Diecinueve

Era él. El hombre que se había llevado a su hermana.

Jasmine no podía respirar, no podía moverse mientras miraba la fotografía colocada junto a las muchas otras que se amontonaban en la mesita lateral de la señora Moreau. El secuestrador de Kimberly aparecía junto al señor Moreau, al que había visto en la fotografía familiar de la planta de abajo. Llevaban ambos sombreros de pescador y eran unos cuantos años más jóvenes de lo que debían de ser ahora. El secuestrador de Beverly, cuyos ojos engañosamente benévolos parecían observarla, sonreía a la cámara... igual que le había sonreído aquel día en su cuarto de estar. Tenía una sonrisa agradable, temible por su capacidad para engañar, y con un brazo rodeaba al señor Moreau, más bajo y grueso.

¿Eran parientes? ¿Tío y sobrino? ¿Hermanos?

Al oír que alguien entraba en la casa, se puso por fin en acción. Agarró la fotografía, apagó la luz y se pegó a la pared. Pero había esperado demasiado para salir. Sólo podía salirse por abajo, por la cocina y la puerta principal.

Alguien cruzó el cuarto de estar y entró en la cocina.

Jasmine entreabrió la puerta del despacho y fijó la mirada en el pasillo. ¿Podría llegar a la puerta de la calle? ¿Cruzarla? Tenía que hacer algo antes de que Phillip o la señora Moreau se dieran cuenta de que alguien había forzado la puerta de atrás y fueran en su busca...

—¿Mamá? —llamó Dustin desde la habitación contigua.

—Soy yo.

Phillip, no Beverly.

—¿Dónde está mamá?

—¿Tú qué crees? Trabajando —contestó Phillip—. Llegará dentro de un par de horas.

—Creía que no habría niños en Navidad.

—Pues sí los hay.

—Se suponía que ya tenían todos casa. ¿Qué pasa con Papá Noel?

—Papá Noel no existe, Dusty. Ya lo sabes.

—Pero ellos no. ¿Dónde has estado?

—Por ahí.

—¿Puedes subir? Me cuesta gritar.

—Espera un minuto. Te he comprado un poco de tarta de ésa que te gusta tanto. ¿La quieres ya?

—¿Puedes ponerme un calmante primero?

—Te puse una inyección antes de irme.

—Necesito más.

Hubo una larga pausa. Cuando Phillip contestó, su voz sonó cansina, como si estuviera pensando: «Por Dios, otra vez no».

—Lo siento, vas a tener que esperar.

—Vamos, Phil...

Aquella súplica crispó los nervios de Jasmine. No podía imaginar cómo sería tener que negar constantemente un calmante a alguien que sufría terribles dolores. Sabía que tal vez era Phillip quien la había encerrado en el sótano, pero sentía lástima por él.

—Pasamos por esto cada noche. Dusty. Ya sabes lo que ha dicho mamá.

—¡Ayúdame, hombre!

—Enciende la tele. Distráete. Voy a llevarte la tarta.

Jasmine se preguntó si Romain había visto la camioneta. ¿Qué habría hecho al ver que ella no estaba? Tenía que encontrarlo antes de que se asustara y llamara a la policía o volviera a entrar en la casa. Quería salir sin alertar a los Moreau de que tenía la fotografía y la agenda. La más leve amenaza podía hacer que el secuestrador de Kimberly montara en cólera y descargara su furia contra otra mujer cuyo único crimen fuera parecerse a ella.

Pero no podía hacer nada hasta que Phillip subiera.

—¿Dustin?

Gritaba para hacerse oír por encima del ruido del televisor, que Dustin había encendido.

—¿Ha venido alguien?

El corazón de Jasmine, que ya latía con violencia, pareció resonar hasta las yemas de sus dedos.

La televisión se apagó, pero Dustin no dijo nada.

—Dustin, te he hecho una pregunta.

Se oyó movimiento en la cocina, y luego un improperio y algo que se caía.

Jasmine se tapó la boca para no gritar y se apartó de la puerta al ver que Phillip subía corriendo la escalera.

—¡Alguien ha forzado la puerta de atrás! —dijo Phillip, irrumpiendo en la habitación de Dustin—. ¿Has oído algo? ¿Has visto quién era?

—No sé de qué hablas.

—¡Han roto el cristal, por el amor de Dios! Tienes que haber oído algo.

Dustin gimió como si el dolor fuera insoportable.

—Ahora mismo podrían cortarme la cabeza y no me daría cuenta.

Hubo un momento de silencio, de confusión.

—Pero si hubieras oído algo, me lo dirías, ¿verdad? Me lo dirías, si alguien te hubiera molestado.

No hubo respuesta.

—¡Dustin! Podrías meter a mamá en un lío. ¿Lo entiendes?

—Mamá necesita liberarse. Los dos lo necesitáis.

—Deja de hablar así. Ni siquiera sabes qué está pasando.

—Sé que tiene algo que ver conmigo, y que no me gusta. Estoy harto de ver el cansancio en su cara, Phil. Estoy harto de ser una carga.

Jasmine se moría de ganas de oír el resto de la conversación, pero sabía que Romain no esperaría más de un minuto o dos antes de hacer algo. Convenía que no se delatara y que escapara con lo que ya tenía en su poder. Con un poco de suerte, tardarían varios días en echar de menos la agenda y la fotografía.

Salió al pasillo, bajó las escaleras de puntillas y se acercó con el mayor sigilo que pudo a la puerta principal. No hizo ruido al abrirla, pero estuvo a punto de tropezar con Romain, que acababa de levantar la mano para llamar. Al hacerle un gesto rápido para que no dijera nada, notó su expresión de alivio. Luego cerró la puerta tras ella, lo agarró de la mano y ambos echaron a correr hacia la camioneta.

Romain quería volver a Portsville y, tras lo ocurrido en casa de Moreau, Jasmine no puso objeciones. A él le gustaba la idea de alejarse de Nueva Orleans. Sabía que necesitaban un lugar seguro donde recuperarse y dormir. Pero durante el trayecto no sintió deseos de hablar. Jasmine, por su parte, parecía ansiosa por descubrir si los objetos que se había llevado tenían alguna relación con la desaparición de su hermana y habló de multitud de posibilidades. Pero Romain sólo pensaba en el momento en que, al volver a la camioneta, había descubierto que ella no estaba.

Al imaginarse a Phillip sacándola a la fuerza de la camioneta, estrangulándola y metiendo su cuerpo en el maletero de su coche, se había sentido tan impotente como al enterarse de que su hija había desaparecido. Si Phillip la había sacado de la camioneta, ¿qué podía hacer él al respecto? Casi nada. Como en el caso de Adele, Jasmine habría muerto antes de que él pudiera intentar salvarla. Y la muerte era para siempre.

Tenía pensado volver a entrar en la casa por la fuerza para registrarla. Pero si no la hubiera encontrado, no habría podido recurrir a la policía en busca de ayuda. La policía creía que él había disparado a Francis. Las autoridades estarían tan ocupadas protegiendo los derechos civiles de Moreau que no harían nada hasta tener pruebas concluyentes de la desaparición de Jasmine, y Phillip tendría todo el tiempo del mundo para deshacerse de su cadáver. Y entonces sería demasiado tarde.

Las cosas no habían salido así. Pero podían haber sido de otro modo. Y eso bastaba para recordarle que no quería encariñarse con nadie. Y menos aún con una mujer que parecía empeñada en buscarse problemas.

—¿Qué ocurre? —Jasmine logró por fin llamar su atención.

Romain no estaba de humor para discutir. Apoyó un brazo sobre el volante y le lanzó una mirada de advertencia.

—Eso no es una respuesta —dijo ella.

—¿Qué crees que ocurre? —preguntó—. No tenías por qué entrar en la casa. Se suponía que tenías que esperarme en la camioneta.

—¿Sigues enfadado por eso?

Eso no era ninguna tontería. Se había llevado un susto de muerte. Estuvo a punto de decir: «¡No puedo cuidar de ti si no me dejas!». Y entonces se dio cuenta de que Jasmine no esperaba que cuidara de ella. Era él quien quería protegerla, al margen de su lealtad hacia Pam.

—No estoy enfadado —mintió.

—Sí que lo estás. No me has dicho más de dos palabras desde que salimos.

—¿Qué quieres que diga?

—Podrías contarme de qué has hablado con Dustin.

Romain sabía que debía decírselo y acabar de una vez, pero aquel momento de pánico seguía obsesionándolo.

—También podrías contarme tú por qué no te estuviste quieta.

Ella lo miró con enojo.

—¿Por qué crees tú?

—¿Porque eres una temeraria? ¿Porque, por alguna extraña razón, no sabes calibrar el peligro y alejarte de él? ¿Porque te crees que estás hecha a prueba de balas, que no puede pasarte a ti, que las cosas sólo les pasan a los demás? Pues te aseguro que pueden ocurrirte a ti, maldita sea. A mí me ocurrió, ¿no?

Pensó que Jasmine iba a gritarle. Pero ella pareció respirar hondo y alargó la mano para tocarle el brazo.

—Estoy bien, ¿vale? Estoy aquí, sana y salva.

Avergonzado por que Jasmine hubiera adivinado la intención que se escondía tras sus palabras tan fácilmente, Romain apartó bruscamente su mano.

—Basta ya. No significas nada para mí. A mí nadie me importa. Ya no.

Ella se volvió parar mirar por el parabrisas, pero no levantó la voz.

—Te asusté y lo siento. No era mi intención, ¿de acuerdo? Lo hice porque tú me asustaste primero.

Romain no quería comprensión, ni explicaciones. Quería una diana.

Al ver un motel junto a la carretera, frenó de golpe y entró en el aparcamiento.

Jasmine se sujetó apoyando una mano en el guardabarros, pero él no se molestó en disculparse.

—¿Qué haces? —preguntó ella, todavía tranquila—. ¿Adonde vamos?

—A ningún sitio. Te dejo aquí. Te daré el dinero que necesitas para salir de este embrollo y se acabó. No quiero tener nada más que ver contigo.

Por fin, una chispa de ira brilló en los ojos de Jasmine.

—¿Por qué? ¿Porque sé que te preocupas por mí, aunque no quieras? ¿Porque vi tu cara de alegría cuando me encontraste en la puerta?

—Me alegraría de ver a cualquiera en esa puerta. Sobre todo a alguien tan estúpido como para entrar sabiendo que un hombre fue asesinado allí dentro.

—¡Tú entraste!

—¡Yo puedo defenderme!

—¿Como se defendió el del sótano? ¿Cómo vas a defenderte de una bala?

Los neumáticos chirriaron sobre la gravilla cuando Romain detuvo el coche y lo puso en punto muerto. Abrió su puerta, pero Jasmine lo agarró del brazo.

—Dime una cosa, Romain. ¿Por qué crees que traicionas a tu mujer por desear hacer el amor conmigo?

—Yo no deseo hacer el amor contigo.

—Eso es mentira. Disfrutaste la primera vez. Quieres más. Y eso te está reconcomiendo. Te sientes culpable porque tú puedes seguir viviendo, amando y disfrutando de la vida y Pam no. Pero no es culpa tuya que tuviera cáncer, ni tampoco es culpa mía.

La vida era mucho más fácil cuando no había nada que perder. Romain se había acostumbrado a ello, sabía cómo afrontar cada día. Así que, ¿por qué se había liado con Jasmine? El amor, sin la vieja certeza de que el destino sería benévolo con él, era territorio desconocido. Y él no quería explorarlo.

Apartándose de ella bruscamente, entró en la oficina, donde el timbre del mostrador de recepción despertó a un hombre de mediana edad que le alquiló una habitación. Cuando volvió a salir estaba lloviendo, pero no tuvo que animar a Jasmine a salir de la camioneta. Ella ya estaba fuera, bajo la lluvia, con el pelo y la ropa mojados y la maleta en la mano.

Aunque Romain intentó quitársela, Jasmine se negó a dejar que la llevara mientras buscaban la habitación. Él abrió la puerta, pero, usando la maleta para impedirle el paso, Jasmine pasó a su lado y le quitó la llave. Luego cerró de un portazo.

Romain se quedó allí, inmóvil. Sentía tantas cosas que no lograba aclararlas. Sabía que se comportaba de manera ilógica. Que se arrepentía de haber actuado así. Pero no podía asimilar las emociones que Jasmine había hecho revivir, y aquél era el único modo de atajarlas.

Soledad. Eso era lo que necesitaba. Lo sabía cuando salió de prisión. Y ahora también.

Diciéndose que era lo mejor, volvió a la camioneta, montó en ella y se marchó.

Mojada y triste, Jasmine se dejó caer en la cama con la maleta a sus pies, parpadeando con fuerza para detener las lágrimas que había empezado a derramar. Se decía que Romain no se merecía que llorara por él, que apenas lo conocía. Pero no tenía fuerzas para afrontar el dolor de otro modo, así que intentó convencerse de que no lloraba por él. Lloraba porque estaba agotada y confusa y... perdida. Siempre perdida.

Se quitó la ropa mojada, la apartó con el pie y decidió darse una ducha. Tenía una fotografía del hombre que había secuestrado a Kimberly. Una fotografía. Y sabía que alguien relacionado con los Moreau podría identificarlo. Era un paso gigantesco adelante. Debería sentirse feliz, no llorar por alguien a quien no debía desear desde el principio.

Abrió el grifo, esperó unos minutos, hasta que empezó a salir agua caliente, y luego se metió bajo el chorro intentando no pensar en Romain. Ni en el hecho de que no le importaba si hacían el amor o no: sólo quería estar con él.

Romain condujo diez minutos, pero cada kilómetro se le hacía más difícil que el anterior. Seguía viendo a Jasmine bajo la lluvia, con su maleta... y se preguntaba qué demonios le pasaba, por qué era tan estúpido. Había aprendido a encolerizarse cuando se sentía amenazado, había aprendido a luchar. Eso era lo que le había enseñado la cárcel, y los golpes del destino que lo habían conducido a ella. No podía elegir a qué renunciaba. Tenía que renunciar a todo. Pero sabía que Jasmine no se merecía que la tratara así. Ella también había sufrido golpes muy duros y no necesitaba que él le pusiera las cosas más difíciles.

Y, además, tenía razón. La deseaba más que nunca. Y eso lo convertía en un traidor, porque ya no recordaba las sutilezas de la expresión de Pam durante esos momentos íntimos, no podía apoyarse en aquella entrega absoluta que convertía a otras mujeres en una tentación remota. Los sentimientos que creía inalterables empezaban a disiparse, a escapársele poco a poco, y a veces se descubría deseando que así fuera, seguir adelante a pesar de haber perdido a su mujer y a su hija.

Tal vez era normal que el instinto de supervivencia se mofara de su devoción, pero él no podía evitar sentirse mal por ser tan débil, tan influenciable.

Estaba a media hora de casa cuando empezó a aflojar la marcha. «No des la vuelta. No puedes volver a hacerle daño». Era cierto y, con su historial, parecía inevitable que volviera a lastimarla. Pero seguía viendo sus ojos grandes y confiados mirándolo mientras se movía sobre ella, y menos de tres minutos después, paró en una licorería para comprar una caja de condones.

Jasmine se estaba secando cuando oyó que alguien llamaba a la puerta. Había encendido el televisor para distraerse y olvidar las ideas que le rondaban por la cabeza, pero el volumen estaba bajo. No podía haber molestado a nadie...

Se colocó detrás de la puerta, la abrió lo poco que permitía la cadena de seguridad y vio a Romain allí parado, con las manos en los bolsillos de la chaqueta y el cuello subido para protegerse de la lluvia.

Se ciñó la toalla alrededor del cuerpo y se dejó ver. Romain no sólo había visto sus piernas y sus hombros desnudos, y, después de cómo se había comportado, a Jasmine no le importó provocarlo mostrándole lo que no podía tener.

—¿Has olvidado algo?

Él miró un instante el canalillo que asomaba por encima de la toalla.

—¿Vas a dejarme entrar?

—No. ¿Qué quieres?

Él vaciló, apartó la mirada y luego volvió a mirarla un instante a los ojos.

—A ti —dijo simplemente.

Jasmine comenzó a negar con la cabeza. No podía afrontar más altibajos. Pero había algo tan sincero en sus palabras, algo tan vulnerable, que tampoco pudo cerrarle la puerta.

Romain tenía que estar tan cansado como ella.

—Puedes dormir en la otra cama —dijo, y quitó la cadena. Pero cuando Romain entró, cerró la puerta y tendió los brazos hacia ella, Jasmine no lo rechazó... ni siquiera cuando la toalla cayó al suelo.

Beverly se sentó en su despacho, completamente agotada. Después de meter a Billy y al bebé en la cama en la casa de traslado había logrado dormir un rato, pero la recién nacida sólo había dormido dos horas. Después, se había pasado la mitad de la noche chillando. Tenía tantos cólicos y parecía encontrarse tan mal que Beverly no había sabido cómo ayudarla. Sólo se calmó al amanecer, poco antes de que Zalinda Sputero empezara su turno. Zalinda tenía dos hijos a los que se llevaba al trabajo. Le habían dicho que los pequeños de la casa de traslado eran niños de acogida que esperaban un nuevo destino, y parecía creer que estaba haciendo una buena obra. El hecho de que Peccavi le pagara en metálico, como hacía con Beverly, debería haberla puesto sobre aviso, pero, en caso de que sospechara que había caído en un nido de víboras, sin duda prefería tener dinero a tener la conciencia limpia.

Beverly oyó un ruido en la habitación y comprendió que Phillip la había seguido hasta allí. Acababan de discutir porque él se había ido otra vez mientras ella estaba trabajando, a pesar de que le había dicho una y otra vez lo peligroso que era dejar solo a Dustin. Dusty podía haber intentado levantarse y haberse caído; podía haber sufrido un ataque; podía haber alcanzado los calmantes que pedía constantemente y haberse tomado una sobredosis. Podían haber pasado toda clase de cosas. ¿Por qué no le hacía caso Phillip?

Porque se estaba desmoronando ante sus ojos. Beverly no sabía cuánto tiempo más podría mantener unida a la familia, o lo que quedaba de ella.

—Lo siento —masculló su hijo.

El arrepentimiento tampoco era nuevo. Phillip comprendía la presión a la que estaba sometida su madre, se sentía culpable cuando empeoraba las cosas. Y sin embargo se resistía a hacer lo que ella le pedía. Beverly dudaba de que le hubiera dicho lo de la puerta si hubiera tenido modo de arreglarla sin que ella lo notara. Había metido un trozo de cartón en el marco roto, pero ella lo había visto nada más entrar en la cocina.

—Ha entrado alguien en nuestra casa —dijo.

—No ha pasado nada —respondió él, repitiendo algo que ya había dicho varias veces—. Y si no ha pasado nada, no hay por qué preocuparse.

Ella se giró en la silla para mirarlo.

—¿Cómo sabes que no ha pasado nada?

—No falta nada, ¿no?

No, que Beverly supiera. El dinero de su sueldo seguía allí, hasta el último dólar. Incluso el bolso de Jasmine y sus otras pertenencias seguían metidos en el armario de su cuarto.

—No he visto que falta nada, pero...

—Y nadie ha molestado a Dustin —la interrumpió él—. Puedes preguntárselo. Esta noche ha sido como otra cualquiera.

Normalmente, Beverly habría tenido que decirle que bajara la voz, pero en ese momento habrían podido ponerse a gritar y Dustin no se habría enterado de nada. Últimamente sólo dormía después de su inyección de por la mañana, y Beverly se la había puesto hacía un cuarto de hora. Tardaría al menos dos horas en despertarse. Era el único respiro que tenía; y también el único que tenía ella.

—No estoy segura de que pueda acordarse —dijo ella—. Depende del efecto que le hayan hecho los fármacos.

—Anoche estaba lúcido —seguramente demasiado. Beverly sabía que Phillip odiaba quedarse a solas con su hermano cuando se disipaban los efectos de los calmantes. No soportaba las súplicas de Dustin. Tal vez por eso se había ido. Tal vez Dustin se había puesto difícil.

—Aun así, tenemos que decírselo a Peccavi —dijo ella.

—¿Por qué? No hace falta molestarlo. Ya tiene bastantes cosas de las que preocuparse. Habrá sido algún gamberro —dijo Phillip—. Ya sabes cómo son los chicos de este barrio. Nos hemos convertido en Boo Radley.

—¿En quién? —dijo Beverly.

—En Boo Radley, el de Matar a un ruiseñor.

—¿Eso es un libro?

—Sí, es un libro. Todo el mundo ha leído Matar a un ruiseñor. No me digas que tú no.

Beverly odiaba que la hiciera sentirse como una estúpida.

—Cállate, no me vengas ahora con libros. No tengo tiempo para leer y lo sabes.

—Sólo digo que serán los chicos del barrio, que se retan unos a otros. Desde que estuvo aquí la policía, todo el mundo sabe que había un cadáver enterrado en nuestro sótano. Nos hemos convertido en la casa de los horrores del vecindario —se rió como si casi le agradara la idea, pero Beverly sabía que sentía exactamente lo contrario. Y de pronto recordó que sí había leído Matar a un ruiseñor. En octavo curso. No recordaba gran cosa del libro, pero sí se acordaba de que era un pecado matar a un ruiseñor porque los ruiseñores no hacen ningún mal a nadie.

Una punzada de compasión hacia su hijo mediano la hizo ablandarse. Phillip no estaba enfermo, como Dustin. Ni era un pervertido, como Francis. Pero si se quedaba con ella, tendría tan pocas oportunidades de ser feliz como sus hermanos.

—Ven aquí —dijo.

Phillip puso cara de perplejidad cuando su madre metió la mano en el cajón y sacó su dinero. Beverly había cobrado la semana anterior y necesitaba el dinero para el cuidado de Dustin. Pero Phillip nunca había tenido nada. Se lo merecía.

Tomó su mano y puso el dinero en ella.

—¿Qué es esto? —Phillip tocó los billetes, pasmado.

—Llévatelo y llévate también lo que te dio Peccavi por tu trabajo y márchate. No es mucho, ya lo sé. Pero márchate a otro sitio, búscate un trabajo, lábrate una vida. Y no mires atrás.

Phillip palideció. A pesar de que ansiaba ser libre, era como un animal que llevaba demasiado tiempo enjaulado. Ahora que tenía la puerta abierta, no sabía a donde ir.

—Pero no puedo dejarte. ¿Y Dustin? ¿Cómo os la arreglarías sin mí?

Beverly no lo sabía, pero de pronto aquello le parecía muy importante. Más importante que cualquier otra cosa. Phillip era lo único que le quedaba. Tenía que poder acostarse por las noches pensando que su hijo era feliz.

—Me las arreglaré. Pero no vuelvas. A Peccavi no le gustan los cabos sueltos. Te matará, si te encuentra.

—Mamá...

Beverly se levantó, lo atrajo hacia sí y lo abrazó con fiereza.

—No debería haberme apoyado tanto en ti, Phil. Eres un buen hombre, tan bueno como Dusty, pero con un cuerpo sano.

Los ojos de Phillip se llenaron de lágrimas.

—No creo que pudiera vivir tranquilo si hiciera esto.

—Podrás, si lo haces por mí —dijo ella con vehemencia—. Que haya al menos un Moreau que escapó de esto.

El parpadeó repetidas veces.

—Pero...

—Ya va siendo hora, Phillip —alisó el pelo de su frente como solía hacer cuando era pequeño—. Ya va siendo hora.

Él se irguió lentamente.

—¿Quieres que me vaya? ¿De verdad quieres que me vaya?

Su asombro hizo sonreír a Beverly.

—Feliz Navidad.

Beverly se quedó en su despacho mientras Phillip hacía la maleta, y allí siguió cuando se marchó. Su hijo fue a decirle adiós, pero ella no pudo ni mirarlo. Era demasiado doloroso. Ahora estaba sola. Había perdido a su marido y a su hijo mayor. El pequeño yacía en el cuarto de al lado, sumido en un sopor inducido por los fármacos. Sólo su hijo mediano escaparía a la vida que habían conocido todos ellos. Pero uno era mejor que ninguno. Peccavi no se adueñaría de él. Ya no. Su hijo podría vivir de acuerdo con su conciencia.

Después de que la casa quedara en silencio y el eco del coche de Phillip se apagara, Beverly se levantó por fin. Tenía que dormir un poco, si quería atender a Dusty. Tal vez a su hijo le apeteciera jugar a las cartas. Ella podía contarle que Phillip había conocido a una mujer encantadora con la que había huido para casarse. Dustin era un romántico. Una historia como ésa le haría sonreír. Con el paso de los meses, ella incluso podría escribir unas cuantas cartas fingiendo ser Phillip, en las que describiría la vida dichosa que llevaba su hijo. Sin duda aquello les haría felices a ambos.

Se detuvo junto al teléfono y pensó en llamar a Peccavi, pero al final decidió no hacerlo. Él no tenía por qué enterarse de lo de la puerta rota. Sería más fácil cubrirle las espaldas a Phillip si tardaba un tiempo en hablar con Peccavi.

Pero justo cuando iba a salir de la habitación se dio cuenta de que algo había cambiado. La fotografía de su marido que solía estar en medio de la mesita había desaparecido.

Se agachó para mirar debajo de la cama. Luego registró el escritorio. ¿La habría volcado alguien? No había ninguna torcida.

¿Dónde estaba? Le encantaba esa fotografía. La habían hecho justo después de que Milo decidiera apuntarse como voluntario a las actividades para jóvenes de la parroquia, y en ella aparecía con Gruber Coen, su primer «proyecto». A ella, Gruber no le caía muy bien. Nunca le había caído bien. Era un tipo raro, la hacía sentirse incómoda. Pero eso no arruinaba la fotografía, porque en ella su marido estaba espléndido. Tal vez ella se hubiera visto forzada a hacer cosas que no quería hacer, pero Milo nunca había tenido que hacerlas. Él había intentado ayudar a chicos como Gruber; hacer del mundo un lugar mejor.

La fotografía no estaba por ninguna parte.

De pronto se le ocurrió otra cosa. Tal vez no se había caído, ni estaba en otro sitio de la casa. Tal vez alguien la había robado. Gruber no sólo era quien le había buscado el trabajo con Peccavi tras la muerte de Milo, sino que era el encargado de secuestrar a los niños que vendían; al menos, a los que Peccavi no podía comprar a mujeres desesperadas.

Boquiabierta, Beverly se dejó caer en la cama.

Jasmine Stratford andaba tras ellos.

Gruber estaba sentado en el sofá de su escondrijo, con su hermana a su lado. Le gustaba tenerla cerca. De momento, no se le ocurría qué más podía hacerle. Ni siquiera estaba fría aún, se decía, aunque sabía que tenía que estarlo. Los cadáveres se enfriaban deprisa. Pronto empezaría a hincharse y a apestar.

Tal vez pudiera encontrar un modo de congelarla toda entera. O tal vez le cortara un dedo y lo usara para escribir a su madre una nota de despedida.

Se rió por lo bajo al imaginarse la cara que pondría la enfermera de su madre al abrir la carta.

—Eres repugnante.

Se sobresaltó al oír la voz de Valerie. ¿De veras había hablado ella? ¿O se lo había imaginado? Lo había oído tan claramente, con la cantidad justa de desdén...

El miedo le erizó la piel cuando se inclinó para acercar la mejilla su boca. No respiraba. Estaba muerta. Pero no se callaba. Nunca se callaría. ¿Qué tenía que hacer para encontrar un poco de paz, por el amor de Dios?

Tal vez fuera hora de librarse del cadáver. Había sido divertido, mientras ella había tenido la boca cerrada. Su mayor trofeo hasta la fecha. Le encantaba recordar sus últimos momentos: su mirada de estupor cuando la obligó a agacharse y a chupársela. Pero ella parecía decidida a reír la última.

Muy propio de ella. Gruber nunca podría quedar por encima de ella. Su hermana le haría quedar mal, costara lo que costase.

Había empezado a arrastrarla cuando sonó el teléfono. Seguramente era otra vez su cuñado. Por suerte, Valerie no le había dicho que iba a pasarse por allí. Steve sólo llamaba por si daba la casualidad de que estaba allí.

—No has tenido noticias de tu hermana, ¿verdad? ¿Me llamarás si te enteras de algo?

Gruber había disfrutado diciéndole que no tenía ni idea de dónde estaba Valerie. Era bastante creíble. No se veían con frecuencia. Sobre todo, desde que Valerie se había casado con Steve. A Gruber no le gustaba su marido. Su cuñado miraba a todo el mundo por encima del hombro sólo porque tenía estudios. «Tu hermano es un tío raro», había oído Gruber que le decía Steve a Valerie en voz baja el día de su boda.

—No voy a contestar al imbécil de tu marido —le dijo a su hermana. Pero empezó a temer que Steve se presentara allí si no contestaba, así que subió a la casa.

Al menos no tenía que preocuparse por el coche de Valerie. Ya lo había llevado al hospital y había vuelto a casa en autobús.

Cuando llegó al teléfono éste había dejado de sonar, pero vio en el identificador de llamadas que no era Steve quien había llamado. Era Beverly Moreau.

—¿Qué querrá ésta? —masculló, y le devolvió la llamada.

—¿Gruber?

—Estoy ocupado —le espetó él.

—Me da igual. Tengo que decirte una cosa. Jasmine Stratford ha estado aquí.

¿Otra vez? La hermana de Kimberly era tan decidida y tenaz como había dicho en televisión.

—¿Qué quería?

—A su hermana, ¿no?

Gruber arrugó la nariz al notar un olor peculiar en la cocina. Mierda, había dejado sobre la encimera la mano de la mujer a la que había matado la noche anterior. La había sacado para enseñársela a Valerie y había olvidado volver a guardarla.

—No sé nada de eso.

—¿Su hermana no fue una de nuestras niñas?

No debería haberlo sido. Gruber se la había llevado para él. Peccavi no sabía nada de ella... hasta que, pasadas dos semanas, necesitó dinero y decidió vendérsela a su jefe. Todavía se arrepentía de aquella decisión. Nunca había vuelto a encontrar una niñita así. La hija de Fornier, tan voluntariosa y enérgica, no podía compararse con ella. Pero el negocio de Peccavi le vino muy bien cuando las cosas se torcieron con Adele. O, mejor dicho, Francis le vino muy bien como chivo expiatorio.

—No llevo la cuenta —le contestó a Beverly. Se suponía que ella tampoco debía llevarla. Era mejor así. Guardar registros, aunque fuera mentales, era buscarse problemas. Eso decía Peccavi. Y Peccavi solía tener razón.

—Pues sospecha, de todos modos. Creo que se ha llevado la foto de Milo contigo que había en mi despacho.

Valerie pareció reírse allá abajo.

—¿Lo ves? ¡Qué idiota! —chilló—. Sólo es cuestión de tiempo que te atrapen. ¿Crees que puedes hacer lo que has hecho y salirte con la tuya? ¿Crees que puedes matarme?

—¡He hecho lo que me ha dado la gana durante diecisiete años! —replicó a gritos.

—¿Qué? —preguntó Beverly, confusa.

—No estoy hablando contigo. ¿Se lo has dicho a Peccavi?

—Le he dejado un mensaje para que me llame, pero no he podido hablar con él. Por eso te llamo a ti.

¡Qué alivio! Pero Valerie no parecía estar de acuerdo.

—La cagarás, sea como sea —dijo a gritos—. Siempre la cagas.

Gruber se apretó la sien izquierda con los dedos. ¿Por qué no se callaba Valerie? Tal vez consiguiera cerrarle la boca si la cortaba en pedazos y se la echaba a los caimanes de los pantanos. Pero no tenía tiempo para eso.

—Yo me ocuparé de eso —dijo, dirigiéndose a Beverly.

—¿Sí?

—Claro. Peccavi ya me lo había pedido.

—Y todavía no has hecho nada —Valerie otra vez.

Gruber cerró los ojos con fuerza. «No está hablando. Ni siquiera está viva. No la escuches».

—Qué bien —Beverly parecía aliviada.

—Buenas noches —dijo él.

—Buenas noches —respondió ella como si le sorprendiera que fuera tan amable.

Después de colgar, Gruber agarró sus llaves. Iba a darle su merecido a Valerie. Muy pronto Jasmine y ella estarían viendo juntas la televisión.