27
Cuando me desperté, mi vida ya se había vestido y me estaba mirando desde un sillón, lo que me resultó un poco siniestro. Parecía preocupado.
—Tengo malas noticias.
—Estamos aquí reunidos para llorar la pérdida de Sebastian —dijo en el desguace, contemplando a mi pobre vehículo, que los del servicio en carretera habían llevado hasta allí.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
—Desde ayer, pero no quise decírtelo. No me pareció lo correcto.
—¿De verdad es el fin? ¿No podemos hacer que viva un poco más?
—Me temo que no. Ni siquiera un equipo de mecánicos podría revivirlo. Además, te saldrá más a cuenta comprarte un coche nuevo con el dinero que te ahorrarás en repararlo.
—Soy una mujer fiel.
—Lo sé.
Guardamos silencio un momento y después le di a Sebastian una palmadita en el techo.
—Gracias por llevarme a todos los sitios a los que quería ir y por traerme de vuelta de todos ellos. Adiós, Sebastian. Te has portado muy bien conmigo.
La vida me pasó un puñado de tierra.
Yo lo recogí y lo arrojé sobre el techo de Sebastian. Retrocedimos un paso; la grúa bajó la pinza gigantesca y mi fiel amigo fue elevado hacia los cielos.
Acto seguido, fue dejado caer y aplastado.
El claxon de un coche me sacó de mis pensamientos y, al volvernos, vimos a Harry, que asomaba la cabeza por la ventana del todoterreno.
—Nuestro amigo el de los bajos lampiños está que se muere por marcharse. Su madre está al borde de la histeria, porque necesita el coche para ir a un festival de danza irlandesa.
Hice el camino de vuelta callada, lo mismo que Harry, que iba sentado a mi lado y no hacía más que enviar mensajes de texto y releer los mensajes recibidos mientras esperaba las respuestas.
—Harry está enamorado —dijo Annie, burlona.
—Enhorabuena.
Harry se sonrojó, pero sonrió.
—¿Qué ha pasado por fin con tu hombre?
—Nada.
—Ya te dije que la gente cambia mucho en tres años.
No quería que un chico de bachillerato creyera que sabía más que yo acerca de la evolución de la raza humana, de modo que le sonreí y le repliqué en tono condescendiente:
—En realidad, no ha cambiado nada. Estaba exactamente igual.
Arrugó la nariz, aparentemente disgustado al comprobar que la breve aparición de Blake del día anterior era lo normal en él y no el resultado de algún golpe en la cabeza que hubiera recibido en los tres años durante los cuales yo no lo había visto.
—Entonces has cambiado tú —dijo, sin darle mucha importancia, y volvió a concentrarse en su teléfono y en los mensajes de texto para la chica que quería que fuera la madre de sus hijos.
Me quedé todavía más callada que antes. Tenía mucho que pensar. Mi vida no dejaba de parlotear, pero después de recibir unos cuantos monosílabos por respuesta, se dio cuenta de que a mí no me apetecía hablar y me dejó tranquila. Yo había perdido mucho en ese viaje: no sólo el amor que creía tener y mi adorado coche, sino también la esperanza de redimirme. Mi sueño de dejar de vivir en una maraña de mentiras totalmente entretejida por mí parecía poco realista, o al menos me iba a exigir una lucha más encarnizada de lo que había pensado. Sentía que no tenía nada, o peor aún, que la nada era lo único que tenía. No tenía trabajo, ni coche, ni amor, y mis relaciones con mi familia y mis amigos, y todavía peor, con mi mejor amiga, estaban muy deterioradas. Lo único que conservaba era un apartamento alquilado, con una vecina que probablemente no querría volver a dirigirme la palabra nunca más y un gato al que había dejado solo durante dos noches.
Miré al otro lado. También tenía a mi vida.
Mi vida se inclinó hacia el asiento delantero en cuanto llegamos al centro.
—¿Podéis dejarnos aquí?
—¿Por qué aquí?
Nos habíamos bajado en Bond Street, en el corazón de The Liberties, en Dublín, una de las zonas más históricas y céntricas de la ciudad, donde la mayoría de las calles originales, incluida aquélla en la que nos encontrábamos, aún están empedradas. Detrás de los portones negros de la cercana cervecería Guinness, donde el humo subía hasta el cielo, unos científicos en batas blancas de laboratorio confeccionaban nuestro principal producto de exportación.
—Sígueme —me dijo mi vida, sonriéndome con orgullo.
Yo lo seguí por la calle empedrada, entre viejos muros que se levantaban a nuestros lados y ocultaban fábricas en funcionamiento, naves abandonadas y edificios con las ventanas tapiadas. Entonces, justo cuando empezaba a pensar que me había llevado hasta allí para darme una lección sobre todos los problemas que tenía la gente, quizá la misma gente que había vivido en esa calle y que a pesar de todo había salido adelante (tal vez tapiando las ventanas como medio de curación masiva), y cuando empezaba a creer que escuchar todo eso me haría sentir mejor de alguna manera, entonces mi vida sacó un manojo de llaves del bolsillo y se dirigió hacia una puerta cualquiera, que se abría en un muro con las ventanas tapiadas.
—¿Qué haces? ¿Qué hay aquí dentro?
Miré a mi alrededor, convencida de que alguien intentaría detenernos.
—Quiero enseñarte una cosa. ¿Adónde crees que iba cada vez que me marchaba?
Fruncí el ceño y de pronto me vino a la mente la imagen de mi vida engañándome con una versión más joven y guapa de mí misma, a la que se habría presentado como su vida, para poder estar a su lado. Me lo imaginé acudiendo con ella a las comidas familiares de los domingos, tratando de averiguar historias de su infancia y actuando como si ya las conociera delante de un padre posesivo y desconfiado. Supuse que se sentiría culpable por hacer creer a aquella mujer equilibrada y razonable que necesitaba una intervención de su vida, y a la vez desgarrado interiormente por lo que me estaba haciendo a mí, agotado por la doble mentira.
Noté que me estaba mirando fijamente.
—Pareces enfadada. ¿En qué piensas?
Me encogí de hombros.
—En nada. ¿Qué es este sitio?
Era una nave reconvertida, una gran espacio abierto con techos altos y paredes de ladrillo visto, polvorientas por unas obras recientes. Entramos en un ascensor y, por un momento, pensé que iba a catapultarnos a través del techo y ascender vertiginosamente por encima de los tejados, mientras mi vida, como un nuevo Willy Wonka, me iría enseñando todo lo que podía ser mío. Pero no sucedió nada de eso. Subimos hasta el séptimo piso y mi vida me condujo por un pasillo hasta una sala cuadrada llena de luz, con un montón de cajas por el suelo y una ventana con vistas a la ciudad: edificios de apartamentos y casas adosadas en primer plano y, a lo lejos, la catedral de San Patricio y los Four Courts, la primera con su tejado y el segundo con su bóveda, ambos de cobre resplandeciente. Más allá, hacia la bahía de Dublín, las grúas se recortaban contra el cielo, junto a las chimeneas a rayas rojas y blancas del Poolbeg, de doscientos metros de altura. Esperé mi lección, pero no llegó.
—Bienvenida a mi nueva oficina —dijo, con expresión radiante.
Parecía tan feliz, tan diferente del hombre que yo había conocido dos semanas antes, que me resultaba difícil creer que fuera la misma persona.
Miré las cajas que ocupaban el suelo. La mayoría seguían cerradas con cinta adhesiva, pero algunas ya estaban medio abiertas y revelaban los archivadores que contenían. Leí los carteles escritos con rotulador negro en el exterior de las cajas: MENTIRAS, 1981-2011; VERDADES, 1981-2011; NOVIOS, 1989-2011; PARIENTES POR EL LADO SILCHESTER; PARIENTES POR EL LADO STEWART… Había una caja rotulada AMIGOS DE LUCY, con varias carpetas correspondientes a diferentes apartados: ESCUELA, BACHILLERATO, UNIVERSIDAD y VARIOS, así como un archivador para cada uno de mis empleos anteriores, aunque no había hecho muchos amigos en ninguno de ellos, ni los había conservado. Había una caja rotulada VACACIONES, con compartimentos separados para cada viaje realizado, con su fecha respectiva. Me quedé mirando el suelo, mientras las fechas de diferentes momentos tomados al azar iluminaban mi memoria y me devolvían recuerdos que creía perdidos. Aquellas cajas contenían toda mi vida y resumían por escrito todo mi trato con cada una de las personas que había conocido. Mi vida llevaba un registro de todo lo sucedido, y lo analizaba y estudiaba para determinar si el acoso sufrido en el patio del colegio tenía algo que ver con el fracaso de una relación veinte años más tarde o, por el contrario, con un día de éxito en el trabajo, o si una factura que se había quedado sin pagar en Corfú guardaba alguna relación con la cerveza que me habían tirado a la cara en un bar de Dublín (y si lo menciono es porque resultó que tenía muchísimo que ver). Imaginé a ese hombre que era mi vida como una especie de científico, y a su oficina, como un laboratorio donde pasaba el tiempo antes de que yo lo conociera y donde permanecería durante el resto de mis días, analizándome y experimentando nuevas filosofías y teorías que explicaran por qué yo era como era, por qué cometía errores, por qué tomaba buenas decisiones, por qué tenía éxito y por qué fallaba. Mi vida era el trabajo de su vida.
—La señora Morgan opina que debería deshacerme de todo esto y guardarlo en una de esas diminutas memorias USB. Pero no sé, estoy chapado a la antigua. Me gustan mis informes escritos. El papel les confiere carácter.
—¿La señora Morgan? —pregunté, un poco aturdida.
—¿Recuerdas a la señora americana a la que le regalaste la tableta de chocolate? Se ofreció para ayudarme a informatizar mis archivos, pero la agencia no ha querido cubrir los gastos, así que tendré que hacerlo yo sólo en algún momento. ¡Como si no tuviera nada más que hacer! —Me sonrió—. Como probablemente recordarás de nuestra primera entrevista, ya he metido en el ordenador muchas de las cosas más importantes. ¡Ah! Te alegrará saber que tengo uno nuevo —añadió, dando unas palmaditas a un flamante ordenador de sobremesa.
—Pero…, pero…, pero…
—Es una buena observación, Lucy. Yo también la he hecho infinidad de veces. —Sonrió con suavidad—. ¿Sólo ahora se te hace raro todo esto?
—No, pero supongo que acabo de darme cuenta. ¿De verdad soy tu trabajo? ¿Solamente yo?
—¿Quieres saber si en mis ratos libres hago chapuzas en la vida de otras personas? —rió—. No, Lucy. Soy tu compañero de por vida, tu otra mitad o como quieras llamarme. ¿Has oído hablar de esa teoría de la antigüedad, según la cual tiene que haber otra parte de ti en algún sitio? Bueno, esa otra parte soy yo. —Agitó la mano torpemente, como para saludarme—. ¡Hola!
No sé por qué de repente me parecía todo tan extraño, teniendo en cuenta que ya lo había leído todo en aquella revista. Además de explicarnos el programa de su nueva dieta y de sus ejercicios de reafirmación muscular, todo ello en un recuadro independiente ilustrado con fotos de la comida recomendada (gachas de avena, arándanos, salmón y un trozo de brécol, para los que aún no estuvieran familiarizados con los tipos de alimentos), la estrella entrevistada había expuesto con minucioso detalle el funcionamiento de todo el sistema de la vida. Por eso, yo ya lo sabía y no tenía ninguna razón para sorprenderme. Sin embargo, verlo en acción en un lugar tan corriente como una oficina parecía como si le quitara la magia, y no es que yo creyera en la magia. De hecho, no creía desde que mi tío Harold, a mis cinco años de edad, había declarado con excesivo énfasis que me había robado la nariz, mientras que yo entre sus dedos no veía más que su gordo y amarillento dedo pulgar, que no se parecía en nada a mi nariz. Mi nariz no tenía una uña sucia, ni apestaba a tabaco.
—¿Cómo sabes que soy la persona que te corresponde? —Seguí preguntando—. ¿No habrá ahora mismo un tipo deprimido llamado Bob, sentado en un sofá, comiendo sándwiches de chocolate y preguntándose dónde demonios se habrá metido su vida, que en realidad eres tú, que estás aquí conmigo y todo esto es un gran error…?
—Simplemente, lo sé —dijo él—. ¿No tienes tú la misma sensación?
Lo miré directamente a los ojos y, de inmediato, me ablandé. Lo supe. Como lo había sabido durante cinco años, día tras día, cada vez que miraba a Blake. Había una conexión. Cada vez que miraba a la vida en un lugar lleno de gente, donde nada ni nadie tenía sentido para mí, sabía que estaba pensando exactamente lo mismo que yo. Lo sabía. Sencillamente, lo sabía.
—¿Y qué me dices de tu propia vida?
—Está mejorando mucho desde que nos conocimos.
—¿De verdad?
—Mis amigos no pueden creerse el cambio. Están convencidos de que acabaremos casándonos, por mucho que les insisto en que las cosas no funcionan así.
Se echó a reír y se produjo entonces un momento incómodo, durante el cual tuve la extraña sensación —debo admitirlo— de haber sido rechazada.
Desvié la mirada, porque no quería que notara mis sentimientos confusos, pero acabé mareada, porque la vida pasó literalmente como una exhalación delante de mis ojos. LUCY Y SAMUEL, 1986-1996. Esa carpeta era bastante fina. Mi padre y yo habíamos tenido una relación relativamente normal en esa época, si puede considerarse normal verlo una vez al mes, para la comida del domingo, cada vez que yo volvía a casa desde el internado. Las carpetas de los años siguientes se volvieron más gruesas durante un tiempo (siendo yo tan testaruda como él, a mis quince años empezamos a chocar); pero después, hacia los veinte años, volvieron a ser delgadas (pasaba largos períodos fuera de casa, estudiando en la universidad, lo que a él le parecía muy bien). La carpeta de los últimos tres años era más gruesa que cualquiera de las demás. Había una carpeta para mi relación con cada uno de los miembros de mi familia, pero yo no estaba ni remotamente intrigada por ver su contenido. Lo había vivido, sabía lo que había sucedido y prefería recordarlo con el sesgo y los malentendidos que el tiempo, la edad y la retrospectiva habían ido creando. Mi vida seguía hablando con orgullo y entusiasmo de sus logros, sin notar en absoluto mi incomodidad.
—De todos modos, pienso conservar todos estos papeles, aunque ya he trasladado su contenido al ordenador. Puede que sea un poco sentimental al respecto. Bueno, ¿qué te parece?
Recorrió una vez más la oficina con la mirada, encantado con lo que había conseguido.
—Me alegro mucho por ti —le sonreí, sintiéndome triste por dentro—. Me hace muy feliz que todo te esté saliendo bien.
Su sonrisa se apagó un poco, cuando notó mi estado de ánimo, pero yo no quería que lo notara. No quería estropear egoístamente su gran momento y convertirlo en otro momento que girara en torno a mí.
—Oh, Lucy.
—No, por favor. Todo está bien. Estoy bien.
Animé la cara y compuse una sonrisa fingida. Yo sabía que se notaba que era falsa y que mis palabras no parecían auténticas, pero era mejor eso que decir la verdad.
—Estoy muy contenta por ti —proseguí—. Has progresado mucho. Pero ahora, si no te importa, voy a tener que irme. Tengo…, hum…, tengo que ir a ver a una chica…, que conocí en el gimnasio y que… —Suspiré. Ya no podía mentir—. No, no es cierto. No tengo que ir a ver a nadie, pero tengo que irme. Simplemente, tengo que irme.
Asintió, un poco decepcionado.
—Lo comprendo.
De pronto, la situación se había vuelto extraña y de lo más incómoda.
—Quizá podrías ir a tomar una copa con Don esta noche, ¿no? —le pregunté, más esperanzada de lo que yo misma habría reconocido, pero entonces a mi vida se le ensombreció la cara.
—No, no creo que sea buena idea.
—¿Por qué no?
—Por lo de anoche.
—Te había invitado a una cerveza y no fuiste. Tampoco es para tanto.
—Lo fue para él —dijo mi vida con mucha seriedad—. Elegiste a Blake, Lucy, y él lo sabe. No fue solamente una cerveza. Fue una decisión que tú tenías que tomar. Lo sabes muy bien.
Tragué saliva.
—Yo no lo veía de esa forma.
Mi vida se encogió de hombros.
—Da lo mismo. Él sí.
—Pero eso no significa que vosotros dos no podáis ser amigos.
—¿No? ¿Por qué demonios iba a querer pasar el tiempo conmigo, cuando lo que quiere es estar contigo? Con Blake pasaba todo lo contrario: te quería a ti, pero no quería saber nada de tu vida. Y Don sólo puede estar con tu vida, pero contigo no. Resulta irónico, ¿verdad?
—Sí —dije yo, con una débil sonrisa—. Bueno, será mejor que me vaya. Te felicito, de verdad. Me alegro mucho por ti.
No logré ocultar la tristeza y las palabras sonaron huecas, de modo que me marché.
Compré una lata de comida para gatos y un pastel de carne y puré de patatas para calentar en el microondas, en la tienda de la esquina de mi casa. Nada más salir del ascensor, en mi piso, me quedé de piedra y quise volver a meterme. Mi madre estaba delante de mi puerta, apoyada en la pared, como si llevara mucho tiempo esperando. Mi primer impulso, como ya he dicho, fue meterme de nuevo en el ascensor, pero enseguida me di cuenta de que había algún problema y corrí hacia ella.
—Mamá.
Levantó la vista y, en cuanto le vi la cara, me sentí mal.
—¡Mamá! ¿Qué ha pasado?
Se le arrugó la cara y me tendió los brazos. Yo la abracé y la consolé, pensando que sólo necesitaba mi cariño, pero entonces oí un gemido, después otro más y a continuación un sollozo y un hipo, y me di cuenta de que estaba llorando.
—Es por papá, ¿verdad?
Su llanto se volvió todavía más intenso.
—Ha muerto. ¿Ha muerto? —pregunté, presa del pánico.
—¿Muerto? —Dejó de llorar y me miró alarmada—. ¿Por qué lo dices?
—¿Por qué? Por nada. Es sólo una suposición. Estás llorando y tú nunca lloras.
—Oh, no. No ha muerto. —Metió una mano debajo de la manga y sacó un pañuelo que ya estaba mojado—. Pero se ha acabado. Se ha acabado todo.
Empezó a llorar de nuevo.
Aturdida, le pasé un brazo por los hombros y, con la otra mano, me puse a revolver el bolso en busca de las llaves. La hice pasar al apartamento. Olía a limpio, gracias a las alfombras, y me alegré de haberme decidido finalmente a cambiar la bombilla del baño. El Señor Pan, que ya había oído nuestras voces, nos estaba esperando ansiosamente junto a la puerta y, en cuanto me vio, se puso a circular entre mis piernas con un entusiasmo que era incapaz de controlar.
—Es absolutamente insoportable —dijo mi madre entre lágrimas, refiriéndose a mi padre.
Sólo cuando entró en el apartamento, me di cuenta de que llevaba un bolso enorme, casi una maleta. Sin mirar a su alrededor, fue directamente a la cocina, se sentó en un taburete y apoyó la cabeza sobre las manos, en la encimera. El Señor Pan saltó primero al sofá, después a la encimera y, poco a poco, arrastrándose, se le fue acercando. Sin pensarlo, mi madre se puso a acariciarlo.
—Entonces ¿vuestro matrimonio se ha acabado? —le pregunté, intentando asimilar al alienígena que se había apoderado del cuerpo de mi madre.
—No, no —dijo ella, con displicencia—. ¡Lo que se ha acabado es nuestra boda!
—Pero ¿vuestro matrimonio sigue adelante?
—¡Claro que sí! —respondió, con los ojos muy abiertos, sorprendida de que se me hubiera ocurrido semejante barbaridad.
—A ver, déjame que me aclare. —Me senté a su lado—. ¿Es tan insoportable que no vas a renovar los votos matrimoniales, pero vas a seguir casada con él?
—Me casé una vez con ese hombre, ¡pero no pienso casarme dos veces con él! —declaró con firmeza, pero enseguida gimió y se derrumbó sobre la encimera. De pronto, volvió a levantar la cabeza—. ¡Lucy! ¡Tienes un gato!
—Sí. Se llama Señor Pan.
—Señor Pan —sonrió ella—. Hola, guapo. —El gato estaba en la gloria bajo sus caricias—. ¿Cuánto hace que lo tienes?
—Dos años.
—¿Dos años? ¿Y por qué no nos lo habías contado?
Me encogí de hombros, me froté los ojos y murmuré:
—En su momento me pareció normal.
—Oh, cariño, deja que te prepare un té —dijo, intuyendo un problema.
—No, tú siéntate. Ya lo preparo yo. Ponte cómoda en el sofá.
Le echó un vistazo: un armatoste de piel marrón en forma de L, que ocupaba toda la habitación.
—Me acuerdo de este sofá —dijo, y entonces miró a su alrededor y se fijó en el resto del apartamento, como si de pronto hubiera notado que era la primera vez que lo veía. Me preparé para lo peor, pero se volvió hacia mí con una sonrisa.
—¡Qué acogedor! Has hecho muy bien. Tu padre y yo nos perdemos en ese caserón enorme.
—Gracias.
Mientras yo llenaba la tetera, empezó a sonar su teléfono y ella se limitó a apretar con fuerza el bolso para silenciarlo.
—Es él. No se da por vencido.
—¿Sabe dónde estás? —pregunté.
—No, no lo sabe, y no se te ocurra decírselo.
Se dirigió a la ventana, tratando de encontrar la manera de llegar al sofá para sentarse, pero al ver que el armatoste llegaba hasta la pared, volvió sobre sus pasos en busca de otro camino.
—Mamá, ¿me puedes contar qué ha pasado?
Cuando llegó al otro extremo del sofá y se dio cuenta de que tocaba la encimera de la cocina, hizo lo que cualquier persona normal excepto mi madre habría hecho en su situación: levantó una pierna y pasó por encima del respaldo.
—Me casé con una bestia egoísta; eso es lo que ha pasado. Y tú ríete si quieres; ya sé que somos dos vejestorios, pero te aseguro que este vejestorio todavía tiene mucha vida por delante.
Se acomodó en el sofá, se quitó sus característicos zapatos negros de tacón y recogió las piernas bajo el cuerpo.
—Se ha acabado la leche —dije en tono culpable.
Normalmente, mi madre me servía el té en bandeja de plata, en su mejor porcelana. Era imposible estar a su altura.
—Lo tomaré solo, no importa —dijo, haciéndome un gesto para que le diera la taza.
Pasé por encima del respaldo del sofá con las tazas en la mano y me senté en el otro extremo de la L, con los pies apoyados en la mesita. Nunca nos habíamos sentado así, las dos juntas.
—¿Me vas a contar qué ha pasado?
Suspiró y sopló un poco el té para enfriarlo.
—No ha sido una única cosa, sino muchas, pero su conducta hacia ti fue la gota que colmó el vaso —dijo con firmeza—. ¿Cómo se atreve a hablarle de ese modo a mi hija? ¿Cómo se atreve a hablarle así a tu invitado? No creas que no se lo dije.
—Mamá, él siempre me habla así.
—Como el otro día, no. Así, no. —Me miró directamente a los ojos—. Hasta ese momento, se había limitado a ser el canalla que es. —No pude evitar que se me abriera la boca por el asombro—. Eso lo puedo soportar, pero lo del otro día fue demasiado lejos. La culpa la tiene esta condenada boda. Quería organizarla para unir a la familia y estrechar nuestros vínculos. Quería que él reflexionara un poco acerca de estos treinta y cinco años de matrimonio y que me ayudara a celebrarlos. Pero, en lugar de eso, toda la celebración se ha convertido en una fanfarria ostentosa, con gente que honestamente ni me gusta ni me importa.
Volví a quedarme boquiabierta. Estaba recibiendo una revelación tras otra, y la cabeza de mi madre me intrigaba mucho más que el estado de un matrimonio que no me importaba demasiado. Eran adultos; resultaba absurdo pensar que su vida hubiera sido un lecho de rosas durante los últimos treinta y cinco años.
—¡Y su madre! —Se llevó las manos al cabello para imitar la forma que tenía mi abuela de arreglárselo—. Esa mujer es peor ahora que cuando nos casamos. Siempre tiene que dar su opinión sobre cada pequeño detalle, y si he de serte franca, a mí su opinión me importa una mierda.
—¿Una mierda?
—¡De verdad, Lucy! ¡Es tan ofensiva y tú eres tan divertida cuando te metes con ella! —Se inclinó hacia adelante y me apoyó una mano en la rodilla—. Ojalá se me ocurrieran las cosas que le dices tú. —Rió entre dientes—. ¿Qué fue lo que le dijiste sobre la lactancia materna? ¡Dios! ¡Fue lo mejor que he oído en años! ¡Abrió tanto la boca que creí que se le iba a caer la dentadura! —Pero entonces volvió a ponerse seria—. Después de mi boda, dije que nunca más volvería a organizar nada. Tu abuela metió las pezuñas en todos los aspectos de la ceremonia, igual que hizo mi madre. Pero yo quería que esta segunda boda fuera mía, toda mía. Un bonito recuerdo que compartir con mis hijos. —Me miró con suavidad y volvió a cogerme la mano—. ¡Mi querida niña! Perdóname, Lucy, por descargar todo esto sobre ti.
—No, por favor. Sigue descargando. Lo estoy pasando genial.
Pareció sorprendida.
—No me puedo creer lo que estás diciendo —le expliqué—. ¡Siempre se te ve tan compuesta y controlada!
—Ya lo sé. —Se mordió el labio y puso cara de culpa—. Ya lo sé —susurró, casi con temor, y apoyó la cabeza sobre las manos. Después, se irguió en su asiento y dijo con firmeza—: Ya lo sé. Y lo que necesito a partir de ahora es ser alguien completamente diferente a la persona que siempre he sido. Durante toda mi vida me he comportado de la misma forma. ¡Ojalá fuera un poco más como tú, Lucy!
—¿Lo dices de verdad?
—¡Tienes tanta energía! —Dio un puñetazo en el aire—. Sabes lo que quieres y no te importa lo que digan o piensen los demás. Siempre has sido así, incluso de pequeña, y yo necesito ser un poco más como tú. Nunca he sabido qué quería ser. Ahora tampoco lo sé. Solamente sabía que tenía que casarme y tener hijos, como habían hecho mi madre y mis hermanas. Y yo también quería hacer lo mismo. Entonces conocí a tu padre, me casé con él y fui su mujer. Después, tuve hijos. —Volvió a tenderme la mano, probablemente para que no me ofendiera por lo que estaba diciendo—. Y entonces fui madre. Al final, fui eso: esposa y madre. Pero no sé si servía o sirvo para algo. Ahora los chicos y tú habéis crecido; ya sois mayores. ¿Y qué soy yo ahora?
—Yo siempre te necesitaré —protesté.
—Es muy bonito lo que dices —replicó ella, acariciándome con afecto la mejilla—. Pero no es cierto —añadió, apartándose.
—Y ahora también eres una abuela maravillosa.
Levantó la vista al cielo y volvió a poner cara de culpa.
—Sí, claro, y es muy hermoso, créeme. Pero todo lo que soy o lo que hago es para otros. Soy la abuela de Jackson, de Luke y de Jemima; soy tu madre y la de Riley y de Philip; soy la mujer de Samuel. Pero ¿quién soy yo? Algunas personas saben desde siempre para qué sirven. Mi amiga Ann siempre ha sabido que quería enseñar, y es lo que ha hecho. Se fue a vivir a España, conoció a un hombre y ahora los dos beben vino, comen embutidos, contemplan la puesta de sol todos los días y trabajan de profesores. —Suspiró—. Yo nunca he sabido qué quería hacer, ni para qué servía. Todavía no lo sé.
—No digas eso. Eres una madre maravillosa.
Sonrió tristemente.
—No te ofendas, cielo, pero quiero ser algo más.
Entonces asintió, como expresando su acuerdo con algo que estaba pensando.
—Ahora estás enfadada —dije con suavidad—. Es comprensible. Yo no podría pasar tres minutos seguidos con papá y mucho menos treinta y cinco años. Pero tal vez vuelvas a entusiasmarte con la ceremonia cuando hayas tenido tiempo de serenarte.
—No —respondió con firmeza—. Está cancelada. Lo digo de verdad.
—¡Pero sólo falta un mes! Ya se han enviado las invitaciones. Todo está programado y reservado.
—Y todo se puede cancelar. Hay tiempo de sobra. Algunas cosas tendrán un pequeño coste. Los vestidos nunca están de más y a los chicos les vendrán bien unos trajes bien cortados. Eso no me preocupa. Escribiré un mensaje personal a todos los invitados para que sepan que se ha cancelado. No pienso casarme con tu padre por segunda vez. Con una he tenido más que suficiente. Toda mi vida he hecho lo que la gente esperaba de mí. He sido responsable, consciente de mis deberes y correcta en todo momento y en todas las ocasiones, pero para celebrar mi vida (mis treinta y cinco años de matrimonio y mis tres hijos maravillosos) no necesito una ceremonia en una sala del ayuntamiento, llena de toda la gente del mundillo de los tribunales. No es lo apropiado. No representa lo que yo he conseguido en mi vida, sino únicamente lo que ha logrado tu padre en su profesión.
—¿Qué te gustaría hacer entonces?
Me miró sorprendida, pero no respondió.
—¿No lo sabes?
—No es eso. Es que nunca nadie me lo había preguntado.
—Siento no haberte ayudado. He sido muy egoísta.
—No, en absoluto. Has estado inmersa en una aventura emocionante con tu vida. Eso es importante, créeme —dijo con nostalgia—. A propósito, ¿cómo te está yendo?
—Oh —suspiré—. No lo sé.
Me miró, esperando que le contara algo más, y después de lo que había dicho acerca de no considerarse una buena madre, no pude contenerme.
—Perdí el empleo, mi coche fue al desguace, le he hecho daño a un chico muy simpático con el que tuve una aventurilla pasajera, Melanie no me habla, ni tampoco el resto de mis amigos, mi vecina piensa que soy una mala persona, fui a Wexford para decirle a Blake que lo amaba y que quería volver con él, pero cuando llegué me di cuenta de que no era así, y ahora mi vida piensa seguir adelante, pero sin mí. Ahí tienes un resumen rápido de mi situación.
Mi madre se llevó a los labios sus dedos delicados, mientras se le crispaban las comisuras de la boca. Dejó escapar un gritito agudo y, después, estalló en carcajadas.
—¡Lucy! ¡Cómo eres!
Siguió riendo, sin poder parar.
—Me alegro de que mi vida te divierta —dije sonriendo, viendo cómo caía de espaldas en el sofá, presa de un ataque de risa.
Mi madre insistió en pasar la noche conmigo, en parte por la inminencia de mi cumpleaños, pero sobre todo porque no quería molestar a Riley y a su novio, por mucho que yo le asegurara que no era gay. Mientras se duchaba, escondí al Señor Pan en un bolso de grandes dimensiones y lo llevé al parque de enfrente. Se suponía que el aire fresco nos haría bien, por lo que recé para que se levantara una brisa que se llevara todos los malos pensamientos de mi cabeza. Mi vecina, Claire, estaba sentada en un banco, en el parque infantil, con el cochecito al lado.
—¿Puedo sentarme contigo?
Asintió y me senté a su lado, con el Señor Pan sobre las rodillas. Claire lo miró.
—Lo siento. Pensé que pretendías…
—Ya lo sé —la interrumpí—. No importa.
El Señor Pan empezó a retorcerse y entonces lo solté para que se moviera a su gusto.
Nos quedamos sentadas en silencio.
—Le encantan los columpios —dijo ella por fin, mirando en esa dirección—. Nunca lo he oído reírse tanto como cuando se columpia.
—A mí también me encantaban los columpios —repliqué, y volvimos a guardar silencio.
—¿Cómo está?
—¿Perdona? —dijo ella, saliendo de su trance.
—Conor. Ayer dijiste que estaba enfermo. ¿Cómo sigue?
—No ha mejorado —respondió, con expresión distante.
—¿Lo has llevado al médico?
—No.
—Quizá deberías.
—¿Tú crees?
—Si no está bien de salud…
—Es sólo que… Detesto a los médicos. Los hospitales son todavía más odiosos, pero como mi madre está enferma, tengo que ir. No he vuelto a visitarla desde…
Dejó morir la frase, como si de pronto se sintiera confusa. Pasaron unos minutos antes de que volviera a hablar:
—Mi madre está mejor.
—Me alegro.
—Sí —sonrió ella—. Es curioso que tenga que pasar por todo esto para que volvamos a estar unidas.
—El otro día, en mi casa… ¿Era tu marido?
Asintió.
—No estamos juntos, pero…
—Nunca se sabe —dije yo, terminando la frase por ella.
Asintió.
—En realidad, no está enfermo.
—¿Tu marido?
—No, Conor. No está enfermo. Es sólo que está distinto.
—¿En qué sentido?
—Está más callado. —Se volvió hacia mí, con cara de preocupación y los ojos llenos de lágrimas—. Está mucho más callado. Ya no lo oigo tanto como antes.
Volvimos la vista hacia el columpio inmóvil y yo pensé en Blake y en los sonidos de nuestros recuerdos, que se estaban volviendo cada vez más silenciosos, y en mis sentimientos hacia él, que cada vez me parecían más alejados de mi corazón.
—Quizá eso no sea tan malo, Claire.
—Le encantaban los columpios —dijo una vez más.
—Sí —repliqué yo, notando que había hablado en pasado—. A mí también me encantaban.