Capítulo 7
Capítulo escrito por Gabri Ródenas.
Afueras de Brooklyn, Nueva York, 02:22 (15 horas, 37 minutos, 5 segundos para la explosión)
La información sobre el domicilio de la adolescente no tardó ni medio minuto en aparecer en la pantalla del teléfono de Julie. La agente ya estaba acostumbrada a la rapidez y eficiencia de los chicos de la NSA —algo que la mayor parte de la población mundial también comenzaba a advertir después del escándalo del ciberespionaje destapado por Edward Snowden—.
Se preguntó qué tipo de madre cruel podría haber elegido el nombre de Rosalyn para una hija y meneó la cabeza al constatar la profunda ironía que albergaba el hecho de que una mujer con nombre de prostituta de Tijuana hubiese acabado siendo la secretaria personal del Director de la CIA. Aunque, bien pensado, tal vez dicha asociación entre el nombre de la secretaria y su supuesto «empleo natural» se debiese únicamente al estado de embriaguez en el que Julie se hallaba.
Pocas cosas se le antojaban más lamentables que tratar de aparentar normalidad y sobriedad cuando uno se encontraba bajo los efectos del abuso del alcohol; cuanto más intentase disimularlo, más evidente resultaría.
No pudo evitar sonreír al girar la llave del contacto del vehículo. Un gesto tan nimio dejaba bien claro hasta qué punto la ley no se aplicaba a todos por igual. Mientras el motor ronroneó por primera vez, Julie pensó que, en caso de ser sometida a un control rutinario de alcoholemia, su imprudencia no tendría consecuencias. No al menos las mismas que para cualquier otro ciudadano que no poseyese una acreditación de la Agencia Central de Inteligencia.
Mediante el control de voz, ordenó a su teléfono que ampliase la información sobre los habitantes del tercer piso (novena puerta) del 3388 de la avenida Foster. A pesar de no ser una amante de la tecnología, debía reconocer que los muchachos del departamento de informática habían hecho un buen trabajo con la aplicación que, tras introducir un par de contraseñas, le permita acceder a una base de datos bastante potente. Padre, madre, hermano y hermana menores… Y Danielle. ¿Con solo quince años había conseguido burlar las medidas de seguridad de la CIA? Julie trató de recordar qué hacía ella cuando contaba con esa edad, aparte, claro estaba, de pelear contra su propia orientación sexual.
A fin de alejar esos pensamientos de su mente, pulsó el botón que conectaba el reproductor musical donde una playlist aleatoria había sido programada. Los altavoces escupieron el «Like a Hurricane» de Neil Young y Julie se sintió un poco más reconfortada. Sopesó la posibilidad de telefonear al domicilio antes de dejarse caer a esas horas intempestivas, pero la descartó casi de inmediato. Con independencia de lo extraño que resultase el hecho de que la persona que había violado los protocolos de seguridad de la CIA no pasase de los quince, no dejaba de ser una sospechosa, luego no convenía ponerla sobre aviso. Por otra parte se daba la circunstancia de que Julie odiaba las llamadas en mitad de la noche. Tal vez porque le recordase algún episodio desagradable de su propia infancia. Una llamada nocturna anunciaba problemas con toda seguridad. Su padre solía recibir llamadas de ese tipo y, al alcanzar la vida adulta, también ella había sido despertada mediante el desagradable sonido del teléfono. Había tenido ocasión de comprobar que nadie llama a esas horas para dar una buena noticia.
Precisamente a través del teléfono, en ese caso de su móvil, accedió al Facebook de la joven. Al examinar de soslayo algunas fotografías de la chica advirtió que era muy guapa, casi una modelo. Estuvo a punto de preguntarse qué hacía que una muchacha con esas características acabase decantándose por la frialdad de la habitación a oscuras y los entresijos de la Red en lugar de estar por ahí con los amigos, o beneficiándose de los dones que la naturaleza le había otorgado. No lo hizo. A fin de cuentas, algunas mujeres no menos hermosas acababan convirtiéndose en agentes de la CIA…
Cuando el software de un GPS ha sido diseñado por la NSA, no falla. Y ése el caso del modelo que Julie llevaba instalado en su coche. En esos momentos habría agradecido que los prototipos de vehículos sin conductor ya estuviesen en una fase lo suficientemente avanzada como para no tener que conducir bajo los efectos del alcohol, pero la tecnología no siempre corre a la misma velocidad que la mente que la diseña. Entornó los ojos al llegar a su destino, como si así pudiese ver las cosas con mayor claridad.
Aparcó el coche y permaneció dentro unos segundos, con el motor apagado. No le agradaba la idea de interrumpir el descanso de una familia a esas horas y menos para desplazar a una menor a un despacho de la NSA donde sería interrogada por tipos con cara de poco amigos. Pero un agente de la CIA tenía muy claro que estaba obligado a obedecer las órdenes, por mucho que no compartiera las razones de sus superiores. Tampoco le parecía muy profesional presentarse en una casa en evidente estado de embriaguez, pero… Maldito Hawkings.
Se dirigió hacia la portería, observando el entorno. Se trataba de un hábito sólidamente adquirido. Un agente de su nivel debía comportarse como un felino, con todos sus sentidos agudizados al máximo.
Nada que señalase la presencia de algún peligro.
Buscó el timbre del piso en la portería. Ahí estaba. Julie resopló y los vapores etílicos se hicieron presentes. A pesar de hallarse en un estado tan inestable, su mente era capaz de trabajar casi a pleno rendimiento. Trabajar en circunstancias adversas era algo para lo que había sido duramente entrenada. Su mente viajó a Irak. Otra vez Irak. Se alisó el pelo y se pasó una mano por la ropa, en un intento figurado de presentar un aspecto más formal. Simuló mentalmente el procedimiento a fin de sopesar las posibles consecuencias de sus actos: llamar al timbre de la casa de unos desconocidos al filo de las tres de la madrugada, en evidente estado de embriaguez y sin una orden judicial. No era propio de una agente de la CIA. Presionó el tabique nasal con el pulgar e índice de la mano derecha como si dicho gesto fuese a mostrarle el camino a seguir. Y en cierto modo lo hizo.
Julie dio unos pasos atrás y volvió a examinar el edificio. Una escalera de incendios. Una puerta de acceso a los pasillos. Una ventana. En caso de ser descubierta, siempre podía alegar que obedecía órdenes o que estaba borracha. O ambas cosas. En ese momento, su prioridad era localizar el ordenador desde el cual se había ejecutado el programa o desplazar a la chica a una de las salas de interrogatorio de las oficinas de la NSA. Indudablemente, la mejor opción era llevar a cabo las dos operaciones de manera simultánea. Antes de comenzar el ascenso, palpó su sobaquera; si un agente de la CIA debía estar operativo las veinticuatro horas del día, trescientos sesenta y cinco días al año, lo mismo le sucedía a su arma reglamentaria. Comprobó que la pistola estaba cargada y con el seguro puesto. Fue entonces cuando se encaminó hacia la escalera metálica. Se alegró al recordar que sólo tendría que subir tres plantas. El aire fresco le estaba despejando, pero todavía no lo suficiente.
La puerta que daba acceso al interior del edificio no se abrió al primer empujón. Julie pensó que quizá fuese un mecanismo para disuadir a los ladrones impacientes y volvió a golpear con el hombro la plancha metálica al tiempo que giraba la manivela. Un golpe seco, industrial, señaló que el camino estaba despejado. Julie se descalzó para que el ruido de los tacones no alertaran a ningún vecino, los dejó cerca de la salida de emergencia y buscó con la luz del móvil el número nueve. Bingo. Después de mirar a ambos lados, extrajo de su cartera una tarjeta de puntos de la gasolinera, idéntica a una de crédito pero menos valiosa. Con un movimiento preciso, propio de un profesional del hurto, la agente logró que la puerta del piso se abriese. No lograba entender cómo seguía habiendo gente que no girase la llave por dentro. Un gesto sencillo que impedía que alguien pudiera colarse en la vivienda con tanta facilidad. Por suerte para ellos, sus intenciones no eran del todo turbias. Pensó que no estaría mal dejar una nota al salir aconsejándoles aumentar la seguridad de su hogar.
La televisión estaba apagada, señal de que todos dormían. Cerró los ojos un instante antes de proceder el rastreo. Era su modo de encomendarse a un impreciso dios. Aunque la pistola descansaba a escasos centímetros de sus senos, no estaba dispuesta a sacarla a menos que fuese estrictamente necesario. Contuvo el aire unos segundos y procedió a inspeccionar la vivienda. Se dirigió hacia donde suponía se hallaría la zona de las habitaciones. Una de las puertas, la situada al final del pasillo, estaba cerrada. Supuso que era la de los padres atendiendo a su ubicación. Se quedó inmóvil. No se escuchaba el sonido de la respiración de nadie ni ningún ronquido. ¿Acaso habían salido a tomar una copa abusando de la madurez de su hija?
Otra de las puertas del pasillo se encontraba abierta. Un niño dormía a pierna suelta.
Última oportunidad. Otra puerta cerrada. Julie abrió y cerró los puños dos veces antes de girar el picaporte. La puerta se abrió sin ofrecer resistencia. Una chica dentro de la cama. El cuarto estaba hecho un desastre. Julie sonrió al recordar su propia adolescencia. En comparación, la habitación de Danielle era todo un ejemplo de orden y limpieza. La agente miró hacia la mesa del estudio. Allí estaba. Un Mac Mini; una pequeña bomba de relojería informática de última generación capaz de detonar el centro neurálgico de la CIA. Volvió a echar un vistazo a la joven y de nuevo al ordenador. Aquella situación era de locos: una casa normal, una familia normal y una chica normal… que se había metido, tal vez sin quererlo, en un lío bastante gordo.
Julie dio un ligero traspié antes de llegar a la cama. Nunca más. ¿Cuántas veces se habría dicho eso a sí misma? Danielle se agitó bajo las sábanas y la agente temió que se despertase. No fue así.
Un sonido procedente de algún lugar de la casa alertó a Julie. ¿Se confirmaría su hipótesis de la velada romántica de los padres de la joven cracker? Pasos. Lanzó una rápida ojeada a la muchacha, que no parecía darse cuenta de nada, y de una zancada se situó detrás de la puerta del dormitorio. La entornó y observó lo que pasaba. Los pasos sonaban cada vez más cerca. Pasos suaves, ligeros. Pasos de una sola persona. La agente no había llegado tan lejos en el cuerpo gracias a su belleza natural, sino a su infalible instinto, similar al clásico «sentido arácnido» que poseía uno de los personajes de cómic más famosos de todos los tiempos. No se trataba de los padres de la chica.
No pudo ver bien la figura, la oscuridad en la que estaba sumida la vivienda no le dejó observar como a ella le hubiera gustado lo que parecía ser un hombre. La luz de la calle dibujaba su plateada silueta. Julie pudo advertir que llevaba algo en su mano, seguramente un arma y no tardó ni un segundo en comprender lo que estaba sucediendo: no era la única persona que buscaba a la chica. Extrajo de su funda, con sumo sigilo, el arma. No disponía de mucho tiempo. Ese hombre se estaba acercando. Por primera vez en su vida, la alteración sensorial que le provocaba la bebida le resultó muy útil, al permitirle hacerse una panorámica global e instantánea de cada elemento de la habitación. Danielle comenzó a agitarse más de lo normal. Se estaba despertando. Julie tuvo muy claro que sólo tenía una oportunidad.
Y estaba dispuesta a aprovecharla.