8
Eddie regresa y trabaja otras dos horas. Lo sé porque estoy echando comida de gato en el cuenco de Marjorie cuando la pobre se lleva un susto de muerte al oír el martillo neumático y desaparece. Me pregunto si debo buscarla, pero no quiero recorrer las habitaciones como una intrusa, y además es una gata, estará bien. Eddie se está empleando a fondo cuando Johnny regresa para inspeccionar la obra y es como si no se hubiese ausentado en ningún momento. Escucha mi queja acerca de aquel sin pestañear ni hacer comentario alguno, inspecciona la obra, declara que no llevan retraso y se marchan en una desvencijada furgoneta roja porque tienen otro encargo. No van muy lejos, entran marcha atrás en la rampa de acceso al garaje de tu casa y se apean. Soy consciente de que me he convertido en una fisgona, pero no lo puedo remediar, estoy intrigada. Johnny mide el panel roto de la ventana contigua a la puerta principal, luego sacan una tabla de madera de la trasera de la furgoneta y, aunque no los veo, los oigo serrar detrás de las puertas abiertas. Solo son las cinco y media y ya ha oscurecido. Trabajan con muy poca luz, alumbrados solo por la lámpara del porche, y hay un leve resplandor que llega desde la parte de atrás de la casa: la cocina. Debes de estar despierto.
Pasan diez minutos fijando la tabla de madera en tu ventana, después montan en la furgoneta roja y se marchan. Mi jardín dista mucho de estar terminado.
Tengo tu carta en la mano. El doctor Jameson me ha hecho prometer que te la entregaría en persona. Él y yo debemos estar seguros de que la has recibido para que él pueda decírselo a Amy. He dejado la llave de tu casa encima del mostrador de la cocina; se la ve fuera de lugar, pero no se me ocurre dónde guardarla. La llave resalta sobre el mármol, casi como si palpitase. Me ponga donde me ponga, atrae mi mirada. Me parece un error tener algo tuyo en mi casa. Bajo la vista y le doy la vuelta al sobre. Me figuro que tu esposa, Amy, finalmente te ha abandonado y ha encomendado a sus vecinos que se aseguren de que sus palabras, su razonamiento —estoy convencida de que habrá tardado mucho en redactar la carta, eligiendo cuidadosamente cada palabra—, te lleguen. Me siento con el deber de encargarme de que la recibas. Debería disfrutar entregándotela, pero no es así y me alegro. Al contrario que tú, no soy insensible a los sentimientos humanos.
Me pongo el abrigo y cojo el sobre. Suena mi móvil, un número que no reconozco. Pensando que será ese vendedor tan peculiar, contesto.
—Hola, Jasmine, soy Kevin.
Se me cae el alma a los pies al ver que sales de tu casa, subes al coche y te marchas mientras escucho al primo que intentó besarme informándome de que está en Irlanda.
No consigo pegar ojo. No solo porque he acordado ver a mi primo Kevin dentro de unos días —fuera, no en mi casa, de modo que pueda marcharme cuando quiera—, sino porque estoy intentando repasar todas las posibles situaciones que podrían darse cuando regreses después. Yo dándote tu llave, tu carta, yo abriendo tu puerta, tú atacándome borracho como una cuba, arrojándome una silla, gritándome, quién sabe. No quería aceptar este reto, pero el deber de la buena vecindad hizo que me sintiera obligada.
Cuando llegas a casa estoy completamente despierta. Paradise City suena a todo volumen una vez más. Frenas antes de chocar contra la puerta del garaje, sacas las llaves del contacto, vas trastabillando hasta la puerta, tropiezas con tus propios pies varias veces mientras te concentras en las llaves, que tintinean en tus manos. Tardas un rato, pero por fin consigues meter la llave en la cerradura. Entras y cierras la puerta. Se enciende la luz del recibidor. Se enciende la luz del descansillo. Se apaga la luz del recibidor. Se enciende la luz de tu dormitorio. Cinco minutos después se apaga la luz de tu dormitorio.
De repente el silencio que reina en mi habitación es espeluznante, y me doy cuenta de que he estado conteniendo la respiración. Me tiendo en la cama, confusa.
Estoy decepcionada.
El fin de semana celebro mi cena. Somos ocho. Todos amigos íntimos. Bianca no ha venido, se ha quedado en casa con su hijo recién nacido, pero Tristan ha acudido. Antes de que nos sentemos a cenar se queda dormido en un sillón junto a la chimenea. Lo dejamos tranquilo y comenzamos sin él.
Casi toda la conversación gira en torno a los hijos. Me gusta, es una distracción. Aprendo un montón de cosas sobre el cólico del lactante y pongo cara de preocupación cuando hablan de la falta de sueño. Después pasan al destete y discuten qué verduras y frutas son aceptables como primer alimento crudo. Caroline suelta una perorata de media hora sobre la vida sexual de la que goza con su nuevo novio desde que se separó del hijo de puta de su marido. Esto también me gusta, es una distracción. Es la vida real, son cosas de las que quiero enterarme. Después la atención se dirige hacia mí y mi trabajo, y aunque son mis amigos y los adoro y son amables, no me siento con ánimos para hablar del tema con franqueza. Les cuento que estoy disfrutando de mi receso y me apunto a su opinión de que es fantástico cobrar por estar en casa. Se ríen cuando intento ponerlos celosos con historias exageradas sobre levantarse tarde, las largas sesiones de lectura y el tiempo de que dispongo para hacer lo que me plazca. Sin embargo, resulta forzado y estoy incómoda, como si interpretara un papel, porque no me creo una sola palabra de lo que estoy diciendo. Nunca he estado más agradecida de oír el ruido de tu jeep. Espero que estés más hecho polvo que de costumbre.
No les he hablado a mis amigos de tus últimas excentricidades nocturnas bajo los efectos del alcohol. No sé por qué. Son una carnaza perfecta. Les encantaría enterarse de todo, y que seas famoso lo haría aún más jugoso. Tal vez me tomo demasiado en serio tu conducta y tu situación para bromear al respecto durante una cena. Tienes hijos, una esposa que acaba de abandonarte. Te detesto, cuantos me conocen bien lo saben, pero nada relacionado contigo me hace tener ganas de reírme de ti. Corro las cortinas para que no puedan verte.
Te oigo aporrear puertas y ventanas, pero todos siguen charlando. Ahora debaten sobre quién debería ligarse las trompas y quién debería hacerse una vasectomía, y no reparan en el ruido que armas. Creen que bromeo cuando digo que yo preferiría la vasectomía, pero no he estado prestando la debida atención.
De pronto no se oye nada fuera. No logro concentrarme y empiezo a inquietarme, me pone nerviosa que lleguen a oírte, que los chicos quieran salir a verte, a mofarse de ti o a ayudarte, arruinando la privacidad de mi relación contigo. Me consta que es raro. Esto es todo lo que tengo y solo yo puedo entender de verdad lo que te ocurre por la noche. No quiero tener que explicarlo.
Retiro los platos del postre. Mis amigos hablan y ríen, el ambiente es genial y Tristan sigue durmiendo en el sillón, asándose junto a la chimenea. Caroline me ayuda y pasamos otro rato en la cocina mientras me pone al corriente de las cosas que ella y su nuevo novio han estado haciendo. Debería escandalizarme por lo que oigo, ella quiere que me escandalice, pero no consigo concentrarme, sigo pensando en ti ahí fuera. Y la llave está a mi lado encima del mostrador, palpitando todavía. Cuando Caroline sale un momento para ir al cuarto de baño, me escapo. Cojo la carta y tu llave, me pongo el abrigo y salgo sigilosamente sin que nadie se dé cuenta.
Mientras cruzo la calle te veo sentado a la mesa. Son las once de la noche. Temprano para que regreses a casa. Estás comiendo de una bolsa de McDonald’s. Me observas cruzar la calle y me siento cohibida. Estrecho los brazos en torno a mi cuerpo, fingiendo tener más frío del que tengo, dado que el alcohol que he bebido me mantiene caliente. Me paro junto a la mesa.
—Hola —digo.
Me miras con cara de sueño. Nunca te he visto sobrio de cerca. Tampoco te he visto borracho de cerca; estabas entre un estado y el otro cuando nos topamos la otra mañana, de ahí que no sepa con seguridad en qué estado estás ahora exactamente, pero estás sentado fuera comiendo un McDonald’s a las once de la noche con una temperatura de tres grados. El olor a alcohol flota denso en el aire, de modo que no puedes hallarte plenamente compos mentis.
—Hola —dices.
Es un buen principio.
—El doctor Jameson me pidió que te diera esto.
Te entrego el sobre.
Lo coges, lo miras y lo dejas encima de la mesa.
—¿Está fuera el doctor Jota?
—Dijo que su sobrino lo había invitado a España.
—¿En serio? —Se te ilumina el semblante—. Ya era hora.
Esto me sorprende. No sabía que tú y el doctor Jameson estuvierais tan unidos. Tampoco es que tu reacción dé a entender que seáis íntimos, pero sí que tenéis alguna clase de relación.
—Verás, la esposa del doctor Jota murió hace quince años, no tenían hijos, su hermano y su cuñada fallecieron, el único pariente que le queda es ese sobrino que nunca lo visita ni lo invita a nada —dice, claramente molesto. Después eructas—. Perdón.
—Oh —es todo cuanto acierto a decir.
Me miras.
—¿Vives enfrente?
La pregunta hace que me sienta confusa. No sé si estás fingiendo que nunca nos hemos visto o si de verdad no te acuerdas. Intento discernirlo.
—Claro que sí —añades—. En el número tres, ¿verdad?
—Sí —contesto.
—Soy Matt. —Me tiendes la mano.
No estoy segura de que esto sea un nuevo principio; podría ser un montaje, en cuyo caso, en cuanto alargue el brazo retirarás la mano y sacarás la lengua. Sean cuales sean tus motivos, si has olvidado mi grosería de hace unos días, esta es una buena oportunidad para que haga lo que debería haber hecho entonces.
—Jasmine —digo, y tiendo la mano hacia ti.
Contrariamente a lo que pensaba, no es un apretón de manos con el diablo. Tienes la mano helada, la piel áspera como si la hubiera agrietado el frío del invierno.
—También me dio una copia de la llave de tu casa. Tu esposa hizo copias para él y para mí. —Te la entrego.
La miras con desgana.
—No tengo por qué quedarme la llave si no quieres que la tenga —añado.
—¿Por qué no iba a querer?
—No lo sé —respondo—. No me conoces. En fin, toma. Ahora puedes entrar y quedarte la llave, si quieres.
Miras la llave.
—Seguramente será mejor que la guardes tú.
Sigues mirándome y empiezo a incomodarme. No sé qué hacer. Está claro que no tienes intención de moverte, de modo que voy hasta la puerta y la abro.
—¿Estás dando una fiesta? —preguntas, mirando los coches aparcados delante de mi casa.
—Solo es una cena.
Entonces me siento mal. Estás comiendo de una bolsa de McDonald’s. ¿Se supone que debo invitarte? No, no nos conocemos, y tú has sido el enemigo desde mi adolescencia, no puedo invitarte.
—¿Qué le estás haciendo a tu jardín?
—Ponerle césped.
—¿Por qué?
Me echo a reír.
—Buena pregunta.
Coges el sobre.
—¿Me leerías esto?
—No.
—¿Por qué?
—¿Por qué no lo lees tú?
—Me cuesta ver con claridad.
Sin embargo, no pareces estar tan borracho para eso y hasta hablas con normalidad.
—Y me he dejado las gafas dentro —agregas.
—No. —Cruzo los brazos y doy un paso atrás—. Es una carta personal.
—¿Cómo sabes que es personal?
—Es para ti.
—Podría ser algo relacionado con el vecindario. El doctor Jota siempre anda organizando cosas. Una barbacoa, por ejemplo.
—¿En enero?
—Pues una reunión para hablar sobre el reciclaje.
Te gusta lo que acabas de decir y ríes por lo bajo. Oigo tu pecho cargado a causa de tantos cigarrillos; es una risa sucia y sibilante.
—Dijo que era de tu esposa.
Silencio.
De pronto descubro la razón de tu atractivo. Es por la manera en que ladeas la cabeza cuando piensas, o quizá se deba a la luz de la luna, pero sea lo que sea hay momentos en los que te transformas. Ojos azules, cabello cobrizo, nariz chata. O quizá siempre tienes este aspecto y mi desagrado lo corrompe.
Dejas el sobre sobre la mesa y lo empujas con un dedo hacia mí.
—Léela.
Cojo el sobre y lo miro. Le doy la vuelta varias veces.
—No puedo. Lo siento. —Vuelvo a dejarlo sobre la mesa. Lo miras fijamente sin pronunciar palabra—. Buenas noches.
Vuelvo a mi casa, a las risas de mis amigos. Me quito el abrigo. Tristan sigue durmiendo en el sillón. Creo que nadie se ha percatado de mi ausencia. Regreso a la mesa con otra botella de vino y me siento un momento, antes de levantarme de nuevo para descorrer un poco las cortinas. Sigues sentado a la mesa. Levantas la vista y me ves, entonces te pones de pie y entras en tu casa, cierras la puerta a tus espaldas. Todavía veo el sobre blanco encima de la mesa, resplandeciendo a la luz de la luna.
Comienza a lloviznar.
Observo el sobre mientras la lluvia arrecia. No me puedo concentrar. Ahora Rachel está hablando de algo, todos la escuchan, tiene los ojos arrasados en lágrimas, me consta que es algo importante, es acerca de su padre enfermo, acaban de enterarse de que tiene cáncer, pero no consigo concentrarme. Sigo mirando por la ventana el sobre bajo la lluvia. El marido de Rachel la toma de la mano para ayudarla a continuar. Susurro algo a propósito de traerle un pañuelo y acto seguido salgo fuera sin abrigo, cruzo la calle corriendo y recupero el sobre.
No te conozco, no estoy en deuda contigo, pero sé que todos tenemos un botón de autodestrucción y no puedo permitir que lo pulses. No en mi turno de guardia.