Capítulo 3
Afueras de Brooklyn. 20:32 (21 horas, 27 minutos, 15 segundos para la explosión)
Danielle (o Dannie como era conocida en el instituto), estaba sentada en el único sitio en el que podía sentirse ella misma: Su habitación.
Fuera de ese mundo vivía una mentira. Era Dannie, la que por donde pasaba, todos besaban el suelo. Su madre le había enseñado a ser así. Ella también fue un icono en su día, durante su época estudiantil, y lo que más le importaba es que su hija siguiera sus mismos pasos. Poco le importó que los primeros informes psicopedagógicos que le realizaron nada más entrar en el colegio determinaran que estuviera entre el 0,11% de la población a la que se conocía como superdotada intelectual alta, con un CI de 158. Para ella era más importante no ser un bicho raro y tener un buen desarrollo social. Mucho más que intelectual.
Dannie había vivido toda su vida rodeada de banalidades, sus padres no podían permitirse demasiados caprichos, pero en su armario nunca faltó la ropa de marca ni los últimos zapatos que salían al mercado. Aprendió a aceptar lo que su madre quería para ella. Sus notas nunca fueron buenas pues, por un lado no se sentía motivada en clase ante tan poco reto intelectual y, por otro, prefería pasar su tiempo preocupándose acerca de qué ropa ponerse o a qué chico encandilar.
Todos caían rendidos a sus pies. Todas querían ser sus amigas, aunque fuera de forma superficial.
Y todo aquello con tan solo quince años.
Pero sí era verdad que se había desarrollado de manera espectacular y lucía un cuerpo que todas envidiaban en silencio, impropio para su edad. Ella se encargaba de sacar más partido a él con truquitos que su propia madre le daba.
Era la reina y eso era algo indiscutible.
Pero allí donde estaba, en su habitación, en silencio, sabía que nada de aquello era real. Tan solo era una fachada que revestía una pobre construcción insegura, llena de dudas, llena de inquietudes. Dentro de su cuarto no era Dannie, era Danielle.
Echó un vistazo a su alrededor. A pesar de ser su fortaleza, su cueva, como le gustaba llamarlo, tampoco es que lo sintiera suyo al cien por cien. Su madre le había obligado a decorarlo con un estilo acorde a su estatus social, dispuesto a que, cuando cualquiera de sus convenientes amigas le hiciera una visita, este mostrara la frívola imagen que se pretendía mostrar de ella.
Lo único que llegó a despertar su interés de manera real y hacer que mostrara algo del potencial que según decían tenía, fue el viejo ordenador modelo 386 que su padre trajo de la oficina. Según podía recordar, había sido justo antes de lo que tiraran a la basura cuando hicieron limpieza general de un almacén que no había sido ordenado desde hacía más de veinte años.
La escasa memoria del ordenador estaba saturada con programas inútiles creados en BASIC, tardaba una eternidad en arrancar el sistema operativo MS-DOS que tenía instalado debido a su ínfima memoria RAM y cuando presionaba el botón en el que ponía “turbo” que hacía que el ordenador trabajase a 40Mhz, aquello parecía que iba a explotar. Pero eso a Danielle no le importaba. Aquello servía para crear, para dar rienda suelta a su ingenio, para poder, por una vez en su vida, expresarse.
Pronto comenzó a toquetearlo todo. A los pocos días creía entender la lógica con la que trabajaba el ordenador e incluso lo desmontaba y montaba cronometrándose mientras se retaba a sí misma en bajar el tiempo de ensamblado.
Cuando ella toqueteaba un ordenador que distaba unos quince años con los que había en la época actual en el mercado, apenas contaba con cinco años de edad. Enseguida empezó a hacerse a escondidas con revistas tecnológicas que compraba con la escasa paga que su padre le asignaba cada semana. Las devoraba con avidez y, aunque no entendía la mayoría de términos, se esforzaba en comprenderlos y en la mayoría de los casos acertaba. A los siete años de edad ya había realizado sus primeros pinitos en BASIC de manera totalmente autodidacta. Sus programas no hacían nada útil, pero asentaban unas bases en el campo de la programación que con los años se irían desarrollando y acabarían conviertiéndola en lo que a día de hoy era. Una de las crackers más reconocidas de la red.
Su pseudónimo, HungryGirl, provenía de un discurso que le había marcado y que había roto con toda la filosofía de su vida. Un discurso que le hizo verlo todo desde otra perspectiva y al mismo tiempo comprender que todo está conectado por una serie de puntos que al final la llevarían donde merecía. Ese discurso no era otro que el de Steve Jobs en la universidad de Standford.
A partir de ese momento supo que quería ser única. Su vida social era envidiable para la mayoría de las jóvenes de su edad, incluso mayores, pero era en el mundo virtual en el que realmente se sentía una joven afortunada. Quizá todavía no había encontrado su sitio, ni siquiera dentro de ese mundo, pero tenía claro que le divertía crear aplicaciones que servían para romper los sistemas anti copia de otras aplicaciones y juegos. Tras ese éxito que se había forjado en la red, varios grupos de programadores habían tratado captarla sin fortuna. Ella lo hacía por diversión y sin ataduras. Sólo cuándo y cómo quería.
Y ahora había querido crear algo que nadie en su sano juicio podría haber imaginado.
Lo más curioso de todo es que apenas le había costado llegar hasta la clave. Un simple desarrollo de algoritmos que se le ocurrieron mientras limpiaba, obligada por su madre, las ventanas de su habitación. Simplemente le vino, ni siquiera lo había estado buscando.
Dejó el paño y el producto de limpieza encima de la mesa y comenzó a teclear las líneas de código en C en el programa Xcode. Ni pensaba, sólo tecleaba. Estaba tan segura de sí misma que sabía que ni debía depurar el programa una vez finalizado. Tenía muy claro que iba a funcionar.
Apenas tres horas y lo tuvo listo.
Némesis fue el nombre provisional por el que se conocería a partir de ahora. No era algo demasiado rebuscado, tenía que reconocerlo, pero prefería que el programa fuera de verdad efectivo a la nimiedad del nombre. Ya tendría tiempo de buscar algo mejor.
El programa definitivo.
El software era capaz de penetrar dentro cualquier sistema, saltándose todos los protocolos de seguridad pues podía encontrar cualquier puerta trasera por escondida que estuviera. Pero eso no era, ni de lejos el punto fuerte del desarrollo de Danielle. El programa también podía desencriptar cualquier código que se le pusiera por delante, incluso los temidos “códigos invisibles”. Lo quizá genial de todo es que era capaz de hacerlo en apenas unos segundos. Había conseguido que realizara la friolera cantidad de setecientos dos millones de cálculos por segundo. Superando en doscientos mil el sistema de programas que muy pocos conocían, pero del que Danielle estaba seguro su existencia. El PurpleRain.
Éste era una leyenda en el mundo hacker y cracker. Se decía que formaba parte de un entramado de sistemas de vigilancia global conocido como Prism y controlado por un superordenador gestionado desde el Utah Data Center. En él, entraban todo tipo de comunicaciones y este las analizaba en tiempo real descifrando en pocos minutos mensajes ocultos en fotografías, vídeos e incluso canciones enviadas usando todo tipo de telecomunicaciones.
Muchos se asustarían si en realidad supieran el tipo de mensajes que se habían interceptado gracias a ese software. Afortunadamente, la población lo ignoraba por completo.
Danielle no quería nada de lo que PurpleRain buscaba, su objetivo no era otro que liberar juegos y hacerlos accesibles a todo el mundo. Sabía que aquello destruía, literalmente, varios puestos de trabajo y mandaba a muchos a su casa, consiguiendo que horas y horas de esfuerzo no valieran para nada, pero aquello le hacía sentir poderosa. Más poderosa de lo que había sido jamás, a pesar de todo.
Decidió probarlo con el último juego que había caído en sus manos: Destiny para PS3. Introdujo el Blu-Ray en el lector habilitado para dicho formato que tenía conectado a su centro multimedia. Este a su vez estaba conectado a un flamante Mac Mini que apenas un par de semanas antes había logrado sacar a su padre con una sonrisa bien fingida. Y que por supuesto ya había modificado interiormente. Presionó el botón de encendido y lo conectó al software que ella misma había programado hacía dos meses. Ese software destriparía el código del juego y lo mostraría en el monitor. Ese paso apenas tardó minuto y treinta y tres segundos. Una vez lo tuvo en pantalla hizo sonar todos los dedos de sus manos. Ahora venía lo interesante.
Cargó su nuevo y flamante software. Némesis se inició.
Sintió un leve cosquilleo en la base de su estómago.
Presionó el rudimentario botón que asemejaba un símbolo de play musical. Pensó que esa era una de las modificaciones necesarias para obtener un buen software, debía cambiarlo cuanto antes.
En dos segundos la magia apareció en su pantalla. El código de desbloqueo para ser pirateado apareció frente a sus ojos.
No pudo evitar sonreír triunfalmente pues ya podía trabajar sobre él para crear el crack necesario para que otros pudieran jugar de manera gratuita.
Normalmente solía escribir sus avances en un pequeño y escondido blog, nada tenía sentido si el resto de la humanidad no comprendía quién era la puta ama en la red. Esta vez, aunque le costó horrores reprimirse, decidió que lo más sensato era permanecer en silencio, de momento. Superar el software más potente de desencriptado del gobierno quizá no le trajera demasiadas alegrías si llegaba a oídos equivocados.
Pensó que era lo más prudente.
Aunque su siguiente acto quizá no lo fue tanto.
Una enorme tentación creció en ella, el cosquilleo que había comenzado a recorrer su estómago se acrecentó hasta niveles incluso molestos. A pesar de ello le confería una extraña sensación que rara vez sentía.
La sensación de tener poder para todo.
¿Se atrevería a hacerlo? Aquello ya eran palabras mayores, podría buscarse un lío en caso de ser identificada.
Aunque por otro lado, con Némesis sería muy complicado que lo hicieran, a no ser que tuviera la mala suerte de tocar algo que ya estaba siendo tocado por otros. Las probabilidades de que se diera ese caso eran ínfimas.
A pesar de eso decidió estarse quieta, no tuviera la mala fortuna de ser pillada.
Apagó la pantalla de su centro para no caer en el pecado. Mejor alejarse de los problemas.
Se disponía a salir de la habitación cuando de nuevo sintió esa sensación en el estómago. Quería saber si de verdad era la número uno o no. Lo necesitaba.
No pensó, sólo se dirigió hacia la pantalla y la prendió de nuevo. Agarró el teclado y comenzó a teclear en el Terminal de OS. Sabía que no disponía ni mucho menos de un superordenador, apenas tenía lo necesario para poder realizar operaciones un poco más complejas de las habituales, pero nada del otro mundo. Némesis sería el que haría todo el trabajo. ¿Y si lo conseguía?
Decidió abrir el programa para colarse en el enmarañado sistema en el que quería penetrar, una vez lograra lo que buscaba, saldría rápido para iniciarlo después sin conexión, a ver si funcionaba como ella quería.
Siguió tecleando a la vez que repasaba lo escrito con sus ojos. Todo estaba correcto. Una presión sobre la tecla enter y sabría si era capaz. Si conseguía interceptar una comunicación oculta de las que PurpleRain estaba constantemente interceptando, sabría si realmente había hecho algo importante o no.
Apretó la tecla.
Espero unos segundos.
Apareció en pantalla un archivo extraído de un email. Este tenía la extensión .jpg y dentro del mismo, en apariencia, algo oculto. Hizo lo que había planeado con su nuevo juguetito.
Un mensaje apareció en pantalla.
Lo leyó.
Se echó tan rápido hacia atrás que estuvo a punto de caer de la silla. Su tez se volvió todavía más blanca de lo que solía estar. Su pulso se aceleró casi a la velocidad a la que trabajaba su nuevo programa.
Sin saber muy bien qué hacer y presa del pánico, corrió a apagar el sistema. Arrancó el cable sin pensarlo dos veces.
No era suficiente, sabía que aun así podrían localizarla en un periquete. Corrió y arrancó el cable de red de la pared que conectaba con el router multibanda que le proporcionaba una ventana al mundo.
Sabía que la había cagado, lo que no tenía ni idea era cuánto.
No tardaría en averiguarlo.
Las alarmas saltaron a cientos de kilómetros de su casa.