10

Tomé un bocado de mi ensalada de tres clases de legumbres (en la que sin embargo sólo distinguía dos), que por primera vez en dos años y medio estaba comiendo en mi escritorio. Louise había robado de algún sitio una silla de ejecutivo tapizada de piel (desde los despidos, las sillas vacantes eran cada vez más corrientes) y entre todos habían montado una versión improvisada del concurso Mastermind, en el que los participantes tienen dos minutos para responder una batería de preguntas sobre cultura general y otros dos minutos para preguntas sobre un tema elegido. Semáforo estaba sentado en la silla tapizada correspondiente al concursante y su tema era la interminable serie «Coronation Street» y los principales acontecimientos de la trama entre 1960 y 2010. La Ratona, en el papel de presentadora, lo acribillaba a preguntas que sacaba de internet, mientras Louise le controlaba el tiempo. Hasta ese momento, le estaba yendo bien. Sólo tres veces había dicho que pasaba, y tenía quince puntos. Graham, con la frente apoyada sobre las manos, examinaba el sándwich que tenía abierto sobre la mesa y de vez en cuando se apartaba una mano de la frente para ir a quitar un pepinillo.

—No entiendo por qué no lo pides sin pepinillos. Haces lo mismo todos los días —dijo Louise, mirándolo.

—Concéntrate en el tiempo —dijo la Ratona, que después siguió hablando todavía más de prisa—. ¿Cómo salió Valerie Barlow de la serie en 1971?

Con igual rapidez, Semáforo respondió:

—Se electrocutó con un secador de pelo defectuoso.

En cualquier momento, el señor Fernández iba a entrar por la puerta, y después de dos años y medio en el cargo, yo iba a tener que revelar ante la oficina mi absoluta ignorancia del español. Ya tenía el estómago encogido de vergüenza, pero lo que más me sorprendía era la horrenda sensación de saber que iba a defraudar a mis compañeros, una preocupación que nunca hasta entonces me había embargado. A medida que íbamos quedando menos empleados en la oficina, nos parecíamos cada vez más a una familia disfuncional, y aunque yo siempre me sentía un poco fuera de lugar, me daba cuenta de que si bien no éramos una piña, tampoco éramos un grupo completamente desunido. Había pensado fingir que ese día estaba enferma o contarle a Cara de Pez que en realidad no sabía español, lo que me habría ahorrado la humillación pública delante de mis compañeros, pero habría sido personalmente vergonzoso. Al final, decidí que no iba a hacer ninguna de las dos cosas, porque una parte de mí sentía que quizá era posible jugar al jueguecito que me proponía la vida y aprender todo un idioma de un día para otro. Por eso, la noche anterior, después de admirar la oreja perfectamente formada de Don Lockwood, me había puesto a mirar los libros de español, y a eso de las tres de la mañana había descubierto que era imposible aprender un idioma en un abrir y cerrar de ojos.

Finalmente, Graham terminó de quitar los pepinillos y le hincó el diente al sándwich, mientras contemplaba el juego de Mastermind con cara de cansancio. En momentos como ésos, cuando no fingía ser quien no era, yo llegaba a encontrarlo atractivo. Volvió la vista hacia mí e intercambiamos una mirada de común aburrimiento por el juego. Pero entonces me hizo un guiño y volví a detestarlo.

—Muy bien. Es mi turno.

Louise prácticamente levantó a Semáforo de la silla para sentarse.

Aturullado, él se puso de pie y se acomodó las gafas.

—Bien hecho, Semáforo —dije.

—Gracias —dijo él.

Se subió el talle de los pantalones, de tal manera que la barriga le sobresalió por encima y por debajo de la línea del cinturón, y puso cara de orgullo.

—¿Cuál es tu tema elegido? —le preguntó la Ratona a Louise.

—«Las obras de Shakespeare» —respondió Louise muy seria.

Graham estaba en medio de un bocado y congeló el movimiento. Los demás nos quedamos mirándola.

—¡Era broma! «Vida y obra de Kim Kardashian».

Nos echamos a reír.

—Tienes dos minutos, que empiezan ya. ¿A quién defendió el abogado Robert Kardashian, padre de Kim Kardashian, en un controvertido juicio de los años noventa?

—A O. J. Simpson —respondió ella, tan rápidamente que casi no se distinguieron las palabras.

Semáforo se sentó a mi lado para ver conmigo el juego.

—¿Qué estás comiendo? —preguntó.

—Ensalada de tres clases de legumbres, pero sólo he encontrado dos clases. Mira.

Él se inclinó sobre el recipiente para estudiarlo.

—Hay habichuelas rojas, garbanzos… ¿Has comido alguna legumbre de otra clase?

—No, seguro que no. Lo habría notado.

—En tu lugar, yo devolvería esa ensalada.

—¡Pero si ya me he comido la mitad! Pensarían que las judías que faltan estaban en la mitad que ya no está.

—Merece la pena intentarlo. ¿Cuánto te ha costado?

—Tres cincuenta.

Meneó la cabeza con expresión de incredulidad e hizo una inspiración.

—Lo dicho. En tu lugar, yo la devolvería.

Dejé de comer y volvimos a mirar el juego de Mastermind.

—¿En qué programa, secuela del anterior, Kim Kardashian se va a vivir a otra ciudad y abre una tienda de ropa con su hermana?

—¡En Kourtney y Kim se van a Nueva York! —chilló Louise—. La tienda se llama Dash.

—No ganarás más puntos por dar más información —se quejó Graham.

—¡Chis! —Lo hizo callar ella, concentrada en el reloj.

Oí la voz de Michael O’Connor en el pasillo: alta, confiada e informativa, mientras enunciaba los mediocres datos de la planta donde yo pasaba las horas a diario. Edna debió de oírlo también, porque abrió la puerta de su despacho y me hizo un gesto para que me acercara. Me puse de pie y me alisé el vestido, con la esperanza de que la tela sin arrugas, estampada con un motivo de colibríes, mejorara mi capacidad para hablar español. Michael O’Connor saludó a Edna en la puerta, y me llegó el turno de hacer pasar a Augusto a la oficina.

Me aclaré la garganta y salí a su encuentro, tendiéndole la mano.

Señor Fernández, bienvenido —dije en español.

Nos estrechamos la mano. Al descubrir que era extremadamente guapo, me aturullé todavía más. Nos quedamos mirándonos un buen rato, en completo silencio.

—Ejem, ejem.

Tenía la mente completamente en blanco. Todas las frases aprendidas se me borraron al instante de la cabeza, en un evidente acto de sabotaje.

—¿Hablas español? —me preguntó él.

—Ajá.

Sonrió.

Por fin, recordé algo.

—¿Cómo está usted? —le pregunté en la lengua de Cervantes.

Bien, gracias, ¿y usted?

Hablaba con rapidez y las palabras no sonaban exactamente como la voz de la cinta, pero reconocí algunas, de modo que seguí adelante, tratando de hablar más aprisa que él.

—Hum… Me llamo… Lucy Silchester. Mucho gusto encantado —continué, convencida de que lo estaba haciendo muy bien.

Él soltó una parrafada larga, rápida y detallada, con expresión a veces seria y a veces sonriente, mientras acompañaba su discurso con ademanes presidenciales. Yo hacía de vez en cuando gestos afirmativos, sonriendo cuando él sonreía y poniendo expresión grave cuando él parecía serio. Al final, guardó silencio y esperó una respuesta.

—¿Quisiera bailar conmigo? —le solté yo.

Arrugó la frente. Detrás de la cabeza del señor Fernández vi a Graham, que estaba intentando meter disimuladamente su sándwich en un cajón, como si le hubiera entrado pánico al darse cuenta de que comer en su escritorio a la hora del almuerzo era motivo de despido. Por todas partes rodaban trozos de pepinillo, por lo que decidí dirigirme a la mesa de Semáforo. Tenía pensado empezar mi actuación por la mesa de Graham, pero las circunstancias me obligaron a pasar al segundo párrafo del discurso que me había preparado mentalmente. Semáforo se puso de pie y se acomodó las gafas, orgulloso como un pavo real.

—Soy Quentin Wright. Encantado de conocerlo —dijo, entre parpadeos y contracciones faciales que hicieron honor a su apodo.

Quentin me miró y yo miré a Augusto. Sentí que tenía la mente en blanco.

—Quentin Wright —repetí, con una especie de acento español, y los dos se estrecharon las manos.

Augusto dijo algo. Yo miré a Semáforo y tragué saliva.

—Quiere saber qué haces en la oficina.

Semáforo frunció el ceño.

—¿Estás segura de que ha dicho eso?

—Hum… Sí.

Pareció desconcertado, pero se embarcó en un largo discurso sobre su experiencia pasada y el gran honor que era para él trabajar en la empresa. Me habría parecido muy emotivo, si no hubiera deseado hacerlo callar después de cada una de sus frases. Miré a Augusto. Sonreí.

Eh… Un momento, por favor —dijo Augusto en español. Eso lo entendí.

España es un país maravilloso —arriesgué yo—. Me gusta el español.

Augusto miró a Semáforo y Semáforo me miró a mí.

—Lucy… —dijo Semáforo en tono acusador.

Yo estaba sudando y un rubor caliente me recorría todo el cuerpo. Creo que nunca me había sentido tan avergonzada.

—Hum…

Miré a mi alrededor, buscando una excusa para largarme, y entonces Gene Kelly volvió a rescatarme. Recordé el mensaje de texto de Don Lockwood:

Estoy buscando a Tom.

Los dos fruncieron el ceño.

—Lucy —preguntó Quentin con nerviosismo, haciendo más guiños y contracciones faciales que nunca—, ¿quién es Tom?

—Ya sabes. ¡Tom! —respondí sonriendo—. Tengo que ir a buscarlo. Es muy importante que le presente al señor Fernández.

Después miré a Augusto y repetí:

Estoy buscando a Tom.

La sala empezó a dar vueltas a mi alrededor mientras iba hacia la puerta, pero unos gritos en el pasillo me detuvieron. Sentí tal alivio al encontrar un motivo de distracción, que por un momento me pregunté si no serían imaginaciones mías. Entonces los demás reaccionaron y supe que no me lo estaba imaginando. Michael O’Connor dejó de hablar con Edna y asomó la cabeza por la puerta para ver qué pasaba. Se oyeron más gritos de voces masculinas coléricas. Después, hubo ruido de forcejeos, jadeos y resuellos, como si el enfrentamiento se hubiera vuelto físico, y, a continuación, pasaron varias cosas, todas a la vez. Edna le dijo algo a Michael O’Connor y éste rápidamente cerró la puerta para resguardarnos a todos de lo que fuese que estaba sucediendo. Al instante, la Ratona y la Preguntona se acurrucaron juntas en un rincón, y el Salido se les sumó rápidamente, con afán protector. Edna tenía cara de haber visto un fantasma, y su expresión me hizo pensar que todo había terminado. Con mucha suavidad, Michael O’Connor se acercó a Augusto, lo cogió con firmeza por el codo, lo llevó al despacho de Edna y cerró la puerta cuando estuvieron dentro, dejándonos a los demás indefensos ante lo que fuera que estaba ocurriendo en el pasillo.

—Edna, ¿qué está pasando?

Edna estaba pálida y desconcertada, y era evidente que no sabía qué hacer. Los gritos subieron de volumen a medida que se acercaban a nuestra puerta, y se oyó el ruido del choque de un cuerpo contra la pared, seguido de un chillido de dolor, que nos hizo dar un respingo a todos. Repentinamente, Edna recuperó la actitud de jefa y habló con voz firme.

—¡Todo el mundo debajo de las mesas! ¡Ahora mismo!

—Edna… ¿Qué es…?

—¡Ahora, Lucy! —gritó ella, y todos nos pusimos a cuatro patas y nos metimos debajo de nuestros escritorios.

Desde mi puesto bajo mi mesa, veía a Mary acurrucada debajo de la suya, llorando y meciéndose adelante y atrás. Graham, que estaba cerca, intentaba alcanzarla con el brazo para consolarla y a la vez hacerla callar. A Louise no la veía, porque estaba en la otra punta de la sala, y Semáforo estaba absolutamente inmóvil, sentado en el suelo, mirando fijamente una foto de su mujer y sus hijos, tomada durante una merienda campestre, una foto en la que aparecían él con el niño sobre los hombros y su mujer con la niña en brazos, y en la que él conservaba aún casi todo el pelo. Me pregunté si habría sido más feliz en esa época, quizá por tener todavía casi todo el pelo. Me asomé para ver dónde estaba Edna, y la vi de pie, haciendo inspiraciones profundas y tirando del borde de la chaqueta, para después hacer más inspiraciones profundas y tirar un poco más del borde de la chaqueta. Cada poco tiempo, levantaba la vista y miraba en dirección a la puerta con expresión determinada, como si fuera capaz de aguantarlo todo, pero enseguida parecía flaquear y empezaba otra vez con las inspiraciones profundas y los estiramientos del borde de la chaqueta. ¿Y qué hacía yo? Lo único que podía hacer era concentrarme en la ensalada de tres clases de legumbres que había volcado al suelo en medio de la confusión, y examinar detenidamente cada ingrediente en busca del tercer tipo de judía. Una habichuela roja, un trozo de tomate, un grano de maíz, un trozo de pimiento, un garbanzo, una habichuela roja, un trozo de cebolla, un trozo de lechuga, un garbanzo, un trozo de tomate… Fue lo único que se me ocurrió hacer para contrarrestar el impulso de mi cuerpo y mi mente, que en ese momento sólo ansiaban entregarse a un ataque de histeria.

Los gritos y los golpes eran cada vez más fuertes. Por la ventana que daba al pasillo veíamos a gente que pasaba corriendo a toda velocidad, mujeres con los zapatos en las manos y hombres sin las americanas, que no hacían más que correr. Si todo el mundo huía, ¿por qué no podíamos huir nosotros? Mi pregunta no tardó en recibir respuesta. Vi a alguien que corría en dirección opuesta a los hombres y las mujeres que huían, una figura que me resultó familiar. Venía directamente hacia nuestra puerta. Después, vi a varios guardias de seguridad que iban tras él. Nuestra puerta se abrió violentamente.

Era Steve. Salchichón.

Llevaba su maletín en la mano, tenía una manga de la chaqueta desgarrada y sangraba de una brecha en la frente. Me quedé sin habla de la impresión. Miré a Semáforo para asegurarme de que él estaba viendo lo mismo que yo, pero se había tapado la cara con las manos y le temblaban los hombros, como si estuviera sollozando en silencio. Al principio sentí alivio de que fuera Steve. Estaba a punto de salir de debajo del escritorio y correr a su encuentro, cuando él dejó el maletín en el suelo y se puso a arrastrar una mesa cercana para bloquear la puerta. Cuando estuvo satisfecho con el resultado volvió a recoger el maletín y, jadeando como un loco, se dirigió a su escritorio.

—¡Me llamo Steve Roberts y trabajo aquí! —empezó a gritar—. ¡Me llamo Steve Roberts y trabajo aquí! ¡Nadie puede expulsarme del edificio!

Cuando los otros vieron quién era, empezaron a salir lentamente de debajo de sus mesas.

Graham fue el primero en ponerse de pie.

—Steve, hombre, ¿qué haces…?

—¡No te acerques, Graham! —gritó Steve, entre jadeos, mientras la sangre le chorreaba por la nariz y la barbilla hasta la camisa—. No pueden quitarme este empleo. Lo único que quiero es sentarme y ponerme a trabajar. Nada más. No te acerques, te lo digo en serio. A ti también, Mary. Y a ti, Louise.

Quentin seguía debajo de su mesa.

Yo me puse de pie.

—Steve, por favor, no hagas esto —dije, con voz temblorosa—. Te vas a buscar un montón de problemas. Piensa en tu mujer y en tus hijos.

—Piensa en Teresa —dijo Graham, añadiendo el toque personal—. Vamos, Steve —añadió con voz dulce—. No querrás defraudarla.

Steve se estaba ablandando; los hombros se le empezaban a relajar, y la mirada parecía un poco menos acerada, pero tenía los ojos terriblemente negros, oscuros y salvajes. Miraba a su alrededor como si estuviera pasado de revoluciones, como si estuviera drogado y fuera incapaz de concentrarse en un solo asunto.

—Por favor, Steve, no empeores las cosas —dijo Edna—. Podemos acabar con esto ahora mismo.

Pero fue como si hubiera apretado un interruptor, porque Steve volvió a encenderse. La miró con expresión hostil y pareció como si fuera a arrojarle el maletín a la cara. Sentí que se me aceleraba el corazón.

—Las cosas no pueden empeorar, Edna. No tienes idea de lo mal que están ya. Ni siquiera te lo imaginas. Tengo cincuenta años, y una chica de veinte me ha dicho hoy que soy inempleable. ¿Inempleable? Quitando el día que nació mi hija, no he faltado ni una sola vez al trabajo. —Tenía veneno en la voz y dirigía toda su cólera hacia Edna—. Siempre me he esforzado al máximo por vosotros. Siempre.

—Lo sé. Créeme…

—¡No sabes nada! —gritó él, con la voz grave por la rabia. Tenía la cara roja y las venas del cuello hinchadas—. ¡Me llamo Steve Roberts y trabajo aquí!

Dejó el maletín, separó la silla de la mesa y se sentó. Le temblaban las manos, mientras intentaba abrir el maletín. Al ver que no lo conseguía, soltó un alarido tan fuerte que nos sorprendió a todos, y acto seguido dio un puñetazo sobre la mesa.

—¡Graham, ábrelo tú! —gritó.

Graham dio un salto hacia él, abrió el maltrecho maletín marrón que Steve había llevado todos los días a la oficina y después, muy razonablemente, dio varios pasos atrás, alejándose de la mesa. Steve se calmó un poco y sacó del maletín la taza, la que tenía la leyenda que decía «A Steve le gusta el café solo y con un azucarillo»; pero la apoyó con tanta fuerza sobre la mesa, que el fondo se astilló. Después, volvió a colocar en su sitio el miniaro de baloncesto, con el minibalón, y la fotografía de sus hijos. No había traído almuerzo. Su mujer no había pensado que ese día fuera a ir a la oficina. Sus cosas quedaron repartidas sobre la mesa de cualquier manera, y no como estaban antes. Nada estaba como antes.

—¿Dónde está mi ordenador? —preguntó.

Nadie respondió.

—¡¿Dónde está mi ordenador?! —gritó.

—No lo sé —dijo Edna con voz temblorosa—. Vinieron esta mañana y se lo llevaron.

—¿Se lo llevaron? ¿Quién se lo llevó?

Se oyeron golpes en la puerta. Eran los de seguridad, que intentaban entrar. Pero la puerta no se movió, porque Steve había colocado con mucha habilidad (aunque probablemente por accidente) una de las sillas bajo el picaporte, que había quedado trabado. Oí voces de personas que hablaban a toda prisa e intentaban decidir qué hacer. Podía verse la preocupación en sus caras, pero no creo que se preocuparan por nosotros, sino por los dos jefazos de la empresa que estaban dentro y cuya presencia era de esperar que Steve no descubriera. La agitación en la puerta no era lo más adecuado para calmarle el ánimo. El constante golpeteo de las sillas y la mesa que sujetaban la puerta era como el crepitar de una mecha y todos esperábamos que en cualquier momento se produjera la gran explosión. Steve estaba empezando a dejarse llevar por el pánico.

—Bueno, entonces dame tu ordenador —dijo.

—¿Qué? —preguntó Edna, sorprendida.

—Ve a tu despacho y tráeme tu ordenador. O mejor aún, ¿qué te parece si me quedo tu despacho para mí? ¡¿Te gustaría?! —gritó—. Entonces yo sería el jefe y no podrían echarme. ¡Puede que te echara yo a ti! —vociferó—. ¡Estás despedida, Edna! ¡A la puta calle! ¿Qué te parece?

Era más que perturbador ver a un colega derrumbarse de esa manera. Edna no hacía más que mirarlo y tragar saliva, sin saber qué hacer. Sus dos jefes, que tenían toda su vida en sus manos, estaban escondidos en su despacho.

—No podrás entrar —tartamudeó—. He cerrado la puerta cuando he salido a almorzar y ahora no encuentro la llave.

Lo dijo en tono dubitativo, y todos, incluso Steve en su estado demencial, nos dimos cuenta de que no era cierto.

—¿Por qué me mientes?

—No te miento —dijo ella con un poco más de firmeza en la voz—. Te aseguro que no vas a poder entrar.

—¡¿Por qué no, si es mi despacho?! —gritó él, mientras se le acercaba un poco más. Se puso a gritarle en la cara, haciéndola parpadear con cada palabra—. ¡Es mi despacho y tienes que dejarme entrar! ¡Será lo último que hagas, antes de recoger tus cosas y largarte!

Su actitud realmente intimidaba. Éramos seis personas en la oficina y dos más en el despacho de Edna. Entre todos, habríamos podido reducirlo, pero nos tenía hipnotizados. Estábamos congelados de miedo por lo que pudiera hacer un hombre a quien creíamos conocer.

—¡Steve, no entres! —dijo Graham.

Steve lo miró, confuso.

—¿Por qué? ¿Quién está en el despacho?

—Sólo te digo que no entres, ¿de acuerdo?

—Hay alguien dentro, ¿verdad? ¿Quién?

Graham negó con la cabeza.

—Quentin, ¿quién hay ahí dentro?

Sólo entonces noté que Quentin ya no estaba debajo de la mesa.

—Diles que salgan —le dijo a Edna.

Ella se retorcía las manos.

—No puedo —dijo Edna, a punto de ceder, perdiendo toda confianza en sí misma.

—Quentin, abre tú la puerta.

Quentin me miró. Yo no sabía qué hacer.

—¡Te digo que abras la puerta, carajo! —gritó Steve, y Quentin salió disparado a obedecerle.

Abrió la puerta lentamente, sin mirar al interior del despacho, y de inmediato volvió a su mesa para alejarse del centro de la acción.

Steve se acercó un poco más al despacho y se asomó a la puerta. Entonces, se echó a reír. Pero no fueron carcajadas divertidas, sino demenciales e inquietantes.

—¡Salid! —ordenó a los hombres que estaban dentro.

—Verá, señor… Eh… —Michael O’Connor miró a Edna, pidiendo ayuda.

—Señor Roberts —le susurró ella.

—¡Ni siquiera sabéis cómo me llamo! —exclamó Steve, con la cara enrojecida y la nariz cubierta de sangre, mientras la mancha roja de la camisa se extendía—. ¡Este tipo ni siquiera sabe mi nombre! —nos gritó a los demás—. ¡Ayer me arruinaste la vida y ni siquiera sabes cómo me llamó! —le dijo a él—. ¡Me llamo Steve Roberts y trabajo aquí!

—Todos necesitamos tranquilizarnos. ¿Qué le parece si abrimos la puerta y les decimos a los de fuera que estamos bien? Después podríamos conversar un poco sobre lo sucedido.

—¿Quién es éste? —preguntó Steve, señalando a Augusto.

—Este señor… no entiende el inglés, señor Roberts.

—¡Me llamo Steve! —gritó—. ¡Lucy! —aulló después, y yo sentí que mi corazón se paraba de golpe, después de llevar un buen rato latiendo a cien por hora—. Ven aquí, Lucy. Tú hablas idiomas. Pregúntale quién es.

No me moví. Quentin me miró con preocupación y enseguida supe que él lo sabía.

—Es Augusto Fernández, de la casa alemana, y hoy está de visita —dije, sin poder evitar que se me quebrara la voz.

—Augusto… He oído hablar de ti. Eres el tipo que me despidió —dijo Steve, montando otra vez en cólera—. Eres el hijoputa que me echó a la calle. ¡Yo sé qué hacer contigo!

Se abalanzó hacia Augusto, como si fuera a darle un puñetazo.

Michael O’Connor lo agarró para tratar de apartarlo, pero Steve fue más rápido y le dio un derechazo en el estómago, que lo mandó volando al despacho de Edna y lo tumbó en el suelo.

Oí el golpe de su cabeza contra el borde del escritorio, pero no creo que Steve lo notara, porque para entonces estaba a pocos centímetros de la cara de Augusto. Nos esperábamos un cabezazo, un puñetazo o alguna otra cosa horrible para la cara española perfectamente bronceada de Augusto, pero no pasó nada de eso.

—Por favor, devuélveme mi empleo —dijo Steve, con una amabilidad que me partió el corazón—. Por favor.

—No puede devolvérselo, señor Roberts —dijo Michael desde el interior del despacho, con acento de dolor.

—Sí que puede. Devuélveme el trabajo, Augusto. ¡Lucy, dile que me devuelva mi empleo!

Tragué saliva.

—Eh…

Intenté pensar en las palabras, traté de recordar todo lo que había aprendido la noche anterior, pero, sencillamente, no sabía decirlo.

—¡Lucy! —rugió, y se metió una mano en el bolsillo.

Pensé que buscaba un pañuelo. Habría sido lo normal, porque le estaba sangrando la herida de la cabeza y la sangre le cubría la nariz y le manchaba la mano, desde que se la había pasado por la boca. Esperé ver salir un pañuelo de su bolsillo, pero lo que vi fue una pistola. Todos gritaron y se echaron cuerpo a tierra. Todos, menos yo, porque me estaba apuntando a mí y yo estaba inmóvil.

—Dile que me devuelva mi trabajo.

Se me acercó un poco más. Yo sólo podía ver aquella cosa negra apuntando hacia mí, en la mano temblorosa de Steve. Vi su dedo en el gatillo y tuve miedo de que los temblores lo hicieran apretarlo accidentalmente. A mí también me temblaban las piernas y tenía la sensación de que las rodillas se me iban a doblar en cualquier momento.

—Si me devuelve el empleo, no le haré nada. Díselo.

No pude responderle.

Se abalanzó sobre mí, me puso el cañón del arma a pocos centímetros de la cara y me gritó:

—¡Díselo!

—¡Por lo que más quieras, baja la puta pistola! —Oí que gritaba Graham, con terror en la voz.

Entonces, los otros empezaron a gritar también y yo no pude más. Me dio miedo de que tampoco Steve pudiera soportarlo más. Todas aquellas voces aterrorizadas nos confundían aún más las ideas.

Los labios me temblaban y los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Por favor, Steve, no hagas esto. Por favor, no lo hagas.

Él pareció endurecerse.

—Deja de llorar, Lucy. Haz simplemente lo que te pagan por hacer y dile a ese tipo que me devuelva mi empleo.

Los labios me temblaban tanto que casi no podía formular las palabras.

—No puedo.

—Sí que puedes.

—No puedo, Steve.

—Hazlo, Lucy —intervino Graham, animándome—. Dile lo que quiere que le digas.

Los golpes en la puerta pararon y me sentí perdida, más perdida que nunca. Pensé que los de fuera nos habían abandonado. Nos habían dejado solos.

—No puedo.

—¡Díselo ya! —gritó Steve—. ¡Díselo de una vez, Lucy! —vociferó, agitando la pistola delante de mi cara.

—¡Por el amor de Dios, Steve! ¡No puedo! ¡Soy incapaz de decírselo! ¿Cómo quieres que te lo diga? ¡No sé hablar español! —le grité.

Se hizo el silencio. Todos me miraron pasmados, como si mi revelación fuera más asombrosa que alguien con una pistola en la oficina, pero enseguida se acordaron de Steve y volvieron a prestarle atención a él.

Steve me estaba mirando, tan pasmado como los demás. En cuanto se repuso de su asombro, se le ensombreció otra vez la mirada y dejó de temblarle la mano.

—Pero me echaron a mí —dijo.

—Ya lo sé. Lo siento, Steve. Lo siento muchísimo.

—No me lo merecía.

—Lo sé —susurré.

En medio de un silencio espeso, mientras Michael rodaba lentamente sobre un costado para ponerse de pie otra vez y los otros seguían encogidos de miedo, Quentin se levantó. Steve se volvió sobre sí mismo con la pistola para hacerle frente.

—¡Por amor de Dios, Quentin, agáchate ahora mismo! —gritó Graham.

Pero Quentin no se movió. En lugar de eso, se volvió hacia el señor Fernández, que estaba aterrorizado en el suelo, y con voz firme empezó a hablarle en un español que me sonó perfecto. Augusto se puso de pie y, con mucha calma, le respondió. Por el tono de voz, su discurso nos pareció creíble y cargado de autoridad, aunque ninguno de los presentes teníamos la menor idea de lo que estaba diciendo. En medio de la locura reinante, Quentin y el señor Fernández tuvieron una conversación en la más absoluta calma. De pronto, se oyó fuera el ruido de un taladro. ¡Por fin se movía algo! El picaporte empezó a sacudirse. Steve miró hacia la puerta y en ese momento pareció como si una pequeña parte suya se diera por vencida.

—¿Qué ha dicho? —le preguntó a Quentin.

Hablaba en voz baja y casi no podíamos oírlo por el estruendo del taladro.

Quentin, todo guiños y contracciones, recitó la respuesta de Augusto:

—Ha dicho que tu despido fue un error y que lo siente mucho. Está convencido de que todo se debió a un error del sistema, y dice que, en cuanto tenga ocasión, llamará a la central para ordenar tu readmisión. Siente mucho la aflicción que todo esto ha podido causarte a ti y a tu familia, y hará cuanto esté a su alcance para que te reincorpores a tu puesto de trabajo lo antes posible. Dice que es evidente, por tu manera de actuar en el día de hoy, que eres un empleado consciente y devoto, del que la empresa debería sentirse extremadamente orgullosa.

Steve levantó la barbilla con orgullo e hizo un gesto de asentimiento.

—Gracias.

Se cambió de mano la pistola, dio un paso hacia Augusto y le tendió la mano ensangrentada. El otro se la estrechó.

—Muchas gracias —dijo Steve—. Es un honor trabajar para su empresa.

Augusto asintió, agotado y a la vez receloso.

Entonces, cayó el picaporte y la puerta se abrió violentamente. La mesa que la sujetaba salió despedida hacia el otro extremo de la sala y tres hombres se abalanzaron sobre Steve.

En cuanto pude, ese mismo día, hice la llamada.

Me respondió él.

—De acuerdo —dije, con la voz aún temblorosa por la impresión—. Volveremos a vernos.