7

En el albergue

Carme Torrents giró el volante de su coche en dirección opuesta a Gra.

Condujo hacia la casa de piedra que se veía desde la carretera. Su cabeza no podía parar. Se amontonaban las imágenes. Los recuerdos. La imagen de Pau se deshilachaba y cada día que la alejaba del momento de su muerte se sentía un poco más culpable. De olvidarlo y de tantas cosas más. En ocasiones se sentaba y cerraba los ojos con fuerza con la intención de rescatar ese recuerdo náufrago que se hundía en su memoria. Buscaba una de las últimas fotografías. Cuando cumplió diecisiete años. Los dos sonreían. Enric se había empeñado en traerle una tarta y celebrarlo. Ella y Pau nunca lo habían hecho. Nunca habían celebrado un cumpleaños. En la foto se le veía feliz. O solo lo parecía. Nunca lo podría saber. Un mechón lacio y rubio caía despreocupado encima de la frente ocultando parcialmente el marrón suave de su ojo izquierdo. Su mano, la mano de Pau, sujetaba en el aire, en un equilibrio precario, la tarta de su aniversario. Como una certera premonición del tambaleo de su existencia. Era posible vivir sin Pau.

A veces se sentía aliviada por no tener que preocuparse por él. Cuando volvía tarde del trabajo o de algún viaje fuera de Barcelona, la asaltaban las preguntas: «¿Habrá llegado?, ¿lo encontraré bien?». Pero en las últimas semanas solo obtenía una respuesta: «No está; se fue; no volverá». Mezclado con el nudo de la garganta, asomaba el alivio y, detrás de él, como un animal salvaje al acecho de su presa, la culpa, en una sucesión infinita. Estaba exhausta. Por eso se empeñó en volver al trabajo cuanto antes. Para no seguir consumiéndose de pena. Y, todavía peor, de angustia.

Ahora lo entendía todo de otra forma. Pero habían pasado casi dieciocho años. Al quedarse sola con un bebé entre los brazos, tuvo miedo. Miedo de no saber cómo relacionarse con él. ¿Qué quería? ¿Qué necesitaba ese ser? Ella no sabía ocuparse de nadie más. Bastante tenía con su propia supervivencia. Nunca aprendió a desear ser querida, a sentir la sensación de que otra persona tuviera necesidad de ella en su corazón. Y ahora tenía que hacerlo con el niño. No supo verlo. No se dio cuenta de que no era tan difícil, de que bastaba con estar, con estar disponible.

Desde el día del accidente, desde el día en que resonó, alejada de su mente, la voz del agente que la informaba de su muerte, Carme no dejaba de tener pesadillas. En sus sueños veía a Pau atravesando oscuros y resbaladizos pasadizos, luchando con monstruos de siete cabezas y mil ojos, asustado, indefenso, solo. En el sueño, Carme tampoco sabía cómo ayudarlo. Igual que cuando estaba vivo, pensaba; «Nunca supe cómo llegar hasta él». Y se fue. En sus sueños también se iba. Perdido por un laberinto de caminos inexpugnables, protegiéndose de vendavales que le hacían perder el equilibrio, soportando el terror de estar solo.

Tras despertar de su propio sueño, Carme se dio cuenta de que ya había llegado a la puerta del caserón de piedra negra que se veía desde el otro lado de la montaña.

La puerta de madera estaba abierta. Como una intrusa a la que nadie ha invitado, entró en una primera habitación. Y quedó sumergida en una inquietante penumbra. Cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue luz, pudo vislumbrar las largas mesas que se alineaban de dos en dos en las tres habitaciones, divididas por gruesos muros de piedra. Unas aceiteras, jarras de agua y servilletas esperaban sobre las mesas a medio centenar de comensales, según calculó Carme con un vistazo rápido. En la pared del fondo de la primera habitación se abrían las puertas de una ventana estrecha y alta que daba a un balcón. Una silla reposaba vacía y solitaria ante él. Parecía que intencionadamente le daba la espalda a la sala. Al otro lado de la ventana, recortada por la silueta de la silla, aparecía, imponente, la montaña. Como si de un misterioso pasaje se tratara, a través de la ventana, lo de dentro y lo de fuera se conectaban.

La habitación desprendía un aire austero. El ambiente era limpio. Una pequeña imagen de un buda sentado se adivinaba en una hornacina excavada en los gruesos muros de una pared. A su lado había varias estampitas. «¿De santos budistas?», pensó la inspectora extrañada.

Carme Torrents se asomó al balcón. La carretera hacia Gra serpenteaba a lo lejos. Alrededor solo se escuchaba el ruidoso silencio de una mañana soleada en plena montaña.

Unos pasos delicados que bajaban por la escalera la sobresaltaron momentáneamente. Aún tuvo que esperar unos segundos eternos para descubrir que detrás de los pasos aparecía una amable sonrisa dibujada en el rostro de una mujer vestida con hábitos de monja tibetana. Su cabeza rapada se inclinó mientras le daba la bienvenida.

—Buenos días, amiga. ¿En qué puedo ayudarla?

—Hola, buenos días. Soy Carme Torrents, inspectora de policía —dijo Carme mientras le mostraba su acreditación a la mujer—. Investigo un accidente que ocurrió hace tres días en la carretera de Gra al Plantío… Me preguntaba si sabría usted algo de este.

—¿Un accidente? —repitió sorprendida la monja—. No… no hemos escuchado nada… No tenemos televisión ni leemos el periódico, ¿sabe? No le puedo decir nada… Si hubiera alguna otra cosa en la que pudiera ayudarla…

—¿No hay nadie más en la casa? ¿Vive usted sola aquí?

—No, no. Los demás están en el templo… Hoy ha empezado el retiro meditativo de los bardos.

—¿Los que? —respondió Carme Torrents extrañada.

—Los bardos… Es la Guía para el viaje de la muerte —respondió la mujer sonriendo con sencillez.

Carme Torrents apartó la mirada. Sus ojos se encontraron de nuevo con el imponente paisaje al que se accedía desde la ventana.

—Veo que disfrutan aquí de unas excelentes vistas.

—Sí, es un lugar sagrado… El templo y el albergue se construyeron sobre un chakra de la Tierra.

A estas alturas del diálogo con la extraña mujer, Carme ya había renunciado a entender todo lo que decía. Así que, sin seguir aquella conversación de vocabulario imposible para ella, se acercó a la silla apostada delante del balcón y, apoyándose en ella, le preguntó:

—¿Se sienta usted aquí a contemplar el paisaje?

—No, no, yo no… Por la mañana yo hago mi meditación del despertar en la habitación donde duermo… Este es el lugar preferido de Ari Kalu, el discípulo del lama… Siempre lo encuentro sentado en esta silla cuando me levanto por la mañana —respondió, como siempre, amable y sonriente la mujer.

—¡Ah!, ya veo, es un excelente lugar… En fin, seguiré mi camino… ¿Dónde dice que podré encontrar a los demás?

—Mire, la acompaño. —La mujer se ofreció a mostrarle el camino desde la puerta de la casa. Asomándose al umbral, le señaló la dirección a tomar—. Vaya por aquí a la izquierda… Verá un pequeño camino… sígalo… la llevará directamente al templo.

Carme Torrents giró a la izquierda y se inició en el camino.

«La verdad es que es un lugar muy especial —pensó—. No sé si muy sagrado, pero si muy, pero que muy bello».

Miró hacia los lados del sendero.

De los pequeños arbustos y troncos de los árboles colgaban algunos letreros. Leyó uno de ellos: «Acepta y despide cada paso al caminar».

Lo repitió en voz baja, sin saber bien por qué. «Te pasas toda la vida aceptando y despidiendo», meditó. Al mismo tiempo, sin proponérselo, su pensamiento volvió por su cuenta a Pau. A él sí que lo había despedido, sí que le había dicho adiós muy en contra de sus sentimientos. Se entristeció.

Su recuerdo se llenó, ahora, con la mirada de su madre. Los ojos de su madre fijos en ella, clavándola, sin dejar que se moviera, paralizándola, absorbiendo su atención en ella, mientras le decía:

—Carme, tienes que prometerme, tienes que jurarme que si me pasara algo a mí, tú cuidarás de Joan.

Aquella súplica resonó en Carme como una orden. Una orden imposible de cumplir. Un mandato envuelto en un ruego desesperado. Cuarenta años atrás, la madre de Carme se fue a dormir. Aquella noche la niña la observó alejándose por el pasillo y cerrando la puerta de su dormitorio tras ella. Nunca más se despertó. Dijeron que había sido una sobredosis accidental de los somníferos que tomaba habitualmente para dormir.

Carme se hizo cargo de Joan. Con catorce años. En las casas de acogida, en las residencias y en los hogares por los que pasaron, siempre Joan en su mirada. No fue fácil cuando su hermano desapareció. No tendría más de quince años. Carme creyó volverse loca. Lo buscó en todos los lugares donde llegó a imaginarlo. Interrogó a sus amigos, presionó a la policía para que prosiguieran la búsqueda. Pero, para todos ellos, Joan no era más que el último número en una estadística de chicos sin un hogar estable que se iban en busca de otras oportunidades. Así lo confirmaba su último rastro. Una nota que le dirigió a su hermana. En ella le agradecía todos sus cuidados, le rogaba que no lo siguiera y le aseguraba que nada ni nadie lo obligaría a volver.

La búsqueda desesperada de Joan la acercó a la policía. La acercó a su trabajo. Era un buen oficio para ella. Sin haberlo previsto, se encontró investigando otras desapariciones. Cuando ayudaba a volver a alguno de aquellos niños perdidos, era como reencontrarse con Joan. En aquellos instantes la invadía una sensación de ligereza, de libertad. Y, sobre todo, de acercarse un poco más al perdón de su madre.

Pero aquellos eran fugaces momentos de plenitud. El resto de su vida consistía en no pensar. En correr y acallar la mente. Y su trabajo de policía la ayudaba. Seguía las indicaciones, sin apartarse del camino. Sabía que al otro lado estaba el vacío.

En momentos anteriores de su vida había vislumbrado ese terrible y angustioso vacío, y cuando aparecía, como un monstruo de mil cabezas sedientas de sangre, tenía que calmarlo. El sexo ocasional, anónimo, efímero, sustituyó a los cortes en las muñecas y a la anestesia que le proporcionaba el alcohol. Descubrió por entonces que follar de aquella manera acallaba también a la bestia. Lo que nunca imaginó es que un embarazo se fuera a cruzar en su futuro.

Carme volvió al camino. Miró hacia los lados. El pequeño sendero desembocaba de nuevo en la carretera y, tras cruzar esta, se accedía a los terrenos, un poco más elevados, del templo.

Para continuar por el camino, Carme se vio obligada a levantar la mirada.

Si los pájaros que vuelan en el cielo con la mirada fija en la tierra en busca de comida alzasen la vista, se encontrarían con la inmensidad del firmamento. Cuando Carme alzó su mirada, una carcajada inesperada retorció su cuerpo.

«Pero ¿qué es esta mamarrachada?», pensó, entre la incredulidad y la burla.

En mitad del bosque de encinas y pinos, en una zona diáfana sin árboles, se alzaban dos columnas que sujetaban un arco tibetano. A los pies de cada columna, dos pequeños dragones de purpurina dorada guardaban la entrada. Una vez que el visitante franqueaba el acceso, entraba en una avenida custodiada por dos muros blancos adornados con dos hileras de banderas multicolores a cada lado. Se fijó en que los colores seguían un patrón que se repetía a lo largo de todo el pasillo: blanco, rojo, azul, verde, amarillo…

Al final de la avenida surgía el templo. Se trataba de una estructura cuadrada pintada de blanco, con el techo y las contraventanas de un rojo intenso.

—¡Vaya gusto el de esta gente! —exclamó Carme Torrents—. ¡Así que ahí es donde os ilumináis!

La inspectora caminó hacia el templo. Lo hacía despacio, sorprendida de encontrarse con algo tan disonante, con un grito tan estridente, en medio del paisaje pirenaico.

—Bien, me temo que esto no es lo más raro que voy a ver —murmuró.

Al llegar a la puerta del templo, la detuvo un cartel que decía: «No entrar. Meditación». Se quedó fuera, observando el entorno. Todavía eran las once de la mañana, pero el sol ya apretaba fuerte anunciando su inmenso poder sobre la Tierra. Sin duda, en el templo también se sentía el calor, porque los practicantes habían dejado la puerta abierta y una simple cortina corrida aseguraba su recogimiento.

Carme Torrents se quedó escuchando las enseñanzas. Su oído estaba haciendo esfuerzos por adaptarse al tono y a las nuevas palabras, que aún no conseguía entender bien, cuando una voz enérgica surgió del interior. Luego supo que era la voz del lama.

—Hay alguien ahí fuera que parece que quiere entrar. Por favor, Ari Kalu, invítala a que lo haga.

Ari Kalu se levantó y, con un gesto amable, animó a Carme Torrents a acompañarlos.

Carme Torrents entró algo avergonzada, con ese sentimiento que se asocia al desconocimiento de reglas extrañas y a la simultánea inquietud de estar violentándolas.

De nuevo la voz enérgica la guio hacia un cojín en el suelo, al mismo tiempo que decía:

—Reúnete con nosotros si quieres. Sé bienvenida, pero con la condición de que no te levantes hasta que yo termine de hablar.

La risa de los practicantes sonó al unísono. Sabían bien cuándo empezaba la práctica con el lama, pero nunca cuándo acababa.

Carme Torrents miró alrededor. En el suelo del templo, sentados sobre cojines de diferentes colores, había unos cien practicantes. La luz del mediodía entraba a raudales por las amplias ventanas del templo. Dentro, decenas de banderas, colores, estatuas de Buda y representaciones de otras divinidades en las paredes y junto al altar. Prevalecían los colores rojo y dorado de los dioses. Escuchó:

—Apego, aversión e ignorancia son venenos porque son causa de grandes sufrimientos… De los tres venenos, el último, la ignorancia, es el más peligroso. Podrás podar con insistencia las ramas del apego y de la aversión, pero si no cortas el tronco del árbol de la ignorancia, este seguirá creciendo más y más fuerte, alimentándose de sus hermanos: la codicia, la envidia y el orgullo… Como la flor de loto, símbolo de la sabiduría que nace de un cenagal pero surge impoluta, sal tú también impoluto del barrizal de la ignorancia, de la ilusión del yo. ¡Sigue el camino de la verdad indestructible! Ese es el camino del Dharma.

La mente de Carme Torrents iba y venía. Recordó los años con Pau. Pau cuando nació, cuando dio sus primeros pasos, cuando cometió sus primeras equivocaciones… Pau cuando reía y cuando la hacía llorar… Pau… Bruscamente, Carme se despertó, o al menos creyó que lo hacía, cuando volvió a la realidad y siguió escuchando, aún sin entender bien las palabras.

—Mis enseñanzas se centran solo en una única cosa: el sufrimiento y la cesación del sufrimiento. La liberación es liberación del sufrimiento. Pero eso solo lo conseguirás a partir de la aceptación de las nobles verdades. A partir de la aceptación del dolor. A partir de la aceptación de la impermanencia y del reconocimiento de la transitoriedad de las cosas. A partir de la realización del desapego del yo. ¡Escucha! No te liberarás hasta que desaparezca de tu interior el más mínimo susurro del yo…

«¡Cómo me duele la espalda! —gimió Carme Torrents—. Y eso que solo llevo aquí una hora, y esta gente… cómo podrá soportarlo… ¡Y mira ese! ¡Sin moverse!».

La voz del lama surgió de nuevo, alzándose entre sus pensamientos.

—¡Que esta práctica sirva para beneficio de todos los seres! Muchas gracias a todos. Nos volvemos a reunir por la tarde.

Los practicantes se levantaron y, con las manos juntas a la altura del pecho en señal de plegaria, inclinaron su cabeza en dirección al pasillo central, por donde ahora pasaba el lama.

«Esta es la cultura del sometimiento —pensó Carme. Pero rápidamente abandonó esos pensamientos y regresó a su tarea—. ¿Dónde puñetas se habrá metido ese Ari Kalu?».

¡Ah!, ahí estaba, correteando detrás del lama. Carme Torrents le gritó mientras se acercaba a él:

—Eh, eh, perdone. Hola, amigo, ¿puedo hablar con usted un momento?

—Sí, sí, claro, pero ¿será breve? Es que tengo que acompañar al lama.

—Claro, claro, lo entiendo… Solo lo entretendré unos minutos… Me llamo Carme Torrents. Soy inspectora de policía e investigo un accidente de tráfico que sucedió hace tres días. ¿Sabe usted de qué le hablo?

—¿Carmen Torrents? —respondió el monje, pronunciando en castellano el nombre catalán de Carme sin advertirlo.

—No, no. Mi nombre es Carme, Carme Torrents. Es Carmen, también, pero en catalán. Es Carme —pronunció la inspectora exagerando la última letra—. La «e» final se pronuncia en catalán casi como una «a» —le explicó.

—¡Oh, oh, oh! Entonces se puede decir que es Karma, ¿no? ¡Qué nombre tan curioso! Karma Torrents, el torrente del Karma… el continuo fluir de nuestras acciones y su retorno imparable siempre hacia nosotros… Pero perdone —se interrumpió el monje reconociendo que había perdido el hilo de la conversación con la desconocida—, estoy divagando un poco. Usted me quería preguntar algo, ¿no es así?

Carme o Karma tardó en contestar. Intentaba procesar lo que el monje le había querido decir. Pero como lo único que había logrado era más confusión, no habían pasado dos segundos y ya había renunciado a tomar esa desviación en su camino para centrarse de nuevo en la dirección original.

—Sí, bueno, le preguntaba si sabía usted algo de un accidente de tráfico que ocurrió hace tres días —repitió Carme mecánicamente, sin poner atención a sus palabras.

—Pues no, lo siento mucho —respondió Ari Kalu, un poco extrañado por la pregunta.

—Me refiero al coche que se despeñó este lunes en una curva de la carretera que va de Gra a Plantío.

—¡Ahhh! ¡Sí, sí, sí… claro! Vi la explosión. Fue terrible. Espero que nadie saliese dañado.

—Bueno, el único ocupante, el conductor, en realidad quedó hecho cenizas…

—¡Oh, oh, oh! Cómo lo siento… pero… Si es bueno que muera, pediré la gracia de su muerte.

Carme Torrents lanzó a Ari Kalu una mirada de perplejidad ante su comentario y siguió:

—Así que dice usted que vio la explosión…

—Sí, sí… Estaba meditando después de despertar, contemplaba el paisaje asomado al balcón de la ventana del albergue… Recuerdo que vi las luces de un coche que de repente desaparecieron, y al segundo siguiente pude ver la explosión a lo lejos… Pero ya supongo que, por lo menos, los ocupantes del coche recibirían ayuda.

—Sí, sí, un vecino llamó. Aunque ya no se pudo hacer nada… ¿A qué hora dice que lo vio?

—Pues muy temprano… Todos los días empiezo mi meditación a las cinco de la mañana, cuando el albergue aún está en silencio porque nadie se ha levantado todavía.

Mientras lo escuchaba, Carme Torrents no pudo evitar hacer un gesto de dolor al tiempo que estiraba el hombro y el cuello.

—¿Está usted bien? ¿Le duele algo? —dijo Ari Kalu con una preocupación sincera.

—Bueno, esta manía que tienen ustedes de estar sentados durante una hora encima de un cojín no ayuda mucho a las contracturas musculares, ¿no cree? —respondió Carme sonriendo.

—Ya, el buda Sakhyamuni decía que la enseñanza del Dharma se basa en la escucha, la reflexión y la meditación… —Ari Kalu hizo una pausa—. A los occidentales les suele irritar la escucha y la reflexión y quieren pasar a la meditación directamente, pero a veces no saben sobre qué han de meditar… La práctica empezó hace tres horas, pero es verdad que la última hora siempre es la más cansada. Pruebe a visitarnos otro día, inspectora… —dijo con una sonrisa—, será muy bien recibida.

Carme Torrents pensó: «Pero ¿es que este tipo no se entera de nada?». Rápidamente, recordó algo.

—¡Eh, eh, amigo!, una última cosa —dijo apresuradamente mientras le mostraba a Ari Kalu la foto de Adrián Ripoll—. Le quiero mostrar a la víctima del accidente. ¿Recuerda haber visto por aquí a este hombre en vida alguna vez antes?

Ari Kalu, sonriente, observó la foto. Una expresión de extrañeza cruzó por su cara.

—No no… —respondió, y precipitadamente hizo el gesto de salir corriendo detrás del lama, que ya ascendía, enérgico, por las escaleras camino de la estupa del templo—. Adiós… adiós, señora Torrents, ahora he de acompañar al lama.