12
Se empeñó en empezar nuestra trayectoria juntos conociendo el lugar donde yo vivía. Imagino que estaba convencido de que la visión de mi morada le abriría las puertas de mis grandes misterios. Yo no estaba de acuerdo, porque tenía la sensación de que sólo le abriría la puerta de un apartamento muy descuidado y le haría estallar en la cara un desagradable olor a pescado podrido. La manera de entender las metáforas no fue más que el principio de nuestras diferencias. Estábamos en ello, cuando Claire volvió del hospital y se puso a mirar con desconfianza al desconocido que encontró sentado en el suelo conmigo, delante de la puerta de su apartamento. Yo me puse de pie al instante.
—No lo he dejado pasar —dije.
Se le suavizó la expresión y se volvió hacia él.
—Pensarás que soy descortés.
—No, tienes todo el derecho —dijo la vida—. Lo que me sorprende es que la hayas dejado pasar a ella.
Mi vecina sonrió.
—Le agradezco a Lucy su ayuda.
—¿Cómo está tu madre? —le pregunté.
Sabía que la vida aún estaba poniendo a prueba mi coartada, pero superé el examen sin problemas, porque la cara de mi vecina lo decía todo. Nadie podía fingir tanta preocupación.
—Está estable…, de momento —dijo—. ¿Cómo está Conor?
—Hum. Dormido.
—¿Se ha tomado el biberón?
—Sí.
Había echado todo su contenido por el desagüe.
Mi vecina pareció satisfecha. Se puso a rebuscar en el bolso y sacó unos billetes.
—Aquí tienes, por tu tiempo. Muchísimas gracias —dijo, tendiéndome el dinero.
Yo deseaba aceptarlo. Realmente lo habría aceptado. Sebastian necesitaba muchas reparaciones, la moqueta aún estaba por limpiar, mi cabello habría agradecido un peinado profesional y a mí me habría gustado comer algo que no fueran cenas de microondas. Pero no. La vida me estaba mirando, de modo que hice lo correcto.
—No puedo aceptarlo. —Tuve que hacer un gran esfuerzo para que me salieran las palabras, que pugnaban por quedarse dentro—. Lo he hecho con mucho gusto, de verdad.
Entonces llegó el momento. Introduje la llave en la cerradura y la hice girar. Con un ademán, le indiqué a la vida que pasara delante de mí. Parecía entusiasmado. Yo sentía de todo menos entusiasmo. Entré detrás de él y cerré la puerta, con una dolorosa conciencia del olor y la esperanza de que tuviera la amabilidad de no mencionarlo. El Señor Pan se despertó, se desperezó y vino deslizándose hacia nosotros para conocer a nuestro nuevo invitado, moviendo lentamente las caderas de un lado a otro, en una cadencia hipnótica que lo hizo parecer el gato más afeminado del mundo. Contempló un momento a mi vida y empezó a restregarse contra sus piernas, con la cola levantada.
—Tienes un gato —constató él, mientras se arrodillaba y se ponía a acariciarlo.
El Señor Pan se regodeaba en la gloria de ser el centro de su atención.
—Te presento al Señor Pan. Señor Pan, te presento a… ¿Cómo quieres que te llame?
—Vida.
—No puedo presentarte así a la gente. Tendremos que pensar en un nombre.
Se encogió de hombros.
—Me da igual cualquier nombre.
—De acuerdo. Te llamaré Engelbert.
—No quiero llamarme Engelbert. —Miró a su alrededor y vio mis numerosas fotografías enmarcadas de Gene Kelly y el cartel de Cantando bajo la lluvia en la puerta del baño—. Llámame Gene.
—No, no puedes llamarte así.
No podía tener más Genes en mi vida. Ya tenía a Gene Kelly y a Don Lockwood, al que le había dicho que no volviera a llamarme nunca más.
—¿Quién es el otro tipo? —preguntó, señalando el cartel.
—Donald O’Connor, en el papel de Cosmo Brown.
—Entonces me llamaré Cosmo Brown —dijo él, con un falso acento de película americana de los años cincuenta.
—No, no pienso presentarte a la gente diciendo que te llamas Cosmo.
—Cosmo o vida. Tú eliges, muñeca.
—De acuerdo, muy bien. Déjame que te enseñe el apartamento. —Me situé frente a la puerta, como una azafata, y extendí los brazos, como si fuera a repasar los procedimientos de emergencia—. A mi izquierda, el baño. Si quieres usarlo, tendrás que encender la luz del extractor de la cocina, porque la bombilla está quemada. A mi derecha, la cocina. Un poco más a mi izquierda, el dormitorio, y un poco más a la derecha, el cuarto de estar. Fin del recorrido.
Hice una reverencia. Mi vida podía abarcarlo todo desde donde estaba. Sólo tenía que mover los ojos.
Estudió todo el espacio.
—¿Qué te parece? —le pregunté.
—Apesta a pescado. ¿Y qué es eso que hay ahí, en la alfombra?
Suspiré. No había podido concederme ni un minuto de cortesía, que era el fundamento sobre el que había construido mi vida.
—Es cóctel de gambas. El Señor Pan lo volcó y lo repartió por el suelo con las patas. ¿Satisfecho?
—Sí, pero me refería a eso —dijo, señalando lo que estaba escrito en la moqueta.
—¡Ah, eso! Es el nombre de una empresa de limpieza de alfombras.
—Claro que sí. —Se volvió hacia mí con ojos sonrientes—. No voy a preguntarte por qué está escrito en el suelo. Llámalos —añadió.
Se fue directamente a mi armario esquinero y se puso a revolver mis golosinas. El Señor Pan lo siguió, el muy traidor. La vida se sentó en la encimera y se puso a comer galletas, cosa que me fastidió, porque pensaba comérmelas para la cena.
—La alfombra está asquerosa. Tienes que llamarlos.
—No puedo faltar al trabajo para quedarme en casa a esperar a que vengan. Ese tipo de cosas siempre son una molestia.
—Pídeles que vengan durante el fin de semana, y, si no pueden, siempre está la posibilidad de que mañana te despidan.
—Pensaba que habías venido para hacerme sentir mejor.
—¿No querías que te despidieran?
—Sí, así es. Pero quería entrar en el expediente de regulación de empleo y no que me despidieran por no saber español.
—No es precisamente una menudencia. Se supone que eres su experta en idiomas.
—Hablo otros cinco idiomas —repliqué secamente.
—¡Pero en ninguno dices la verdad! —contestó él riendo, antes de meterse una galleta entera en la boca.
Lo miré de arriba abajo, con cierta repulsión.
—Tienes ginecomastia.
—¿Qué es eso?
—¿Por qué no lo buscas en ese ordenador tuyo?
—Lo buscaré. —Sacó su iPhone—. Y ahora, llámalos. La alfombra está asquerosa. No se ha limpiado como Dios manda desde que te mudaste y sospecho que incluso desde hace más tiempo, por lo que tiene incrustados piel, pelos y uñas tuyas y de algún desconocido, además de pelos del gato y todos los bichos y bacterias que tenga dentro ese animal, y, cada vez que respiras, inhalas todo eso y te lo metes en los pulmones.
Asqueada, intenté quitarle el teléfono de la mano, pero él lo agarró con fuerza.
—Es mi teléfono. Usa el tuyo. Estoy buscando «ginecomastia» en Google.
Contuve la risa y marqué el número de información para que me conectaran con la empresa de limpieza de alfombras. Un segundo antes de que atendieran la llamada deseé que volviera a contestar Don. Pero no. Me atendió un señor mayor llamado Roger y en dos minutos acordamos que vendría a casa el domingo. Colgué bastante orgullosa de mí misma. Al fin había hecho algo. Pero la vida no pensaba felicitarme. Al contrario, me estaba mirando con expresión colérica.
—¿Qué pasa?
—Me has dicho que tengo tetas.
Me eché a reír.
—Bueno, te has descuidado un poco, ¿no?
—La culpa no ha sido mía.
—Yo voy al gimnasio cinco días a la semana —me defendí.
—Probablemente es la única razón por la que aún seguimos en pie tú y yo —respondió, mientras bajaba de un salto de la encimera y pasaba por encima del respaldo del sofá para ir a sentarse.
—No puedo dejar de comentar tu aspecto. Pareces tan… sucio. Necesitas una renovación total. ¿Tienes alguna otra cosa en el guardarropa? —Hice una pausa—. ¿Tienes guardarropa?
—Esto no es un programa de televisión, Lucy. No soy tu proyecto. No creas que todo se arreglará si dedicas un día a sacarme brillo a las uñas y hacerme una permanente.
—¿Y qué tal una depilación de la espalda y los pelos del culo?
—Eres repulsiva y me da vergüenza ser tu vida. —Dio un bocado a otra galleta y señaló mi cama con un movimiento de cabeza—. ¿Has tenido alguna visita?
—Me resulta incómodo hablar de eso contigo.
—¿Porque soy un hombre?
—Porque… No creo que sea importante. Sí, de acuerdo, porque eres un hombre. Pero no soy ninguna mojigata. —Levanté la barbilla y pasé por encima del respaldo del sofá para ir a sentarme a su lado—. La respuesta es no. No he tenido ninguna visita, pero eso no significa que no haya habido actividad.
—¡No tienes por qué contarme los detalles! —exclamó, arrugando la nariz.
—No, no me refiero a la cama —aclaré, levantando la vista al cielo—. Me refiero a mi vida.
—Espera un momento. —Sonrió, se puso a buscar en su mochila y sacó un iPad—. Estás hablando de Alex Buckley —leyó—. Corredor de bolsa. Lo conociste en un bar. A ti te gustó su corbata, y a él, tus tetas, aunque no lo dijo. Bueno, no te lo dijo a ti, pero se lo dijo a su colega, Tony, que replicó: «¡Sí! ¿Por qué no? ¡Tíratela!». Un encanto. A ti te dijo, y abro comillas: «Debo de tener algo en los ojos, porque no puedo quitártelos de encima». Cierro comillas. —Se echó a reír a carcajadas—. ¡No me digas que eso funciona contigo!
—No. —Extraje una pluma del cojín y, al verla, el Señor Pan se me acercó para jugar—. Lo que funcionó fueron las copas que me pagó. En cualquier caso, fue amable y simpático.
—Fuiste con él a su casa. —Siguió leyendo y de pronto puso cara de disgusto—. No creo que sea necesario leer todo esto. Blablablá y te marchaste antes del desayuno. Eso fue hace diez meses.
—No fue hace diez meses. Fue hace… —Me puse a calcularlo mentalmente—. Bueno, no fue hace diez meses.
—Fue la última vez que tuviste algo de acción —dijo, con fingida desaprobación—, al menos fuera de este apartamento.
—¡Déjalo ya, por favor! Sí, lo reconozco. Soy muy exigente con los hombres. No puedo irme a la cama con cualquiera.
—Claro, sólo con tipos muy especiales, como Alex Buckley, el corredor de bolsa encaprichado con tus tetas.
Me eché a reír.
—Ya sabes lo que quiero decir.
—«Exigente» es decir poco. —Se puso serio—. No estás ni remotamente preparada para relacionarte con un hombre. Todavía no has superado lo de Blake.
—¡No seas ridículo! Lo he superado total y absolutamente —exageré, hablando como una adolescente engreída.
—No es cierto. Si lo hubieras superado, no habrías tenido que beber como un cosaco para acercarte a un hombre. Si lo hubieras superado, habrías sido capaz de seguir tu camino y conocer a otro.
—Si me lo permites, te recordaré que no necesito relacionarme con ningún hombre para sentirme completa. Me basta con estar contenta y satisfecha conmigo misma.
Intenté no reírme mientras lo decía.
—Como dijo Shakespeare, «sé sincero contigo mismo» —dijo, asintiendo—. Te creo. Pero si eres incapaz de conocer a otra persona, porque estás atrapada en el pasado, entonces tienes un problema.
—¿Quién ha dicho que yo tenga ese problema? Siempre estoy abierta a conocer gente nueva.
Le quité las galletas.
—¿Qué me dices del tipo del café, el domingo en que nos vimos? Prácticamente te lo eché encima y tú ni siquiera te paraste a mirarlo. Abro comillas: «Se me hace tarde para encontrarme con mi novio» —dijo, imitando mi tono de voz—. Cierro comillas.
—¿Me tendiste una trampa? —pregunté, sofocando una exclamación de sorpresa.
—Tenía que medir la gravedad de tu problema.
—Lo sabía. Sabía que era demasiado atractivo para ser una persona normal. Era un actor.
—No era ningún actor. No acabas de entenderlo, ¿verdad? Sincronicé vuestras vidas. Hice que se cruzaran vuestros caminos para que ocurriera algo.
—Pero no ocurrió nada, así que fallaste —repliqué en tono cortante.
—Ocurrió algo. Lo rechazaste y él volvió con su novia, a la que echaba tremendamente de menos después de romper con ella. Tu reacción le hizo darse cuenta de ello.
—¿Cómo te atreves a utilizarme de ese modo?
—¿Utilizarte? ¿Cómo crees que se desarrolla la vida? Hay una serie de coincidencias y sucesos que tienen que producirse de alguna manera. ¿Tú crees que nuestras vidas chocan y se entrelazan sin orden ni concierto? Si no hubiera ninguna razón, ¿para qué serviría todo? ¿Por qué crees que pasan las cosas? Hay resultados, repercusiones y consecuencias cada vez que conoces a alguien o dices algo. Honestamente, Lucy…
Meneó la cabeza y se llevó a la boca otra galleta.
—Ahí está el quid. Yo no lo sabía.
—¿Qué es lo que no sabías?
—¡Que hubiera un sentido!
Frunció el ceño, con expresión confusa, pero enseguida lo comprendió.
—¡Lucy, todo tiene un sentido!
No supe muy bien si creerle o no.
—¿Con quién más has sincronizado mi vida?
—¿En los últimos tiempos? Con no muchos que tú recuerdes. Solamente con esa simpática señora norteamericana de la recepción. Por tu cara, me doy cuenta de que no te lo esperabas. Por cierto, puedes agradecerle que esté hoy aquí, porque ella me hizo recuperar las ganas de verte, después de nuestra última reunión.
—¡Como si no hubieras estado desesperado por verme de nuevo!
—Créeme que no. Pero cuando le dejaste la tableta de chocolate en el mostrador tuve un momento Willy Wonka.
—¿Qué es eso? ¿Un código secreto para algún acto íntimo?
—No. ¿Recuerdas cuando el señor Slugworth le pide a Charlie que robe el caramelo chupeterno y le ofrece a cambio cuidar para siempre de su familia, pero Charlie no le hace caso y al final de la película deja el caramelo en el despacho de Wonka, logrando de esa forma que Wonka aprecie su verdadero valor como persona?
—Me lo acabas de recordar.
—Ya, te lo acabo de recordar. ¡Pero si has visto la película veintiséis veces! Le llevaste una tableta de chocolate a la señora Morgan y fue un gesto muy amable de tu parte.
—Bueno, ella había dicho que le gustaba.
—Tu gesto me recordó que tienes un buen fondo y que te preocupas por la gente. Eso nunca ha sido un problema. Sólo tengo que conseguir que empieces a preocuparte por mí.
Con eso me llegó al corazón. Nadie me había dicho nunca algo semejante, y me emocionó que lo dijera ese hombre joven, de aspecto exhausto y desesperado, con mal aliento y traje arrugado, que sólo deseaba agradar.
—Entonces ¿la contrataste por eso? ¿Para que yo pudiera tener otra oportunidad contigo?
Pareció sorprendido.
—Nunca lo había visto de ese modo. —De pronto, bostezó—. ¿Dónde voy a dormir?
—En el mismo sitio donde duermes habitualmente.
—Creo que debería quedarme aquí, Lucy.
—Muy bien, no hay problema —repliqué con calma—. Estaré en casa de mi amiga Melanie, si me necesitas.
—Ah, sí, Melanie, la que se molesta porque siempre te vas de todos los sitios antes de tiempo. —Volvió a consultar su iPad—. Esa misma Melanie dijo el otro día, cuando acababas de irte del restaurante, lo siguiente (abro comillas): «Estoy convencida de que le pasa algo. Estoy deseando hablar a solas con ella para averiguar qué tiene». Cierro comillas.
Pareció encantado con la información. A mí me horrorizó. Estar a solas con Melanie era lo que menos necesitaba en ese momento, y tampoco quería volver a casa de Riley para pasar la noche con él y con mamá.
—Puedes dormir en el sofá si quieres —le dije, derrotada, antes de pasar por encima del respaldo para llegar a mi cama.
Durmió en el sofá con el Señor Pan, cubierto con una manta polvorienta que yo había rescatado del altillo del armario, mientras él me iluminaba con una linterna, sin dejar de hacer comentarios desaprobadores entre dientes. No decía nada en voz alta, pero yo oía mentalmente sus comentarios, con una cadencia que me recordó la del reloj de pie que teníamos en el vestíbulo cuando yo era pequeña y que no me dejaba dormir por la noche, hasta que le metí un cojín en el péndulo y después le eché la culpa a Riley. Roncaba tan estruendosamente que por primera vez en mucho tiempo mi vida me mantuvo despierta toda la noche. Hacia las dos, recordé el truco del reloj de pie y le arrojé un cojín, pero no atiné y sólo conseguí que el Señor Pan sufriera un ataque de pánico. Las cuatro y once fue la última hora que vi antes de quedarme dormida. A las seis me despertó con el ruido de la ducha. Después, salió subrepticiamente del apartamento y volvió al poco rato, haciendo tintinear las llaves, entrechocando trastos y alborotando como para despertar a todo el edificio. Yo sabía que intentaba molestarme, por lo que mantuve los ojos deliberadamente cerrados por lo menos diez minutos más de lo que habría querido por mí misma. Al final, el aroma me sacó de la cama. Lo encontré sentado delante de la encimera, comiendo una tortilla francesa. Se había remangado la camisa hasta los codos y tenía el pelo mojado y peinado hacia atrás. Tenía un aspecto diferente. Estaba limpio.
—Buenos días —dijo.
—¡Vaya! Ya no te huele el aliento.
Pareció ofendido.
—Di lo que quieras —contestó, mientras volvía a la lectura del periódico—. Tus palabras no pueden herirme. Aquí tienes el café y el crucigrama.
Fue una sorpresa que me emocionó de verdad.
—Gracias.
—También he comprado una bombilla para la lámpara del baño. Pero tendrás que ponerla tú.
—Gracias.
—Y esa tortilla todavía está caliente.
Sobre la encimera había una tortilla de jamón, queso y pimientos rojos.
—Muchísimas gracias —le sonreí—. Eres muy amable.
—No hay de qué.
Comimos en silencio, mientras escuchábamos a un hombre y a una mujer en un programa matinal de televisión, que repasaron las últimas novedades de las series de mayor éxito y hablaron de la actualidad y de un estudio reciente sobre el acné en los adolescentes. No cambié la bombilla quemada. Me habría llevado demasiado tiempo y esfuerzo, ya que después de sentarme y tomar un desayuno normal empezaba a tener prisa. Tuve que ducharme con la puerta abierta, mirando todo el tiempo a la cocina para asegurarme de que mi vida no fuera un pervertido. Me vestí en el baño. Cuando salí, él estaba listo, con su mochila y su traje arrugado. Me había sentido asombrosamente a gusto con él, pero de pronto empecé a sospechar. Siempre había una trampa.
—Bueno, supongo que ha llegado la hora de despedirnos —dije, esperanzada.
—Voy contigo al trabajo —replicó él.
Entré muy nerviosa en la oficina, en parte por la perspectiva de enfrentarme a todos mis compañeros después del incidente del martes, pero sobre todo porque la vida venía conmigo. Esperaba que los guardias de seguridad me solucionaran al menos ese problema. Pasé el documento de identidad por la ranura y se levantó la barrera. La vida, que venía detrás de mí, se topó directamente con la barra y lo oí emitir un grito sofocado, como si hubiera recibido un golpe en el estómago. Intenté no sonreír, pero fracasé miserablemente.
—¡Eh! —lo llamaron los guardias.
No solían ser demasiado eficientes, pero después del episodio con Steve, estaban en alerta máxima.
Me volví e intenté hacer ver que me deshacía en disculpas.
—Lo siento, pero se me hace tarde. Tengo que darme prisa. Nos vemos a la hora de comer, ¿de acuerdo?
Abrió la boca asombrado y yo le di la espalda y me dirigí a toda prisa al ascensor, intentando confundirme con la multitud, como si me estuvieran persiguiendo. Mientras esperaba, vi que un guardia de seguridad dos veces más ancho que mi vida se dirigía hacia él en actitud de machacarlo. Mi vida buscó en la mochila y sacó unos papeles. El guardia cogió los documentos como si fueran trozos de pescado podrido y se puso a leerlos. Después, me miró a mí, miró otra vez los papeles, volvió a mirar a mi vida, y finalmente, le devolvió los documentos y se fue de vuelta a su mesa. Pulsó el botón que había detrás y levantó la barrera.
—¡Gracias! —le gritó mi vida.
El guardia le hizo un ademán para que pasara. La vida me sonrió con orgullo y los dos subimos juntos en el ascensor atestado de gente, sin decir palabra. Los sospechosos habituales ya estaban en la oficina. Habían formado un corro y resultaba evidente que estaban hablando de mí, porque en cuanto entré se callaron y levantaron la vista. Todas las miradas se concentraron de inmediato en mi vida, y después en mí.
—Hola, Lucy —dijo la Preguntona—. ¿Es tu abogado?
—¿Por qué? ¿Buscas uno para la boda? —respondí con sarcasmo.
Graham no se rió y eso me descorazonó un poco. Siempre me reía las ocurrencias. Me pregunté si ya no volvería a acosarme sexualmente y eso también me contrarió. Mi respuesta a Louise había sido un chiste fácil, pero en realidad disimulaba el hecho de que no sabía qué decir. Había tenido mucho tiempo para decidir cómo presentaría a mi vida, pero más allá de llamarlo Cosmo (lo que probablemente suscitaría más preguntas que respuestas), seguía sin tener una historia preparada. Podía inventarme una mentira perfectamente adecuada. De hecho, podía inventarme muchísimas mentiras perfectamente adecuadas. Podía decir que era un enfermo terminal cuyo último deseo era pasar el tiempo conmigo, o un primo de visita en la ciudad, o un estudiante universitario deseoso de adquirir experiencia, o un amigo enfermo mental que había salido por un día del psiquiátrico, o un periodista que estaba escribiendo un reportaje sobre las mujeres trabajadoras modernas y me había elegido como protagonista de su artículo. Estaba segura de que todos se habrían creído cualquiera de esas historias, pero sabía que mi vida no las habría aprobado. Por un momento, traté de inventarme una mentira perfecta que mi vida pudiera aprobar, lo que no dejaba de ser irónico, porque probablemente en toda la historia del mundo no había existido nunca tal mentira, ni existiría nunca. Pero Edna me salvó del asedio de miradas, preguntas pendientes y acusaciones, cuando me llamó a su despacho para someterme a una sesión de todo eso, en la que al menos estaríamos ella y yo a solas. Pensé que podría soportarlo. Mientras me dirigía a su oficina, les sonreí a todos con dulzura, como disculpándome por tener que dejarlos. Antes de irme, me volví hacia la vida y le dije entre dientes:
—¿Vas a esperar aquí?
—No, entraré contigo —respondió sin bajar la voz, por lo que ya no le dije nada más.
Entré en el despacho de Edna y me senté a la mesa circular que tenía junto a la ventana. En el despacho había una rosa blanca artificial en un jarrón alto y delgado, y un ejemplar del Ulises en un estante, detrás del escritorio. Eran dos de las cosas que siempre me habían molestado de Edna, porque yo detestaba las flores artificiales y suponía que ella nunca había leído el Ulises pero lo había puesto en el estante porque le gustaba dar esa imagen. Edna miró a mi vida.
—Hola —le dijo, como preguntándole «¿Y tú quién eres?».
—Señora Larson, me llamo… —Mi vida me miró y noté que apretaba los labios para reprimir una sonrisa—. Me llamo Cosmo Brown. Tengo aquí unos documentos, en los que podrá comprobar que tengo autorización para acompañar a Lucy Silchester en todo momento. Incluyen un acuerdo de confidencialidad, firmado por mí, sellado y certificado por un notario registrado. Puede tener la certeza de que todo lo que oiga sobre la empresa en esta conversación quedará entre nosotros; sin embargo, podré hablar libremente, si así lo deseo, de todo lo relacionado con Lucy y su vida personal.
Edna aceptó los papeles y, al leerlos, su expresión fue de comprensión.
—Muy bien, señor Brown. Siéntese, por favor.
—Puedes tutearme y llamarme Cosmo —respondió él sonriendo, y yo supe que lo decía para molestarme.
Edna empezó a hablar, mirándolo a él.
—Esta reunión es sobre los incidentes que tuvieron lugar el martes. Imagino que estás al corriente de lo sucedido con Steve Roberts.
Mi vida asintió.
—Perdona, Edna, pero ¿tienes que dirigirte a él cuando hablas de mí? —Miré a mi vida—. ¿Tiene que dirigirse a ti?
—Puede dirigirse a quien quiera, Lucy.
—Pero no tiene por qué mirarte a ti.
—No, no tiene por qué mirarme a mí.
—De acuerdo. —Me volví otra vez hacia Edna—. No es necesario que te dirijas a él.
—Gracias, Lucy. ¿Por dónde iba? —Volvió una vez más la mirada hacia mi vida—. Lo que vamos a tratar ahora no es lo ocurrido con Steve, aunque si Lucy tuviera alguna preocupación personal al respecto, y francamente no me extrañaría que la tuviera, entonces yo, como superior inmediata suya, soy la persona a la que puede acudir por cualquier asunto relacionado con lo sucedido…
—¡Eh, perdonadme, pero sigo aquí! No hace falta que habléis como si yo no estuviera en la habitación.
Entonces Edna volvió la vista hacia mí y me atravesó con una mirada tan fría y acerada que me hizo desear que siguiera mirando a mi vida.
—Esta reunión tiene que ver con la revelación que salió a la luz a raíz de esos sucesos, durante los cuales descubrimos que en realidad no sabes hablar español.
—Sé hablar español, pero la presión del momento fue excesiva. Tenía una pistola apuntándome a la cara y no podía pensar.
Edna pareció aliviada y por fin se ablandó.
—¡Lucy, eso es exactamente lo que pensé yo! ¡Dios mío, en esas circunstancias, yo ni siquiera hubiera recordado mi nombre! Sólo esperaba que me lo confirmaras. Como podrás comprender, tengo que hacer un informe oficial que…
—Perdón. ¿Puedo interrumpir? —dijo la vida.
Lo miré con los ojos como platos.
—No creo que te esté permitido. —Miré a Edna—. ¿Le está permitido? Creo que sólo tiene autorización para presenciar mi vida, pero no para participar en…
—No, nada de eso. Tengo autorización para participar —me dijo él. Después, miró a Edna—. Quiero confirmar que Lucy no sabe español.
Me quedé boquiabierta. A Edna se le agrandaron los ojos todavía más de lo normal en su cara de pez.
—Disculpa. ¿Has dicho «sabe» o «no sabe»?
—Ratifico que he dicho «no sabe». —Lo dijo lentamente, pronunciando con cuidado cada letra—. Ella —insistió, señalándome con un dedo, para dejar perfectamente claro que no se estaba refiriendo a la rosa artificial sobre la mesa— es incapaz de hablar español. Percibo un riesgo de que vuelva a engañarte, por lo que considero apropiado intervenir y aclararte la situación.
Después me miró, como diciendo: «¿Qué te ha parecido? ¿Lo he hecho bien?».
Yo estaba sin habla. Mi vida me había clavado un puñal por la espalda. Edna también se quedó un momento callada, pero no tardó en recuperar la voz. Siguió hablando con él, en lugar de dirigirse a mí.
—Estoy segura de que comprendes, Cosmo, que la situación es muy seria.
Sentí que me nacían gotas de sudor en la frente.
—Por supuesto —convino él.
—Como Lucy está empleada como nuestra especialista en idiomas extranjeros y como hace dos años y medio que traduce nuestros manuales, me preocupa que su falta de conocimiento del español haya puesto en peligro a los clientes que compran nuestros productos y en una situación comprometida a la empresa. Porque, vamos a ver, ¿quién demonios hacía las traducciones al español? ¿Eran correctas? ¿Las sacaba de un diccionario?
—Las hacía una persona de mucho prestigio, hispanohablante de nacimiento, cuyas traducciones de manuales de instrucciones son insuperables —dije rápidamente.
—En realidad, no puedes asegurarlo —intervino mi vida.
—Nunca ha habido quejas —dije, cansada de sus traiciones.
—Que nosotros sepamos… —matizó Edna, y mi vida le dio la razón.
—¿Quién era esa persona que traducía en tu lugar? —preguntó Edna, incapaz de disimular la sorpresa.
—Una persona de mucho prestigio…
—Eso ya lo has dicho —me interrumpió él.
—… del sector empresarial español —proseguí de todos modos—. En realidad, no ha sido tanto un engaño como una subcontratación. Ya sé que nadie ha mencionado esa palabra, pero es lo que he sentido todo el tiempo —dije, intentando parecer cargada de razón—. Mira, sé hablar perfectamente todos los otros idiomas. Eso no es mentira. Díselo.
Miré a la vida para que me apoyara, pero él hizo un gesto de impotencia.
—No creo que ésa sea mi función aquí.
Tragué saliva y bajé la voz.
—Mira, Edna. Si pudieras permitirme que conserve el trabajo, entonces quizá Quentin podría ocuparse de las traducciones al español y todo quedaría dentro de la empresa, todo sería perfectamente legal y no habría nada de qué preocuparse. Te pido mil disculpas por no haber dicho toda la verdad…
—Por mentir —me corrigió la vida.
—Por no haber dicho toda la verdad —insistí.
—Por mentir —se empeñó él—. Mentiste.
—¿Quién no miente en su currículum? —repliqué indignada—. ¡Todo el mundo lo hace! Pregunta a los de ahí fuera si alguna vez han mentido y te dirán que han exagerado un poco la verdad. Apuesto a que tú también lo has hecho —añadí, dirigiéndome a Edna—. Dijiste que habías trabajado cuatro años en Global Maximum, cuando todo el mundo sabe que fueron dos y que la mitad de ese tiempo fuiste adjunta a la dirección y no directora, como dijiste.
Edna me miró atónita. Yo también me quedé estupefacta, cuando me di cuenta de lo que había dicho.
—Pero eso no significa que hayas mentido —me apresuré a añadir—. Todos exageramos la verdad, pero eso no resta nada a las virtudes que tú y yo podamos tener o no tener.
—Muy bien, creo que ya he oído todo lo que tenía que oír —replicó Edna, masajeándose las sienes—. Voy a tener que informar de esto a una instancia superior.
—No, por favor, no hagas eso. —Tendí la mano y le cogí un brazo—. No lo hagas, por favor. Mira, no hay nada de que preocuparse. El departamento jurídico no habría dado su visto bueno a nuestros manuales si no hubieran estado perfectos. Hay correcciones y controles. Yo no soy la última responsable del proceso. Así que no te preocupes, porque nada de esto se volverá contra ti, y si alguna vez ocurriera, entonces tampoco tendrías nada que temer, porque tú no sabías nada. Nadie sabía nada.
—¿Quentin lo sabía? —dijo, con expresión de suspicacia.
—¿Por qué lo preguntas? —repliqué, frunciendo el ceño.
—Dime la verdad, Lucy. Quentin lo sabía, ¿no es así?
Su pregunta me desconcertó.
—Nadie sabía nada.
—Pero el martes, cuando Steve te estaba pidiendo que tradujeras, él lo sabía. En ese momento, cuando salió de debajo de la mesa, él lo sabía.
—Creo que para entonces todos lo habían comprendido. Era evidente que yo no tenía ni una sola palabra en la cabeza.
—Me parece que estás mintiendo de nuevo —dijo ella.
—No, te aseguro que no. Bueno, no estoy mintiendo del todo. Creo que Quentin se dio cuenta un poco antes, cuando…
Edna meneó la cabeza.
—¿Cuánto más tengo que sonsacarte, Lucy? Te aseguro que…
—No, no, escucha —la interrumpí—. Lo averiguó unos minutos antes, cuando intenté hablar con Augusto Fernández.
Edna ya no me estaba escuchando. Había renunciado a oírme.
—No sé. —Arregló sus papeles, los apartó y se puso de pie—. Ya no sé qué creer. Francamente, me he llevado una sorpresa contigo, Lucy. Creía que eras una de las pocas personas que no tenía nada que ocultar en esta…, en esta casa de… —Desvió la mirada hacia los escritorios de fuera—. En cualquier caso, me he llevado una sorpresa contigo. Pero también es cierto —añadió, mirando a mi vida— que pensaba lo mismo de mi hermana, que al final acabó en un… —se interrumpió, como buscando la palabra adecuada para describir la situación— en un atolladero semejante al que te encuentras tú ahora.
Mi vida asintió gravemente, como si ambos compartieran un secreto.
Ella suspiró.
—Dices que Quentin lo sabía, que no lo sabía… No pareces muy segura, ni resultas nada convincente.
—No, no. De esto estoy completamente segura. Por favor…
—Creo que ya le hemos dedicado suficiente tiempo a este problema —dijo—. ¿Por qué no vuelves con los demás, mientras yo reflexiono sobre lo que acabamos de hablar? Gracias, Lucy. Gracias, Cosmo.
Nos estrechó la mano a los dos y me condujo rápidamente fuera de su despacho. Volví a mi mesa, en estado de shock por lo sucedido. La vida vino detrás, se sentó al escritorio vacío justo enfrente del mío y se puso a repiquetear con los dedos sobre la mesa.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó—. ¿Necesitas que te haga alguna fotocopia?
—No puedo creer lo que me has hecho —dije—. No puedo creer que hayas tenido la desvergüenza de hacerme algo así. ¿Qué ha pasado con toda la cháchara de que éramos un equipo? Me engañaste con el único propósito de hacerme quedar como una idiota. —Levanté la voz sin proponérmelo y los otros me miraron—. Salgo un momento a fumar —dije, y a continuación me levanté y me dispuse a abandonar la sala, con la cabeza bien alta, bajo la atenta mirada de todos.
Lo último que oí, antes de salir al pasillo, fue la voz de mi vida, alta y clara, que decía:
—No fuma. Lo finge para tener derecho a más pausas.
Me fui dando un portazo.