9

—La semana pasada hizo el camino del Inca, ¿lo visteis? —preguntó mi amigo Jamie a todos los presentes.

Estábamos en The Wine Bistro, en el centro, el restaurante donde solíamos reunirnos para charlar, y nos estaba atendiendo el camarero de siempre, el tipo del falso acento francés. Los sospechosos habituales éramos siete, congregados en torno a una mesa para celebrar el cumpleaños de Lisa. Habíamos sido ocho, antes de que Blake empezara sus viajes; pero esa noche lo mismo habría podido estar sentado a la cabecera de la mesa, justo enfrente de mí, por la manera en que los otros se comportaban. Llevaban veinte minutos hablando de él, más o menos desde la llegada del segundo plato, y yo tenía la sensación de que podían seguir así veinte minutos más, por lo que procuraba tener la boca siempre llena de ensalada. Los Silchester no hablamos cuando comemos; por eso, más allá de un ocasional gesto de asentimiento o una ceja arqueada, no hacía falta que participara. Hablaron del episodio de la noche anterior, en el que había viajado por toda la India. Yo también lo había visto, deseando todo el tiempo que Jenna hubiera contraído la diarrea del viajero. Comentaron lo que Blake había dicho, los paisajes que había visto, la ropa que llevaba puesta y, después, destrozaron con cariño sus untuosos comentarios finales y su empalagosa mirada a la cámara, seguida del guiño, que personalmente era mi parte favorita del programa, aunque no se lo dije a los otros.

—¿A ti qué te pareció, Lucy? —preguntó Adam, matando la conversación entre ellos y dirigiéndola toda hacia mí.

Me tomé un momento para masticar y después tragué unas hojas de lechuga.

—No lo vi.

Me metí más lechuga en la boca.

—¡Oooh! —bromeó Chantelle—. ¡Qué frialdad!

Me encogí de hombros.

—¿No lo has visto nunca? —preguntó Lisa.

Negué con la cabeza.

—No sé si tengo el canal. No lo he comprobado.

—Todo el mundo tiene ese canal —dijo Adam.

—Ah. No lo sabía —sonreí.

—Ibais a hacer ese viaje juntos, ¿no? —volvió a preguntar Adam, inclinándose sobre la mesa y concentrando en mí toda su energía.

Adam fingía estar de broma, pero aunque ya hacía casi tres años de aquello, todavía se sentía agraviado por el abandono de su mejor amigo. Si yo no hubiera sido el objeto de su agresión, mi admiración por su lealtad habría sido mucho mayor. No sé muy bien qué habría hecho Blake para ganarse una devoción tan intensa, pero fuera lo que fuese lo que hubiera dicho o las lágrimas de cocodrilo que hubiera vertido ante Adam, lo cierto es que había funcionado y yo me había convertido en el enemigo público número uno. Yo lo sabía y Adam quería secretamente que yo lo supiera, pero parecía que nadie más lo había notado. Una vez más, la paranoia se estaba adueñando de mí, y yo fui tras ella.

Asentí a la pregunta de Adam.

—Sí, pensábamos ir para sus treinta años.

—¡Y lo has dejado ir solo, mal bicho! —dijo Lisa, y todos se echaron a reír.

—Con un equipo de rodaje —matizó Melanie, como para defenderme.

—Y cargado de aerosoles de bronceador, por lo visto —añadió Jamie y los demás volvieron a reír.

Y con Jenna. La mala pécora australiana.

Me encogí de hombros una vez más.

—Eso le pasa por prepararme huevos fritos en lugar de huevos escalfados. Una chica no puede permitir que le sirvan un desayuno chapucero en la cama.

Todos rieron, menos Adam. Me lanzó una mirada severa, en defensa de su amigo. Yo me metí más ensalada en la boca y miré el plato de Melanie para ver qué podía robar. Como siempre, estaba lleno de comida. Pinché un tomate cherry; con eso me aseguraba al menos veinte segundos de masticación. El tomate me estalló dentro de la boca y las semillas salieron despedidas garganta abajo y me hicieron toser. Una reacción poco elegante. Melanie me pasó un vaso de agua.

—Bueno, no le fue tan mal, después de todo. Fuimos a Las Vegas para celebrar sus treinta años —dijo Adam, lanzándome una miradita cargada de intención que casi me mata.

Los hombres presentes se miraron con expresiones maliciosas, compartiendo fugazmente el recuerdo de un fin de semana de locura que nunca nos revelarían. Se me retorció el corazón, mientras imaginaba a Blake subido a una barra, con una stripper lamiéndole Pernod de los abdominales mientras él atrapaba aceitunas con el ombligo. No era un truco que él soliera hacer en las fiestas locas, sino más bien un truco de mi imaginación.

Sonó mi móvil y apareció el nombre de Don Lockwood en la pantalla. Desde nuestra conversación telefónica más de una semana atrás había tratado de pensar en algún tipo de respuesta a la canción de Aslan, pero no se me había ocurrido ninguna. En cuanto abrí el mensaje, apareció una foto. Era una estatuilla de porcelana que representaba a una vieja con un parche en un ojo y, debajo, un texto que decía:

«Vi esto y pensé en ti».

Me aparté de la conversación y, de inmediato, respondí con un SMS.

«No ha estado bien hacerme una foto sin mi permiso. Si me lo hubieras pedido, te habría regalado mi mejor sonrisa».

«¿No decías que no tenías dientes?».

Sonreí forzadamente y me hice una foto de la dentadura. Pulsé ENVIAR.

Melanie me miró con curiosidad.

—¿Con quién hablas?

—Con nadie. Estaba viendo si se me había quedado lechuga enganchada entre los dientes —dije con soltura. Con demasiada soltura. Cada vez lo hacía mejor.

—Podrías habérmelo preguntado a mí. En serio, ¿con quién hablas?

—Número equivocado. —No era mentira. Abrí el bolso y puse un billete de veinte sobre la mesa—. Ha estado muy bien, chicos, pero tengo que irme.

Melanie gruñó.

—¡Pero si prácticamente no hemos hablado!

—¡No hemos hecho otra cosa! —respondí yo, riendo, mientras me ponía de pie.

—No hemos hablado de ti.

—¿Qué quieres saber?

Cogí mi abrigo de manos del camarero gay con falso acento francés, que antes había señalado el perchero y me había preguntado «¿Es ése su abggigo?».

Melanie pareció un poco desconcertada al verse de pronto en el punto de mira.

—Simplemente quería saber qué tal te van las cosas, pero como ya estás con un pie en la calle, no vamos a tener tiempo de enterarnos.

Dejé que el camarero gay con falso acento francés me ayudara a ponerme el abrigo y después le dije:

Il y a eu une grande explosion. Téléphonez les pompiers et sortez du bâtiment, s’il vous plaît.

Eso quería decir en francés que había habido una gran explosión y que llamara a los bomberos y saliera del edificio. El hombre me miró con expresión cansada, sonrió y se marchó a toda prisa, antes de que lo desenmascarara al estilo de Scooby Doo.

—En realidad, no necesitamos mucho tiempo para hablar de mí, porque no me ha pasado nada interesante, créeme. Ya nos pondremos al corriente un día de éstos. ¿Te parece que vaya la semana que viene a una de tus actuaciones y charlemos un poco en la cabina?

Melanie era una DJ en ascenso, con mucha demanda en el circuito de los clubes de moda. Su seudónimo era DJ Darkness («DJ Oscuridad»), pero más que nada porque no veía nunca la luz del día y no por la impresionante cabellera oscura heredada de sus antepasados armenios.

Sonrió, me dio un abrazo y me frotó con afecto la espalda.

—Me parece genial, aunque vamos a tener que leernos los labios. —Estrechó un poco más el abrazo—. Es sólo que me preocupo por ti, Lucy.

Me puse rígida. Ella debió de notarlo, porque me soltó enseguida.

—¿Qué quieres decir con eso de que te preocupas?

Pareció incómoda, como si creyera que había metido la pata.

—No era mi intención ofenderte. ¿Te he ofendido?

—Todavía no lo sé. No sé qué significa que tus amigos te digan que están preocupados por ti.

Para entonces, todos estaban escuchando. Yo intentaba mantener el tono ligero de la conversación, pero quería llegar hasta el fondo de la cuestión. Melanie nunca me había dicho algo semejante. ¿Por qué me lo decía ahora? ¿Qué tenía yo para que de pronto la gente se preocupara por mí? Volví a oír mentalmente su comentario sobre la vez que me marché de una de sus fiestas. Quizá pensaba muchas cosas acerca de mí que yo ignoraba. De pronto, me pregunté si no estarían todos en el ajo y habrían firmado también los mismos papeles que mi familia. Los miré. Parecían preocupados.

—¿Qué? —les pregunté, con una sonrisa radiante—. ¿Por qué me miráis así?

—No puedo hablar por los demás, pero yo esperaba que os pelearais —dijo David—. ¡Una buena lucha! Esperaba que os pellizcarais, que os arañarais y os arrancarais los ojos.

—¡Arráncale la ropa! ¡Retuércele los pezones! —bromeó Jamie y todos se echaron a reír.

—No voy a arrancarle la ropa —sonreí, mientras le pasaba un brazo por el hombro a Melanie—, porque prácticamente no lleva nada puesto.

Rieron.

—Sólo quería saber por qué estaba preocupada por mí, nada más —dije, alegre—. ¿Alguien más en esta mesa se preocupa por mí?

Respondieron por turnos y nunca me había sentido tan querida.

—Sólo cuando te veo al volante de ese coche —dijo Lisa.

—Sólo cuando bebemos y yo acabo tumbado bajo la mesa antes que tú —añadió David.

—A mí me preocupa tu salud mental —dijo Jamie.

—Y a mí, que te pongas ese vestido con ese abrigo —intervino Chantelle.

—Fantástico. ¿Alguien más quiere meterse conmigo? —pregunté riendo.

—A mí no me preocupas en lo más mínimo —dijo Adam.

Nadie lo entendió de la misma manera que yo.

—Y tras ese amable comentario, os dejo. Tengo que levantarme temprano. Feliz cumpleaños, Lisa. Adiós, bombo.

Le di un beso en el vientre.

Me marché.

Cogí el autobús para volver a casa. Sebastian estaba recibiendo tratamiento médico intensivo, así que había tenido que quedarse a dormir en el taller mecánico.

Mi teléfono emitió un pitido.

«Unos caninos impresionantes. Si me mandas más fotos, quizá consiga recomponerte. Eso si a tu novio no le importa…».

«Ingenioso».

«No es una respuesta».

«Lo es. Pero no la respuesta que esperabas».

«¿Qué haces mañana?».

«Ocupada. Van a despedirme».

«Novio…, trabajo… No tienes una buena semana. Me gustaría ayudar al menos en alguna de esas cosas».

«¿Hablas español?».

«¿Se lo exiges a tus novios?».

«Una vez más, ingenioso. Pero no. Es un requisito para no perder el trabajo. Están a punto de descubrir que soy una traductora de español que no sabe español».

«Horrible perspectiva. Te diré una cosa en español: Estoy buscando a Tom. Me sirvió mucho cuando estuve en España. Es lo único que me permitiré decir».

Más tarde, esa noche, cuando estaba en la cama escuchando la cinta de un curso de español, recibí otro mensaje de texto.

«Poco a poco estoy descubriendo tu verdadera personalidad. Ni desdentada ni casada. Quizá con un parche en el ojo y diez hijos. Mañana seguiré investigando».

Activé el flash de la cámara del teléfono y lo puse delante de mi cara. Me hice una foto de los ojos. Necesité varios intentos para que quedara bien. La envié. Esperé con el teléfono en la mano a que él respondiera. Nada. Tal vez me había extralimitado. Más tarde, esa noche, sonó el móvil y me eché encima para cogerlo.

«Tú me enseñaste los tuyos…».

Me desplacé hacia abajo en la pantalla y apareció la foto de una oreja perfectamente formada y sin perforaciones.

Sonreí. Después, cerré los ojos y me quedé dormida.