10
El que Heather no se quede a pasar la noche conmigo me decepciona por varias razones: en primer lugar, porque me gusta su compañía; en segundo, porque quiero asegurarme de que esté bien después de lo ocurrido en casa de papá, y tercero, porque habría sido un motivo fantástico para librarme del espantoso encuentro con mi primo Kevin, que tendrá lugar mañana. Incluso podría haberla llevado a ver a Kevin conmigo, aunque Heather estará ocupada con su empleo de los viernes en el bufete del abogado.
Nos hemos citado a mediodía en el Starbucks de Dame Street, al lado del Museo de Cera. Montones de turistas, ninguna intimidad. Podré marcharme cuando quiera.
En el fondo sé que irá bien. Se disculpará por cómo era a los veintidós años, me contará que siempre se sentía perdido y solo, un marginado que empleaba la fuerza y la violencia como medios para retener el control sobre una vida que se le antojaba descontrolada. Me dirá que ha hecho bastante introspección en sus viajes —llevó un diario, comenzó una novela, o tal vez calzó sus pies peludos con unas sandalias y se convirtió en poeta—. Aunque a lo mejor terminó trabajando en un banco. Seguramente conoció a una mujer —o a un hombre, quién sabe— y ahora que está contento consigo mismo es capaz de enfrentarse a cómo era y de disculparse por el incidente ocurrido tantos años atrás. Seguro que el hielo se derretirá enseguida y que podremos avanzar paso a paso, riendo al recordar la vez en que atamos a su hermano Michael a un árbol y bailamos a su alrededor disfrazados de indios hasta que sin querer le clavamos una flecha en la pierna; o cuando robamos la ropa a Fiona mientras se estaba bañando desnuda y luego tuvo que subir el ribazo descalza y con el culo al aire. Tal vez le mencione la conversación del «Vas a morir, Jasmine» que cambió el curso de mi pensamiento para siempre, y quizá llegue tan lejos como para sacar a colación a Santa Claus.
Cuando lo veo, me sorprende su aspecto. No sé qué esperaba, pero no es lo que veo. Tiene treinta y ocho años y debería haberme preparado para este momento. Verlo hace que me sienta vieja; ahora somos mayores. De repente todo desaparece y solo siento cariño hacia él. Mi primo. Son tantos los recuerdos que acuden a mi mente, muchos incluyen a mi madre; vuelve a faltarme el aire, me siento perdida y pueril otra vez, como si quisiera agarrar algo que está fuera de mi alcance. Durante un tiempo el olor de mi madre permaneció en casa, y me acurrucaba en su cama como si así estuviera más cerca de ella; otras veces olía su perfume en otra mujer y me paraba en seco, casi hipnotizada al verme transportada y encerrada en el vívido recuerdo de ella. Pero con el paso de los años fue siendo menos frecuente. Todo lo que solía recordarme a ella, todo lo que oía y veía —restaurantes, tiendas, calles por las que habíamos pasado, autobuses en los que nos habíamos sentado, aparcamientos, canciones en la radio, frases de conversaciones ajenas oídas al vuelo— estaba ligado a ella de un modo u otro. Aunque resultaba normal que así fuese, pues murió cuando yo era muy joven y ella el centro de mi mundo, antes de que hubiese tenido ocasión de empezar a construir mi propia vida. Y puesto que seguía viviendo en la misma ciudad donde se habían forjado todos esos recueros, creía que nunca los perdería. Cada vez que la necesitaba regresaba a esos lugares con la esperanza de traerla de vuelta, de invocar su energía. Sin embargo, el acto de recordar forjaba nuevos recuerdos, y cada vez que lo hacía añadía otros, y otros, hasta que con el tiempo los hube enterrado por completo y todos esos lugares dejaron de pertenecer a mi pasado con ella y se convirtieron en mi presente. Es raro que doce años después esté tan afectada, y sé que se debe a Kevin, a no haberlo visto desde el fallecimiento de mi madre, de modo que todo lo que relaciono con él está vinculado a ella. Levanta la cabeza y me ve; sonríe. Estoy bien. Esto va a ser agradable, nostálgico. De inmediato me siento culpable por haber escogido este Starbucks y me pregunto si debería trasladar nuestro encuentro a un restaurante cercano.
Kevin ha encontrado una mesa pequeña con dos sillas en las que tenemos que sentarnos en diagonal para que nuestras rodillas no se toquen. Había confiado en llegar primero y ocupar dos sillones mullidos y bien separados entre sí. Me da un gran abrazo prolongado y afectuoso. El pelo le ralea, tiene arrugas en torno a los ojos, creo que es la única persona que no he visto en tanto tiempo. Supone un gran salto para el cerebro y resulta curiosamente desconcertante.
—¡Vaya! —exclamo, cuando me siento y miro fijamente el rostro familiar que me está escrutando desde detrás de una inusitada máscara de tiempo. No sé por dónde comenzar.
—No has cambiado. —Sonríe abiertamente—. Todavía tienes el pelo rojo.
—Pues sí —contesto entre risas.
—Y esos ojos. —Sacude la cabeza y se echa a reír.
—Pues sí, decidí conservar los ojos. —Suelto una risita nerviosa—. Bueno…
El silencio se prolonga mientras nos miramos fijamente. Kevin sigue sonriendo y negando con la cabeza como si no diera crédito a sus ojos. Lo entiendo, pero ya está bien, pasemos a otra cosa. Vuelvo a alegrarme de no haber fijado una cita para almorzar.
—¿Café? —digo, y da un respingo.
Lo miro detenidamente mientras pide en el mostrador. Pantalones marrones de pana, jersey de cuello de pico, camisa, bastante conservador, no exactamente a la última moda pero respetable, responsable, nada que ver con el alborotador de vaqueros raídos y pelo largo.
Cuando se sienta comienzan las preguntas de rigor. Trabajos, vida, cuánto hace que estás aquí, sigues en contacto con Sandy, todavía ves a Liam, te acuerdas de Elizabeth… Quién se casó con quién, quién está teniendo hijos con quién, quién ha abandonado a quién. Lo contenta que está tía Jennifer de que haya regresado. Me doy cuenta de que la he pifiado en cuanto lo digo. Ha sido bastante normal decirlo, pero tendría que haberlo hecho más a la ligera, de forma menos explícita, desprovista de connotaciones relativas a los problemas del pasado. Mencionar a su madre adoptiva a quien no ha venido a ver desde hace más de diez años —aunque ella sí lo visitó en el extranjero— ha sido adentrarse en territorio hostil. Me daría de cabezazos contra la pared. Kevin cambia de postura.
—Está contenta de tenerme de nuevo aquí, por supuesto, pero las circunstancias le están resultando difíciles de sobrellevar. He regresado porque quiero encontrar a mis padres biológicos —dice, calentándose las manos con el enorme tazón de café. Mira la mesa, solo puedo verle las largas pestañas negras, y cuando levanta la vista reconozco esos ojos atormentados, de cachorro perdido. Kevin sigue buscando algo, aunque parece menos enojado con el mundo; la mirada de rencor ha desaparecido. Hablamos sobre la búsqueda de su madre biológica, sobre su identidad perdida hace mucho tiempo, sobre su incapacidad de establecerse y tener hijos sin entender su propio linaje, sobre la imposibilidad de mantener relaciones duraderas, sentirse vinculado a otra persona, en otro lugar, todo este tiempo. Espero estar tranquilizándolo. Y entonces llega el momento embarazoso.
—Lo que dije en el columpio… —comienza, como si hiciera cinco minutos y no dieciséis años—. Estuvo mal lo que hice. Era joven, estaba muy confundido, te asusté, me consta, y lo siento. Me marché e intenté entenderlo, realmente intenté entenderlo todo, me dije que sin duda había interpretado mal nuestra amistad. Siempre tuvimos mucho en común, siempre tuve la sensación de que me comprendías. Todo el lío entre tú y tu padre… —añade, y me sorprende de nuevo, porque no había nada entre yo y mi padre, pero no importa—. Me marché e intenté olvidarte, pero, aun estando lejos, todas las demás mujeres… —El ambiente se enrarece mientras me pone al corriente de su larga lista de conquistas con las que no se siente en paz. Y entonces, ¡pum!—. No podía dejar de pensar en ti. Mi mente no paraba de conducirme a ti todo el tiempo. Por eso no podía regresar. Pero ahora… Jasmine, no he cambiado de parecer ni un ápice desde aquel día en el columpio. Estoy perdidamente enamorado de ti.
Por lo general soy una persona emocionalmente equilibrada. Creo que me enfrento a las cosas como es debido. No soy amante del drama, soy racional, razono relativamente bien. Pero esto… No puedo. Ahora no, con todo lo que estoy pasando. Me disculpo, me levanto y me marcho.
Cuando llego a casa me encuentro con el jardinero cargando su furgoneta. Aunque los días empiezan a alargarse poco a poco, el cielo vuelve a ser negro. Los rollos de césped nuevo siguen apilados en la rampa del garaje, a la luz de las farolas.
—¿Qué está haciendo? —le pregunto.
Se percata del tono de enfado de mi voz; parece un tanto desconcertado.
—Dijo que el césped estaría listo hoy —agrego.
—He tardado más de lo que esperaba en preparar el suelo. Tendré que regresar el lunes.
—¿El lunes? Me dijo que trabaja los fines de semana. ¿Por qué no puede venir mañana?
—Otro trabajo, lo siento.
—Otro trabajo —digo con un inquietante siseo—. ¿Por qué la gente no termina un trabajo antes de comenzar otro?
No responde. Suspiro y añado:
—Tenía entendido que los tepes debían plantarse como muy tarde un día después de la entrega.
—Están guardados en una zona de sombra, este fin de semana no hay previsión de heladas. Está en perfectas condiciones. —Mira el césped en silencio un buen rato como si aguardara a que hablase por sí mismo. Luego se encoge de hombros—. Si realmente lo ve necesario, abra los rollos y riéguelos.
—¿Que los riegue? Ha estado lloviendo toda la semana.
—Mucho mejor. —Vuelve a encogerse de hombros—. Aguantará bien.
—Y si no, lo pagará usted.
Sube a la furgoneta y se marcha. Me quedo plantada en mi jardín, con los brazos en jarras, observando cómo se aleja como si mi mirada fuese a bastar para detener la furgoneta y terminar el trabajo. No basta. Examino el montón de césped que tengo a mi lado. Mañana es 1 de febrero. Casi tres semanas esperando este jardín cuando podría haber empleado el dinero en irme de vacaciones y tumbarme en el césped de otro lugar.
Sales de tu casa, me saludas con la mano. No te hago caso porque vuelvo a estar enfadada contigo, estoy enfadada con todo el mundo y tú eres, invariablemente, el primero de mi lista, siempre sentirás mi ira. Subes a tu jeep y te vas. El doctor Jameson está fuera, la señora Malone sigue en el hospital, lo mismo que el señor Malone, que le hace compañía todas las noches. Ya solo tengo que dar de comer a la gata cuando me lo pide el señor Malone, lo cual ya no me molesta en absoluto dado que Marjorie ha resultado ser muy buena conversadora. Miro alrededor. No sé si los demás vecinos están en casa, pero diríase que la calle está desierta. Nada puedo hacer respecto al jardín, solo rezar para que una copiosa escarcha no se pose sobre mi césped nuevo.
Esa noche no puedo dormir. Doy vueltas en la cama, furiosa con mi padre: por su manera de tratar a Heather, por su intento de conseguirme un empleo en su antigua empresa, pues estoy casi convencida de que eso es lo que está haciendo. Además, estoy acongojada por la declaración de amor de Kevin y lo de mi jardín me fastidia. Todo parece inacabado; peor que inacabado, hecho trizas, como si todo se hubiese desgarrado, dejando los bordes irregulares. Es una manera peculiar de explicarlo, pero así es como me siento. No logro calmarme con tantos pensamientos cargados de ira que no pueden guardarse o archivarse en algún sitio mientras duermo. No hay nada que me ayude a distraerme. Normalmente tendría una reunión que planificar, un propósito, un objetivo, una idea nueva, una presentación, algo, cualquier cosa para apartar de mi mente tanto pensamiento inútil. Me levanto, voy a la planta baja y enciendo las luces de seguridad del jardín delantero. Son tan brillantes que parecen focos. Lo que veo hace que me enfade de nuevo. ¿Cómo se puede ser tan ineficiente? Me hierve la sangre.
Me pongo el abrigo encima del pijama y salgo. Miro los rollos de césped apilados y después el trozo de suelo despejado que tengo a mi derecha. Si quieres que algo se haga como es debido, hazlo tú misma: siempre ha sido mi filosofía. No debería ser demasiado difícil.
Cojo el primer rollo de césped y advierto que pesa más de lo que me figuraba. Lo dejo caer, maldigo y espero no haberlo roto. Me devano los sesos intentando resolver cómo hacerlo. Me pongo manos a la obra. Dos horas después estoy sucia y sudorosa. Me he quitado el abrigo porque dificultaba mis movimientos y lo he cambiado por un forro polar viejo. Estoy cubierta de mantillo, hierba y sudor, y en un momento dado apenas si logro contener unas lágrimas de frustración: por el césped, por el trabajo, por Kevin y por Heather y mi madre y la uña que me he roto al chocar contra el contenedor para escombros. Estoy tan absorta en mí misma, en mi tarea, que me llevo un susto de muerte cuando oigo que una tos rompe el silencio.
—Perdón —te oigo decir de repente.
Son las tres de la mañana. Miro tu jardín al otro lado de la calle y no veo nada. Vislumbro el bulto de los muebles, pero el resto es negrura, todas las luces de la casa están apagadas. Entonces veo la brasa de un cigarrillo. Eres tú. ¿Cuánto rato llevas ahí? No he visto ni oído llegar tu jeep y ahora sigo sin verlo, lo cual significa que has estado ahí todo el rato. Tengo ganas de llorar. O sea, he estado llorando a moco tendido, creyendo que nadie me oía.
—Me he quedado fuera sin llaves —dices, rompiendo el silencio.
—¿Cuánto rato llevas ahí? —te pregunto. Comienzo a distinguir tu perfil, sentado en la silla de costumbre, a la cabecera de la mesa.
—Unas horas.
—Tendrías que haber dicho algo.
Entro en casa para coger la llave de repuesto y cuando salgo de nuevo estás en tu puerta.
—¿Por qué está tan oscuro aquí?
—La farola se ha roto.
Levanto la vista y comprendo que es por eso por lo que no te veía. El doctor Jameson se molestará cuando regrese. En el suelo hay cristales rotos que han caído y uno de los ladrillos de mi contenedor para escombros está en medio de la calle. Me pregunto por qué no lo he oído, estaba segura de no haber dormido. Te dirijo una mirada acusadora.
—Demasiada luz. No había forma de dormir —dices en voz baja. No das la impresión de estar tan borracho, pareces sereno, has tenido tiempo para recobrar la sobriedad (en mi compañía, cuando ni siquiera sabía que estabas ahí), pero todavía hueles a alcohol.
—¿Dónde está tu jeep?
—En el centro; le han puesto un cepo.
Te entrego la llave. Abres la puerta principal y me la devuelves.
—Tendrías que haber dicho algo. —Por fin te miro a los ojos. Enseguida aparto la vista porque me siento muy vulnerable.
—No quería molestarte. Parecías muy atareada. Y triste.
—No estoy triste —replico.
—Por supuesto. Las cuatro de la mañana. Tú trabajando en el jardín, yo destrozando farolas, los dos estamos la mar de bien. —Sueltas esa risita que tanto detesto—. Además, para variar, era agradable no estar solo aquí fuera.
Esbozas una sonrisa antes de cerrar la puerta con cuidado.
Cuando regreso a mi casa advierto que me tiemblan las manos, tengo la garganta seca y siento una opresión en el pecho. No me doy cuenta de lo frenética que estoy hasta que veo que he ido dejando huellas de barro que forman confusos círculos en el suelo, el rastro indeciso de una loca.
Son las tantas de la madrugada, pero no puedo evitarlo: cojo el teléfono.
Larry contesta medio dormido; siempre contesta. Deja el teléfono encendido toda la noche, constantemente pendiente de recibir las peores noticias sobre su hija cada vez que ella sale para ir a una discoteca o a pasar la noche en casa de una amiga con una falda demasiado corta, tambaleándose con sus piernas de Bambi sobre unos tacones que le impiden mantener el equilibrio. Tanto estrés lo matará.
—Larry, soy yo.
—Jasmine —contesta, amodorrado—. ¡Por Dios! ¿Qué hora es? —Le oigo buscar algo a tientas—. ¿Estás bien?
—La verdad es que no, me despediste.
Suspira. Tiene la decencia de parecer avergonzado al darme una respuesta balbuciente, adormilada y respetuosa, pero lo interrumpo.
—Sí, sí, eso ya me lo dijiste en su momento, pero escucha, tengo que hablarte de otra cosa. Esta baja por jardinería no me está dando resultado. Tenemos que cancelarla. Hay que ponerle fin.
Titubea un momento.
—Jasmine, era parte del contrato. Estuvimos de acuerdo…
—Sí, estuvimos de acuerdo hace cuatro años, cuando no pensaba que alguna vez fueras a despedirme y a obligarme a no hacer nada durante un año entero. Necesito que pongas fin a esto. —Parezco agitada, muy nerviosa, como si necesitara una dosis. Y es así. Necesito trabajar. Necesito trabajar como un drogadicto necesita una dosis. Estoy desesperada—. Esto me está matando, te lo juro, Larry. No sabes lo que esta mierda te hace en la cabeza.
—Jasmine. —Ahora su voz suena firme, alerta—. ¿Estás bien? ¿Estás con…?
—Nunca he estado mejor, Larry, ¿vale? Escúchame… —Me muerdo la uña rota y me doy cuenta de que he arrancado demasiada; al entrar en contacto con el aire, me escuece—. No te estoy pidiendo que me devuelvas el empleo, solo te pido que recapacites, que pongamos fin a esta baja por jardinería. Es innecesaria. Es…
—No es innecesaria.
—Sí que lo es. O como mínimo es demasiado larga. Acórtala, por favor. Ya han pasado más de dos meses. Hasta aquí, vale. Dos meses está bien. Muchas empresas lo dejan en dos meses. Necesito estar ocupada, ya me conoces. No quiero volverme como el tipo de enfrente, un loco de costumbres nocturnas como los búhos que…
—¿Quién vive enfrente?
—Da igual. Lo que estoy diciendo es que necesito trabajar, Larry. Necesito…
—Nadie espera que te pases el día de brazos cruzados, Jasmine. Puedes embarcarte en otros proyectos.
—¡Déjate de proyectos! ¿Como qué? ¿Construir un volcán con alubias cocidas? Esto no es un colegio, Larry, tengo treinta y tres putos tacos. No puedo estar mano sobre mano tanto tiempo. ¿Sabes cuánto me costará volver a trabajar, después de un año entero? ¿Quién quiere a alguien que no ha trabajado en un año?
—Muy bien. ¿Y dónde trabajarás? —Se está poniendo más batallador, ya ha despertado por completo—. ¿En qué ramo estás pensando, exactamente? Si mañana pudieras salir a la calle a buscar empleo, dime, ¿dónde irías? ¿O quieres que te ayude con esta respuesta?
—Pues… —Titubeo porque me está insinuando algo, lo cual me confunde—. No sé qué quieres dar a entender…
—En tal caso, deja que te lo diga. Irías a ver a Simon…
Me quedo helada.
—No iría a ver a Simon…
—Sí que lo harías, Jasmine; lo harías. Porque sé que te reuniste con él. Sé que tomasteis un café juntos. Nada más salir de aquí, entraste con él en un restaurante. El Grafton Tea Rooms, ¿verdad? —Ahora está enojado y percibo en su voz que se siente traicionado—. El mismo lugar donde os reuníais cuando intentabas venderle una empresa que no debías estar vendiéndole, ¿me equivoco?
No me esperaba que dejara de hablar tan de súbito y mi silencio es como una admisión. Para cuando estoy lista para salir en mi defensa otra vez, ya está continuando:
—Mira, Jasmine, tienes que ser cuidadosa, ¿entiendes? Nunca se sabe quién te está vigilando. ¿Creías que no iba a enterarme? Pues me enteré y, si quieres que te sea sincero, me tocó las narices. También sé que te ofreció un empleo y que aceptaste, pero no estuvo dispuesto a trabajar contigo bajo las condiciones de la baja por jardinería. Lo sé porque su departamento legal se puso en contacto con el nuestro para informarse con todo lujo de detalle. Según parece, un año es demasiado tiempo para él. No mereces una espera tan larga. Así que ahora no me vengas con que sea indulgente contigo, cuando ibas a traicionarme…
—Un momento, ¿quién eres tú para hablar de traición? Montamos esa empresa juntos, Larry, juntos…
Seguimos discutiendo, interrumpiéndonos mutuamente. Es la misma conversación que mantuvimos hace once semanas, cuando me despidió. En realidad, la misma conversación que mantuvimos antes de que me despidiera, cuando se enteró de que estaba preparando el terreno con Simon a fin de ponernos en una buena posición para vender.
Es inútil, y ni él ni yo estamos dispuestos a echarnos atrás hasta que oigo, al fondo, la voz de su esposa, enojada y soñolienta. Larry se disculpa en un susurro y vuelve a hablar por teléfono en voz alta, clara e irritada.
—Esta conversación es una pérdida de tiempo. Pero escúchame bien, Jasmine: no voy a cambiar las cláusulas de la baja por jardinería. Ahora mismo, si pudiera alargarla a dos años, lo haría. Me trae sin cuidado lo que hagas durante este año; tómate unas vacaciones, vete a un puto retiro espiritual, intenta por una vez en tu vida acabar algo que hayas comenzado; me da igual, con tal de que no vuelvas a llamarme, y menos a estas horas. Es solo un año. Un puto año y después podrás volver a montar cosas, venderlas y nunca acabarlas, tal como has hecho siempre, ¿entendido?
Cuelga y me quedo temblando, hecha un furia.
Camino de un lado a otro de la cocina, mascullando a propósito de acabar cosas que he comenzado mientras, muy enojada, voy haciendo una lista de todas las cosas que se me ocurren. Larry ha metido el dedo en la llaga. Ha sido repentino y sorpresivo y me ha dolido más que cualquier otra cosa de las que me ha dicho, más que el propio hecho de que me despidiese. En realidad, es lo más doloroso que alguien me haya dicho jamás, y estoy muy afectada. Sigo debatiendo el asunto con él mentalmente, pero es en vano, puesto que yo hago de yo y de él, y el yo que hace de yo siempre gana. Miro el caos que reina en el jardín y monto en cólera. Salgo y doy una patada a un rollo de césped y lo perforo, y luego le doy un manotazo que lo hace caer del montón al suelo y desenrollarse. El césped se rompe por el agujero que ha hecho mi patada. Avergonzada y sorprendida de mis actos, levanto la mirada y veo que tus cortinas se mueven. Vuelvo a entrar y cierro dando un portazo.
Paso un largo rato en la ducha, llorando de frustración, el agua caliente me quema la piel y la deja enrojecida. Termino haciéndome una firme promesa. No me rebajaré a hacerte compañía, y menos de noche. Considero que este ha sido el punto más bajo al que he caído y no volveré a hacerlo. Me sobrepondré a lo de esta noche, me sobrepondré a ti. No es solo la conversación con Larry lo que me ha disgustado. Ante todo, lo que me ha conducido hasta este punto has sido tú. Has sido tú quien ha hecho que lo llamara. Porque han sido tus palabras las que han hecho que me mirara a mí misma, que viera mi situación y quisiera librarme de ella.
Oigo tu voz una y otra vez diciendo que, para variar, era agradable no estar solo ahí fuera. Me has arrastrado a tu mundo sin que te diera permiso, sin mi visto bueno, me has incluido en tu crisis, en tu estado de ánimo, has hecho que me asemeje a ti. Y, al hacerlo, me has avergonzado, porque siempre he creído que tus palabras son puro veneno, lo peor que hay en ti, que son peligrosas.
Sin embargo, en cuanto he bajado la guardia, tus palabras me han servido de consuelo. «Para variar, era agradable no estar solo aquí fuera». Cuando has pronunciado estas palabras, me han reconfortado. He dejado de sentirme sola.
No permitiré que vuelvas a hacerme esto.