26

Monday y yo estamos tendidos en mi cama. Es agosto. Son las diez de la noche y tengo las cortinas abiertas. Todavía hay luz en el cielo. Oigo que en las calles vecinas todavía hay niños jugando fuera. Mi jardín sigue rebosante de vida. El aire nos trae rumor de vida y actividad, olor a barbacoa. Estoy en una maravillosa burbuja de dicha, tendida desnuda con Monday, empapada de la gloria y la satisfacción que procura el sexo. Contemplo el cielo, maravillándome ante su color rojo.

—Cielo rojo de noche[11] —comienzo a decir, y entonces tu rostro aparece de repente en la ventana—. ¡Aaaaaah! ¡Aaaaaah!

Por poco le provoco un infarto a Monday al saltar e intentar cubrirme con la sábana, enredándome con ella.

—¡Por el santo amor de Dios! —grita Monday al verte.

Te echas a reír con esas carcajadas de loco depravado tan tuyas, y tus ojos me dicen que estás borracho.

—Bonito espaldar —gritas, dando golpes a la ventana, y comienzo a arrepentirme de haber construido el emparrado que sube hasta la ventana de mi dormitorio, por donde trepa un Parkdirektor riggers, un resistente rosal perenne de hoja caduca y flores rojas, cubriendo la fachada de la casa.

Monday gruñe.

—Creo que está borracho —digo.

—No me digas.

Lo miro.

—Ve —dice cansinamente—. Ve y haz lo que sea que tengáis que hacer a las diez de la noche de un martes.

Abro la puerta principal, envuelta en una bata, y te encuentro sentado a la mesa de tu jardín. Vas de esmoquin.

Silbo.

Me sueltas un improperio.

Al ver que la puerta está abierta, me meto las llaves de tu casa en un bolsillo y me siento.

—Veo que por fin te ha encontrado trabajo —dices, y después das un resoplido y te ríes con esa desagradable y asquerosa risa de pecho. Esta noche también has vuelto a fumar.

—Hoy te has olvidado de cortar el césped —digo.

—Guárdate tus opiniones para ti, Delia Smith.

—Delia es una chef.

—Lárgate.

Esta noche estás enojado, Matt, hemos vuelto a la casilla de salida. Apuras el botellín de cerveza y lo lanzas a la calle. Se rompe en la acera de mi lado. Monday se asoma a la ventana, ve que estoy bien y vuelve a desaparecer.

—¿Qué ha pasado esta noche? —pregunto.

—Fui a los premios radiofónicos. No estaba nominado. Estaba indignado. Se lo hice saber. Lo dije en el escenario, con micrófono, para que todo el mundo oyera alto y claro lo que tenía que decir al respecto. A los organizadores no les gustó mi comportamiento. Total, que me pusieron de patitas en la calle.

Dos pasos adelante, un paso atrás. A los dos nos ocurre lo mismo. Es normal, supongo. Nadie ni nada es perfecto. No te juzgo, al menos no en voz alta. Despotricas a propósito del trabajo, de no trabajar, de todas las personas del mundo que trabajan. Es difícil seguirte, empiezas y paras, abandonas ideas antes de desarrollarlas. Tu manera de pensar indica dónde te encuentras ahora. En cierto modo, estoy de acuerdo contigo. Parte de lo que dices es lo mismo que a veces sentía durante este último año, lo que a veces todavía siento mientras me esfuerzo día tras día por encontrar mi lugar en el mundo. La sociedad está montada en torno a la industria, dices, solo los niños y los jubilados pueden estar relajados sin trabajar, y te preocupa el porcentaje de personas jubiladas que mueren de infarto. Crees que vas a morir de aburrimiento y tomas nota de visitar al doctor Jota.

Te estás esforzando en encontrar un empleo, pero te está resultando imposible encontrarlo. Tu baja por jardinería ha terminado, estás oficialmente parado. Habiendo sido un ídolo, ahora distas mucho de ser un personaje deseado. Estás en la lista negra. Parece ser que nadie quiere contratar a un bala perdida como tú con tanto potencial para la mala fama, y quienes sí muestran interés te quieren mal, quieren potenciar tu lado oscuro, convertirte en una versión caricaturesca de ti mismo. Pero esto no hará que Amy regrese, y ese es un lado de ti con el que ni siquiera tú estás a gusto. Te has reunido un sinfín de veces con tu agente, que no te devuelve las llamadas como lo hacía antes, que dedica más tiempo a una nueva estrella de la televisión que tiene los dientes más blancos, el pelo más abundante, la piel mejor y un discurso políticamente correcto. Las amas de casa lo adoran, los camioneros lo pueden tolerar. Esta noche le has tirado un vaso de agua encima y, cuando nadie os miraba, te ha sacado a la calle, fingiendo que quería hablar en serio contigo, y en cambio te ha arreado un puñetazo en la mandíbula, se ha ajustado su esmoquin Tom Ford y ha vuelto a entrar con su sonrisa postiza a presentar un premio. Son tus palabras. Esperas que muera de una enfermedad venérea. Intentas enumerarlas todas.

Después la emprendes con el presentador que ha ganado tu premio, el galardón que has ganado seis años seguidos, un hombre que habla de pájaros y jardinería en su programa. También sé que estás intentando hacerme daño debido a mis nuevos intereses, pero no muerdo el anzuelo. Ahora conozco tus trucos. Cuando estás herido intentas herir a los demás. Conmigo no dará resultado.

A continuación arremetes contra el ejecutivo, pues hace unas noches os pidió a ti y Amy que bajarais la voz cuando discutíais de mala manera en la calle y, de resultas, se ha convertido en el blanco principal de tu odio. Conjeturas que le encanta celebrar reuniones para hablar de reuniones, que le encanta el sonido de su propia voz y que pronuncia discursos interminables sobre su afición por los tapones anales y otras cosas semejantes que te inventas sobre la marcha.

Entro en tu casa y regreso con un rollo de papel higiénico.

—Tengo una idea —digo, interrumpiendo tu diatriba contra el ejecutivo.

—No estoy llorando —dices, enojado al ver el rollo de papel—. Y además ya he cagado. En tu rosal.

—Vamos, Matt.

Me sigues por la calzada. Finalmente sonríes al ver lo que estoy haciendo y te apuntas entusiasmado. Pasamos diez minutos cubriendo de papel higiénico el jardín del ejecutivo como si tal cosa, riéndonos tanto que casi nos meamos encima; tengo que hacer pausas para recobrar el aliento, nos tapamos mutuamente la boca con la mano para no hacer demasiado ruido y despertarlo. Envolvemos las ramas del castaño y dejamos trozos colgando como si fuese un sauce llorón. Decoramos los macizos de flores, intentamos hacer un gran lazo en su BMW. Forramos las columnas del porche y después rompemos pedacitos que esparcimos como confeti por el césped. Cuando hemos terminado, chocamos las manos y, al volvernos, encontramos a Monday y el doctor Jota mirándonos. Monday va descalzo, lleva vaqueros y camiseta, parece sulfurado y divertido a la vez, pero intenta disimularlo. El doctor Jameson lleva su atuendo de emergencia —chándal y zapatos lustrosos— y parece seriamente preocupado por nuestro bienestar.

—Él está borracho, pero no sé qué excusa tienes tú —dice Monday, con los brazos cruzados sobre el pecho—. Está claro que los dos necesitáis encontrar trabajo con urgencia, y lo digo en serio.

—Espero empezar el lunes, Monday —dices, y ríes entre dientes por tu ingenio. Reparas en que va descalzo—. Ah, o sea que a ti también te va eso.

—¿El qué?

—El truquito de Jasmine. Se lo vi hacer una vez. En plena noche. Llorando. En invierno. Como la loca que es.

Monday se ríe.

—¡Lo sabía! —exclamo—. Sabía que me estabas espiando. Pero anoche no lloré.

—No, eso fue la noche que hiciste que pareciera que tu casa había vomitado hierba en tu jardín.

No puedo evitarlo, se me escapa la risa, pero hacemos mucho ruido y Monday y el doctor Jota nos alejan de casa del ejecutivo para que no se despierte y vea cómo hemos decorado su jardín.

Pasando por alto el consejo del doctor Jameson, te quitas los zapatos y te adelantas, tirándome tus apestosos calcetines a la cara. Decides arraigarte, conectar con la Tierra, pero ejecutando una especie de insólita danza hippy que consigue que todos riamos, nos guste o no. Resulta bastante divertido hasta que pisas un trozo del botellín roto que antes has tirado a la calle.

El doctor Jameson va corriendo a ayudarte.