18

A primera hora de la mañana del lunes me despierta el ruido de un cortacésped justo delante de mi ventana. Me fastidia por varios motivos. En primer lugar porque acaban de dar las ocho y es un ruido molesto y, en segundo lugar, porque anoche tomé una botella de vino tinto antes de acostarme. Tal vez esté mintiendo en cuanto a la cantidad, pudo ser más y también pudo ser un alcohol completamente distinto, pero hoy estoy sintiendo los golpes sordos que penetran en mi cráneo hasta las células de mi cerebro, matándolas al alcanzarlas, y que luego me taladran hasta el cogote, donde los noto palpitar en la almohada. El desconsiderado usuario del cortacésped podría ser cualquiera de los cuatro matrimonios jubilados que tenemos por vecinos y que trabajan con arreglo a su horario sin detenerse a pensar en el de los demás, sobre todo desde que saben que ya no tengo trabajo. Podría ser cualquiera de ellos, pero desde el principio sé que eres tú. Lo sé incluso antes de levantar la cabeza de la almohada porque el ruido se prolonga demasiado. Nadie en este mundo tiene tanto césped; solo un jardinero sin experiencia tardaría tanto rato. Cuando miro fuera es como si hubieses estado esperando a que apareciera. Levantas la vista de inmediato y me saludas alegremente con la mano. Veo el sarcasmo que emanas por todos los poros. Entonces apagas el cortacésped, como si hubieses conseguido hacer lo que te habías propuesto, y cruzas la calle en dirección a mi casa.

No puedo moverme. Estoy demasiado mareada, realmente necesito tenderme de nuevo, pero tú estás en la puerta, llamando al timbre demasiado fuerte, demasiado rato, como si me hubieras metido el dedo en una llaga y la pincharas para torturarme con un mensaje en morse. Me desplomo en la cama, esperando que si te ignoro te marches, pero, al parecer, como cualquier otro problema, no te vas, solo insistes más. Al final no eres tú lo que me pone en marcha, es la visión de la botella de vodka al lado de la cama lo que me catapulta —a paso de caracol— hacia la puerta.

Abro de un tirón y es como si la luz diurna me quemara los ojos. Hago una mueca y me enojo, retrocedo a la seguridad del vestíbulo en penumbra gracias a que las cortinas están corridas. Me sigues al interior.

—Ostras —dices al verme, pareciéndote demasiado al doctor Jameson—. Buenos días.

Estás exageradamente alegre, brioso, vivaz. Irritantemente. Si no te conociera, pensaría que me has visto beber hasta sumirme en un sopor etílico para después levantarte temprano adrede, lo más temprano que alguna vez te haya visto levantarte, y así poder armar un buen jaleo delante de mi ventana. Más aún, te has obligado a estar alegre, lo más alegre que te he visto estar alguna vez.

Mi intención es decir «hola», pero solo me sale un graznido ronco.

—Caray —dices—. ¿Una noche movida? ¿Rock and roll en el número tres una noche de domingo?

A modo de respuesta, gruño.

Vas de un lado a otro abriendo las cortinas y la ventana, cosa que hace estremecerme y alcanzar la manta de cachemira del sofá donde me he dejado caer. Me arrebujo con ella y te miro recelosa cuando te diriges a la cocina, que es de planta abierta —todo el piso de abajo es de planta abierta—, y te pones a hurgar en los armarios.

—El cuenco de los limones —digo con un hilo de voz.

Te detienes.

—¿El qué?

—Tus llaves. En el cuenco de los limones.

—No estoy buscando las llaves.

—Aleluya.

—¿Por qué el cuenco de los limones?

—Me alegra que lo preguntes. —Sonrío—. Porque pienso que eres un limón[8].

—¿No eres tú la que está amargada? —dices, y mi sonrisa se desvanece.

Sigues moviéndote por la cocina. Oigo tazas, oigo crujido de papel, huelo tostadas, oigo el hervidor. Cierro los ojos y me quedo dormida.

Cuando despierto me estás tendiendo un tazón de té y una tostada untada con mantequilla. Me viene una arcada, pero tengo hambre.

—Tómate esto, te hará bien.

—Dijo el experto —digo, incorporándome medio grogui.

Te sientas en el sillón de enfrente, al lado de la ventana, y la luz me hace entornar los ojos. Pareces casi angelical bajo esa luz, tu lado derecho parece difuminado en los bordes como si fueras un holograma. Suspiras cansado, un gesto en absoluto angelical. El suspiro, me doy cuenta, no se debe a que estés cansado. En cierto modo pareces rejuvenecido, sonrosado por el aire fresco de la mañana, tu ropa huele a hierba recién cortada. Estás cansado por culpa mía.

—Gracias —digo, recordando mis malos modales.

—A propósito de la otra noche… —comienzas.

Gruño, le quito hierro con un ademán y bebo un sorbo de té. Está dulce, más dulce de como suelo tomarlo, pero me gusta. Es apropiado para este momento. No es vodka y mi cuerpo lo agradece. No quiero hablar sobre la otra noche, sobre lo que ocurrió entre tú y yo.

—Siento haberte tirado el vaso de whisky —dices muy en serio, tal vez incluso con emoción, y no puedo aceptarlo. Mastico despacio la tostada y trago.

—Ambos estuvimos fuera de lugar —digo rotundamente. Quiero pasar página.

Esto no es lo que quieres oír. Esperas que me disculpe.

—Bueno, Jasmine, reaccioné a lo que tú dijiste.

—Sí, y acepto tus disculpas —respondo. ¿Por qué soy incapaz de pedir disculpas aun sabiendo que debería hacerlo?

—Dijiste cosas muy fuertes —dices.

—¿Has venido para que te pidiera perdón?

—No. He venido a disculparme.

Lo medito otra vez.

—Como he dicho, ambos estuvimos fuera de lugar.

Me miras fijamente mientras tu mente trabaja a toda máquina. Tomas la decisión de no emprenderla conmigo, cosa que agradezco aun sabiendo que lo merezco. Estoy siendo horrible. Lo soy un poco más.

—Estaba decepcionada porque habías defraudado a mi hermana.

—Lo siento mucho. No creía que fuese a disgustarse tanto.

—Ella cumple sus promesas. Confía en la gente. No como yo; yo no me fío de nadie.

Asientes, digieres lo que te acabo de decir.

—Sabes bien que no le dije que nunca sería posible, solo en el futuro inmediato.

—¿Qué probabilidades hay?

—Ahora mismo muy pocas —dices con gravedad.

Debería estar pensando en las consecuencias de que pierdas tu trabajo, en lo que significará para ti y tu familia, no en que Heather se haya quedado sin su visita a la emisora. Me han descrito como una persona sensible debido a mis sentimientos por Heather, pero diríase que estoy absolutamente insensibilizada en lo que atañe a los demás.

—Gracias a lo que dijiste, he dejado la bebida —dices.

Te miro asombrada. Todavía me asombra más haber dicho algo que te haya influenciado, pero no me asombra en absoluto que admitas que has dejado de beber. Porque no te creo. No creo que lo digas en serio ni que vaya a suceder. Es como si fueras un marido que me engaña y yo me quedara impávida cuando sostienes que vas a cambiar. Por extraño que parezca, así de familiarizados estamos el uno con el otro.

—Lo digo en serio —dices, leyéndome el pensamiento perfectamente—. Tenías razón. En lo que dijiste sobre los chicos.

—Por favor, Matt —digo exasperada. Me rindo—. No tenía razón en nada. No te conozco. No sé nada de tu vida.

—En realidad… —Te callas, como si trataras de decidir si decirlo o no—. En realidad es al contrario. Ves mi vida cada día. Ves más que nadie.

Silencio.

—Y me conoces. —Me miras pensativamente—. Creo que piensas que me conoces más de lo que me conoces, y te equivocas en algunas cosas, pero eso solo es una cosa más que está por demostrar.

—No tienes que demostrarme nada —miento. Ojalá pudiera decirlo en serio, pero no es así. Cada palabra que sale de tu boca la analizo para confirmar que eres la manzana podrida que creo que eres.

—En fin, quiero que te quedes esto.

Me pasas el sobre arrugado que contiene la carta de tu esposa.

—¿Todavía no la has leído? ¡Matt!

—No puedo —dices simplemente—. No quiero saber lo que pone. No puedo.

—¿Ya te dirige la palabra?

Niegas con la cabeza.

—¡Porque ha dicho todo lo que quiere decirte justo aquí, y tú lo estás ignorando! No te entiendo.

—Pues entonces léemela.

—¡No! Léela tú.

La tiro a la mesa de café.

—¿Y si dice que nunca regresará?

—Así al menos lo sabrás. En lugar de quedarte esperando a que ocurra algo.

—No estoy esperando. Ya no. Voy a demostrárselo.

—¿Demostrar qué?

—Demostrarle quién soy.

—Me parece que ya lo has hecho. Por eso se marchó —digo medio en broma, creyendo que vas a sonreír, pero no lo haces.

Suspiras. Miras la carta y pienso que por fin he logrado comunicarme contigo. La recoges y te levantas.

—La dejo con los limones.

Sonrío y me alegra que no me veas hacerlo.

Un coche aparca delante de tu casa.

—Tienes visita —digo, aliviada porque esta conversación ha terminado y vas a marcharte. La cabeza me da vueltas y la tostada flota en un mar de vodka y jugo de arándano, haciendo surf sobre una ola de indigestión.

Examinas el coche desde la ventana, con los brazos en jarras y el ceño fruncido. Aun así estás guapo. Tampoco es que seas viejo: tienes cuarenta y pocos. Pero a pesar de tu estilo de vida, las noches en vela, el alcohol y las mezclas de pastillas para la ansiedad, somníferos y lo demás que tomes, tu apariencia no se ha visto tan afectada como cabría esperar.

—Dudo que sea para mí —dices, todavía examinando el coche—. El conductor no se ha movido del asiento.

—¿Por qué no has trabajado nunca en la tele? —pregunto de improviso. Por lo general, los disc jockeys con tanta audiencia y tantos fans como tú cambian de medio, y además se me ocurre que eres bastante guapo para algunas personas, y siendo la tele como es, la guapura está tan cotizada como la inteligencia, y con frecuencia más.

—Lo hice —contestas, dando media vuelta, tan sorprendido como yo de que haya hecho una pregunta sobre ti, sobre tu vida, sobre tu trabajo—. Hace unos cinco años tuve un programa nocturno de entrevistas, un programa de debate parecido al de la radio. Las noches de los miércoles, a las once y media.

Me miras como si debiera saberlo, pero niego con la cabeza.

—Nos sentábamos en torno a una mesa con un puñado de gente que convocaba otra persona y hablábamos sobre temas de los que yo quería hablar pero sin hablar de ellos como era debido. Lo dejé. En televisión no se puede decir nada. Hay mucha más libertad en la radio.

—Como los orgasmos de Nochevieja.

Suspiras y te sientas.

—Las mujeres no son las únicas personas que tienen cosas que decir, lo sabes bien.

Me quedo confundida.

—Tengo un amigo. Digamos que se llama Joey.

—¿No podemos llamarlo Matt?

—No. No soy yo. —Y te creo—. Un buen día Joey me dice que tiene problemas de fertilidad con su mujer. Llevan siete años casados y no tienen hijos. Una noche, tomando unas cervezas, me cuenta que ha estado fingiendo en la cama. Primera noticia que tengo. De que lo haga un tío, quiero decir. No tiene malas consecuencias cuando es la mujer la que finge, obviamente, pero es diferente cuando es un tío y la mujer quiere tener hijos; entonces es un problema. Él no puede decirle que ha estado fingiendo. Se ha metido en un buen aprieto, está acorralado, ¿entiendes? Ella se ha sometido a un reconocimiento médico y al parecer todo está bien por su parte…

Realmente, la manera en que lo expresas es inspiradora.

—De modo que quería que él se hiciera reconocer. Test de fertilidad. Pero él no quería hacerlo porque sabe que está bien. O supone que lo está. Y en lugar de reconocer que ha estado fingiendo casi todo el tiempo y que hubiese preferido hacer cosas en la cama de una manera diferente que quizá le hubiese ayudado, va y le dice que no quiere tener hijos. Cosa que no es verdad, pero le entró el pánico y no supo qué otra cosa decir. Total, que rompieron. Y todo porque era incapaz de decirle la verdad. —Niegas con la cabeza—. Pensé que era un tema que merecía ser abordado en el programa.

—Bueno, lo es —digo. A mí, personalmente, no me gustaría oír a cinco personas gritando y discutiéndolo en malas conexiones telefónicas a medianoche, pero entiendo tu punto de vista.

—Entonces Tony tiene la idea de dar las campanadas de Nochevieja con aquella mujer. Dije, vale, lo que tú digas. En realidad me traía sin cuidado. Pensé que sería divertido. Estaba relacionado con el debate. No tenía más importancia.

—¿Quién es Tony?

—El productor. Él lo organizó. Trae a esa mujer al estudio. Ella se pone a gemir con el micro abierto. No, no era real —me dices—. Contrariamente a lo que dicen los periódicos sensacionalistas. Pero era una prostituta. Ese es el problema. Tony le pagó. —Niegas con la cabeza—. ¡Por Dios! Tony también está jodido. Hace una temporada que tiene problemas con su novia. Se largó, y él… Bueno, no le va tan bien como a mí.

—Me da la impresión de que buena parte de esto es culpa de Tony.

—No. Es mi programa. Tendría que haber sabido lo que estaba haciendo. Lo he hecho un montón de veces y siempre he salido bien librado, pero esta vez… —Te levantas y vuelves a mirar por la ventana—. ¿Qué está haciendo ese tío? No le quita el ojo a mi casa.

Finalmente me levanto del sofá y miro por la ventana. El coche está justo enfrente de tu casa, el tipo está fisgando.

—¿Te persiguen muchos admiradores?

—Sí, había una chica que estaba tan loca por mí que se mudó a la casa de enfrente de la mía. Pelirroja. Buenas tetas. Nunca se cansaba de mí.

Sonrío abiertamente.

—A lo mejor te está esperando porque sabe que no estás en casa.

—¿Y cómo iba a saberlo? A no ser que me haya estado espiando. Voy a ver qué quiere.

Oigo el tono enojado de tu voz y sé que esto no irá bien.

—Espera, Matt, está bajando del coche.

Regresas a la ventana y lo observas. Lleva algo en la mano, algo negro. Una cámara. La levanta y empieza a sacar fotos de tu casa.

—El muy…

Es una reacción retardada. El fotógrafo ha sacado unas cuantas instantáneas antes de que te des cuenta de lo que está ocurriendo. Lo observamos mientras las examina en la pantalla LCD, luego se echa andar por la calle, buscando otro ángulo.

—No hagas una tontería, Matt —te advierto—. Solo conseguirás meterte en más problemas —grito a tus espaldas, pero mi consejo no llega a unos oídos sordos, sino a unos oídos ausentes mientras sales disparado de mi casa. Es como si mis palabras te hubiesen dado una idea, pues haces exactamente lo que te he advertido que no hicieras: arremetes contra el fotógrafo. El tipo se vuelve y te ve, ve la agresividad de tu rostro y sonríe con regocijo ante semejante oportunidad de sacar una buena foto. Pero tú no dejas de echarte encima de él. Alcanzas la cámara, la agarras, la tiras al suelo y metes al fotógrafo en el coche. No veo cómo sucede exactamente porque miro tapándome la cara con las manos. Además, algo me dice que es mejor que no haya testigos.

Como consecuencia de tu conducta, una hora después todavía voy en bata y hay otros tres fotógrafos acampados delante de tu casa, de cara a mi casa, mientras vas de un lado a otro de mi sala de estar, impidiéndome ver Diagnosis Murder y gritándole por teléfono a tu agente. La noticia de tu despido se ha filtrado a la prensa antes de que la emisora te haya informado, y te han endilgado seis meses de baja por jardinería para que no te fiche de inmediato una emisora rival, que es precisamente lo que estás vociferando que vas a hacer.

Sé perfectamente cómo te sientes, pero también me doy cuenta de que tu empeño de trabajar para otra emisora es consecuencia de tus ganas de vengarte de tus jefes actuales y no de que sinceramente quieras volver a trabajar. Se me ocurre que, tal vez, tomarte seis meses para pensar sobre cuál debe ser tu próximo paso es lo mejor para ti. Es un concepto interesante, en el que no había pensado hasta ahora. Mientras tú te ves aprisionado, yo veo una oportunidad para ti. A lo mejor estoy avanzando.

No puedo trabajar en el jardín por culpa de los fotógrafos que hay fuera, aunque la fuente me está pidiendo a gritos que la termine y mi resaca necesita desesperadamente un poco de aire fresco. Había esperado que se marcharan a tomar un tentempié a media mañana, pero, en cambio, uno de ellos desaparece y regresa al cabo de un rato con una bolsa llena de bocadillos del EuroSpar, y todos se toman el tentempié apoyados en los coches. He intentado salir mientras hacían esta pausa, pero en cuanto he abierto la puerta, el jamón, el huevo, la ensalada de repollo, zanahoria y cebolla con mayonesa y las bolsas de papel marrón han volado por los aires al deshacerse de la comida para agarrar sus cámaras. Pese a mis protestas de ser un ciudadano común, siguen sacándome fotos. Solo terminan dejándome en paz cuando finalmente se dan cuenta de que sus tarjetas de memoria se llenarán y yo seguiré de rodillas trabajando en el jardín. No obstante, estaba demasiado cohibida para seguir trabajando bajo su mirada, sobre todo habida cuenta de que no sé qué estoy haciendo, de modo que me he retirado de nuevo al interior de la casa.

—Lo siento —dices, cuando doy un portazo en las narices de los fotógrafos y me vuelvo hacia ti, roja como un tomate. Entonces empieza a llover a cántaros para el resto del día y todos se apretujan dentro de un coche, con sus cámaras en el regazo. Me asomo y les grito a la cara—: ¡Ja! ¡Espero que se os oxiden las cámaras!

Levantas la vista desde tu silenciosa furia para mirarme divertido.

El doctor Jameson viene a vernos, fingiendo que está enojado pero encantado en secreto con el dilema y el alboroto. Quiere discutir el problema de los paparazzi en nuestra calle y qué se puede hacer al respecto. Subo a mi habitación a tenderme un rato.

Inusitadamente, mi amiga Caroline llama y pregunta si puede pasarse por casa. Me sorprende tener noticias suyas por dos razones: trabaja en un banco, recuperando la posesión de los hogares y demás pertenencias de la gente, y nunca está disponible entre semana, y cuando tiene tiempo libre está ocupada acostándose con su nuevo novio, que es ocho años más joven que ella y a quien conoció tras descubrir que su marido había tenido múltiples aventuras.

He estado encantada de no verla, sabiendo que estaba en un sitio mejor. Literalmente.

Cuando llega, está tan excitada que parece a punto de estallar, y el único lugar donde podemos hablar es mi dormitorio porque tú vas de un lado a otro, hablando con tu abogado porque el paparazzo al que le has roto la cámara amenaza con presentar cargos contra ti por daños y perjuicios. Esos cargos no prosperarán porque ya ha ganado dinero vendiendo las fotos que tomó. Han aparecido en internet, en diversas webs de chismorreo y entretenimiento, y te ha capturado arremetiendo contra la cámara con pinta de ir a matar a alguien. Ha disparado desde un ángulo bajo y parece que seas King Kong con dos papadas y una barriga protuberante, decidido a aplastar cuanto encuentres a tu paso.

El doctor Jameson y yo nos apiñamos ante la pantalla del ordenador portátil para examinarlas.

—Me cago en diez —dices—. Menos mal que mis hijos no estaban.

—Mi rocalla se ve bonita —digo, abriendo el zoom sobre mi jardín, que aparece al fondo—. Ojalá hubiese terminado la fuente —agrego con un mohín.

Me dirijo hacia la escalera antes de que hagas de King Kong conmigo, y el doctor Jameson vuelve a sentarse para seguir viendo Homes Under the Hammer.

—Ese piso tenía mejor aspecto antes de la reforma —dice, mientras salgo de la sala.

—Esto es una casa de locos —dice Caroline, cogiendo la taza de café que le he llevado.

—Bienvenida a mi nuevo mundo —respondo irónicamente.

—Bien, ¿por dónde iba?

—Te habías quedado en la parte del Peta Zetas.

—Ay, sí. —Se le iluminan los ojos y reanuda el relato de las travesuras de alcoba que hace con su novio, que hace tiempo que han salido de la alcoba—. En fin. —Toma aire cuando ha terminado—. El verdadero motivo por el que he venido es que se me ha ocurrido una idea de negocio increíble… ¡y quiero que trabajes conmigo en ella! —chilla—. Lo único que tengo es esta megaidea y ni idea de cómo llevarla a cabo. Tú has hecho esto montones de veces. ¿Lo harás? ¿Por favor?

—¡Válgame Dios! —digo, con los ojos como platos, muy entusiasmada pero también un poco inquieta. Trabajar con amigos es peliagudo y todavía no me ha contado la idea. Voy planeando mi escapatoria, esperando que sea una estupidez—. Cuéntame.

Viene más preparada de lo que creía. Saca una carpeta con una etiqueta que dice GÚNA NUA, «vestido nuevo» en irlandés. La idea es que publicas una foto de tu vestido en una web —ya ha comprado el nombre del dominio— y eliges otro vestido para intercambiarlo por el tuyo. Entonces pierdes de vista tu vestido y recibes un vestido nuevo en su lugar. No hay dinero que cambie de manos, es un trueque, y las prendas llegan con la promesa de haber pasado por la tintorería y estar en perfecto estado.

—Habrá una selección de vestidos de diseñadores, vintage, marcas populares… lo que quieras. Es como comprar un vestido nuevo, y también es una buena manera de librarte de cosas que ya no quieres en tu armario.

—¿Y cómo ganas dinero?

—Con la cuota de suscripción. Tienes que hacerte socia. Por cincuenta euros al año puedes conseguir tantos vestidos nuevos como quieras. Francamente, Jasmine, me consta que hay mercado para esto, estoy viendo a diario la situación de la gente y es deprimente, el trueque de vestidos tiene futuro, estoy convencida.

No es ni mucho menos una idea de negocio perfecta y considero que cincuenta euros es una cuota demasiado cara, pero para cualquier problema que veo también veo una solución. Estoy al borde de interesarme.

—Además sé que ahora necesitas esto de verdad, así que piensa en ello de verdad —dice, en su afán por convencerme. De hecho, consigue todo lo contrario.

Parece que me esté haciendo un favor, y no es el caso: me necesita para desarrollar su proyecto. Por ahora es una idea buena, pero poco elaborada. Me necesita para hacerla realidad. No me gusta que le dé la vuelta para que sea una manera de ayudarme. Me reconcome la frustración. Pero ella no se da cuenta y continúa.

—Tu baja por jardinería ¿cuándo termina? ¿En noviembre? Podemos ir trabajando discretamente en esto hasta que esté listo para el lanzamiento y, para entonces, ya habrás terminado la baja por jardinería. Lo que es perfecto, porque dudo que haya sitio para más narcisos ahí abajo.

Lo dice con intención de halagarme, pero no lo consigue.

—Los narcisos no crecen en noviembre —digo, defensora de mi jardín.

Frunce el ceño.

—De acuerdo —responde despacio.

Dejo que el silencio se prolongue.

Cierra la carpeta de golpe.

—Si piensas que es una mierda, di que es una mierda.

Abraza la carpeta contra el pecho.

—No, no es la idea. Es que, es solo que no estoy buscando trabajo, Caroline, agradezco que pensaras en mí y que me vendría bien, pero resulta que ya me han ofrecido un empleo.

—¿Qué empleo?

—Me lo ha ofrecido un cazatalentos; un hombre guapísimo, por cierto. —Sonrío y procuro ponerme seria—. Es para montar una organización relacionada con el cambio climático y los derechos humanos.

—¿El cambio climático? ¿A qué viene tan repentino interés? ¿Tus campanillas de invierno han crecido tarde este año?

Se ríe.

Se supone que esto es divertido. Últimamente todos mis amigos me toman el pelo a costa de mi dedicación al jardín. He rechazado citas para tomar café, he hablado noches enteras sobre mis progresos cuando hemos salido por ahí. Es lo último: burlémonos de Jasmine y su jardín. Lo entiendo, de verdad que lo entiendo, pero… La manera en que me mira Caroline hace que me cuestione si debería entusiasmarme su propuesta, pero no me gusta su actitud, la implicación de que la necesito.

—¿Y vas a aceptar ese empleo?

—Lo he estado pensando.

Tanta sinceridad me sorprende a mí misma.

—¿Conseguirás conocer a Bono?

Finalmente relaja el semblante y me río y me froto la cara con aire cansado.

—Jasmine —dice con delicadeza—, ¿quieres trabajar conmigo? ¿Sí o no? No me lo tomaré a pecho.

Me muerdo el labio, incapaz de tomar una decisión aquí y ahora.

—Vuelve a contarme lo del Peta Zetas.

Comprendiendo que necesito más tiempo, dice:

—Como quieras, pero sea quien sea con quien planees hacerlo, tendrás que decirle que se afeite bien lo de abajo porque se pone un poco pegajoso.

Y, mientras habla, lo único en lo que puedo pensar es en Monday. No por la perspectiva del Peta Zetas, sino porque no quiero defraudar a este hombre al que apenas conozco y que parece tener tanta fe en mí.

—Monday —digo al teléfono, aturdida por el sonido de su voz y un poco nerviosa por lo que voy a decirle.

—Jasmine. Perfecto. Justo estaba pensando en ti. Cosa nada inusual últimamente.

Es un sentimiento hermoso y bastante inusual, dada nuestra relación, pero enseguida sigue adelante como si no lo hubiese dejado caer para nada. Suena como si estuviera en la calle; oigo tráfico, gente, viento. Un hombre ocupado en el centro de la ciudad, cazando talentos mientras yo estoy aquí, en mi jardín, el lugar que he elegido para llamarlo porque es el único lugar donde, de un tiempo a esta parte, pienso tranquila y con claridad. Es el tercer día y los paparazzi están dentro del coche, a resguardo del frío, aguardando a que Matt regrese a su casa y vuelva a portarse mal, presionándolo para que explote mientras las revelaciones de lo que realmente ocurrió en Nochevieja en su estudio salen a la luz en los periódicos sensacionalistas, un relato que quedó perfectamente corroborado por lo que me contó pero que ha cobrado vida propia en la prensa amarilla, cuando la prostituta en cuestión ha sacado a relucir su historia y detalles de su «relación» con Tony. Es un asunto sórdido que cualquier emisora de radio preferiría evitar.

—¿Cómo marcha tu fuente? —pregunta Monday.

—Está casi terminada. Le estoy añadiendo un entarimado. Con clavos y un martillo. Si me vieran mis antiguos colegas…

—Más vale que esos paparazzi estén atentos.

Me callo un momento y miro a mi alrededor para ver si está aquí, aunque por el ruido de fondo del teléfono me consta que no.

Ante mi silencio, se explica:

—Vi las fotos on-line. Tu jardín sale muy bonito.

—Ojalá hubiese terminado la fuente.

Acierto a oír la sonrisa en su voz.

—Al ritmo que vas, lo conseguirás. En fin, el motivo por el que estaba pensando en ti es que hoy he leído que el jacinto silvestre tendrá que luchar para mantenerse firme ante el cambio climático. En las épocas de frío, las flores de primavera como el jacinto silvestre ya han iniciado su crecimiento, preparando hojas y flores en sus bulbos enterrados durante el verano y el otoño.

Da la impresión de estar leyéndolo. Me siento en mi nuevo banco de jardín y sonrío mientras lo escucho.

—Así son capaces de crecer en los meses más fríos de invierno y principios de primavera, usando los recursos almacenados en el bulbo. Dado que el cambio climático induce primaveras más cálidas, los jacintos silvestres perderán la ventaja de su temprano crecimiento y tendrán que ser más competitivos con plantas sensibles a la temperatura que comienzan a crecer más pronto que tiempo atrás.

No sé qué contestar.

—Es una lástima. Pero no tengo jacintos silvestres en mi jardín.

Miro en derredor, solo para asegurarme.

—De todos modos, sería una lástima no volver a ver su bonita neblina azul en los bosques, ¿verdad?

Es una imagen bonita, pero escapa a mi comprensión que así espere convencerme de que acepte el empleo.

—Monday —digo, y reparo en la seriedad de mi voz—. Hay algo que no te he contado.

Hace una pausa, percibiendo que se avecina un peligro.

—¿Sí?

—Tendría que habértelo dicho antes, pero… —Carraspeo para aclararme la garganta—. Estoy de baja por jardinería. Durante un año. Hasta noviembre.

—¿Noviembre? —pregunta, en un tono que me consta que no es precisamente alegre. Monday es demasiado profesional para manifestar su enojo, pero seguro que está enojado. Le he hecho perder el tiempo, ahora me doy cuenta, jugando con él mientras él intentaba hacer bien su trabajo.

—Habría sido conveniente saberlo unas semanas antes, Jasmine. —La manera en que pronuncia mi nombre me avergüenza. Estoy tan azorada que no puedo hablar. Me siento como si me hubiesen pillado con los pantalones bajados y los paparazzi me estuvieran acribillando con sus cámaras. Lo único que me salva es que Monday y yo no estamos frente a frente.

—Siento no habértelo dicho antes, es que… —No se me ocurre una excusa, pero él guarda silencio, a la espera de que le dé una explicación—. Estaba avergonzada.

Da la impresión de que se haya detenido.

—¿Por qué demonios ibas a estar avergonzada? —pregunta, con auténtica sorpresa y ni un ápice de enojo.

—Ay, no lo sé. Me despidieron y no puedo trabajar durante un año.

—Jasmine, eso es normal. No es algo de lo que avergonzarse. En realidad, es un cumplido que no quieran que trabajes para otros.

—No se me había ocurrido verlo así.

—Bien, pues deberías. Entre tú y yo, no me importaría que me pagaran por no trabajar durante un año.

Se ríe y enseguida me siento mejor. Se produce un prolongado silencio. No tengo claro qué hacer. Si este empleo deja de ser posible no tendremos motivo alguno para volver a vernos, y el caso es que me muero de ganas de volver a verlo. ¿Lo menciono? ¿Le pido una cita? ¿Esto es un adiós? Me salva de tomar la iniciativa al preguntarme:

—¿Te interesa el empleo, Jasmine?

Visualizo la escena en la que digo que no. Monday cuelga, nunca vuelvo a saber de él, sigo de baja por jardinería con mi futuro incierto, mi presente aburrido y aterrador. No quiero volver a sentirme como me he sentido estos últimos meses.

—Sí. Quiero un empleo —contesto, y acto seguido me doy cuenta de mi error—. Quiero decir que me interesa este empleo.

—Bien —dice—. Tendré que hablar de nuevo con ellos y ver qué dicen, ¿de acuerdo?

—Sí, por supuesto. Claro. —Me enderezo, adopto una expresión profesional—. De verdad que lo siento mucho.

Me tapo la cara con las manos, muerta de vergüenza, cinco minutos largos y después, para olvidar la conversación que acabo de tener, regreso a mi jardín. Finalmente todos los pensamientos desaparecen de mi mente mientras me concentro en clavar los listones del entarimado que pondré alrededor de la fuente.

Estoy apilando una sobre otra mis losas de arenisca india y marcando el centro con un lápiz para taladrar el agujero por donde pasará la tubería y, de repente, dejo caer las herramientas sobre la hierba y entro a casa corriendo. Voy directa al mural de fotos que tengo junto a la mesa de la cocina y lo recorro con la vista, sabiendo exactamente qué estoy buscando. Cuando lo veo, me llevo las manos a la boca y me cuesta creer lo deprisa que me embarga la emoción. Por lo mucho que esa imagen significa para mí y también porque Monday se ha dado cuenta.

Al lado de la silla en la que Monday estuvo sentado hace unos días hay una foto de Heather, mi madre, mi padre y yo —la única foto que tengo de los cuatro juntos— tomada en una de nuestras habituales visitas a los Jardines Botánicos. Todos sonreímos a la cámara, a mí me falta un diente, y estamos tendidos en un campo de jacintos silvestres.