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Los espíritus amables
Sin saber cómo, Adrián Ripoll se encontró de nuevo mirando hacia el espejo del salón del albergue. Seguía confuso. Eran muchas las cosas que habían sucedido aquellos días. Muchas y muy extrañas. No conocía aquella habitación que parecía preparada para acoger su desasosiego. Escudriñaba el espejo buscando con ahínco su figura. Era inútil. En lo más profundo de sí mismo, sabía que su imagen se perdía en aquel mundo de reflejos.
Sorprendido, observó que dentro del espejo se reflejaba otra sala, distinta a la habitación en la que se encontraba. Era el salón de su casa. Pudo reconocer los muebles, cada uno de los libros que había encima de la mesa y los pequeños objetos de recuerdo que su mujer colocaba en la estantería como diminutos trofeos después de cada uno de los cientos de viajes que habían compartido. La ventana de la habitación familiar tenía la persiana abierta, y, a través de ella, raudales de luz inundaban la estancia. Adrián Ripoll observó aquel lugar con anhelo y nostalgia, como el que mira por última vez un escenario de felicidad. Mientras su mirada recorría el espacio, igual que lo hace el que sabe que se despide de un lugar querido, sus pasos le dirigieron hacia la clara luz que irradiaba la ventana. En ese suave instante, los sonidos de voces familiares irrumpieron, distrayendo su atención y acercándola de nuevo hacia la habitación. La intensa luminosidad de la ventana resultaba ahora tan hiriente que lo forzaba a volver la espalda a la luz y buscar alivio en el refugio interior. Por la puerta lateral entraban, alegres, su mujer y su hija… Se disponían a leer juntas un libro de cuentos. Adrián Ripoll las llamó:
—¡Diana… Sara!
Pero Diana y Sara no parecían oírlo. Entre juegos, seguían sonriendo y bromeando, ajenas a su llamada.
—A ver, dame ese cuento de una vez… yo lo leeré —dijo Diana riendo.
Mientras contemplaba la escena, Adrián Ripoll escuchó, molesto, otra voz que, poco a poco, desde la lejanía, se superponía a las de ellas. «Es otra vez ese monje —pensó—. ¿Qué querrá ahora?».
Noble hijo, Adrián Ripoll, escucha con atención… Esa luz te hiere tan súbitamente que tus ojos apenas pueden resistir su resplandor. A causa de tu mal karma pretenderás huir de la clara luz resplandeciente. La tenue luz del mundo de los dioses te atraerá de modo agradable. No te apegues a su resplandor. No vuelvas tu mirada hacia él. No lo desees. Mira la clara luz brillante. ¡Dirígete hacia ella!
La voz de Sara, su hija, volvió a hacerse más intensa:
—Venga, mami, cógelo… termínalo tú. Papá me leyó hasta la mitad… me dijo que ya lo acabaríamos cuando volviera de su viaje.
Diana, la madre, se quedó callada, su cuerpo se congeló para contener el llanto… Tocó el libro como buscando algo…
Adrián Ripoll, en su cuerpo mental, se acercó a ella y le acarició la mano… La mujer, absorta en su tristeza, sintió un repentino escalofrío y, sin saber bien por qué, se levantó bruscamente y cerró la persiana, dejando la habitación en penumbra.
Adrián Ripoll quedó de nuevo sumergido en la oscuridad.
Tomó conciencia de que estaba ciego. Con la peor de las cegueras, la de aquellos que no tienen quien les vea. Hasta ahora, el reflejo de su imagen en los demás le hacía creer que sabía quién era. Se hacía y se deshacía. Podía ser él mismo y otro al mismo tiempo, pero se reconocía a sí mismo gracias a la mirada de los otros. Pero ahora estaba solo, sin reflejo.