Capítulo 22


Capítulo escrito por Bruno Nievas.

1000 Colonial Farm Rd. Washington, D.C. Oficina Central de Inteligencia. 10:42 (7 horas, 17 minutos, 3 segundos para la explosión)

 

—¿Sophia Longfellow?

Julie sintió cómo los nudillos se le tornaban de color claro, al apretarlos contra el cuero del volante del Mercedes. Miró a los ojos al encargado de seguridad.

—Así es. Y tenemos prisa.

El agente, con aspecto de estar aún en formación, se introdujo en la garita y tecleó en su terminal. Otro tipo, de seguridad, escrutaba los bajos del vehículo.

—¿Podría abrir el maletero, señora Hawkings?

No tuvo dificultad en localizar el botón. Vio que las mejillas de Danielle se tornaban purpúreas.

—Llevabas razón.

Julie tamborileó con los dedos sobre el volante.

—Esto es la CIA, no una pantalla de ordenador. Tratar de introducirte a escondidas no hubiera sido una buena idea. Ahora solo espero que el nombre que me has proporcionado sea real.

Danielle se encogió de hombros.

—Es el de la animadora principal del equipo de fútbol de mi instituto. Una rubia con un pecho enorme en el que siempre parece haber unos ojos clavados. Algo normal, cuando eres una zorra y el escote te baja hasta el…

—Pues más vale que no hayan detenido a tu animadora zorra y pechugona por beber, conducir o fumar marihuana.

Vio que el rostro de Danielle perdió el color. «Genial», pensó. Un golpe en el cristal de la ventanilla la sobresaltó. El tipo de la garita la contemplaba con el rostro serio.

—Todo está en orden —dijo, tendiéndole una tarjeta.

De plástico blanco, la palabra «Visitor» brillaba en rojo, junto a un código de barras, la fecha y el nombre de «Sophia Longfellow».

—Podrás quedártela, al final de tu visita —dijo el tipo, sonriéndole a Danielle y con las manos apoyadas en la portezuela— No todas las chicas guapas tienen un recuerdo así.

Julie inspiró hondo.

—Tiene quince años —dijo, subiendo la ventanilla.

Minutos después, caminaban en dirección a la entrada del edificio rectangular y de cinco plantas, color ocre. Detrás de la construcción, un cielo azul brillante se veía salpicado por unas nubes escasas pero densas. El aire corría, arrastrando ese olor peculiar en el que se entremezclaban ese aroma a césped, a cemento viejo y a conspiraciones. Tembló, y no fue por el aire aún frío del amanecer.

—¿Y esto es la CIA? Mi instituto sorprende más.

Julie miró a la chica y no pudo evitar una media sonrisa, maliciosa.

—Dudo que tu instituto fuera diseñado en los años cincuenta para enseñar a personas a llevar a cabo ese tipo de misiones que nadie más tenía las agallas de… ejecutar.

Vio que Danielle abría la boca, en señal de sorpresa.

—Por fortuna —continuó—, la Agencia ha cambiado a mejor.

La chica miró hacia el edificio con el rabillo del ojo.

—¿Estás… segura?

—Dudo que se pueda decir lo mismo de los institutos.

Abrió la puerta y dejó que la chica pasara delante. Sonrió cuando, apenas dos pasos después, la adolescente se detuvo. Cuando la alcanzó, constató que su boca había pasado a estar abierta del todo.

—Impresiona, ¿verdad?

Le puso una mano sobre el hombro y sintió el calor de su piel, mezclado con la inocencia que irradiaban sus ojos, que contemplaban el vestíbulo de entrada, amplio e iluminado de la CIA, y que se clavaron en el suelo, de losas negras y blancas de granito, que albergaba en su centro el emblema circular en tonos de gris, con un águila sobre un escudo que encerraba una rosa de los vientos de dieciséis puntas. Millones de personas lo habían visto en cientos de documentales y películas, pero solo unos pocos lo habían podido contemplar en la realidad. Apreció que Danielle se agachaba para rozar el símbolo con la punta de los dedos. Un par de agentes la miraron. Julie tragó saliva, al recordar que ella había hecho aquel mismo gesto, la primera vez que visitó aquel lugar, cogida aún de la mano de su padre. De aquello hacía unos cuantos años… y unas cuantas experiencias. Inspiró hondo, cuando la cabeza se llenó del olor a arena ardiente y del recuerdo de aquel tren. Aquel maldito tren. Danielle se alzó y caminó hacia la pared norte.

—El Memorial Wall… —dijo, casi en un susurro.

—Cada una de las ciento dos estrellas que hay talladas —dijo ella— representa a cada uno de los agentes que ha dado su vida sirviendo a su país.

Danielle escrutaba, sin atreverse a tocarla, una vitrina que había frente a la pared y que exhibía un libro con nombres. Volvió a poner una mano sobre el hombro de la joven. Calor y ternura parecieron emanar desde su piel, junto con algo más, que no supo definir. Cuando la chica se giró, vio que las pupilas le brillaban, humedecidas.

—Yo… este lugar… impone más respeto del que…

—Lo sé. Ahora, ayúdanos a salir de este embrollo. Si es que puedes.

No se le escapó que la chica apretó los puños, antes de asentir.

—Enséñame esa escultura.

Julie se sorprendió al darse cuenta de que le costó retirar la mano del hombro de la chica y, por un segundo, casi sintió repulsión. ¿Acaso le gustaba? Sí, era guapa, pero por Dios, ¡tenía solo quince años! Sacudió la cabeza y caminó hacia el norte.

—No… te separes de mí —dijo, dándose cuenta del doble significado que, solo para ella, podía tener aquella frase. Se pellizcó el interior de la mano con las uñas, y caminó.

Necesitaron unos minutos para atravesar la planta del edificio hasta llegar a un pequeño jardín que parecía conectar dos edificios.

—¿Este te parece más adecuado? —dijo, invitando a la chica a cruzar una entrada semicircular, enorme y acristalada, de estilo mucho más moderno.

La expresión de sorpresa de la joven no dejó de aumentar cuando cruzaron el vestíbulo del edificio nuevo, plagado de agentes que cruzaban entre ambas construcciones, la mayoría portando carpetas o dispositivos electrónicos. Su techo de cuatro alturas no solo estaba acristalado en su totalidad, de forma que podían contemplar el cielo, la lluvia o la nieve cuando estos caían, sino que en lo más alto colgaban maquetas de recuerdos de la historia viva de la Agencia. Julie señaló hacia lo alto.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Julie— ¡Un U-2!

—Sí, pero reproducido a una escala de uno a cinco.

—¡Es uno de los primeros aviones espía!

Ella sonrió, al ver la sonrisa de la joven.

—El primero, de hecho. Al igual que esos otros modelos que ves ahí, el A-12 y el D-21. Sus diseños fueron donados por Lockheed a la Agencia.

—¿Gratis? ¡Esos diseños debieron de costar millones!

Ella miró su reloj.

—Dejaremos las lecciones de historia para otro día.

Apretó el paso hasta alcanzar la puerta principal, por supuesto acristalada, que daba paso a otro jardín mayor que el anterior. Este, además de más hierba, más árboles y hasta estanques, poseía algo que lo distinguía no solo del que acababan de atravesar, sino de cualquier otro del mundo.

Julie caminó despacio, inspirando hondo con el fin de refrenar sus pulsaciones, hasta aproximarse a una escultura de unos cuatro metros de alto y con la forma de una bandera que flameaba. Una especie de tronco, a su izquierda, hacía las veces de mástil. Suspiró, al ver cómo la luz fría y aún opaca del amanecer se colaba entre los caracteres que había tallados en la figura y que la perforaban, de forma que podían ser leídos… aunque no parecían tener sentido alguno.

—Eso es Kryptos.

Vio como Danielle rozaba con la yema de sus dedos el conglomerado de metales, introduciendo el dedo por una de las letras. En concreto, una «D».

—Es obra de James Sanborn —continuó—. Refleja aspectos positivos de la vida, sentimientos de fuerza y de esperanza, entre otros. También está preñada de raíces norteamericanas, como sus materiales: el granito rojo pulido, el cuarzo, la lámina de cobre, la piedra de mena y la madera petrificada que la componen, son oriundos de esta zona. La idea era que reflejara lo que aquí hacemos y por eso su significado, el de esas letras que ves ahí, permanece, todavía hoy, oculto en parte. Incluso para quienes… —tragó saliva— sacrificaron parte de su vida para desentrañarlo.

Vio que Julie la miraba, con los ojos entrecerrados.

—¿Misterio? ¿Qué misterio puede esconder una escultura?

Ella inspiró hondo.

—Por si no te has fijado, hay mil setecientos treinta y cinco caracteres esculpidos en ella, que esconden un mensaje.

—Querrás decir cuatro.

Julie arqueó las cejas.

—¿Conocías la estatua?

La chica negó con la cabeza.

—¿Y cómo puedes saber que son cuatro mensajes?

Danielle dio un paso atrás y señaló la estatua con ambas manos. Julie contempló los símbolos.

Imagen

—Si miramos a la pieza de frente, es evidente que su mitad izquierda contiene un mensaje encriptado, mientras que la derecha es un alfabeto, a modo de tabla de Vigeneries. La clave para desencriptarlo.

Julie abrió y cerró la boca varias veces, antes de poder articular.

—¿Conoces… el cifrado de Vigeneries?

—Querrás decir el sistema que, de forma falsa, se atribuye a Vigeneries, porque en realidad lo describió Battista Alberti, casi un siglo antes. Es un sistema antiguo, útil para el papel y el lápiz, hasta Ken Follet utilizó una variante para una de sus novelas, La clave está en Rebeca. Sus protagonistas usaban texto de otro libro, Rebeca, como tabla de Vigeneries. Y es lo que creo que hace esta estatua. ¿Quieres que la descodifique utilizando Némesis?

Julie se dio cuenta de que estaba sonriendo.

—Expertos de la CIA y de la NSA, entre ellos mi… madre, tardaron siete años en descifrar…

—¿Siete años?

Julie endureció su mirada.

—Sí. Y solo las tres primeras partes. Pero la última, conocida como K4 y que comprende las noventa y siete letras finales, sigue aún sin desvelar. Por mucho que seas una maldita genio del teclado, dudo que seas capaz de desentrañar lo que hay ahí dentro… aunque me temo que pudiera ser la clave de lo que andamos buscando, dado el mensaje que has descifrado en el cyber y que hacía referencia a ella. Mi madre murió cuando trabajaba en este proyecto y… —negó con la cabeza—. Creo que he cometido una estupidez, trayéndote aquí.

—No, eso es una tontería. Dame el portátil.

Julie apretó los dientes.

—No.

Las pupilas de la joven parecieron dilatarse.

—¿Qué?

Ella inspiró hondo.

—Es absurdo, ni tú ni tu programa vais a poder descifrar eso. Y aunque lo hicieras, es imposible que arroje ninguna luz sobre lo que estamos buscando. Esto es peligroso, deberíamos marcharnos, antes de que alguien se dé cuenta de que he traído conmigo a una mocosa que debería estar tecleando en otras instalaciones. He cometido una imprudencia, trayéndote por un impulso.

Se acercó a Danielle, pero esta la miraba sin apenas color en el rostro.

—No puedes hacerme eso.

—Te llevaré a algún sitio seguro, hasta que todo esto se aclare y…

—¿Querías a tu madre?

Julie se quedó con la palabra en la boca.

—No vuelvas a mencionar a mi madre.

—Ahora ya sé la respuesta.

Julie se dio cuenta de que había abofeteado a la chica cuando sintió el calor en su palma derecha. El rostro de la niña, de lado, comenzó a enrojecer. Cuando volvió a mirarla, vio que sus ojos estaban húmedos.

—Yo… —dijo, incapaz de separar los labios.

Sintió la humedad caer por sus mejillas y vio a la niña borrosa. Pensó en su padre, en los bares, en el maldito whisky, en los hombres a los que odiaba, en las mujeres que le habían plantado… todo el mundo, todos le habían fallado. Menos ella. Su madre. La que había muerto sin darle tiempo a decirle que…

—Sé que la querías —dijo Danielle—. Hazlo por ella. Déjame el portátil.

Abrió la mochila, conteniendo a duras penas las ganas de arrojarla al estanque. Con los labios apretados, extrajo el ordenador y se lo entregó a la adolescente. Sin mediar palabra, la joven se sentó en uno de las piedras planas que había alrededor de la estatua, fotografió la estatua con su móvil y pasó las fotos al ordenador mediante un cable USB. En solo unos segundos, apareció un archivo de texto con los casi dos mil caracteres de la estatua. Julie pulsó unas cuantas teclas y, cuando Julie vio aparecer varios textos en inglés, tuvo la sensación de que todo giraba a su alrededor.





En la propia Oficina Central de Inteligencia. Oficina del agente James Garick.


Le había parecido ver a Julie Hawkings pasar con una muchacha que seguro no tendría la mayoría de edad. 

Eso de entrada le pareció extraño. 

No conocía en profundidad a la hija de Hawkings, pero no parecía ser de las que les gustara hacer de canguro. Quizá hubiera dejado pasar la situación de no ser porque la cara de la muchacha le sonaba de algo. La había visto en alguna parte y seguro no hacía mucho.

De pronto lo recordó.

En pocos segundos se había plantado delante de su ordenador, en su despacho. Abrió rápido el servidor de correo encriptado y vio el rostro de la joven. No decía mucho, tan solo que era de máxima prioridad localizarla. Si alguien la encontraba en el DC, debía retenerla y ponerse en contacto con la NSA. No decía por qué, pero eso no era tan raro en un correo de la NSA.

Lo que no entendía era qué coño hacía al lado de Hawkings.

Fuera como fuese lo iba a averiguar en breve. Creía haberlas visto salir en dirección al patio exterior.