6

Los Silchester no lloramos. Fue lo que me dijo mi padre cuando yo tenía cinco años y me caí de la bici, después de que me quitaran por primera vez las ruedecitas. Había estado a mi lado, guiándome por el sendero del garaje de casa, aunque más lejos de lo que a mí me habría gustado; pero no se lo dije, porque sabía que lo defraudaría. Incluso a los cinco años lo sabía. No me hice daño; estaba más bien en estado de shock, por la sensación del asfalto duro contra la rodilla cuando me di el golpe y la bicicleta se me quedó aplastada entre las piernas. Le tendí los brazos para que me ayudara, pero al final tuve que levantarme sola, siguiendo sus instrucciones. Todavía recuerdo su voz.

—Separa la bicicleta de la pierna. Ahora ponte de pie sin chillar. Levántate, Lucy.

Me levanté, encorvada como si tuvieran que amputarme la pierna, hasta que él me dijo que me pusiera de pie con la espalda erguida. Yo habría querido que me diera un abrazo; pero no se lo dije, porque sabía que quererlo o pedírselo no estaba bien desde su punto de vista, aunque en el fondo yo sabía que estaba bien. Pero él era así y yo siempre lo había entendido. Incluso a los cinco años. Quitando la época en que Blake me dejó y el día en que la vida me lo recordó, yo casi nunca lloraba y muy pocas veces tenía ganas de llorar.

Todo terminó bastante rápido. Estuvimos cinco años juntos; teníamos una vida sociable, alegre y ajetreada. Habíamos hablado de matrimonio y todas esas cosas, y aunque todavía no estábamos ni remotamente preparados, se sobreentendía que algún día nos casaríamos. Él conmigo y yo con él. Cuando fuéramos mayores. Pero en el proceso de hacernos mayores, lo perdí. En algún lugar del camino. No sucedió de un día para otro, sino gradualmente; fue desapareciendo un poco más cada día. No estoy hablando de su presencia. Siempre estábamos juntos, pero yo sentía que él se había ido a otro sitio, aunque los dos estuviéramos en la misma habitación. Entonces me dijo que me sentara y tuvimos una charla. Y eso fue todo. Bueno, en realidad la charla vino después de una conversación importante.

En esa época acababa de firmar el contrato para hacer su programa nuevo de viajes y había empezado a viajar solo, supongo que para practicar, o al menos eso fue lo que pensé en aquel momento, aunque quizá había algo más. Tal vez estaba buscando algo que no lograba encontrar en nuestra fábrica de pan reconvertida. Ahora pienso a veces que estaba saliendo con otra, pero no tengo absolutamente ninguna razón, aparte de la paranoia, en la que basar mi sospecha. Había viajado a Finlandia y, cuando volvió, cualquiera habría dicho que venía de dar un paseo por la luna o de tener una experiencia religiosa. No dejaba de hablar de la serenidad, el silencio, la paz y la sensación de unión que experimentaba con cualquier otro puñetero ser que consiguiera sobrevivir a cuarenta grados bajo cero. No dejaba de repetirme que yo no tenía ni idea y que no podía entender ni remotamente lo que quería decir. Yo le dije que lo entendía. Entendía la serenidad, la claridad y la satisfacción con la vida que uno experimenta en esos momentos perfectos. Sí, claro que lo entendía. No usaba las mismas palabras cuando lo describía, ni se me encendían los ojos de un azul puro y gélido, como si estuviera contemplando las puertas del cielo, pero sí, claro que entendía esos sentimientos.

—Lucy, no lo entiendes, te aseguro que tú no puedes entenderlo.

—¿Qué quieres decir con que yo no puedo entenderlo? ¿Cuál es la diferencia tan grande con la otra gente para que yo no pueda entender lo que se siente en un momento de puta perfección? No hace falta ir a Katmandú para encontrar la paz interior, ¿lo sabías? Algunos la encontramos aquí mismo, en la ciudad. En un baño de espuma. Con un libro. Y con un vaso de vino.

Después vino la charla. No fue inmediatamente después; tal vez pasaron unos días o quizá unas semanas. Pero en cualquier caso, fue después. Me dio tiempo a asimilar el hecho de que él me consideraba un tipo de persona diferente a él, alguien que no comprendía sus sentimientos más profundos. Nunca antes lo había notado. Yo siempre había sabido que éramos diferentes, pero no sabía que él lo sabía. Parece un detalle nimio, pero cuando uno se para a pensarlo, acaba siendo lo más importante. Cuando yo viajaba, lo hacía para ver sitios nuevos; cuando él viajaba, lo hacía para encontrar partes nuevas de sí mismo. Supongo que cuando estás tratando de encontrar todas tus partes, es difícil tener una relación con alguien que ya está completo.

Fue entonces cuando hicimos una estupidez que desearía poder cambiar cada día de mi vida. Obviamente, yo estaba alterada. Estaba tan alterada que busqué refugio en la religión: la religión de los Silchester de preocuparnos por lo que pueda pensar La Gente. Me dijo que, si eso me hacía sentir mejor, podíamos decirle a la gente que yo lo había dejado a él. Ahora, en mi actual estado de pasable sensatez, no entiendo cómo pude aceptar semejante cosa. Pero acepté. Me sirvió después de la ruptura. Me dio la fuerza necesaria para tener aquellas conversaciones con los amigos y la familia, en las que podía decir: «Las cosas no funcionaban. Tuve que dejarlo». Porque cuando decía eso, me hacían menos preguntas. Si les hubiese dicho que me había dejado él, me habrían abrumado con su piedad, habrían tratado de decirme en qué me había equivocado y dónde estaba mi error, y habrían tenido miedo de contármelo cuando se lo encontraran o cuando lo vieran con otra chica. Dijimos que yo lo había dejado a él para que todo fuera más fácil. Pero no fue más fácil, porque en realidad él me había dejado a mí y tuve que escuchar todo lo que se decía de él y fingir que no me dolía, y tuve que verlo en su programa de televisión y fingir que no me hacía daño, y tuve que oír a la gente diciendo que no tenía motivos para estar enfadada y que él debía de estar muy herido, el pobre, mientras yo estaba atrapada en esa enorme mentira cochina.

Acabé cargando con ese secreto monumental que nadie conocía, esa bola enorme de dolor que se había convertido en ira y a menudo en tristeza y después en soledad, porque nunca tuve esas necesarias conversaciones que me habrían ayudado a superar debidamente lo sucedido. Me sentía sola en mi realidad secreta. Así pues, al principio, estaba abrumada por el dolor, el enfado y la pena, y por circunstancias que quizá revele más adelante, me hice despedir de mi empleo respetable y bien remunerado; pero para poder decir que me habían despedido, habría tenido que contar a la gente por qué me habían despedido, y yo no podía contarlo, porque después de tanto tiempo, habría sido francamente incómodo admitir una mentira de tal magnitud, así que les dije a todos que me había marchado yo y entonces el resto de mi vida se fue asentando en su nuevo espacio, en torno a una serie de enormes mentiras cochinas. Y no dejaban de ser mentiras cochinas y grandísimas, por mucho que el resultado fuera el mismo.

Eso es todo lo que pensaba reconocer, porque en definitiva estaba satisfecha con el rumbo que había tomado mi vida. Si la vida hubiera intentado citarme dos años antes, lo habría entendido, porque entonces me sentía como si estuviera cayendo a un abismo, pero después no, ya no. Había caído desde una gran altura y había quedado encajada en un lugar de estabilidad quizá precaria, que fácilmente podía partirse, romperse y hacerme caer otra vez; pero me sentía muy feliz e incluso a gusto, y todo estaba bien, perfectamente bien.

Cuando bajé al vestíbulo de la deprimente torre de bloques de Lego, la señora del acento sureño ya no estaba. Le dejé sobre el mostrador la tableta de chocolate que le había llevado, la que había dicho que le gustaba cuando hablamos por teléfono, y salí del edificio, con la idea de olvidar al irritante hombrecito que me había hecho perder unas preciosas horas de domingo. Pero no pude. El irritante hombrecito representaba mi vida y, por una vez, no podía olvidarlo. En ese momento preciso no tenía ninguna distracción que me hiciera pensar en otra cosa (ningún coche que reparar, ningún e-mail que enviar, ningún fax que mandar, ningún pariente que esperara una llamada mía y ningún amigo con problemas que analizar), y me encontraba en un estado de leve angustia. Mi vida acababa de decirme que iba a estar sola y me sentiría desgraciada. No sé qué se suponía que debía hacer yo con esa información; no tengo ni idea. No me había dicho qué hacer para no estar sola ni sentirme desgraciada y yo sólo quería luchar contra la realidad, como los pacientes que reciben la noticia de una enfermedad y aun así la niegan, porque les puede diagnosticar una enfermedad sin que sientan síntomas. Vi un café en la otra esquina y encontré la solución. Me gusta el café; me hace feliz de esa manera pequeña que tienen las cosas que nos gustan. Por eso pensé que si entraba en el café, estaría acompañada, y, si pedía un café, tendría algo que me haría feliz. Ya no estaría sola ni me sentiría desgraciada. El café estaba lleno, con la excepción de una mesa pequeña. Tuve que pasar entre las mesas, en un ambiente de ruidosas conversaciones. El ruido me alegró, porque las voces ajenas impedirían que oyera mi voz interior. Pedí un café y me senté, satisfecha de poder escuchar las conversaciones de los demás. Necesitaba dejar de pensar. Mi vida estaba bien, completamente bien. Era una mujer que vivía sola, tenía un trabajo y era feliz. Necesitaba una distracción, cualquier clase de distracción. Se abrió la puerta del café, sonó la campanilla y la mitad de la sala automáticamente volvió la cabeza. Después, los hombres heterosexuales continuaron con sus conversaciones y el resto de los presentes seguimos mirando, porque acababa de entrar el tipo más arrebatadoramente apuesto que yo hubiese visto jamás en carne y hueso. Recorrió la sala con la mirada y se encaminó hacia mí.

—Hola —dijo sonriendo ese hombre tan guapo, con las manos apoyadas en la silla que yo tenía enfrente—. ¿Estás sola?

—¿Perdón?

—¿Hay alguien sentado aquí? El café está lleno. ¿Te importa que me siente contigo?

En realidad, había un asiento libre detrás de mí, pero no pensaba decírselo. El hombre tenía una cara preciosa, con nariz, labios y ojos perfectamente proporcionados y una línea del maxilar tan definida que casi habría podido rallar queso con la mandíbula. Pensé en mi familia, que había firmado para que la vida me llamara. No podía entenderlo. ¿Por qué demonios me había llamado la vida a mí, cuando había tanta gente desgraciada después de una ruptura? Mi caso no era una emergencia. Yo había seguido adelante. Estaba viviendo mi vida. No tenía miedo de conocer a gente nueva. No había quedado atrapada en el pasado. ¿Dónde estaba el problema?

—Sí, claro —dije, y después terminé mi café de un trago mientras él se sentaba—. De hecho, puedes quedarte con la mesa. Tengo que irme, porque se me hace tarde para encontrarme con mi novio.

Pareció decepcionado, pero me dio las gracias con una inclinación de la cabeza.

Sí, de acuerdo, mentí.

Pero sólo unas pocas horas después, el resultado habría sido el mismo.