16

—¿Qué quieres hacer hoy? —pregunté.

Estábamos disfrutando de una mañana de vagancia en el sofá. Los periódicos del domingo yacían desperdigados por todas partes, usados y abusados, después de que buscáramos nuestras secciones favoritas y desecháramos el resto. Entrábamos y salíamos del silencio, mientras comentábamos, reíamos y compartíamos los artículos que estábamos leyendo. Yo estaba perfectamente a gusto en su compañía y parecía que él también estaba a gusto en la mía. Mis cortinas-ropa estaban descorridas para que entrara el sol, y las ventanas estaban abiertas de par en par para dejar pasar el aire fresco y el silencio del domingo. El apartamento olía a las tortitas con jarabe de arce que había preparado él y a café recién hecho, aún caliente sobre la encimera. El Señor Pan se había instalado en permanencia sobre uno de los zapatos de mi vida y parecía tan satisfecho como si acabara de hartarse de nata, que era precisamente lo que acababa de hacer, además de zamparse los arándanos frescos que yo había plantado y cultivado en el huerto ecológico del tejado, desde que la vida había entrado en mi mundo. Los había recogido esa misma mañana, ataviada con un sombrero de paja con cinta blanca y un vestido blanco semitransparente, que ondeaba de manera hipnótica bajo la suave brisa del tejado, para deleite de mis vecinos varones, que reposaban en las tumbonas de la terraza, embadurnados de loción solar, relucientes como coches de exposición.

De acuerdo, es mentira.

Los arándanos los compró mi vida y no tenemos ningún huerto en el tejado. Vi el vestido en una revista y, milagrosamente, me había vuelto rubia en mi fantasía.

—Hoy —proseguí, cerrando los ojos— lo único que quiero es quedarme en la cama.

—Deberías llamar a tu madre.

Los abrí rápidamente.

—¿Por qué?

—Porque está intentando organizar una boda y no la estás ayudando.

—Es lo más ridículo que he oído en mi vida. Ya está casada. Es sólo una excusa para inventarse algo que hacer. Debería ir a clases de cerámica. Además, ni Riley ni Philip la están ayudando. Y hoy no puedo ir a verla, porque vendrán los de la alfombra. Probablemente se retrasarán. Ese tipo de gente siempre llega tarde. Creo que les diré que no vengan.

Estiré el brazo para coger el teléfono.

—No les dirás nada de eso. Hoy he encontrado un pelo gris en uno de mis calcetines y puedo asegurarte que no era un pelo de la cabeza y que no era mío.

Dejé el teléfono.

—Y deberías devolverle la llamada a Jamie.

—¿Por qué?

—¿Cuántas veces te había llamado antes?

—Ninguna.

—Entonces, debe de ser importante.

—O tal vez estaba borracho, le dio un golpe al móvil y mi número saltó por error.

La vida me miró con reprobación.

—De acuerdo —convine—. Probablemente quería disculparse por lo que sucedió anoche en la cena; pero no hace falta que se disculpe, porque no hizo nada malo. Se puso de mi parte.

—Entonces, llámalo y díselo.

—No quiero hablar con nadie sobre lo que pasó ayer.

—Muy bien, sigue escondiendo la basura debajo de la alfombra. Se formarán tantos bultos que acabarás tropezando.

—¿Consideras que esas llamadas son más importantes que dedicar el tiempo a mi vida?

Pensé que con eso lo convencería, pero se limitó a levantar la vista al cielo.

—Lucy, corres el peligro de tomar un camino completamente erróneo. No querría que te convirtieras en una egoísta que se pasa el día entero hablando de sí misma con su vida. Tienes que encontrar un equilibrio. Tienes que preocuparte por ti misma, pero también por la gente que te quiere.

—¡Pero eso es muy difícil! —gemí, mientras me cubría la cabeza con una almohada.

—Así es la vida. ¿Por qué te pedí que te reunieras conmigo?

—Porque no te hacía ningún caso —dije las palabras que había estado ensayando—. Porque no estaba prestando atención a mi vida.

—Y ahora ¿qué estás haciendo?

—Prestar atención a mi vida. Paso con mi vida hasta el último segundo, tanto que ya ni siquiera puedo hacer pis a solas.

—Podrías hacer pis en privado, si cambiaras la bombilla del baño.

—Demasiado complicado —suspiré.

—¿Por qué?

—Para empezar, no llego.

—Usa una escalera de mano.

—No tengo.

—Súbete al váter.

—Tiene una tapa barata de plástico. Se rompería y me caería.

—Entonces súbete al borde de la bañera.

—Es peligroso.

—Tienes razón. —La vida se puso de pie—. Levántate.

Gruñí.

—Levántate —repitió.

Me incorporé gruñendo, como una adolescente perezosa.

—Ahora ve a preguntarle a tu vecina si puede prestarte una escalera.

Volví a derrumbarme en el sofá.

—Hazlo —me ordenó, con expresión grave.

Me levanté de nuevo, irritada, y me dirigí a la puerta. Fui al apartamento de Claire, llamé a la puerta y regresé al cabo de un momento, con una escalera de mano.

—¿Lo ves? No era tan difícil, ¿verdad?

—Hemos hablado del tiempo, de modo que ha sido horrible. Detesto hablar por hablar.

Resopló disgustado.

—Ahora, pon la escalera en el baño.

Hice lo que me indicó.

—Súbete.

Seguí sus instrucciones.

—Ahora, desenrosca la bombilla.

Me iluminó con la linterna para que viera lo que estaba haciendo. Me puse a desenroscar la bombilla quemada, gimoteando como una niña a la que estuvieran obligando a comerse las verduras. Por fin, la bombilla se soltó, de modo que interrumpí las quejas para poder concentrarme. Le pasé la bombilla vieja.

—Haz como si yo no estuviera aquí.

Resoplé indignada y me puse a canturrear «Odio a mi vida, odio a mi vida», una y otra vez, mientras me bajaba de la escalera, apoyaba la bombilla en el lavabo, lo miraba a él con desprecio, sacaba de la caja la bombilla nueva, volvía a subirme a la escalera y enroscaba la bombilla en su sitio. Cuando lo conseguí, volví a bajar de la escalera, pulsé el interruptor y el baño se inundó de luz.

—¡Hurra! —exclamé, mientras levantaba el brazo para chocar la mano con la de mi vida.

—No pienso chocarte por cambiar una bombilla.

Bajé la mano, bastante decepcionada, pero enseguida intenté animarme:

—¿Y ahora qué? ¿Más tortitas?

—Ahora que hay luz en el baño, podrías limpiarlo a fondo.

—¡Nooo! —exclamé—. ¿Ves? Por eso no hago nada. Porque si haces algo, siempre acabas teniendo que hacer algo más.

Cerré la escalera y la dejé en el vestíbulo, debajo del perchero, al lado de las botas embarradas del festival de verano, el último al que había ido con Blake, un festival durante el cual, según me informaron más adelante, le enseñé las tetas a Iggy Pop desde mi puesto sobre los hombros de Blake.

—No vas a dejar eso ahí.

—¿Por qué no?

—Porque va a quedarse ahí los próximos veinte años, acumulando polvo, lo mismo que esas botas embarradas. Ve a devolvérsela a Claire.

Obedecí y la devolví.

—Ven —le dije después, cogiéndolo de la mano—. Vamos a tumbarnos otra vez en el sofá.

—No. —Me soltó la mano y se echó a reír—. No pienso quedarme aquí tumbado. Voy a tomarme el resto del día libre.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Adónde vas?

Sonrió.

—Hasta yo necesito descansar.

—Pero ¿adónde irás? ¿Dónde vives? —Miré en dirección al cielo—. ¿Ahí arriba?

—¿En el piso de arriba?

—¡No! En… Ya sabes…

Volví a señalar con la cabeza.

—¿En el cielo? —Abrió la boca más de lo que yo había visto abrir la boca a nadie y soltó una carcajada—. ¡Lucy! ¡Cómo me haces reír!

Me uní a sus carcajadas, como si hubiera sido una broma, aunque en realidad lo había dicho en serio.

—Si quieres, puedo ponerte deberes antes de irme, para que no me eches de menos.

Arrugué la nariz y él se dirigió a la puerta.

—De acuerdo. Ven, siéntate —le dije, dando unas palmaditas en el sofá.

De repente, no quería estar sola.

—¿Qué sueñas, Lucy?

—¡Genial! Me encanta contar los sueños. —Me arrellané en el sofá—. Anoche soñé que me lo hacía con el tipo guapo del tren.

—Estoy prácticamente seguro de que eso debe de ser ilegal.

—¡Pero no lo hacíamos en el tren!

—No. Lo digo porque el chico es muy joven y tú ya estás al borde de los treinta —se burló de mí—. En cualquier caso, no me refería a eso. Te he preguntado qué sueñas, en el sentido de tus esperanzas y ambiciones.

—Oh —dije, con expresión de aburrimiento. Lo pensé un poco y después añadí—: No entiendo la pregunta.

Suspiró y me habló como si fuera una niña pequeña.

—¿Qué te gustaría hacer, si pudieras? Dime cosas que te gustaría conseguir, como por ejemplo, el empleo soñado.

Reflexioné un momento.

—Me gustaría ser jurado de Factor X para poder arrojar objetos a los concursantes si son muy malos, o abrir una escotilla para que se caigan en una piscina de garbanzos o algo así. Sería divertido. Y yo ganaría cada semana el concurso de la mejor vestida. Las otras chicas del jurado me dirían: «¡Lucy! ¿Dónde has conseguido ese vestido?». Y yo les respondería: «¿Éste? Es un vestidito de nada que encontré colgado en la barra de mis cortinas». Y el presentador diría: «¡Chicas! ¡A ver si imitáis a Lucy! Es la más…».

—¡Muy bien! No hace falta que sigas —dijo la vida, masajeándose las sienes con los dedos—. ¿Ningún sueño mejor?

Pensé un poco más, bajo la presión del interrogatorio.

—Lo que de verdad me gustaría es ganar la lotería para no tener que trabajar nunca más y poder comprar todo lo que quisiera.

—Eso no es realista —dijo.

—¿Por qué no? Esas cosas pasan. ¿Recuerdas a aquella mujer de Limerick, la que ganó treinta millones y ahora vive en una isla desierta?

—Entonces ¿tu sueño es vivir en una isla desierta?

—No. —Negué enfáticamente con la cabeza—. Eso sería muy aburrido y, además, detesto los cocos. Pero no me importaría ganar todo ese dinero.

—Ese sueño es propio de personas perezosas, Lucy. Si tienes un sueño, al menos debe ser posible tratar de hacerlo realidad. Tiene que ser algo aparentemente fuera de tu alcance, pero que se pueda conseguir con un poco de dedicación y esfuerzo. La idea de ir hasta la agencia de loterías más cercana y comprar un décimo no es inspiradora. Los sueños deben hacerte pensar: «Si tuviera valor y no me importara el qué dirán, lo haría sin dudarlo».

Me miró esperanzado y expectante.

—Soy una persona normal. ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué quiero ver la Capilla Sixtina? Me da igual una pintura que me exige dislocarme el cuello para verla. No es un sueño para mí, sino una obligación cuando estoy de vacaciones en Roma, una obligación que por cierto ya cumplí, cuando Blake me llevó a Italia en nuestro primer fin de semana de viaje. —Me daba cuenta de que me había puesto de pie y estaba levantando la voz, pero no podía evitarlo, porque me parecía indignante que hubiera sacado un tema tan absurdo—. ¿Qué otros sueños suele tener la gente? ¿Saltar desde un avión? Ya lo he hecho e incluso tengo el título de monitora, por lo que podría llevarte a saltar en paracaídas cuando tú quieras. ¿Ver las pirámides? Ya las he visto. Fui con Blake, cuando cumplí veinticinco. Pasé mucho calor y las pirámides eran tan enormes y majestuosas como las había imaginado. ¿Iría de nuevo a verlas? No. Un tipo raro intentó meterme en su coche, mientras Blake visitaba los lavabos del McDonald’s más cercano. ¿Nadar con delfines? Ya lo he hecho. ¿Lo haría de nuevo? No. Nadie te advierte de que huelen a rayos cuando los tienes cerca. ¿Practicar puenting? También lo hice, cuando Blake y yo fuimos a Sídney. Incluso me he sumergido en el mar en una jaula para ver los tiburones, junto a Ciudad del Cabo, y un año, por San Valentín, Blake me regaló un ascenso en globo. He hecho la mayor parte de las cosas que la gente sueña, y ni siquiera eran sueños míos, sino simplemente cosas que hacía. ¿Qué decía hoy el periódico? —Cogí una de las páginas que había estado leyendo y señalé con el dedo un artículo—. Un tipo de setenta años quiere viajar en uno de esos aviones espaciales, para ver la Tierra desde el espacio. Yo ya estoy en la Tierra en este momento y ya me parece bastante mierdosa desde aquí. ¿Por qué iba a querer verla desde otro ángulo? ¿De qué me iba a servir? Esos sueños son una pérdida de tiempo y tu pregunta es la más ridícula que me has hecho hasta ahora. Yo solía hacer cosas todo el tiempo. ¿Cómo te atreves a hacerme sentir que no soy nada sin un sueño? ¿No te basta con que mi vida sea insuficiente? ¿Tienes que venir a decirme que también lo son mis sueños?

Hice una inspiración profunda, después de mi soflama.

—De acuerdo. —Se puso de pie y cogió su chaqueta—. Ha sido una pregunta estúpida.

Fruncí el ceño.

—Entonces ¿por qué me la has hecho?

—Si no te interesa esta conversación, Lucy, no tenemos por qué tenerla.

—No me interesa, pero quiero saber por qué me lo has preguntado —dije yo, a la defensiva.

—Tienes razón en todo lo que has dicho. Está claro que has vivido plenamente tu vida y no te queda nada más por hacer. ¿Para qué seguir? Ya te puedes morir.

Reprimí una exclamación de horror.

—No te estoy diciendo que te vayas a morir, Lucy —dijo él, con evidente frustración—. Bueno, ahora no. Después sí, claro.

Volví a asustarme.

—Como todo el mundo —aclaró.

—Ah.

Abrió la puerta y se volvió para mirarme.

—La razón por la que te he hecho esa pregunta es porque, por mucho que digas y por mucho que mientas, no estás satisfecha con tu situación actual, y cuando te pregunto cuál es tu deseo, diciéndote que puedes escoger lo que más quieras, en el mundo entero y sin ninguna limitación, me dices que quieres ganar dinero y comprar cosas.

Habló con dureza y me hizo sentir avergonzada.

—Sigo pensando que la mayoría de la gente elegiría la lotería.

Volvió a mirarme con severidad y se dirigió hacia la puerta.

—Estás enfadado conmigo. No entiendo que te enfades sólo porque no te gusta mi sueño. Me parece ridículo.

Me habló con suavidad, lo que me puso todavía más nerviosa.

—Estoy enfadado porque no sólo estás insatisfecha con tu situación, sino que eres incapaz de imaginar cómo te gustaría que fuera. Y eso me parece… —Hizo una pausa para buscar la palabra adecuada—. Triste. No me extraña que no puedas salir del círculo vicioso.

Pensé un poco más en mis sueños, mis deseos, mis ambiciones y lo que me habría gustado hacer para sentirme mejor de lo que me sentía, pero no se me ocurrió nada.

—Me lo imaginaba —dijo él finalmente—. Hasta mañana.

Cogió la chaqueta y la mochila, y se fue de mi casa, lo que resultó ser el peor final posible para un día que había empezado maravillosamente bien.

Sus comentarios me inquietaban. Siempre pasaba lo mismo. Era como si el tono de su voz me hablara directamente al cerebro, como uno de esos silbatos para perros, inaudibles para el oído humano. Intenté pensar en mis sueños, en lo que quería hacer y en lo que de verdad deseaba, pero creo que para saber lo que deseas es preciso saber antes lo que no quieres. La única conclusión a la que pude llegar fue que habría preferido que la vida no se hubiera puesto en contacto conmigo, porque de ese modo habría podido seguir igual que antes. La vida me había complicado las cosas. Había intentado hacerme cambiar, cuando yo estaba perfectamente contenta tal como estaba. Había dicho que lo mío era un círculo vicioso, pero por el solo hecho de decirlo, lo había roto. Me había sacado del círculo y ya nunca podría regresar. A mí me gustaba mi círculo. Lo echaba de menos y toda la vida lamentaría su pérdida.

A las doce me dolía la cabeza, pero el apartamento estaba limpio y ordenado, y, como era de esperar, los limpiadores de alfombras aún no habían dado señales de vida. A las doce y cuarto aún no habían venido. A las doce y media, empecé a celebrar que ya no vendrían y a hacer preparativos mentales para disfrutar de mi libertad de la mejor manera posible, pero no se me ocurrió ningún plan concreto. Melanie no estaba en la ciudad, y aunque hubiese estado, no creo que yo figurara en la lista de las personas a quienes más le apetecía ver, teniendo en cuenta que no habíamos vuelto a hablar desde mi última visita. Tampoco figuraban en mi lista los amigos que en la cena de la noche anterior me habían acusado de engañar a Blake. Y aunque yo había sufrido una especie de trasplante de personalidad después de la ruptura con Blake (una transformación que yo creía que nadie había notado, pero que gracias a las enseñanzas de la vida ahora me daba cuenta de que todos habían observado), podía comprender su punto de vista, que aun así me resultaba hiriente.

Unos golpes en la puerta me sacaron de mis pensamientos. Era Claire, con la frente arrugada y las mejillas mojadas. Estaba llorando de nuevo.

—Lucy —dijo, sorbiéndose la nariz—, siento mucho molestarte en domingo, pero he oído la televisión encendida y… Bueno, quería preguntarte si no te importaría cuidar otra vez de Conor. No te lo pediría si no fuera porque acaban de llamarme del hospital. Me han dicho que es urgente y…

Rompió a llorar.

—Por supuesto. ¿Podrías traérmelo aquí? Estoy esperando a los limpiadores de alfombras y tengo que quedarme en casa.

Se lo pensó un momento. No parecía muy convencida, pero tampoco tenía otra opción. Volvió a su apartamento y cerró la puerta. Me pregunté si se sentaría y se pondría a contar lentamente hasta diez, antes de volver conmigo, o si de verdad haría todos los movimientos de recoger al bebé y ajustarle las correas de seguridad del cochecito. Sentí una profunda tristeza por ella. Se abrió la puerta y mi vecina metió en mi apartamento el cochecito vacío, con las correas ajustadas.

—Se ha dormido hace cinco minutos —susurró—. Suele hacer una siesta de unas dos horas, así que espero estar de vuelta antes de que se despierte. Últimamente no ha estado muy bien; no sé qué tiene. —Observó el cochecito vacío con expresión de preocupación—. Puede que duerma un poco más de lo habitual.

—Muy bien.

—Gracias.

Echó un último vistazo al cochecito y se volvió para marcharse. En el pasillo, había un hombre de pie delante de su puerta.

—Nigel —dijo ella, sorprendida.

El hombre se volvió.

—Claire.

Lo reconocí como el tipo que aparecía en las fotos de Claire: su marido, el padre de Conor. El hombre miró el número de su puerta y, a continuación, el de la mía.

—¿Me he equivocado de apartamento?

—No; ésta es Lucy, nuestra…, mi vecina. Se va a quedar con Conor mientras voy al hospital.

El visitante me miró de una manera que me hizo desear hundirme en el suelo y morir. Seguramente pensaba que me estaba aprovechando de ella, pero ¿qué podía hacer yo? ¿Decirle que no había ningún niño? Seguramente, en lo profundo de su corazón, ella ya lo sabía.

—No lo hago por dinero —aclaré, para que al menos me perdonara por eso—. Lo hago porque de otro modo no podría ir al hospital.

El hombre asintió una vez, como si hubiera comprendido, y entonces su mirada se desplazó hacia ella. Su tono de voz era amable.

—Te llevo en el coche, ¿de acuerdo?

Cerré la puerta cuando se hubieron marchado.

—¡Hola! —le dije al espacio vacío en el cochecito—. Mami y papi no tardarán mucho en volver.

Después, apoyé la frente en las manos y me senté encorvada sobre la encimera. El Señor Pan se subió de un salto y sentí su nariz fría en la oreja. Estuve un rato googleando los sueños y las ambiciones de la gente, y al instante, aburrida, cerré el portátil. La una menos cuarto llegó y pasó, y entonces se me ocurrió una idea. Le hice una foto a la cara de Gene Kelly en el cartel de la puerta del baño y se la envié a Don Lockwood, con un texto:

«Vi esto y pensé en ti».

Después, esperé. Y esperé un poco más. Primero, con nerviosismo. Después, con esperanza. A continuación, con una enorme decepción. Finalmente, con un dolor tan grande, que fue como si me hubieran hecho un tajo con un cuchillo. No lo culpaba a él. Le había dicho que no me llamara nunca más, pero aun así, conservaba la esperanza. Al final, la esperanza se esfumó y me deprimí. Estaba sola, vacía y perdida. Y ni siquiera había pasado un minuto.

Abrí el congelador y me puse a mirar fijamente los estantes vacíos. Cuanto más miraba, menos comida aparecía. Entonces, mi teléfono emitió un pitido. Cerré de un golpe la puerta del frigorífico y me zambullí hacia el móvil. Como suele suceder en esos casos, también sonó el timbre de la puerta. Quería saborear el mensaje de texto, por lo que decidí abrir la puerta primero. El Mago de las Alfombras me lanzó una mirada desde su alfombra mágica, dibujada en el pecho del hombre que había llamado a la puerta. Levanté la vista. El hombre tenía puesto un gorro azul con el mismo dibujo del mago y la alfombra, calado sobre los ojos. Miré a sus espaldas. No había nadie más, ni tampoco ningún material o equipo.

—¿Roger? —pregunté, apartándome para dejarlo pasar.

—Roger es mi padre —respondió él, entrando en el apartamento—. Los fines de semana no trabaja.

—Bien.

Miró a su alrededor y después a mí.

—¿Nos conocemos? —preguntó.

—Hum. No lo sé. Me llamo Lucy Silchester.

—Sí, lo tengo en la…

Levantó la libreta, pero no terminó la frase. No hacía más que mirarme a los ojos, inquisitivo y curioso. Me puse nerviosa. Desvié la vista y di unos pasos hacia la cocina para que la encimera se interpusiera entre nosotros. Él lo notó y retrocedió varios pasos, lo que le agradecí en silencio.

—¿Dónde están los demás? —pregunté.

—¿Los demás?

—Los limpiadores de alfombras —respondí—. ¿No sois un equipo?

—No, solamente mi padre y yo. Pero él no trabaja los fines de semana, así que… —Miró a su alrededor—. ¿Te parece mal que haya venido yo solo?

Su pregunta me hizo sentir mejor.

—No, nada de eso.

—Tengo las cosas en la furgoneta. Sólo quería venir y echar un vistazo, antes de subir todo el material.

—Ah, sí, claro. ¿Quieres que te ayude a subir algo?

—No, gracias. Seguro que no puedes dejar solo al bebé, ¿no?

Sonrió y se le formaron unos hoyuelos diminutos en las mejillas, que repentinamente lo transformaron en el hombre más apuesto que había visto en toda mi vida. Después, recordé a Blake y entonces dejó de serlo. Siempre me pasaba lo mismo.

Miré el cochecito.

—Ah, eso. Es mi vecina. El bebé de mi vecina, quiero decir. Lo estoy cuidando.

—¿Qué tiempo tiene? —preguntó con una sonrisa, levantando la barbilla para echar un vistazo dentro del cochecito.

Levanté un poco más la manta para que no pudiera ver.

—Alrededor de un año, creo. Está dormido —dije, como si eso lo explicara todo.

—Trataré de trabajar sin hacer mucho ruido. ¿Quieres que me concentre en alguna zona en particular?

—Solamente en el suelo.

Lo dije en serio, pero pareció un chiste y él se echó a reír.

—¿Todo el suelo?

—Sólo los trozos que están sucios.

Sonreímos los dos. Seguía siendo guapo, incluso si lo medía con el barómetro de Blake.

—Y eso probablemente es todo el suelo —añadí.

Miró a su alrededor y, de repente, me di cuenta de que había un hombre guapísimo en mi pequeña cueva privada. Me sentí turbada. Se puso de rodillas y empezó a examinar una zona del suelo. La frotó con las manos.

—¿Esto es…?

—Ah, sí. Lo escribí para que no se me olvidara. No tenía ningún papel a mano.

Me miró con una gran sonrisa.

—¿Con rotulador de tinta permanente?

—Hum… —Me puse a rebuscar en el cajón de la cocina para ver si encontraba el rotulador—. Aquí está.

El hombre lo estudió.

—Tinta permanente.

—Ah. ¿Podrías quitarlo? Porque si no puedes, mi casero me echará a la calle enrollada en la moqueta.

—Lo intentaré. —Me miró, divertido—. Voy a buscar el material a la furgoneta.

Me senté en la butaca y me dispuse a pasar el tiempo persiguiendo a Don Lockwood. Leí su mensaje.

«Por fin asomas tu linda cabecita. ¿Cómo te ha ido la semana?».

«Desde el martes no han vuelto a apuntarme con una pistola de agua. ¿Qué tal está Tom?».

Oí el pitido de un teléfono en el pasillo y supuse que el tipo de las alfombras había vuelto, pero no apareció. Me asomé a la puerta y vi que estaba leyendo algo en la pantalla de su móvil.

—Disculpa —dijo, mientras se guardaba el teléfono en el bolsillo.

Recogió una máquina que parecía una aspiradora gigante y la trajo a mi piso. Los músculos de los brazos se le hinchaban hasta el triple del tamaño de mi cabeza. Intenté no mirarlos descaradamente, pero fracasé.

—Voy a estar aquí sentada. Si necesitas algo, si te pierdes o lo que sea, me llamas.

Se echó a reír y se puso a estudiar el desmesurado sofá.

—Estaba en un piso más grande —le expliqué.

—Es bonito. —Apoyó las manos en las caderas, mientras lo inspeccionaba—. No creo que sea fácil moverlo.

—Se desmonta —dije, por no decir que se caía a trozos, como todo lo demás de la casa.

Miró a su alrededor.

—¿Te importa que ponga una parte del sofá encima de la cama y otra parte en el baño?

—Claro que no, pero si encuentras dinero debajo, es mío. Lo demás te lo puedes quedar.

Levantó el sillón y yo me quedé mirando sus músculos enormes, que desplazaron cualquier otro pensamiento de mi cabeza.

—No creo que esto me sirva —dijo riendo, mientras señalaba un sujetador polvoriento, de color cereza, tirado en el suelo. Intenté encontrar una respuesta graciosa, pero en lugar de eso corrí a recogerlo y, en el camino, me golpeé un dedo del pie contra la arista de la encimera de la cocina y caí de bruces en el sofá.

—¡Mierda!

—¿Estás bien?

—¡Sí! —chillé. Cogí mi sujetador e intenté formar con él una bola, antes de agarrarme el dedo del pie hasta que se me pasó el dolor—. Estoy segura de que nunca habías visto un sujetador. Me alegro de haberme lanzado en plancha para recogerlo del suelo —dije con esfuerzo, entre los dientes apretados.

Se echó a reír.

—¿Qué tendrá este tipo? —preguntó, pasando junto al cartel de Gene Kelly pegado en la puerta del baño, para dejar junto a la bañera una parte del sofá—. Las chicas lo adoran.

—Era el bailarín de la clase trabajadora —le expliqué, mientras me frotaba el dedo—, el polo opuesto del pretencioso estilo de frac y chistera de Fred Astaire. Gene era un hombre corriente, un hombre real.

Pareció interesado, pero enseguida volvió a ocuparse de su trabajo y no dijo nada más. Al cabo de un momento, me pareció sentir que estaba quieto, de modo que levanté la vista. Estaba de pie en medio de la habitación, con un trozo del sofá en los brazos, mirando como perdido a su alrededor. Enseguida comprendí su dilema: las piezas del sofá se apilaban sobre la cama y ocupaban todo el baño, incluida la bañera. No quedaba ningún espacio libre.

—Podríamos ponerlo en el pasillo —dije.

—Bloquearía el paso.

—¿Y en la cocina?

Había un pequeño espacio, que era donde estaba aparcado el cochecito. Lo moví, mientras él venía hacia mí. No sé qué paso exactamente en ese momento, pero supongo que se hizo daño con algo en un dedo del pie, porque oí el ruido del golpe de la bota, quizá contra la arista de la encimera, y vi que el trozo de sofá salía despedido de sus brazos y aterrizaba en el cochecito.

—¡Dios mío, no! —gritó él—. ¡Oh, no!

—No pasa nada —me apresuré a decirle—. No hay nada en el…

—¡Mierda, mierda, mierda! —repetía él, tratando de quitar el trozo de sofá de encima del cochecito.

—¡Tranquilízate! ¡No pasa nada! ¡No hay ningún bebé dentro! —dije, levantando la voz.

Se interrumpió y me miró como si yo fuera la persona más extraña del planeta.

—¿No?

—No, mira. —Lo ayudé a levantar el trozo de sofá y a colocarlo sobre la encimera—. ¿Lo ves? Está vacío.

—Pero tú dijiste…

—Sí, ya lo sé. Es una historia muy larga.

Cerró los ojos y tragó saliva, mientras el sudor le perlaba la frente.

—Dios mío.

—Ya lo sé, lo siento. Pero no ha pasado nada.

—¿Por qué…?

—No preguntes, por favor.

—Pero tú…

—Es mejor que no hagas preguntas, de verdad.

Me miró una vez más, en busca de una respuesta, pero yo le hice un gesto para que lo dejara.

—Mierda —susurró, e hizo una inspiración profunda. Echó otro vistazo al cochecito para asegurarse de que no se lo había imaginado, hizo una inspiración más y entonces se dispuso a montar su aspiradora gigante. Después, sacó el teléfono del bolsillo y se puso a teclear un mensaje de texto: tap-tap-tap. Miré al Señor Pan y levanté la vista al cielo. Si cada cinco minutos se ponía a enviar mensajitos, no iba a terminar nunca con la alfombra.

—Bueno —dijo finalmente, volviéndose hacia mí—. Lo primero que voy a hacer es limpiar la moqueta con agua caliente a presión. Después, le pondré un protector y un producto para eliminar los olores.

—Perfecto. Por cierto, ¿sales tú en el infocomercial?

—No —gruñó—. El que sale es mi padre. Se cree un poco actor. Quiere que yo también haga un anuncio, pero antes de eso… —Se lo pensó un momento—. Antes de eso, preferiría morir.

Me eché a reír.

—Podría ser divertido.

Me miró con los ojos muy abiertos.

—¿Te parece? ¿Tú lo harías?

—Por dinero, haría prácticamente cualquier cosa. —Fruncí el ceño—. Cualquier cosa, menos lo que estás pensando que he querido decir —aclaré—. Eso no.

—Tampoco te lo pediría. Por dinero, quiero decir. —Se sonrojó—. ¿Podemos cambiar de tema?

—Sí, por favor.

Me sonó el teléfono y los dos lo tomamos como una buena señal para dejar de inmediato la conversación.

«No quiero ni hablar de Tom. Conoció a una chica y ha decidido sentar cabeza. Se muda con ella la semana que viene. Me quedo sin compañero de piso, así que… Hombre alto, moreno, bien parecido, de treinta y cinco años y tres cuartos busca a cualquiera que pueda pagar el alquiler».

Le contesté con otro mensaje.

«¿Tú también estás buscando? Haré correr la voz. Una pregunta personal: ¿Cuál es tu sueño? ¿Qué es lo que más te gustaría hacer en el mundo?».

El móvil del limpiador de alfombras pitó. Mascullé un comentario condenatorio, pero mi desaprobación no se oyó por encima del ruido de la máquina de vapor. El tipo apagó el aparato y sacó el teléfono del bolsillo.

—Hoy estás muy solicitado.

—Sí, lo siento.

Leyó el mensaje y escribió otro.

Entonces sonó mi teléfono.

«Un café. Ahora mismo me encantaría tomar un café».

Levanté la vista y miré al tipo de la alfombra. Estaba limpiando, absorto en sus pensamientos. Me bajé de un salto del taburete.

—¿Quieres un café?

No contestó.

—Perdona. ¿Te apetece un café? —le repetí en un tono de voz más alto.

Me miró.

—Debes de haberme leído la mente. Me encantaría, gracias.

Se lo bebió, lo dejó en la encimera y volvió al trabajo. Me senté y repasé todos los mensajes, tratando de leer entre líneas, mientras esperaba la respuesta. El limpiador de alfombras volvió a sacar su teléfono. Me habría gustado hacer algún comentario, pero me contuve, porque en ese momento me puse a estudiar la sonrisita clandestina que se le formaba en los labios mientras tecleaba y de inmediato odié a la persona al otro lado del teléfono. Le estaba enviando mensajitos a una chica y no pude evitar odiarla.

—¿Vas a tardar mucho? —dije por fin, sin la menor amabilidad en la voz.

—¿Disculpa?

Levantó la vista de la pantalla del móvil.

—La alfombra. ¿Te llevará mucho tiempo?

—Unas dos horas.

—Entonces sacaré al bebé a dar un paseo.

Pareció desconcertado. No me sorprendió. Yo también lo estaba. Recibí la respuesta de Don mientras bajaba en el ascensor.

«Mi sueño es ganar la lotería para no tener que trabajar nunca más. Pero lo que de verdad, de verdad quiero, es conocerte a ti».

Me quedé mirando el mensaje, boquiabierta. El ascensor había llegado a la planta baja y las puertas se habían abierto, pero yo estaba tan obnubilada que se me olvidó salir, en parte porque los dos teníamos el mismo sueño propio de personas perezosas, pero sobre todo porque él acababa de decirme algo muy bonito, que bordeaba lo cursi y era a la vez adorable y aterrador. Las puertas del ascensor se cerraron y, antes de que pudiera pulsar ningún botón, volví a subir. Suspiré y me recosté contra la pared. El ascensor se detuvo en mi piso. Lo había llamado el tipo de la alfombra.

—Hola.

—Se me ha olvidado salir.

El hombre se echó a reír y miró el cochecito.

—¿Cómo se llama? —preguntó, mientras entraba en el ascensor.

—Conor.

—Es muy mono.

Nos echamos a reír.

—¿Estás segura de que no nos conocemos? —me preguntó.

Volví a estudiarlo detenidamente.

—¿Has sido corredor de bolsa?

—¡No! —exclamó riendo.

—¿Has fingido serlo?

—No.

—Entonces, no nos conocemos.

Estaba segura de que lo habría recordado, si lo hubiera visto antes. Ningún otro ser humano, vivo o muerto, había llegado tan alto como él en la escala del barómetro de Blake. Me resultaba vagamente familiar, pero supuse que debía de ser porque me había pasado toda la mañana mirándolo codiciosamente, como un viejo verde a una jovencita. Fruncí el ceño y negué con la cabeza.

—Lo siento. Ni siquiera sé cómo te llamas.

Se señaló el pecho, donde tenía cosida una etiqueta con su nombre: DONAL.

—La hizo mi madre para que la empresa parezca más moderna. El infocomercial fue idea suya. Leyó un libro de marketing sobre el éxito de Starbucks y ahora se cree Donald Trump.

—Sin la cortinilla para tapar la calva, espero.

Se echó a reír. Se abrieron las puertas del ascensor y me dejó salir primero.

—¡Vaya furgoneta! —exclamé, cuando llegamos a la calle.

El vehículo era de color amarillo intenso, con una alfombra mágica roja pintada en el costado. Sobre el techo tenía una gigantesca alfombra roja de plástico enrollada.

—¿Lo ves? Esto es lo que me obligan a conducir. La alfombra del techo gira cuando enciendo el motor.

—¡Menudo libro ha leído tu madre! Pero es sólo para trabajar, ¿no? No irás a todas partes con eso, ¿verdad?

Por la forma en que me miró, comprendí que me había equivocado. Traté de arreglarlo:

—Porque sería divertido ir a todas partes con esta furgoneta.

Se echó a reír.

—Sí, es un auténtico imán para las chicas.

—Es como el coche de un superhéroe —dije, rodeando el vehículo, mientras él lo miraba otra vez, con nuevos ojos.

—Nunca lo había visto así.

Después, volvió a observarme.

Era como si estuviera tratando de decirme algo, pero no se atreviera. Se me puso la piel de gallina.

—Terminaré dentro de una hora, más o menos —dijo, en lugar de lo que intentaba decir—. El suelo estará mojado, así que te aconsejo que no lo pises durante unas horas. Volveré esta tarde, a última hora, para poner todos los muebles en su sitio, si te parece bien, y para asegurarme de que quedas satisfecha con el servicio.

Iba a decirle que no se molestara en volver para colocar otra vez los muebles y que ya lo haría yo sola, pero me detuve a tiempo, en parte porque era absolutamente incapaz de levantar yo sola todo el sofá, pero sobre todo porque en realidad quería que volviera.

—Cuando te vayas, cierra simplemente la puerta. Queda cerrada con llave.

—Muy bien, perfecto. Ha sido un placer conocerte, Lucy.

—Lo mismo digo, Donal. Nos vemos luego.

—Bueno, tenemos una cita —respondió él y los dos nos echamos a reír.

Me senté en un banco del parque con Conor y, cuando nadie miraba, lo llevé al columpio. Yo sabía perfectamente que no había ningún bebé, pero por Claire y por la memoria de Conor, me quedé en el parque hasta que el sol se ocultó detrás de los árboles, empujando el columpio y esperando que, en algún lugar, su alma diminuta estuviera gritando «¡Yupi!», tal como había empezado a gritar la mía.

Esa tarde, cuando el cochecito estuvo a salvo en casa de Claire, me quité los zapatos, llevé una butaca alta hasta el centro de la habitación y me senté a ver el programa de viajes de Blake. En cuanto empezó, oí una llave en la puerta. Se abrió y entró mi vida, con un blazer nuevo.

—¿De dónde sacaste la llave?

—Hice una copia de la tuya mientras dormías —dijo, quitándose el blazer y arrojando las llaves sobre la encimera, como si estuviera en su casa.

—Gracias por pedirme permiso.

—No lo necesitaba. Tu familia ya firmó los papeles.

—¡Eh, eh, eh! —le dije, cuando se disponía a dar un paso y pisar la moqueta—. Quítate los zapatos. Acaban de limpiarla.

—¿Qué estás viendo? —preguntó, al tiempo que se descalzaba, mirando la imagen congelada de una serpiente que salía de una cesta.

—El programa de viajes de Blake.

Arqueó las cejas y me miró con curiosidad.

—¿De verdad? Creía que nunca lo veías.

—Lo veo a veces.

—¿Con qué frecuencia?

—Sólo los domingos.

—Tengo entendido que sólo se emite los domingos. —Puso una silla junto a la mía—. La alfombra sigue igual que antes.

—Porque está mojada. Estará mucho mejor cuando se seque.

—¿Cómo eran?

—¿Quiénes?

—Los de la alfombra.

—Vino uno solo.

—¿Y cómo era?

—Era muy simpático y limpió la alfombra. ¿Quieres dejar de hablar? Quiero ver esto.

—Tú siempre tan irritable.

El Señor Pan saltó a sus rodillas y nos acomodamos en nuestras butacas para ver a Blake. Estaba trepando por una ladera rocosa, con un chaleco azul marino cubierto de manchas de sudor que permitía apreciar los tensos y abultados músculos de su espalda, unos músculos que me recordaron los del tipo de la alfombra. Me pareció muy extraño que Blake, el hombre más perfecto del universo, me hiciera pensar positivamente en otro hombre, y en cuanto conseguí aceptar sin problemas la idea, me puse a comparar las dimensiones de sus respectivas musculaturas.

—¿El bronceado es falso?

—Cállate.

—¿Rueda él mismo las escenas peligrosas?

—Cállate.

Puse en pausa la imagen y la busqué a ella. No estaba.

—¿Qué haces?

—Cállate.

—¿A qué viene tanta obsesión con Blake?

—No estoy obsesionada.

—Me refiero a la cena de anoche. Ya sé que has dicho que no querías tocar el tema, pero creo que deberíamos hablar de ello. ¡Hace tres años que lo vuestro se acabó! ¿Qué pretenden tus amigos? ¿Por qué les sigue importando tanto lo que sucedió entre vosotros?

—Blake es su centro de gravedad —dije, mientras lo veía trepar por la pared rocosa sin más ayuda que sus manos desnudas—. Los dos lo éramos, aunque no te lo creas. Organizábamos todo y reuníamos a los amigos. Planeábamos cenas todas las semanas, dábamos fiestas y organizábamos excursiones, salidas nocturnas, viajes y todo tipo de cosas. —Pulsé el botón de pausa, estudié la escena y dejé que siguiera el programa—. Blake es un tipo muy animado. Es adictivo. Todo el mundo lo adora.

—Yo no.

—¿De verdad? —Lo miré sorprendida y enseguida me volví otra vez hacia la tele, para no perderme nada—. Estás prejuiciado en su contra. Tu opinión no cuenta.

Pulsé otra vez el botón de pausa y volví a poner en movimiento la imagen.

—¿Se puede saber qué estás haciendo?

—Cállate.

—Deja de decirme que me calle, por favor.

—Y tú deja de darme motivos para que te lo diga.

Vio el resto del programa en silencio, excepto por un ocasional comentario sarcástico. Finalmente, después de regatear en los zocos y de probar suerte con el encantamiento de serpientes (oportunidad que mi vida aprovechó para demostrar su inmadurez comentando que él sí que era una víbora), Blake se sentó en un café de Yemá el Fna, la gran plaza del casco antiguo de Marraquech, y confió su pensamiento final a la cámara:

«Alguien dijo una vez que el mundo es un libro. Si no viajas, lees solamente una página».

Mi vida gruñó y fingió vomitar.

—¡Qué idiotez!

Me sorprendió, porque me gustaba la frase.

Entonces, Blake hizo un guiño. Paladeé el momento sin apartar la vista de la pantalla para apurar los segundos finales que podía compartir con él esa temporada. A partir de entonces, sólo me llegarían noticias suyas a través del Partido de Defensores de Blake, si es que me llegaba alguna.

—¿No te habrá dejado porque es gay? —preguntó mi vida.

Rechiné los dientes y reprimí el impulso de tirarlo de la silla. Habría sido inútil, como tirar piedras sobre mi propio tejado. Estaba pensando en eso cuando mi vida cambió para siempre. La siguiente toma fue rápida, tan rápida que cualquier ojo poco entrenado la habría pasado por alto; pero los míos no, ni siquiera el ojo malo, el que había perdido parte de su agudeza visual desde que Riley me lo había alcanzado con una bomba de papel (una bolita de papel disparada desde el cilindro de plástico de un bolígrafo), a la edad de ocho años. Esperé, recé y crucé los dedos para que, debido a mis tendencias psicóticas aún sin diagnosticar, lo que estaba viendo fuera producto de mi imaginación. Cuando la cámara se alejó, pulsé el botón de pausa y me puse a buscar. Era ella. Ahí estaba. Jenna, la perra australiana. O al menos me lo pareció. Estaban los dos en un café muy animado, en torno a una mesa atiborrada de comida, en compañía de una docena de personas. Parecía La última cena. Salté de la silla y me acerqué un poco más, hasta situarme al lado de la pantalla. Era ella, era su última cena.

—¡Eh, la alfombra! —me indicó mi vida.

—¡A la mierda la alfombra! —contesté, con veneno en la voz.

—Oh…

—Esa…, esa…

Me puse a dar vueltas delante del televisor, contemplando la imagen congelada de su brindis. Tenían las copas unidas de manera sugerente y sus miradas también estaban unidas, o al menos la de ella se dirigía hacia él, y la de él parecía buscar algo detrás de los hombros de ella, pero iba más o menos en su dirección.

—¡Esa perra! —exclamé finalmente.

Retrocedí, vi de nuevo la escena del brindis, retrocedí una vez más y la volví a ver. Estudié la mirada que intercambiaban. Sí, no había duda. Se miraban mutuamente mientras entrechocaban las copas. ¿Querría decir algo? ¿Sería un código? ¿Se estarían diciendo en secreto: «Volvamos a entrechocar esta noche nuestros cuerpos, tal como hicimos en la cima del Everest»? La idea hizo que se me encogiera el estómago. Me puse a analizar su lenguaje gestual y a continuación examiné la comida que tenían delante. Sentí repugnancia al descubrir que habían compartido algunos platos. El corazón me latía desbocado, como un tambor en el pecho. Era como si la sangre se me quisiera salir de las venas. Necesitaba meterme en el televisor y entrar en su mundo para interponerme entre los dos y hundirle a ella las albóndigas marroquíes por el gaznate.

—¿Qué demonios te pasa? —preguntó la vida—. Pareces una posesa y estás arruinando la alfombra.

Me volví y lo miré con toda la determinación de que fui capaz. Me fue fácil, porque lo sentía en mi interior.

—Ahora sé por qué has venido.

—¿Por qué?

—Porque sigo enamorada de Blake. Y ya sé cuál es mi sueño. Ya sé lo que quiero de verdad y lo que realmente haría si tuviera el valor de hacerlo y no me preocupara lo que dijera la gente. Lo quiero a él. Quiero que vuelva.