio conducido por Gallo regresaron al lugar del accidente. Fazio se agachó y estudió la rueda a la luz de una linterna.

–En mi opinión, le han pegado un tiro -dijo con rostro sombrío.

–En la mía también -coincidió Montalbano.

–¿Quién sabía que iría a comer a Racalmuto?

–Nadie.

Cambiaron la rueda, sacaron el vehículo de la zanja y regresaron a Vigàta. Examinaron la cubierta destrozada. No necesitaron estudiarla mucho rato. Una bala del calibre 7,65 que encontraron enseguida. Y mientras Fazio trataba de arreglar el desperfecto, el comisario volvió a recordar el restaurante. Y en su cabeza se puso en marcha una especie de cine, la proyección de una película. La escena representaba el espacioso local. Era un plano-secuencia. Los clientes que comían. El dueño que llevaba una botella de vino. Él acababa de terminarse el primer plato y, mientras el camarero se alejaba en dirección a la cocina, en una mesa a la cual permanecían sentados dos hombres, se levantó el más grueso de los dos, se acercó al teléfono que había en una pared, introdujo una ficha, habló poco y en voz baja, colgó y volvió a sentarse. Fundido; la escena es la misma, pero el propietario ha desaparecido, el camarero está llevando cuatro platos, falta una pareja joven que antes permanecía sentada a la mesa junto a la puerta de la cocina. Él se está acabando los cavatuna, los dos hombres se levantan, se dirigen a la puerta y pasan por delante de él. Y ahí él mira al hombre grueso y le parece que lo ha visto en otro lugar. La cámara hace zum sobre su rostro y muestra con toda claridad un antojo de color azulado que le recorre la mejilla desde la nariz a la oreja. Ahora la escena cambia de golpe. La plaza de Vigàta delante del Ayuntamiento. Un guardia le habla a dos perros. Aparece un coche que circula muy despacio y es adelantado por un potente vehículo deportivo. Ambos automóviles se rozan y se detienen. Baja un anciano del coche lento y del otro desciende un gamberro que le pega una hostia. Del deportivo desciende un hombre grueso, agarra al gamberro y lo introduce de nuevo en el vehículo. La cámara vuelve a hacer zum sobre su rostro: un antojo azulado le cruza la mejilla desde la nariz a la oreja. Luz en la sala y luz en la cabeza del comisario.

–Oye, Fazio, ¿tú conoces a un gordo con un antojo en la cara que debe de pertenecer al círculo de Pino Cusumano?

–¡Cómo no, dottore! Ninì Brucculeri, con antecedentes penales, una especie de hombre de confianza.

–¿Sabes dónde vive?

–Aquí en Vigàta.

–Muy bien. Coge a los hombres que necesites y tráemelo. Debe de ir armado. Es importante, incáutate del arma.

Dottore, permítame recordarle que no tenemos ningún mandamiento.

–Me importa un carajo. Si nos adelantamos a él, se sorprenderá tanto de que lo hayamos identificado en un santiamén que se vendrá abajo.

–Pero ¿por qué razón habría querido matarlo Brucculeri?

–Te equivocas, no quería matarme. Quería hacerme una advertencia. Ha sido una casualidad. He entrado en el restaurante donde él se encontraba. Entonces él ha llamado a Cusumano para comunicárselo. Y el otro le habrá dicho que me pegue un buen susto.

–Sí, pero ¿qué pretende Cusumano?

–Perdona, Fazio, pero ¿tú no lo estás buscando? Se habrá enterado de nuestro interés y se protege.

–Pero ¿está seguro, dottore? Porque es que yo he actuado con mucha cautela, he hecho preguntas, muy cierto, pero sólo a las personas que consideraba…

–Créeme, no hay ninguna otra explicación. Piénsalo bien. A estas alturas Cusumano sabe con toda seguridad que hemos detenido a Rosanna. ¿Estás de acuerdo?

–Sí, señor.

–Después tú vas por ahí haciendo preguntas sobre Cusumano. ¿Y eso qué significa? Significa que Rosanna ha hablado, que nos ha dicho que Cusumano quería que ella matara al juez Rosato. Y por consiguiente trata de poner remedio. Es como si me hubiera enviado una carta: «Ten cuidado con tus próximos movimientos.» ¿Sabes una cosa?

–No, señor.

–Cusumano será nieto e hijo de mafiosos y mafioso él mismo, pero es sobre todo un grandísimo cabrón.

Ahora el antojo de la cara de Ninì Brucculeri tiraba a verde. El gordo temblaba a causa de la furia reprimida.

–¿Puedo saber por qué se me despierta a las cuatro de la madrugada y se me traslada aquí como un delincuente? A mi mujer por poco le da un ataque.

–Porque eres un delincuente -dijo Fazio, de pie a su lado.

Montalbano, sentado detrás del escritorio, levantó una mano en gesto de paz.

Había decidido actuar un poco en plan de cachondeo, le ocurría de vez en cuando en presencia de personas arrogantes.

–Señor Brucculeri, quería de usted dos informaciones muy sencillas. La primera es la siguiente: ¿usted cenó anoche en el restaurante Da Peppino en Racalmuto?

–Sí, señor. ¿Acaso es un delito?

–No. Tanto es así que yo también estuve allí.

–Ah, ¿usted también estaba? – El tono de voz sonaba falso. Pésimo actor, Ninì Brucculeri.

–Pues sí. Mire, quería preguntarle qué comió de primero.

Todo se lo esperaba Brucculeri menos aquella pregunta. Durante un instante perdió la memoria. ¿Sería posible que lo hubieran detenido y llevado a la comisaría a las cuatro de la madrugada sólo para responder a semejante chorrada?

Ca… cavatuna con salsa de cerdo.

–Yo también. La pregunta es la siguiente: ¿estaban demasiado salados o no?

Brucculeri empezó a sudar. ¿Qué significaba toda aquella farsa? Pero, además, ¿era una farsa o era una trampa? Mejor no entrar en demasiados detalles.

–Yo los encontré bien.

–Perfecto. Le doy las gracias. La segunda es la siguiente: ¿usted es del ínter o del Milán?

Brucculeri se vio perdido. «Fuera -pensó-, fuera, esto es una auténtica trampa, tanto si contesto en un sentido como en otro estoy jodido.»

–No me interesa el fútbol.

–Bien. ¿Usted ha disparado recientemente?

–No. Sí. No no. Sí sí.

–¿El arma la llevaba? – le preguntó Montalbano a Fazio.

–Sí, señor. Una Beretta del calibre siete sesenta y cinco. Y falta una bala en el cargador.

–Ah -dijo en tono neutro. Miró a Brucculeri y le preguntó-: ¿Usted, naturalmente, tiene licencia de armas?

–No. – A aquellas alturas, al gordo el sudor ya le estaba mojando los zapatos.

–Ah -dijo Montalbano, tan neutro como si fuera Suiza-. El proyectil que hemos recogido en la rueda lo tienes tú, ¿verdad?

–Sí, señor -contestó Fazio.

–Por la mañana envías la pistola y el proyectil a Montelusa, a la policía científica.

–No me encuentro muy bien -dijo Brucculeri.

–¿A éste lo meto en la celda de seguridad? – preguntó Fazio.

–Tú verás -contestó Montalbano.