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Una de las cosas que me gustó de las últimas fiestas de Navidad fue que nadie trabajaba, lo cual nos ponía a todos al mismo nivel. Todos estaban en «modo vacacional», no tenía que compararme con ellos ni ellos conmigo. Pero ahora todo el mundo vuelve a estar trabajando, de ahí que me sienta de nuevo como me sentía antes del paréntesis navideño.

Al principio quedé impresionada, todo mi organismo acusó la impresión, y luego me parece que pasé por una etapa de duelo, como si llorase una vida que había perdido. Estaba enojada, claro que estaba enojada; siempre había considerado que Larry, mi colega, el hombre que acabó despidiéndome, era mi amigo. Cada Año Nuevo íbamos juntos a esquiar, cada junio pasaba una semana en su casa de Marbella con él y su familia. Fui una de las pocas invitadas a su casa para la exagerada fiesta de debutante de su hija. Pertenecía a su círculo íntimo. Nunca me planteé que pudiera proceder como lo hizo, que, a pesar de las frecuentes discusiones acaloradas, nuestra relación fuese a llegar a esto; lisa y llanamente, que tuviera las pelotas de hacerme esto a mí.

Superado el enojo, pasé a la fase de negar que fuese malo que hubiese ocurrido. No quería que la pérdida de mi empleo me poseyera, me definiera. No necesitaba mi trabajo, mi trabajo me necesitaba a mí y, sintiéndolo mucho, me había perdido. Y entonces llegó la Navidad y me perdí en un torbellino de actos sociales, cenas, fiestas y borracheras que hicieron que me sintiese querida, confusa y olvidadiza. Ahora estamos en enero y mi humor es tan lóbrego como el tiempo que hace fuera porque se ha adueñado de mí un sentimiento nuevo.

Me siento inútil, como si una parte muy importante de mi autoestima hubiese disminuido de manera drástica. Me han arrebatado mi rutina, el programa que antes determinaba todas y cada unas de mis horas de vigilia y de sueño. Establecer algún tipo de rutina ha resultado difícil; es como si para mí no existieran normas mientras todos los demás marchan al ritmo de sus tambores. Tengo hambre a todas horas, metafórica y literalmente. Tengo hambre de algo que hacer, algún lugar al que ir, pero también tengo hambre de cuanto hay en mi cocina simplemente porque está ahí, al alcance de la mano cada día y no tengo nada mejor que hacer que comérmelo. Estoy aburrida. Y por más que me duela decirlo, estoy sola. Puedo pasar un día entero sin ningún trato social, sin conversar con alguien. A veces me pregunto si soy invisible. Me siento como los ancianos y ancianas que solían sacarme de quicio cuando se ponían a charlar innecesariamente con las cajeras del supermercado mientras yo hacía cola, con prisa por llegar al siguiente lugar donde me esperaban. Cuando no tienes un siguiente lugar donde te esperan, el tiempo se lentifica muchísimo. Me he dado cuenta de que me fijo mucho más en las personas, que cruzo más miradas con ellas o intento mirarlas a los ojos. Ahora estoy lista y dispuesta para conversar con cualquiera sobre cualquier cosa; me alegraría el día que alguien me mirara a los ojos o que hubiera alguien con quien hablar. Pero todo el mundo está demasiado ocupado y eso hace que me sienta invisible; y la invisibilidad, contrariamente a lo que antes creía, no produce la mínima sensación de ligereza y libertad. Por el contrario, me deja apesadumbrada. Y, por lo tanto, me obligo a ir de un sitio a otro, intentando convencerme de que no me siento apesadumbrada, invisible, aburrida e inútil, y de que soy libre. No me resulto muy convincente.

Otra de las cosas malas de que me despidieran es que mi padre me visita sin esperar a que lo invite.

Cuando llego a casa está en el jardín delantero con mi hermanastra, Zara. Zara tiene tres años, y mi padre sesenta y tres. Se jubiló hace tres años cuando vendió su imprenta a un muy buen precio, lo que le permite vivir desahogadamente. En cuanto nació Zara se convirtió en un marido y padre ejemplar, mientras que su nueva esposa, Leilah, trabaja como monitora en su propio centro de yoga. Resulta enternecedor que papá haya tenido una segunda oportunidad de amar, así como resulta conmovedor que haya sido capaz de abrazar sin reservas y como es debido la paternidad, por primera vez en su vida. Abrazó sin reservas los cambios de pañal, los biberones nocturnos, el destete y todo lo demás que conlleva la crianza de un niño. Cada día resplandece de orgullo por ella, por esta niña tan excepcional que ha conseguido hacer cosas tan increíbles ella solita. Crecer, caminar, hablar. Mi padre se maravilla ante su talento, cuenta historias interminables sobre lo que Zara ha hecho ese día, las cosas divertidas que ha dicho, el dibujo tan logrado para la edad que tiene. Como digo, resulta enternecedor. Conmovedor. Pero él lo ve con la dicha propia de la primera vez, de un principiante, de alguien que nunca ha sido testigo de nada semejante.

Estas últimas semanas papá me ha dado que pensar porque he tenido tiempo para hacerlo, y me pregunto dónde estaban su asombro, conmoción e intimidación mientras Heather y yo crecíamos. Si alguna vez existieron, quedaron ocultos tras la máscara de inconveniencia y absoluto desconcierto. En ocasiones, cuando señala algo maravilloso que ha hecho Zara, me vienen ganas de gritarle que las demás niñas también hacen lo mismo, ¿sabes?, niñas como Heather y como yo, y lo increíbles que sin duda habríamos sido de haber llegado ahí las primeras hace más de treinta años. Pero no lo hago. Eso me convertiría en una mujer amargada y retorcida, y no lo soy, y generaría una energía en torno a algo cuando en realidad no hay nada. Me digo a mí misma que lo que provoca estos pensamientos frustrantes es la inactividad.

Con frecuencia me pregunto cómo se sentiría mamá si estuviera viva, al ver a papá convertido en el hombre que es ahora: fiel, jubilado, amante padre y marido. A veces la oigo en sus días indulgentes y prudentes, poniéndose filosófica y comprensiva al respecto, y otros días oigo la voz cansina de la agotada madre separada con la que crecí, escupiendo veneno a propósito de él y de su falta de sensibilidad. La voz que oigo quizá dependa de mi estado de ánimo. Mamá murió de cáncer de mama a los cuarenta y cuatro años. Demasiado joven para morir. Yo tenía diecinueve. Demasiado joven para perder a una madre. Por supuesto, para ella fue muy difícil tener que irse de este mundo cuando no quería hacerlo. Había cosas que quería ver, cosas que quería hacer, cosas que había ido postergando hasta que acabara de estudiar y fuese adulta, de modo que pudiera iniciar su vida. Aún no había acabado; en muchos sentidos, ni siquiera había comenzado. Había tenido a su primer bebé a los veinticuatro y luego me había tenido a mí, por accidente, a los veinticinco, y había criado a sus hijas y lo había hecho todo por nosotras y tendría que haber dispuesto de tiempo para ella. A veces me pregunto por qué fui tan egoísta y no decidí ocuparme de Heather yo misma. Creo que ni siquiera me ofrecí a hacerlo. Entiendo que necesitara comenzar a vivir mi vida, pero me parece que no llegué a pensarlo ni un instante siquiera. No es egoísta no querer hacerlo, pero fue egoísta no pensarlo. Vuelvo la vista atrás y me doy cuenta de que entonces también podría haber ayudado más a mi madre. Tengo la impresión de haber dejado que pasara sola por todo aquello. Podría haber estado más cerca de ella, haberle hecho más compañía en lugar de preguntarle cosas después. Pero yo era adolescente, mi mundo giraba en torno a mí y veía que mi tía le brindaba su apoyo.

Heather y yo nos llevamos un año. Me trata como si por ser la menor fuera mucho más pequeña. Es algo que me encanta. Me consta que fui un accidente porque mi madre no tenía previsto tener otro bebé tan pronto, después del nacimiento de Heather. Mamá quedó impresionada, papá se consternó; para empezar, a duras penas podía apañárselas con un bebé, y mucho menos con un bebé con síndrome de Down, y ahora había otro bebé en camino. Heather le daba miedo, no sabía cómo tratarla. Cuando llegué yo, se alejó todavía más de la familia, buscando a otras mujeres que dispusieran de más tiempo para adorarlo y mostrarse de acuerdo con él.

Entretanto, mi madre se enfrentaba a la realidad con mucha fortaleza y seguridad, aunque más adelante confesaría que lo hizo con lo que ella llamaba «patas de Bambi». Nunca vi nada por el estilo, nunca la vi vacilar, temblar o dar un paso en falso, siempre daba la impresión de tenerlo todo controlado. Bromeaba, y se disculpaba, diciendo que yo me estaba criando por mi cuenta. Siempre supe que Heather era más importante, que Heather necesitaba más atención; nunca me sentí poco querida, las cosas eran así y punto. Yo también amaba a Heather, aunque me consta que cuando mamá se fue de este mundo, la única persona a quien no quería abandonar era a Heather. Heather la necesitaba, mamá tenía planes para ella, y por eso se fue de este mundo con el corazón partido por la hija que estaba abandonando. Me parece normal, lo entiendo. Mi corazón se rompió no solo por mí, sino también por ellas dos.

Heather no vive en la inopia como suele pensarse de las personas con síndrome de Down. Es un individuo que tiene días buenos y malos, como todos nosotros, pero su personalidad, que no guarda relación alguna con el síndrome de Down, es alegre. Su vida se ciñe a una rutina que ella aprecia como el modo de sentir que controla su vida, motivo por el que cuando la visito sin que me espere o mientras está trabajando, se muestra confusa y a veces se pone un poco nerviosa. Heather necesita su rutina, cosa que nos hace aún más parecidas y en absoluto diferentes.

Zara va dando saltos de un adoquín a otro, procurando no pisar las grietas. Insiste en que papá haga lo mismo. Papá lo hace. Ahora conozco esta faceta suya y, sin embargo, al verlo con la barriga colgándole por fuera de los pantalones y agitándose mientras salta de una piedra a la siguiente, sigo siendo incapaz de saber quién es este hombre. Levanta la vista cuando me acerco.

—No sabía que estaríais aquí —digo con tono jovial. Traducción: «No me avisaste; tienes que avisarme siempre».

—Estábamos dando un paseo por la costa, contemplando las olas, ¿verdad, Zara? —La coge en brazos—. Cuenta a Jasmine lo de las olas.

Siempre hace que Zara nos diga cosas. Seguro que casi todos los padres lo hacen, pero me pone furiosa. Preferiría mantener una conversación con Zara a que se la dicte papá. Oírle decir cosas es oírlas dos veces.

—Había unas olas enormes, ¿verdad? Dile a Jasmine lo enormes que eran las olas.

Zara asiente con los ojos muy abiertos. Separa los brazos para mostrar lo que sería una ola decepcionantemente pequeña pero de un tamaño enorme para ella.

—¿Y no chocaban contra las rocas? Díselo a Jasmine.

Zara asiente otra vez.

—Chocaban contra las rocas.

—Y las olas salpicaban la carretera de la costa en Malahide —dice mi padre, de nuevo con su voz infantil, y pienso que ojalá me contara el paseo directamente en lugar de referirlo de esta manera.

—¡Caramba! —contesto. Sonrío a Zara y alargo los brazos hacia ella. De inmediato viene a mi encuentro y enrosca sus piernas largas y flacas en torno a mi cuerpo y se aferra a mí con todas sus fuerzas. No tengo nada contra Zara. Zara es un encanto. No, Zara es preciosa. Es perfecta en todos los sentidos y la adoro. No es culpa de Zara. No es culpa de nadie porque nada ha ocurrido. Es solo el fastidio de que mi padre se haya acostumbrado a visitarme desde que me paso el día en casa, lo que está comenzando a generar algo que en realidad no existe. Me consta que es así. Se lo recuerdo a mi yo racional.

—¿Cómo están mis piernas de espagueti? —le pregunto, entrando en la casa—. ¡Hace un año entero que no nos vemos!

Mientras hablo, echo un vistazo a tu casa. Últimamente lo hago a menudo, es como si no pudiera evitarlo. Se ha convertido en un hábito, en un absurdo trastorno obsesivo-compulsivo que me impide subir al coche sin mirar al otro lado de la calle; tampoco cierro la puerta principal sin observar antes la tuya; y a veces, al pasar por delante de una ventana de la fachada, me detengo a espiar. Me consta que debo dejar de hacerlo. Durante el día nunca ocurre nada, al menos nada que te ataña; apenas das señales de vida. Es tu esposa la que va y viene con los niños todo el día. De vez en cuando quizá te vea abrir una cortina y salir para dirigirte al coche, pero eso es todo. No sé qué demonios estoy esperando ver.

—¿Le contaste a tu papá que la semana pasada hicimos magdalenas? —pregunto a Zara.

La chiquilla asiente una vez más y caigo en la cuenta de que estoy haciendo exactamente lo mismo que mi padre. Sin duda es frustrante para ella, pero no sé cómo dejar de hacerlo.

Papá y yo nos hablamos a través de Zara. Le decimos cosas que deberíamos decirnos el uno al otro, de modo que le digo que en Nochevieja me quedé sin electricidad, que me encontré con Billy Gallagher en el supermercado y que se ha jubilado, y varias cosas más que Zara no tiene por qué saber. Zara presta atención durante un rato, pero acabamos por confundirla y se va corriendo.

—Tu amigo se ha vuelto a meter en un lío —dice papá cuando estamos sentados a la mesa con una taza de té y galletas sobrantes de mi enorme cajón de cosas ricas navideñas que voy devorando sin prisa pero sin pausa, y vemos que Zara vuelca la caja de juguetes que guardo para ella. El ruido de las piezas de Lego ahoga la última frase de mi padre.

—¿Qué amigo? —pregunto, preocupada.

Papá señala con el mentón la ventana delantera que da a tu casa.

—Ese muchacho… ¿Cómo se llama?

—¿Matt Marshall? No es amigo mío —contesto, indignada. Toda conversación siempre acaba siendo sobre ti.

—Bueno, pues entonces tu vecino —dice papá, y ambos miramos a Zara otra vez.

Solo el silencio que se prolonga más de la cuenta me lleva a preguntar, porque no sé qué otra cosa decir:

—¿Por qué? ¿Qué ha hecho?

—¿Quién? —responde papá, saliendo de su trance.

—Matt Marshall —digo entre dientes, odiando tener que preguntar sobre ti no una vez, sino dos.

—Ah, él —dice, como si hiciese una hora que hubiese sacado el tema a colación—. Su programa de Nochevieja recibió muchas quejas.

—Siempre recibe quejas.

—Vaya, pues habrán sido más que de costumbre, supongo. Sale en todos los periódicos.

Guardamos silencio de nuevo mientras pienso en tu programa. Detesto tu programa, nunca lo escucho. O, mejor dicho, nunca lo escuchaba, pero últimamente lo he estado escuchando para ver si el tema del que habláis tiene alguna relación directa con el estado en que regresas a casa, puesto que no llegas borracho cada noche de la semana. Solo tres o cuatro noches por semana. De todas formas, por ahora no parece que haya correlación directa alguna.

—Verás, quiso recibir el Año Nuevo con una mujer que…

—Lo sé, lo sé —digo, interrumpiéndolo porque no quiero oír a mi padre pronunciar la palabra «orgasmo».

—Vaya, creía que habías dicho que no lo habías oído —responde, poniéndose a la defensiva.

—Me lo contaron —mascullo, y me pongo a gatas para ayudar a Zara con el Lego. Hago ver que nuestra torre es un dinosaurio. La uso para comerle los dedos de las manos y de los pies, luego la hago chocar contra la segunda torre con un gran rugido. Se pone contenta enseguida y sigue jugando sola.

Para resumir tu programa de Nochevieja, a ti y a tu equipo os pareció que sería divertidísimo recibir el Año Nuevo con el sonido de un orgasmo femenino. Una bonita sorpresa para tus oyentes, una forma, en realidad, de agradecerles su apoyo. Luego vino el concurso para ver quién diferenciaba el sonido de un orgasmo fingido del de un orgasmo real, y después un debate a fondo sobre los hombres que fingen orgasmos durante una relación sexual. No fue ofensivo, al menos para mí, y menos aún comparado con las porquerías sobre las que has hablado en otros programas. Además, no sabía que hubiera hombres que fingen orgasmos, de modo que resultó ligeramente informativo, cuando no inquietante, quizás incluso esclarecedor —respecto al hombre de la oficina con quien no lamenté haberme acostado pero que, al parecer, él sí lo lamentó—, aunque los gilipollas que tenías en el programa para contar su versión de los hechos hicieron bien poco por instruir a la audiencia. Parece que te esté defendiendo. No es así. Solo que no fue tu peor programa. Por una vez el tema no erais tú y tu falta de encanto, sino el derecho a oír el clímax de una mujer sin considerarlo ofensivo.

—¿Qué problemas tiene? —pregunto, momentos después.

—¿A quién te refieres? —pregunta papá, y cuento mentalmente hasta tres.

—Matt Marshall.

—Ah. Lo han despedido. O expulsado temporalmente. No estoy seguro. Diría que ya no trabaja allí. De todos modos, llevaba mucho tiempo. Está bien que alguien más joven tenga una oportunidad.

—Solo tiene cuarenta y dos años —digo. De nuevo parece que te defienda, pero no lo hago a título personal. Yo tengo treinta y tres y necesito encontrar trabajo, en estos momentos me preocupa la cuestión de la edad, la actitud hacia la edad en los lugares de trabajo, eso es todo. Me deleito al pensar que te han suspendido de empleo y sueldo. Nunca me has gustado, siempre he querido que dejaran de emitir tu programa, pero entonces me siento mal y no sé muy bien por qué. Quizá sea por tus hijos y tu simpática esposa, a quien he empezado a saludar por las mañanas.

—Resulta que había una mujer de verdad en el estudio —dice papá, un tanto incómodo.

—Bueno, desde luego no parecía un hombre.

—No, no, es que realmente estaba… ya sabes. —Me mira y no tengo la más remota idea de lo que está dando a entender.

Permanecemos callados.

—Se estaba dando placer. En directo. En el estudio —añade papá.

Se me revuelve el estómago, tanto por la conversación que acabo de mantener con mi padre como al imaginarte orquestando semejante cosa en tu estudio, la cuenta atrás hasta la medianoche, todo el equipo riendo a carcajadas de una mujer, como idiotas.

Una vez más, te detesto.

Monto a Zara en su sillita del coche y le planto un beso en la nariz.

—Pues, si quieres, podría hablar con Ted —dice papá de repente, como si continuara una conversación que no recuerdo que mantuviéramos.

Frunzo el ceño.

—¿Quién es Ted?

—Ted Clifford —contesta, y encoge los hombros como si no tuviera importancia.

Monto en cólera tan deprisa que tengo que esforzarme para no perder los estribos en el acto. Y ha faltado muy poco. Mi padre vendió su empresa a Ted Clifford. Podría haberla vendido por el triple en los buenos tiempos, pero ahora no corren buenos tiempos, le gusta decir a todo el mundo, y por eso se conformó con una suma razonablemente buena de dinero que le asegurará irse un mes de vacaciones con Leilah y Zara en verano y cenar fuera cuatro veces por semana. No sé si pagó su hipoteca, y eso me fastidia. Habría sido lo primero que yo hubiese hecho. No sé cómo es posible que Heather y yo hayamos salido de alguien así, pero aunque parezca lo contrario me da igual. Económicamente estoy bien, al menos por el momento. Lo que más me preocupa es Heather. Necesita seguridad. En cuanto gané suficiente dinero, compré el apartamento que tenía alquilado. Se fue de la residencia hace cinco años, fue un asunto importante para ella, un asunto importante para todos. Vive con una amiga bajo la atenta supervisión de una asistente social, y se llevan de maravilla, aunque eso no impide que me preocupe por ella cada segundo de cada día. Conseguí el apartamento a buen precio; la mayoría de la gente estaba intentando librarse de las propiedades que valían menos que sus hipotecas, esa segunda vivienda cuyo pago de repente suponía un gran esfuerzo. Yo contaba con que mi padre hiciera lo mismo al jubilarse, en lugar de comprar el apartamento en España. Él pensaba que Heather estaba bien en la residencia, pero yo sabía que ella soñaba con tener su propia casa, de modo que tomé cartas en el asunto. Insisto, no estoy enojada, solo que ahora me vienen a la cabeza cosas de este tipo y no puedo dejar de analizarlas. Necesito distraerme.

—No —digo con aspereza—. Gracias.

Punto y aparte.

Papá me mira como si quisiera agregar algo. Para impedírselo, prosigo:

—No necesito que me consigas un empleo.

Mi orgullo. Tan fácil de herir. Detesto que me ayuden. Siempre tengo que hacer las cosas por mi cuenta. Su ofrecimiento me hace sentir débil, hace que piense que cree que soy débil. Tiene demasiadas connotaciones.

—Como quieras. Sería una manera fácil de abrirte una puerta. Ted te ayudaría encantado.

—No necesito ayuda.

—Necesitas un empleo.

Ríe por lo bajo. Me mira como si le resultase divertido, pero me consta que esa mirada solo anuncia su ira. Esa risa es su primera reacción cuando se enfada. No sé bien si pretende tocarle las narices a la persona con quien está enfadado (que es lo que ocurre ahora y lo que siempre me ha ocurrido) o si es la manera de disimular su enojo. En cualquier caso, identifico la señal.

—Muy bien, Jasmine, hazlo a tu manera, como de costumbre. —Levanta las manos a la defensiva con un gesto teatral y las llaves colgando de sus dedos. Sube al coche y se marcha.

Hazlo a tu manera. Lo dice como si fuese algo malo. ¿No se supone que eso es bueno para cualquier persona? ¿Cuándo querré o he querido hacer las cosas a su manera? Si quisiera ayuda, sería la última persona a quien recurriría. Y entonces se me ocurre otra vez que parece que haya un problema cuando en realidad nunca lo ha habido, y me asusto. Me doy cuenta de que estoy muerta de frío en plena calle, mirando fijamente el lugar de donde el coche ha desaparecido hace ya rato. Echo un vistazo a tu casa y tengo la impresión de haber visto que una cortina del piso de arriba se ha movido ligeramente, aunque lo más probable es que me lo haya imaginado.

Más tarde, ya en la cama, no consigo dormir. Tengo la sensación de que la cabeza se me está recalentando de tanto pensar, igual que mi portátil cuando lo utilizo demasiadas horas. Estoy enojada. Mantengo conversaciones a medias con mi padre, con mi trabajo, con el hombre que me ha quitado la plaza de aparcamiento esta mañana, con la sandía que se me ha caído cuando la llevaba del coche a la casa y que ha estallado, desparramándose por el suelo y manchándome las botas de ante. Despotrico contra todos ellos, los maldigo, les informo de sus defectos. Pero no sirve de nada, solo hace que me sienta peor.

Me incorporo, frustrada y deshidratada.

Rita, la experta en reiki que he visitado hoy, me ha dicho que esto sucedería. Me ha recomendado beber mucha agua después de una insólita sesión que a mi juicio no me ha cambiado en absoluto, y en cambio me he bebido una botella de vino antes de acostarme. Nunca había ido a una sesión de reiki y es muy probable que no vuelva a ir, pero mi tía me regaló un vale en Navidad. A mi tía le encantan las terapias alternativas de todo tipo; ella y mi madre solían hacer esa clase de cosas cuando mamá estaba enferma. Quizá por eso ahora no creo en ello, pues no dio resultado: mamá falleció. Claro que también es cierto que la medicina tampoco le dio resultado y yo la sigo dando por buena. Tal vez vuelva a ir. Pedí cita a la hora en que la gente está trabajando, para hacer algo, para mantenerme ocupada, para tener algo que anotar en mi nueva agenda amarilla Smythson con mis iniciales en oro en el ángulo inferior derecho, que normalmente ya estaría llena de citas y reuniones y que ahora es una triste descripción de mi vida actual: horas de bautizos, citas para tomar café y celebraciones de cumpleaños. La sesión de reiki ha tenido lugar en una pequeña habitación blanca tan llena de incienso que me he sentido adormilada y por un instante me he preguntado si no me estarían drogando. Rita es una mujer de más de sesenta años menuda como un pajarillo, pero al sentarse en el sillón ha doblado las piernas adoptando una postura reveladora de lo en forma que está. Tiene las facciones finas, casi desenfocadas, y no estoy segura de que fuera el incienso lo que la desdibujaba, pero apenas podía verle el perfil. Sus ojos son penetrantes. Es increíble la forma en que me ha calado y ha subrayado cada palabra que he dicho para que me concentrara en mi propia voz y percibiese lo entrecortada y contenida que sonaba. En fin, aparte de una charla agradable con una mujer comprensiva y veinte relajantes minutos en una habitación semejante a un útero que despedía un olor placentero, no he notado el menor cambio en mi ser.

Sin embargo, me ha dado un consejo para mi mente desbocada. En cuando me he ido lo he descartado de inmediato, pero ahora apenas soy capaz de formular un pensamiento el tiempo suficiente para esclarecerlo, digerirlo o librarme de él, de modo que sigo su recomendación: me quito los calcetines y camino por la alfombra un rato, confiando en que me sentiré «arraigada» para que mi mente deje de adentrarse en territorios hostiles a fuerza de divagar y despotricar. Piso algo afilado, la punta de una percha, y maldigo al inspeccionarme el pie. Lo acuno con las manos. No sé bien cuán arraigado debería sentirse, pero seguro que no como se siente ahora.

Rita me ha sugerido que en cuanto llegase a casa caminara descalza, preferiblemente por el césped, y si no descalza en general. La teoría científica que sustenta los beneficios que comporta para la salud el caminar descalzo es que la Tierra está cargada negativamente, de modo que cuando te arraigas conectas tu cuerpo con una fuente de energía de carga negativa. Y como la Tierra tiene una carga negativa mucho mayor que la de tu cuerpo, terminas por absorber electrones. El arraigamiento tiene efectos antiinflamatorios en tu organismo. No sé qué pensar al respecto, pero necesito despejar la cabeza y, como estoy intentando tomar menos pastillas, bien puedo probar a caminar descalza.

Miro hacia fuera. En mi jardín no hay césped. Justamente fue la cosa más terrible y atroz que hice cuando me mudé hace cuatro años. No era una apasionada de los jardines, tenía veintinueve años, estaba muy ocupada, apenas paraba en casa, al menos nunca el tiempo suficiente para fijarme en mi jardín. A fin de evitar el esfuerzo que representaba su mantenimiento, nada más comprar la casa sustituí el jardín relativamente bonito que tenía por un suelo de losas fácil de limpiar. Quedó impresionante, costó una fortuna, horrorizó a los vecinos. Junto a la puerta principal puse unas hermosas macetas negras con plantas que permanecen verdes todo el año, podadas en un alarde de formas modernas. Me preocupó un poco la impresión que pudiera causar a mis nuevos vecinos, pero nunca estaba en casa para hablarlo a fondo con ellos y me dije que me ahorraría pagar a un jardinero; no iba a cuidar del jardín yo misma, no habría sabido por dónde empezar. Todavía hay césped en el sendero de delante. Lo mantiene mi vecino, el señor Malone, que se puso a hacerlo sin consultarme. Creo que lo considera suyo porque estaba aquí primero y, en cualquier caso, ¿qué sé yo acerca del césped? Soy una desertora del césped.

Pensé que comprar mi propia casa —una pareada familiar de cuatro habitaciones— a los veintinueve años constituía un signo de madurez y de arraigo. ¿Quién podía saber que cuando arrancase el jardín perdería precisamente lo que podría haberme mantenido arraigada?

Miro hacia tu casa. No veo tu jeep y todas las luces están apagadas. Nunca me preocupan las casas de los demás. Considero que no son asunto mío. Me pongo un chándal y bajo descalza la escalera. Sintiéndome como un sabueso, corro de puntillas por el enlosado frío de la rampa del garaje, derecha al césped que bordea la acera. Compruebo que no haya caca de perro. Compruebo que no haya babosas ni caracoles. Luego me remango el pantalón del chándal y dejo que mis pies chapoteen en la hierba mojada. Está fría pero es suave. Río para mis adentros mientras camino arriba y abajo, inspeccionando la calle a medianoche.

Por primera vez desde que me mudé, me siento culpable por lo que le hice a mi jardín. Miro las casas y veo que la mía se ve oscura y gris en medio del colorido imperante. No es que haya mucho color en los jardines en enero, pero al menos los arbustos, los árboles, el césped rompen el hormigón gris de los senderos, el marrón y gris de mi enlosado.

No tengo claro que ir descalza por la hierba esté ayudando a otra cosa que no sea un ataque de pulmonía, pero al menos el aire fresco me ha despejado y ha dejado un poco de espacio libre en mi mente. Este comportamiento es impropio de mí. No me refiero a caminar por la hierba a medianoche, sino a la falta de control. Por descontado, en el trabajo he tenido días estresantes en los que he necesitado reorganizarme, pero esto es diferente. Me siento distinta. Pienso demasiado, me interno en terrenos que antes ni pisaba.

Con frecuencia, cuando busco algo, la única manera de encontrarlo es reconocer en voz alta de qué se trata, pues soy incapaz de verlo a menos que lo imagine y registre mentalmente lo que estoy buscando. Por ejemplo, mientras hurgo en mis bolsos gigantescos en busca de las llaves, digo para mis adentros o en voz alta «llaves, llaves, llaves». En casa hago lo mismo, voy de una habitación a otra, diciendo o murmurando «pintalabios rojo, pluma, factura del teléfono…» o lo que sea que ande buscando. En cuanto lo hago, no tardo en encontrarlo. No sé cuál es el motivo, pero me consta que funciona, que es verdad, que Deepak Chopra sería capaz de explicarlo de una manera más elaborada, informada y filosófica, pero mi impresión es que cuando nombro aquello que estoy buscando, consigo saber, sin sombra de duda, lo que debo encontrar. Orden dada: el cuerpo obedece y la mente responde.

A veces tengo delante de los ojos lo que busco, pero soy incapaz de verlo. Me pasa a menudo. De hecho, me ha pasado esta mañana cuando buscaba el abrigo en el armario. Lo tenía justo delante de mí, pero como no he dicho «el abrigo negro con las mangas de cuero», no había forma de que apareciera. Estaba buscando distraídamente, paseando la mirada por la ropa sin encontrar lo que buscaba.

Me parece —en realidad he terminado por saberlo— que he aplicado esta manera de pensar a una escala mayor, la he aplicado a mi vida. Me digo a mí misma lo que quiero, lo que busco, lo visualizo para que sea más fácil encontrarlo, y entonces lo encuentro. Siempre me ha dado resultado.

De modo que ahora me encuentro en un lugar donde todo lo que he visualizado y que tanto trabajo me ha costado me ha sido arrebatado, ya no es mío. Lo primero que debo hacer es recuperarlo todo, hacerlo mío otra vez, enseguida, de inmediato; y si eso no es posible —normalmente no lo es, porque soy una persona realista, no una practicante del vudú—, tengo que encontrar otra cosa que buscar, otra cosa que conseguir. Es evidente que ahora me refiero a mi trabajo. Sé que tarde o temprano volveré a trabajar, pero me han puesto en modo espera. Estoy atascada y no puedo hacer nada al respecto.

Estoy en lo que se ha dado en llamar, un poco absurdamente, «baja por jardinería». Por suerte no tiene nada que ver con la jardinería, pues de lo contrario me aguardaría un año larguísimo de regar y arrancar malas hierbas entre las ranuras de mi jardín enlosado. La baja por jardinería es la práctica mediante la cual un empleado que deja su trabajo o ha sido despedido recibe instrucciones de no trabajar durante el tiempo que fije el preaviso pero sigue estando en nómina. Suele utilizarse para impedir que los empleados se lleven consigo información actualizada y tal vez delicada cuando abandonan una empresa, sobre todo si se va a trabajar para la competencia. Como ya he explicado, yo no iba a trabajar para un competidor, pero Larry estaba convencido de que trabajaría en una empresa con la que estábamos en relativa competencia, una empresa con la que yo había intentado congraciarme para que comprara la nuestra. Larry tenía razón. Habría trabajado para ellos. Me llamaron al día siguiente de mi despido para ofrecerme un empleo. Cuando les comenté lo de la baja por jardinería me dijeron que les era imposible aguardar tanto tiempo —¡doce meses de baja por jardinería!—, de modo que optaron por buscar a otra persona. La duración de mi baja por jardinería no solo ha ahuyentado a otros empleadores, sino que me deja sin hacer nada en absoluto mientras aguardo. Es como una sentencia de cárcel. Doce meses de baja por jardinería. Es toda una sentencia. Me siento como si estuviera acumulando polvo en un estante mientras el mundo sigue adelante y yo no pudiera hacer nada para detenerlo o participar. No quiero que mi mente empiece a criar musgo; tendré que regarla sin cesar para que no se marchite.

Briznas de hierba mojada se me pegan a los pies y suben hasta los tobillos. Así pues, ¿qué sucede si me han dejado en modo espera un año entero y no puedo hacer nada al respecto? ¿Qué hago?

Camino arriba y abajo por el césped mojado, comienzo a tener frío en los pies, pero una nueva idea bulle en mi cerebro. Un nuevo proyecto. Una meta. Un objetivo. Algo que hacer. Debo enmendar un error. Arrancaré el suelo que piso, lo cual será fácil, porque tengo la impresión de que ya ha sido arrancado.

Haré un regalo al vecindario. Le devolveré el jardín.