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No soy entrometida, pero me pones difícil que no te observe. Eres un número de circo sin igual y no puedo dejar de ser tu público. Vivimos frente a frente en esta calle sin salida de Sutton, Dublín Norte, urbanización que se construyó en los años setenta a imagen y semejanza de los suburbios norteamericanos. Tenemos grandes jardines delanteros sin cercas ni setos, nada que los separe de la acera, ninguna verja o cualquier otra cosa que impida a una persona acercarse a nuestras ventanas. Los jardines delanteros son más espaciosos que los traseros, y de ahí que todos se tomen muy en serio su mantenimiento. Siempre están primorosamente podados, arreglados, abonados y regados, como si su vida natural hubiese sido domada por completo. Todos los vecinos de nuestra calle, salvo los ocupantes de tu casa y de la mía, están jubilados. Pasan un sinfín de horas en sus jardines, de modo que todo el mundo sabe quién viene y quién va y a qué hora. Yo, sin embargo, lo ignoro. Y tú también. Ni somos jardineros ni estamos jubilados. Debes de ser unos diez años mayor que yo, pero entre los dos hemos reducido la edad media de la calle unos treinta años. Tienes tres hijos, no estoy segura de qué edades, pero diría que uno es adolescente y que los otros dos todavía no han cumplido los diez.
No eres un buen padre; nunca te veo con ellos.
Siempre has vivido enfrente, desde el día en que me mudé, y siempre me has molestado sobremanera, pero ir a trabajar cada día y todo lo que eso traía aparejado —distracción y saber que había cosas más importantes en el mundo— hizo que no me importara, que no me quejase, que no saliera resueltamente en tu busca y te diera una paliza.
Ahora me siento como si viviese en una pecera y lo único que veo y oigo desde mis ventanas eres tú. Tú, tú y tú. De modo que a las dos y media de la mañana, que en tu caso es una hora bastante respetable para regresar a casa, me encuentro con los codos en el alféizar, el mentón apoyado en una mano, aguardando tu siguiente cagada. Me consta que esta será buena, porque estamos en Nochevieja y tú eres Matt Marshall, presentador en la más importante emisora de radio de Irlanda y, mal que me pese, esta noche he escuchado tu programa en mi teléfono antes de que también se le agotara la batería. Ha sido tan impertinente, vergonzoso, repulsivo, desagradable, nauseabundo, inmundo y vomitivo como siempre. Tu programa de debate, que se emite de las once de la noche a la una de la mañana, tiene más oyentes que cualquier otro programa de la radio irlandesa. Has llevado el timón de los programas nocturnos de debate durante diez años. Cuando me mudé no sabía que vivías aquí, pero cuando un día oí que tu voz me llegaba desde el otro lado de la calle supe que eras tú al instante. Todo el mundo te identifica cuando te oye y, por lo general, la gente se entusiasma, pero a mí me dio asco.
Eres un compendio de todo lo que no me gusta de las personas. Tus ideas, tus opiniones, tus debates que nada hacen por arreglar el problema que finges querer arreglar y que en cambio provocan enojos histéricos y comportamientos propios de bandas callejeras. Ofreces un espacio en el que das rienda suelta al odio, el racismo y la ira, pero lo disfrazas de libertad de expresión. Por estos motivos me desagradas; por motivos personales, te desprecio. Ya entraré en detalles después.
Has venido a casa en coche, como de costumbre, circulando a sesenta kilómetros por hora en una calle tan silenciosa y tranquila como una residencia de jubilados. Compraste tu casa a un matrimonio anciano que se mudaba a otra más pequeña, yo compré la mía a un viuda que falleció; o mejor dicho a sus hijos, que tenían prisa por venderla. Hice bien en comprarla cuando los precios de las casas habían caído en picado, cuando la gente adquiría todo lo que podía antes de que volvieran a subir, y aspiro a quedar libre de la hipoteca, ambición que he tenido desde los cinco años, deseosa de que lo que es mío sea realmente mío y no esté a merced de los demás y de sus errores. Tanto tu hogar como el mío parecían salidos de un episodio de The Good Life y ambos tuvimos que embarcarnos en serias reformas y tuvimos que enfrentarnos con la empresa de mantenimiento, que nos acusó de estropear el aspecto del lugar. Logramos llegar a un acuerdo mutuo. Nuestras casas parecen de The Good Life vistas por delante; por dentro, están completamente renovadas. Sin embargo, con mi jardín delantero rompí una norma y todavía estoy pagando el error. Volveré sobre este tema.
Como siempre, frenas peligrosamente cerca de la puerta de tu garaje y bajas del coche, dejando las llaves en el contacto, la radio a todo volumen y el motor en marcha. No sé si ha sido por descuido o si no tienes previsto quedarte. Los faros del coche están encendidos y son la única luz de la calle; eso añade dramatismo a la escena, casi como si te iluminara un foco. A pesar del viento, que ha amainado un poco, se oye la letra de la canción de Guns N’ Roses que suena en el coche. Es Paradise City; 1988 tuvo que ser un año muy bueno para ti. Yo tenía diez años y tú tendrías dieciocho, apuesto a que te ponías sus camisetas y llevabas pegatinas de ellos en la mochila, apuesto a que imprimías sus nombres en los periódicos del colegio y que ibas a The Grove y fumabas y bailabas toda la noche y gritabas cada palabra de sus canciones al cielo nocturno. Debías de sentirte libre y feliz, puesto que la pones mucho, y siempre que conduces de regreso a tu casa.
Veo que se enciende una luz en el dormitorio del doctor Jameson; debe de ser una linterna, porque se mueve de un lado a otro como si quien la sostiene estuviera desorientado. Ahora el perro se ha puesto a ladrar como un loco y me pregunto si lo dejará entrar antes de que una niña, al despertar, se encuentre con que Santa Claus le ha dejado un Jack Russell mareado en el jardín de atrás. Observo el movimiento de la linterna por las habitaciones de arriba. Según parece, al doctor Jameson le gusta tener controladas las cosas. Me enteré por boca de mi vecino, el señor Malone, que llamó a mi puerta para comunicarme que el camión de la basura iba a pasar y que había reparado en que se me había olvidado sacar mis cubos. Tengo la sensación de que el señor Malone y el doctor Jameson no coinciden acerca de quién debería estar a cargo de la empresa de mantenimiento. Me había olvidado de sacar los cubos porque no trabajar significa que a menudo no sé en qué día vivo, pero me fastidió que se presentara en mi casa para decírmelo. Siete semanas después, no me habría fastidiado. Ahora me parece una muestra de amabilidad. Pero entonces me fastidiaba todo lo relativo a la buena vecindad. No tenía espíritu de comunidad. No era porque le hubiera dado la espalda, era porque estaba demasiado ocupada. No sabía que existía y no lo necesitaba.
Pruebas el picaporte de tu puerta principal y te muestras perplejo y consternado porque no está abierta para que tú o algún pistolero enmascarado podáis entrar libremente en tu hogar. Llamas al timbre. Nunca comienzas con educación, siempre lo haces de manera grosera, ofensiva. La cantidad de veces que llamas, el rato que pulsas el timbre, que suena como el tableteo de una ametralladora. Tu esposa siempre tarda en contestar. Los niños, también. Me pregunto si duermen como benditos porque ya están acostumbrados o si ella se encuentra con ellos, los cuatro acurrucados en una habitación mientras los niños sollozan, diciéndoles que no hagan caso de esos ruidos. En cualquier caso, nadie abre. Empiezas a aporrear la puerta. Te gusta dar golpes, casi todas las noches lo haces para aliviar tu tensión y tu ira. Rodeas la casa, llamando y aporreando todas las ventanas que quedan a tu alcance. Provocas a tu esposa con una voz de sonsonete, «Sé que estás ahí», como si ella fingiera no estarlo. No creo que finja, creo que lo está dejando bastante claro. Me pregunto si está dormida o despierta y esperando que te marches. Supongo que lo segundo.
De pronto te pones a chillar. Me consta que tu mujer detesta que chilles porque es lo que más la avergüenza de todo, tal vez porque tienes una voz inconfundible, aunque nunca se nos ocurriría pensar que fuese otro matrimonio de la calle el que estuviera comportándose así. Me cuesta aceptar que a estas alturas no lo hayas entendido y hayas renunciado a gritar. Por primera vez desde que soy testigo de vuestras trifulcas, ella se mantiene firme. Entonces haces una cosa nueva. Regresas al coche y empiezas a hacer sonar el claxon.
Veo que la linterna del doctor Jameson pasa de una habitación de arriba a otra de abajo y confío en que no se le ocurra salir para intentar serenarte. Si ocurre esto último, seguro que harás algo drástico. La puerta principal de la casa del doctor Jameson se abre y me llevo las manos a la cara, preguntándome si debería salir corriendo y detenerlo, pero no quiero involucrarme. Me quedaré vigilando y ya intervendré si la cosa se pone fea, aunque no tengo ni idea de qué podría hacer. El doctor Jameson no aparece. El perro llega corriendo y por poco se cae al derrapar en la hierba. El perro entra y el doctor Jameson cierra dando un portazo. Sorprendida, me echo a reír.
Sin duda oyes la puerta y debes de creer que es tu esposa, puesto que dejas de darle al claxon y de nuevo solo se oye a los Guns N’ Roses. Me siento agradecida. Lo del claxon ha sido lo más molesto que has hecho hasta ahora. Casi como si aguardase a que te calmaras antes de dejarte entrar, la puerta delantera se abre y tu esposa sale en bata, hecha una furia. Veo una sombra detrás de ella. Al principio pienso que ha conocido a otro y me preocupa seriamente lo que pueda ocurrir, pero entonces me doy cuenta de que se trata de tu hijo mayor. Parece adulto, protector, el hombre de la casa. Me alegro. No tienes por qué empeorar aún más las cosas. En cuanto la ves bajas del coche y empiezas a gritarle porque te ha dejado la puerta cerrada. Siempre le gritas lo mismo. Ella te esquiva al dirigirse a la puerta abierta del jeep y saca las llaves del contacto, apagando así la música, el motor y los faros. Agita las llaves delante de ti, diciéndote que tienes la llave de la casa en el llavero. Te lo había dicho antes. De modo que ya lo sabías.
No obstante, sé tan bien como ella que tu sentido práctico desaparece con tu sobriedad, dando paso a este hombre desesperado, encolerizado. Siempre crees que te han dejado fuera, que te han dejado fuera deliberadamente. Se trata de ti contra el mundo o, mejor dicho, de ti contra la casa, y tienes que entrar como sea.
Te callas un momento mientras miras las llaves que cuelgan delante de tus ojos y luego trastabillas al tender el brazo hacia tu esposa, la arrimas a ti y la cubres de besos. No puedo verte la cara pero veo la suya. Para ella aquello es una tortura íntima y silenciosa. Te ríes y alborotas el pelo de tu hijo al pasar, como si todo hubiese sido una broma, y todavía te odio más porque eres incapaz de pedir perdón. Nunca pides perdón; en cualquier caso, nunca te he visto hacerlo. En cuanto entras en la casa vuelve la electricidad. Das media vuelta y me ves en la ventana, con las luces de mi dormitorio encendidas, revelándome en todo mi taimado esplendor.
Me fulminas con la mirada y acto seguido cierras dando un portazo y, pese al modo en que te has comportado esta noche, me haces sentir como si la rara fuese yo.