Capítulo 24



Washington, 12:35 (5 horas, 24 minutos, 38 segundos para la explosión)

 

Hawkings estaba sentado en un bar. Había tomado de nuevo la salida alejada de las miradas de la Casa Blanca, necesitaba estar solo, necesitaba alejarse de todo ese follón de encorbatados corriendo de un lado para otro sin saber ni siquiera qué buscar. Él sabía de sobra por dónde podía empezar a buscar, solo que estaba atado de pies y manos.

No había sensación peor en el mundo, sobre todo para alguien que nunca tenía que rendirle cuentas a nadie.

Sabía que no iban a encontrar las bombas, no lo harían hasta que hicieran explosión o bien su hija encontrara la forma de detener toda aquella locura.

Su hija. 

Esa que tantos disgustos le había dado a lo largo de su vida. Esa que estaba seguro que hacía las cosas que hacía sólo por fastidiarlo a él. Esa por la que daría la vida si fuera necesario.

No podía mirarla igual desde que sucedió el incidente de Irak, pero no por lo que muchos, incluso ella, pensaban. Desde aquel momento sintió un miedo que jamás había experimentado: el miedo a perderla.

Ese miedo, por desgracia, es el que sentía ahora mismo en su interior. Había enviado a su hija a una probable muerte segura y por más sorbos que pegaba a ese vaso que tenía enfrente, no conseguía que esa sensación desapareciera.

Aleksander no era moco de pavo, hubiera preferido mil veces enviarla frente a los talibanes que frente a ese monstruo. Eran infinitamente menos peligrosos que él.

Seguía sin entender el porqué de su regreso después de tantos años en el letargo, le era imposible encontrar una razón que se sostuviera de pie mientras él pegaba otro sorbo a su vaso. Por cierto, sabía asqueroso, pero es que en ese antro de mala muerte, no podía esperar otra cosa.

Palpó su Beretta.

No sabía nada de su hija y eso en realidad es lo que lo estaba matando. Sabía que por precaución no se iba a poner en contacto con él, pero es que necesitaba saber de inmediato cómo se encontraba.

¿Y si acababa de inmediato con el problema? 

Era el Director de la CIA, uno de los puestos más importantes y con más medios a su disposición del mundo entero. Quizá pudiera acabar con Aleksander y con rapidez localizar a sus hombres para que a sus hijas no les pasara nada, pero, ¿quién podía garantizarle eso?

Nadie.

El repugnante brebaje que estaba tomando comenzaba a hacer mella en su cabeza, en sus pensamientos. Estos se agolpaban y formaban un amasijo incomprensible para la mayoría de los cerebros. Incluido el suyo.

Entre todos ellos, había uno en concreto que había ido ganando fuerza y que su cabeza, en estado sobrio, no había sabido interpretar.

Se preocupó de la fuerza que estaba tomando en su mente, se preocupó mucho. Sobre todo por no haberse dado cuenta antes.

Se levantó y echó un billete de cien dólares sobre la barra. Aquello era más de lo que vería el dueño en una semana de consumiciones.

Volvió a acariciar su Beretta. Como aquello que había pensado fuera verdad, la iba a utilizar sin contemplación.




—Eres brillante. No sé cómo no se me había ocurrido a mí.

—Te recuerdo que soy agente de la CIA, que me estés dejando por los suelos en cuanto a conocimientos tecnológicos, no quiere decir que no sepa hacer mi trabajo.

Danielle sonrió ante esa respuesta.

—¿Puedes o no puedes? —Quiso saber la agente.

—En principio sí, párate cerca de cualquier cafetería que pueda acceder a un WIFI abierto, con Némesis puedo triangular lo que me pides utilizando un satélite en nuestro favor.

Julie se sorprendió a medias de lo que podía hacer ese programa. Con buenos fines, podría ser el programa definitivo. Al igual que Kryptos, aunque este no parecía estar utilizándose bien.

—Dime, ¿hubieras hecho aquello con lo que amenazaste?

—¿El qué?

—Eso de poner el software gratis. Podrías ganar millones con él…

—Respóndeme, ¿tú que harías en mi situación?

—Te he preguntado yo primera. 

—Lo sé, pero creo que puedes responderte tú misma.

Julie quedó unos instantes pensativa.

—Bien, yo supongo que haría lo mismo. Me debo a la defensa de mi país, es por eso que estoy en la CIA, aunque mi padre piensa que es para fastidiarle. Si unos terroristas quieren enriquecerse con un software que solo serviría para hacer el mal, si pudiera contrarrestarlo con un arma gratuita que impidiera esa venta y que además sirviera para neutralizarlo. Sí, lo haría.

—Creo que lo has entendido. No todo es el dinero, mucho menos para una buena hacker. En muchos casos sólo buscamos el reconocimiento y, créeme, con estas cosas llega. No todos somos así, por supuesto, pero sí los, digamos, auténticos.

—Eres una caja de sorpresas, pequeña. 

Danielle sonrió ante el comentario de Julie. Esta última obedeció su petición y se detuvo al lado de una cafetería con un cartel de WIFI gratis.

Danielle se conectó con su nuevo aparatito y cargó las herramientas necesarias para el hackeo.

—Dame el número.

Julie lo recitó de memoria.

—Está bien, dame unos instantes, intentaré acceder a su agenda con Némesis. Espero que no me lleve demasiado tiempo.

Apenas unos segundos tardó el software en mostrar el resultado esperado.

—Estoy dentro.

—Perfecto, posiciónalo primero.

Danielle tecleó una serie de instrucciones, apareció un punto rojo parpadeante dentro de la aplicación Google Maps.

—Está fuera de la Casa Blanca, mira.

La joven señaló con su dedo.

—No está muy lejos de allí —siguió hablando—, aunque parece estar en movimiento.

Ambas se fijaron, el punto se movía.

—No entiendo qué hace fuera, se supone que debería estar dentro de la Casa Blanca —comentó Julie mientras se rascaba la cabeza.

—Puede que vaya a encontrarse con él, ¿no decías que conocía su identidad?

Julie se limitó a asentir sin quitar ojo del punto de la pantalla.

—Bueno, dejémonos de conjeturas, eso sólo lo podremos saber si triangulamos la otra posición. Voy a buscar dentro de la agenda.

Volvió a teclear unas instrucciones.

—Tiene que ser este —señaló con su índice—, ¿de verdad piensas que lo tendrá encendido?

—Ni me cabe duda, necesita tenerlo. Siempre debe tenerlo encendido.

—Cruza los dedos.

Pasados unos instantes, la pantalla mostró el ansiado resultado.

—Mira, ¡tenías razón! —Exclamó Danielle con excitación frente a su suerte.

Pero Julie no sonreía. Su rostro mostraba una seriedad pasmosa.

—¿Puedes poner ambas señales en el mapa? —Se limitó a preguntar la agente.

Danielle asintió. En dos segundos apareció un punto rojo fijo y un punto azul, que se acercaba al primero.

—Mierda, tenías razón, van a a encontrarse.

Julie memorizó la dirección y arrancó el motor del coche. Aceleró y emprendió el camino.

—¿Y qué vas a hacer con el otro?

—A ese lo dejaremos para el final. Éste es el único que puede hacer que se detenga la cuenta atrás.





Hawkings entornó la pesada puerta tras de sí. No llegó a cerrarla del todo, aquello podría marcar la tonelada fácilmente en una balanza y su cuerpo no estaba en plenas facultades en esos momentos. No tenía el cierre echado, o ese hombre era un descuidado, o no tenía miedo en absoluto a quien pudiera entrar en esa hermética estancia.

Se decantó por la segunda opción.

Aleksander estaba de pie, como mirando a una imaginaria ventana que no pasaba de ser una triste y sobria pared de color gris.

Parecía pensativo, aunque con ese hombre, nunca se sabía.

—¿Otra vez aquí? 

Ni se dio la vuelta. Sabía de sobra quién era.

Hawkings, cegado por la rabia sacó su arma y apuntó hacia Aleksander. Este permanecía inmóvil, con los brazos cogidos por detrás de su espalda.

—Sabes igual que yo que si te lo piensas demasiado, al final no vas a disparar y eso puede acabar volviéndose en tu contra. Ya me conoces.

Hawkings, sin dejar de apuntar a aquel monstruo por la espalda lo miró con los ojos muy abiertos, ¿cómo sabía que lo estaba apuntando?

—Sé lo que piensas, pero no, entre mis poderes no se incluye la visión por la espalda. No hace falta ser un lumbreras para saber que al final atarías cabos y acabarías viniendo a pegarme un tiro.

—Y según tú, ¿qué cabos son los que he atado?

Aleksander dio media vuelta. Su rostro permanecía impasible, a pesar de lo peliagudo de la situación.

Aquello asustaba a Hawkings.

—Tu esposa —dijo al fin.

El Director de la CIA sintió que una oleada de rabia invadía su interior, los dedos comenzaron a temblarle pues deseaba pegarle un tiro a aquel indeseable de inmediato, pero había algo, no sabía bien qué, que le impedía realizar tal acto.

Comprendió enseguida que era la necesidad de conocer la verdad.

—Mi mujer era muy reservada a la hora de hablar de su trabajo —comenzó Hawkings a hablar—, pero en esa ocasión me relató que se encontraba investigando el software definitivo de hackeo, un software que podría utilizar el mismo sistema de codificación que la puñetera estatua del patio exterior de la CIA, Kryptos. Me contó que habían logrado localizar el software de prueba y detener el proyecto contraprogramando un software que se conoció enseguida como PurpleRain. A mi mujer le encantaba Prince. Recuerdo que dijo que quien programó ese software se las daba de haber creado el programa definitivo y acabó siendo un chasco, ni de coña llegó a utilizar el código de encriptado de la estatua. Me dijo que el siguiente paso era localizar al autor, que estaban encima de él y que pronto acabaría cayendo.

Hawkings hizo una pausa, le costaba decir lo que iba a decir.

—Casualidades de la vida —prosiguió—, enseguida enfermó y tuvo que alejarse del trabajo. Murió a las pocas horas de ingresar por un cáncer de pulmón fulminante y muy avanzado, pero esa parte ya la conoces, supongo.

—Sí, la conozco de sobra.

—Yo pensaba que mi amigo Steve Aleksander me había ayudado ofreciéndome su ayuda desinteresada, «mi dinero es tu dinero», me decías. Ahora he comprendido que ese dinero en realidad lo empleabas en tener comprado a todo un equipo médico que nos decía lo que tú querías que nos dijera. De esa forma te la quitaste de en medio. A ella y a los otros.

—Sí, lo hice. Lo hice por venganza, no busques ninguna otra razón. Merecían pagar por sus actos. Yo los asesiné… a todos y cada uno.

Hawkings tensó el martillo de su Beretta.

—Dime cómo hiciste que enfermara.

—Ricina. No me fue difícil. La ingirió a través de su típico zumo de naranja de todas las mañanas. Le di la dosis exacta para que muriera de manera lenta. Podría habérmela cargado ahí mismo, pero prefería ver cómo sufría.

El director de la CIA no podía contener las lágrimas que comenzaban a recorrer su mejilla. Apretaba los dientes con tal fuerza, que podría haberlos roto todos si hubiera apretado levemente más.

Recordó cómo al llegar del trabajo tenía una diarrea terrible, casi de inmediato comenzó a vomitar. La segunda vez el vómito iba a acompañado de sangre. En aquellos momentos no disponían del dinero necesario para acudir a un buen hospital, por lo que optó por llamar a su amigo Aleksander, pensaba que él lo ayudaría. De inmediato ofreció todo su dinero y le recomendó un hospital, según decía allí se encontraba el mejor equipo médico. Al llegar al mismo, Martha casi ni podía tenerse en pie. La atendieron de inmediato. En apenas una hora se les comunicó la letalidad del cáncer que no sabían que tenía pero que al parecer padecía. Dos horas más tarde falleció, nada se pudo hacer pues ya era irrefrenable.

—Y ahora mátame. Hazlo o te mataré yo a ti, además de que lo que te queda de familia lo acabará pagando.

Hawkings temblaba a la vez que lloraba sin poder controlar el flujo de lágrimas, deseaba acabar con aquel hijo de puta como fuera, estaba tan cegado que ni siquiera le importaba las consecuencias que pudiera tener aquello. No le importaba una mierda la gente que pudiera morir por aquellas bombas, no le importaba una mierda morir él, lo único que le retenía era el que sus hijas pudieran sufrir cualquier represalia. Sabía de sobra que a ese monstruo no le iba a temblar el pulso para hacerlas padecer hasta que ellas mismas acabaran pidiendo su propia muerte, no podía permitir eso.

Pero la rabia pensaba por él. 

Cerró los ojos.

Eso le impidió ver cómo Aleksander sacaba una pistola con rapidez de su bolsillo.





Julie lloraba también desconsolada al otro lado de la puerta. Había escuchado gracias a la obertura toda la conversación de su padre con ese malnacido. A pesar de tener el cuerpo paralizado de la rabia, necesitaba actuar y necesitaba hacerlo a la de ya.

Se dispuso a entrar.

—Julie —susurró Danielle—, si entras, desconcertarás también a tu padre y eso puede ser utilizado por ese cabrón. No puedes entrar ahí, sin más. Piensa otra forma.

La agente sopesó las palabras de la joven. Tenía razón, necesitaba su cabeza funcionando al cien por cien, ya que aquello podía acabar muy mal.

—No se me ocurre nada, esto no tiene sistema de ventilación ni nada, es un puto búnker, se cierra a cal y canto y la única entrada y salida es esta.

—Espera —dijo Danielle mientras agarraba el brazo de Julie—. Creo tener la solución, sólo espero que la aproveches bien.