Dieciséis

Hacía mucho frío en el sofá, pero Jasmine no sabía por qué. Seguía envuelta en las mantas que le había dado Romain, y al quedarse dormida había tenido calor. Así que, ¿a qué obedecía aquella súbita bajada de la temperatura? ¿Por qué tenía la extraña sensación de que algo iba mal?

Se volvió de lado e intentó convencerse de que aquel presentimiento que se colaba bajo las mantas y la helaba hasta los huesos no era nada. Allí estaba a salvo. Muy pocas personas sabían que Romain vivía allí, y esas personas eran amigos. Además, él no estaba muy lejos. Había dejado abierta la puerta del dormitorio al irse a la cama: una señal evidente de que podía reunirse con él cuando quisiera. De hecho, Jasmine sospechaba que se había acostado en la cama confiando en que se reuniera con él. Pero Jasmine se resistía a aceptar la invitación. Sabía lo que ocurriría si se acostaba con él. No podrían dormir juntos sin tocarse, y no podrían tocarse sin quitarse la ropa y caer en el mismo frenesí del que habían disfrutado esa mañana. La atracción que sentían era demasiado fuerte.

«Escucha su respiración. Está ahí al lado. Está...».

El corazón le dio un vuelco de pronto. No era a Romain a quien oía. Era la respiración de otra persona. De un desconocido. No, no del todo. Era el hombre que le había enviado la pulsera de Kimberly.

Jasmine no estaba segura de cómo sabía que era él, pero veía una ventana abierta, las cortinas agitándose a ambos lados, empujadas por la brisa nocturna. Aquel hombre había cortado la mosquitera y había entrado. Ahora estaba recorriendo la casa con sigilo. Se estaba familiarizando con su disposición. Observando las salidas. Buscando algo.

Buscándola a ella.

El pelo de la nuca se le erizó al sentirlo acercarse por la espalda. Aquel hombre la odiaba, quería destruirla. Creía haberse ido de la lengua.

«¿Qué has revelado?», gritó la mente de Jasmine. Pero no hubo respuesta. Sólo una determinación gélida y empedernida. Y ella ni siquiera podía gritar...

Intentó quedarse completamente quieta. Deseó desaparecer, hacerle creer que las gruesas mantas que la cubrían estaban simplemente allí tiradas, como cuando de pequeña jugaba al escondite con Kimberly.

Pero era imposible. Él sabía dónde estaba. La había visto, la había seguido hasta allí.

No había dónde ir, nada que hacer, salvo contener el aliento y rezar.

—Tú me conoces —murmuró él, y el corazón de Jasmine comenzó a bombear miedo al sentir que se acercaba.

Intentando apartarlo, se dio la vuelta y levantó las manos para protegerse la parte superior del cuerpo y la cara. Pero el cuchillo ya había empezado a descender. Jasmine gritó cuando se clavó en su pecho, tan profundamente que aquel hombre no pudo sacarlo inmediatamente. El dolor la paralizaba, la incapacitaba por completo. Pero eso no era lo peor. Él no se conformó con una puñalada. Tenía que apuñarla una y otra vez. Jasmine nunca había sentido una crueldad semejante, una brutalidad tan absoluta.

Su sangre corría caliente, empapándole la camiseta. Se acurrucó para bloquear los golpes y el cuchillo rebotó en el hueso de su hombro, se clavó en su cuello y le cortó la tráquea. No podía respirar. Oyó un borboteo y, al darse cuenta de que aquel extraño sonido procedía de su garganta, comprendió que la lucha había acabado. Que su vida había tocado a su fin. Y entonces apareció Romain.

—Cálmate —la agarró de las muñecas para que no siguiera golpeándolo y la apretó contra el sofá—. Estás conmigo, Jasmine. No pasa nada. Soy yo. Sólo has tenido una pesadilla.

Ella parpadeó y lo miró fijamente. No había ninguna ventana abierta. Nadie más en la casa. Estaba en la cabaña de Romain en los pantanos, tan a salvo como siempre.

Pero lo que había experimentado no era un sueño.

—¡No! —aterrorizada todavía, intentó apartarlo y levantarse, pero Romain la apretó contra él y comenzó a hablarle como si intentara calmar a un caballo espantado.

—Relájate. Chist...

Jasmine temblaba violentamente. Volvió la cara hacia su hombro y comenzó a sollozar. Cerró los ojos, intentando creer lo que Romain le decía entre susurros. Pero no podía quitarse aquellas imágenes de la cabeza.

—Él la mataba —decía entrecortadamente mientras lloraba—. Pensaba... pensaba que era yo... y la hacía pedazos.

Romain no sabía qué pensar. Era de madrugada, y Jasmine estaba sentada a la mesa de la cocina, pidiéndole que la llevara a un teléfono público para denunciar un asesinato. Pero ¿de qué serviría? No podía ofrecer la identidad de la persona apuñalada, ni su dirección, ni el nombre del sujeto que empuñaba el cuchillo.

—Jasmine, si llamas así, perderás toda credibilidad —Romain había visto su reacción y aún le costaba aceptar que ella hubiera sido testigo de un asesinato mientras dormía en su sofá.

Los temblores habían remitido, pero sus pupilas dilatadas y su palidez sudorosa evidenciaban el pánico que había experimentado.

—Me da igual —dijo tercamente—. Tengo que hacer algo para ayudar a esa pobre mujer.

—¿A qué pobre mujer? —dijo él por tercera vez—. ¿Tienes algún nombre, aunque sea de pila? ¿Alguna inicial? No se conformarán con que les digas que esta noche se ha cometido un asesinato.

—No la conozco de nada. Eso lo sé.

—Pero el tipo del cuchillo... crees que es el mismo que secuestró a tu hermana.

—Sí.

Un hombre al que llevaba dieciséis años buscando...

—¿Dónde la veía él? ¿Por qué la elegía?

Jasmine se llevó la mano al pecho, como si reviviera de nuevo el recuerdo de sus salvajes puñaladas.

—No sé dónde la veía. Lo único que sé es que deseaba que fuera yo. Intentaba aliviar la ira que siente hacia mí matando a otra persona. A una desconocida. A alguien que seguramente se parece a mí.

—Has estado sometida a mucha presión —dijo Romain suavemente—. ¿Estás segura de que no ha sido una pesadilla? La gente tiene pesadillas constantemente.

—De vez en cuando cometo errores —reconoció ella—. Malinterpreto algunas cosas. Me involucro demasiado en un caso y paso por alto pistas que debería ver. Pero... —sacudió la cabeza y susurró—: No me equivoco en esto.

Jasmine había acertado al hablarle de sus tatuajes y del corte de su muslo. Había acertado respecto al collar de Adele. Y Romain sabía que, aquella primera noche, había compartido su fantasía. Conocía a Jasmine lo suficiente como para creerla, aunque no quisiera.

—Pero ya ha pasado, ¿no?

—Sí.

—Entonces no podemos hacer nada por ayudar a la víctima. Está muerta, Jaz.

Ella se tapó la cara con las manos y Romain advirtió que se daba por vencida.

—Tenemos que encontrarlo antes de que vuelva a matar —dijo por fin.

—¿Cuándo será eso?

—Podría ser dentro de unos días, o de semanas. Depende de la frustración que acumule en su vida cotidiana. Se ha endurecido con el paso de los años —añadió, casi como un aparte—. Se ha vuelto más calculador. Seguirá adelante hasta que me encuentre. Ahora mismo me quiere a mí y no piensa en otra cosa.

—¿Por qué?

—Soy el cabo suelto. Alguien que vio su cara. He aparecido en la televisión hablando de lo que hizo, especulando sobre la clase de hombre que es. Es probable que me haya oído jurar que no voy a tirar la toalla, y sabe que tengo cada vez más recursos y más influencia en el mundo de la investigación. Y, sobre todo, sabe que no me detendré ante nada —hizo una pausa mientras se peinaba distraídamente con los dedos.

—Es posible que dijeras algo en televisión que dio de lleno en el clavo —sugirió Romain—. Que hizo que alguien sospechara que estaba involucrado o le hiciera preguntas incómodas.

—No me cabe ninguna duda. Por eso me mandó la nota. Quería atraerme a Nueva Orleans.

—¿No es muy arriesgado para él?

Jasmine dio vueltas a la taza de té que Romain le había preparado.

—No, si me mata.

La posibilidad de perder a otra persona que le importaba hizo que Romain se alegrara de haber mantenido las distancias con Jasmine. No podía invertir sus sentimientos en ella. No podía permitirse el lujo de tomarle cariño.

—Entonces, ¿por qué no fue a buscarte a Sacramento?

Ella frunció el ceño. Por fin parecía más calmada.

—Supongo que porque algo se lo impide. Puede que esté casado y tenga hijos, o un trabajo que no se lo permite. O quizá no tenga dinero. Alguna razón práctica que lo mantiene ocupado con otras cosas o limita sus movimientos.

Romain pensó en los pantanos. Él siempre volvía a casa cargado de pescado, gambas y cangrejos, incluso cuando los demás no pescaban nada. Conocía todos los recovecos de las marismas, todos sus secretos, dónde encontrar lo que buscaba y cuándo abandonar cierto lugar.

—Y conocer el terreno le da ventaja.

Jasmine lo miró a los ojos.

—Exacto.

El ansia de sangre lo había dejado exhausto. Respirando trabajosamente, Gruber contemplaba con desprecio lo que quedaba de la mujer en la cama ensangrentada. Los humanos eran tan frágiles...

Usó el cuchillo que había sacado del cajón de la cocina para serrarle la mano y se la guardó en el bolsillo de atrás. Solía llevarse joyas o prendas de ropa, incluso fotografías, pero aquello era mucho más personal. Por desgracia, no conocía a aquella mujer como a las otras, de modo que el recuerdo no le causaría tanto placer. Prefería pasar días, semanas, incluso meses con sus víctimas... una sólo le había durado tanto. Peccavi lo tenía tan ocupado con el negocio que apenas tenía tiempo para la caza. Con los niños destinados a la casa de traslado no podía quedarse. Peccavi lo mataría, si lo intentaba. Sí, a Kimberly había podido quedársela una temporada, pero sólo porque había sido un regalo llovido del cielo, un don inesperado, una niña de la que Peccavi no sabía nada.

—Esto no tendría por qué haber acabado así —le dijo a la mujer.

Era culpa de Jasmine. Él no se habría comportado así si no lo hubiera provocado. Nunca antes se había arriesgado a matar en una zona insegura. Era como esas reglas de las que tanto hablaba Peccavi. Había que ser disciplinado, si uno quería sobrevivir. Pero al ver a aquella mujer en la gasolinera, la frustración por no haber podido localizar la casa de Romain se había apoderado de él. En Portsville nadie había querido hablar con él; era un forastero, un desconocido, y todos parecían empeñados en proteger a Fornier.

Pero al final encontraría a Jasmine, se dijo. Ella lo estaba buscando. No iría muy lejos.

Por alguna razón, aquella idea hizo que se sintiera mejor. Limpió el cuchillo con un paño de cocina para quitar las huellas, volvió a clavarlo en el cuerpo sin vida de la mujer y salió por la puerta principal. Ella vivía lejos de la ciudad, a casi un kilómetro del vecino más cercano. A Gruber no le preocupaba que alguien hubiera oído sus gritos, o que lo vieran. Lo cual era una suerte, porque no tenía mucho tiempo. Tenía que volver a casa lo antes posible. Su hermana había llamado unas horas antes para decirle que iría a verlo por la mañana. Aseguraba tener cierta información sobre su madre que a Gruber le interesaría saber.

A Gruber, aquello le parecía altamente improbable, pero pensaba estar allí cuando llegara su hermana, por si acaso entraba y se ponía a fisgonear. La puerta del bunker estaba en el armario del dormitorio. Era improbable que mirara allí, pero la puerta se veía si Gruber no la tapaba bien, y últimamente se había descuidado. Nunca recibía visitas; no tenía motivos para preocuparse.

Se puso a silbar suavemente al montar en el coche. Tendría que lavarse la sangre de la cara, las manos y el pelo. Apuñalar a alguien era un engorro. Pero no le costaría limpiarse. Quemaría la ropa en la chimenea. Y mientras el fuego caldeaba la casa, se daría una buena ducha caliente.

Acabaron yéndose a Nueva Orleans, en lugar de volver a la cama. Jasmine no podía dormir. No se atrevía a cerrar los ojos después de lo que había experimentado. Y no podía buscar consuelo en Romain, o se expondría a sentirse más confusa y desvalida. Necesitaba mantener la concentración, encontrar a Kimberly, o averiguar qué había sido de ella, y largarse de Nueva Orleans. Todo lo demás ponía en peligro la calma que había forjado, la rutina, el equilibrio y el dominio de sí misma que tanto esfuerzo le había costado levantar.

—¡Ah, ahí está! —exclamó la hija del señor Cabanis cuando Jasmine entró en el vestíbulo del Maison du Soleil con Romain a su lado—. Estábamos preocupados por usted.

La chica no pareció reconocer a Romain, a pesar del despliegue mediático que había rodeado la desaparición de Adele y el juicio de Moreau. Seguramente, cuando Adele fue secuestrada, era demasiado joven para seguir de cerca la noticia.

—¿Han informado de algún asesinato en las noticias? —preguntó Jasmine.

La chica se irguió, sorprendida.

—¿De algún asesinato?

—¿Sabes si alguna mujer fue apuñalada anoche?

Los ojos de la chica se agrandaron.

—¿Aquí, en el hotel?

—En Nueva Orleans.

—No —dijo ella—. Pero temíamos que le hubiera pasado algo. Ayer, cuando la camarera entró a limpiar su habitación, estaba toda revuelta. Mi madre intentó llamarla al móvil que tenemos en su ficha, pero no contestaba y nadie la había visto. Creíamos que la habían atacado.

—¿Llamaron a la policía? —preguntó Romain.

Ella le sonrió.

—Sí. Intentaron convencernos de que era demasiado pronto para poner una denuncia. Que la señorita Stratford podía haberse ido de excursión o estar en casa de algún amigo. Ya lo sabíamos, claro —añadió, poniéndose a la defensiva—. Porque la mayoría de la gente no pasa la Navidad en un hotel. Pero ese desorden... —se volvió hacia Jasmine—. No parecía propio de usted. Parecía que alguien había registrado la habitación.

—Y así fue —dijo ella.

El semblante de la chica dejó entrever un destello triunfal.

—¡Ya lo sabía yo! ¿Quiere que llame otra vez a la policía?

—No, yo la llamaré —dijo Jasmine—. Pero primero dime que la camarera no limpió mi habitación.

—No. La policía le dijo a mi madre que la dejáramos como estaba, sólo por si acaso.

Jasmine exhaló un suspiro de alivio. Quería saber si había algún indicio material que pudiera desvelar la identidad del intruso. Aunque intentaba convencerse de que era la misma persona que había secuestrado a Kimberly y que se le aparecía en sueños, algo le decía que no era así. El hombre del pasamontañas tenía otros motivos. Jasmine lo intuía por su actitud pragmática y por la determinación que había sentido en él mientras la perseguía. Aquel hombre quería detenerla, acabar con su vida, pero por razones prácticas, no para aliviar su resentimiento o para alimentar un impulso que no podía dominar.

—Voy a necesitar otra llave —dijo.

—No hay problema —la chica generó la nueva llave y se la pasó por encima del mostrador—. Podemos darle otra habitación, si quiere.

—No es necesario. Se marcha hoy mismo —dijo Romain.

Jasmine levantó la mirada hacia él. Pensaba dejar el Maison du Soleil, pero aún no se lo había dicho.

—¿Cómo dices?

—¿Nos deja? —preguntó impetuosamente la chica antes de que Romain pudiera responder.

—Se traslada a Portsville —afirmó él.

—A Portsville, no —puntualizó ella—. A otro sitio, aquí, en Nueva Orleans —no podía volver al hotelito del pantano, o acabaría pasando todas las noches con Romain—. ¿Hay algún mensaje para mí?

—Casi se me olvidaba. Tiene unos cuantos. Por eso, también, estábamos tan preocupados —metió la mano debajo del mostrador y le dio un montoncito de papeles.

Jasmine los hojeó rápidamente. Tres eran de Skye. Llámame... ¿Dónde diablos te has metido?... El dinero debería haberte llegado ya. ¿Lo has recibido? Cuatro eran de Sheridan. ¿Por qué no contestas al móvil?... ¿Ni siquiera vas a desearme feliz Navidad?... ¿Estás bien?... ¡No debería haberte dejado ir sola! Y el último era de su padre. Ha llamado una tal Sheridan preguntando por ti. ¿Por qué no me has dicho que estabas en el sur?

—Mierda —masculló Jasmine, mirando el mensaje.

—¿Qué pasa? —preguntó Romain.

Ella se guardó los mensajes en el bolsillo de los vaqueros que Romain había pedido prestados para ella el día anterior y se dirigió al ascensor.

—Nada.

—¿Alguno era del tipo que entró en tu habitación?

—No. No es eso. No es... nada.

Él pulsó el botón de llamada del ascensor.

—Dímelo.

—Mi mejor amiga acaba de informar a mi padre de que estoy aquí. Eso es todo.

—¿Y eso es malo?

Las puertas del ascensor antiguo se abrieron chirriando, salieron dos personas y Jasmine se apresuró a entrar.

—Si quisiera ver a mi padre, habría pasado las Navidades con él, en vez de hacer el ridículo en casa de tu familia.

—A mis padres les caíste bien.

Ella pulsó el botón del tercer piso y las puertas se cerraron.

—Porque pensaban que había algo entre nosotros. Quieren que vuelvas a casarte, que tengas hijos, que seas feliz. No se habrían alegrado tanto de haber sabido que sólo estábamos tonteando.

—¿Eso es lo que hemos hecho? ¿Tontear? —preguntó él con sorna.

Su forma de apretar la mandíbula revelaba una emoción más intensa de la que demostraba, pero Jasmine prefirió ignorarlo.

—Básicamente.

—Menos mal que no se lo dijiste.

—Al menos debería haberles dicho que no hay nada entre nosotros.

—Y lo hiciste. Dijiste que ni siquiera nos caíamos bien.

—No creo que nadie me creyera.

Él arqueó una ceja.

—Estoy seguro de que sabían que no era cierto. De hecho, tenemos que buscar una tienda. Nos hemos quedado sin condones, ¿recuerdas?

Ella levantó una mano.

—No necesitamos más. Eso ocurrió, pasó y está olvidado.

El ascensor se detuvo y las puertas volvieron a abrirse.

—¿Y si yo no quiero olvidarlo? —preguntó él en tono desafiante.

Jasmine se pasó la mano por la cara cansinamente.

—Yo ya lo he olvidado.

Mientras se dirigían a la puerta de la habitación, Romain la miró desde debajo de las pestañas con una expresión ligeramente engreída.

—¿Se supone que tengo que creerte, después de cómo me besaste en el cuarto de baño de mis padres?

—Me pillaste en mal momento.

Romain se acercó a ella y le dijo al oído:

—Lo que pasa es que te gustó tanto como a mí.

A Jasmine le dio un vuelco el estómago, como si aún estuviera en el ascensor, y se apartó de él.

—¿Tenemos que hablar de eso?

Él apoyó el hombro en la pared, bloqueando la puerta.

—¿Te sientes incómoda?

—¿Tú no? —replicó ella.

—En absoluto. Me gusta hablar de ello. Podría pasarme el día hablando de ello. Pero si a ti no te apetece, podríamos hablar de tu padre.

Ella levantó los ojos al cielo.

—¿Cuántas veces dices que hicimos el amor? ¿Qué es lo que más te gustó? ¿Qué era lo que me decías en francés?

—Que estaba ebrio de tu sabor.

Jasmine se sorprendió de que respondiera. Titubeó, con la llave en la mano; luego sacudió la cabeza.

—Basta. No me aturdas.

—El destino nos ha unido por la razón que sea. Así que, ya que estamos, podríamos disfrutarlo mientras dure.

—Las cosas no funcionan así. Apártate, por favor.

Romain suspiró, exasperado, y cambió de tema, pero no se movió.

—¿Qué pasa con tu padre?

—Nada. Es un tema del que no quiero hablar.

—¿Por qué?

—Eso es hablar de él. Y ahora mismo tenemos otras cosas de que preocuparnos —como qué iba a encontrar en su habitación.

—No es para tanto, Jaz.

¿Jaz? Era la segunda vez que usaba su diminutivo. Sólo sus amigas íntimas la llamaban Jaz.

Jasmine se fijó en su cuerpo fornido y fibroso, en el cabello que empezaba a rizársele sobre las orejas, en su piel dorada... y dejó que fuera su imaginación la que le pusiera alguna pega.

—Me temo que tú eres peor.

Al ver que Romain fruncía el ceño pero no decía nada, Jasmine sintió una punzada de mala conciencia. Pero tenía que ponerse firme, o se volvería demasiado vulnerable. Y sabía desde muy joven que eso no era bueno.

—¿Podemos entrar ya? —preguntó.

Romain le quitó la llave e insistió en que esperara en el pasillo mientras él entraba. Un momento después la llamó.

—Puedes entrar.

La habitación estaba como Jasmine la había visto desde la escalera de incendios. El cuarto de baño estaba igual de revuelto. La cortina de la ducha había sido arrancada y su maquillaje estaba dentro de la taza del váter. En el dormitorio, la ropa estaba desperdigada por el suelo, y el ordenador, que por suerte tenía contraseña y aún funcionaba, había sido arrojado desde la mesa. La brutalidad con que el intruso había tratado sus cosas evidenciaba el poco aprecio que sentía por ella. Jasmine estaba segura de que había eyaculado sobre unas bragas suyas que luego había dejado colocadas sobre su almohada a modo de regalo.

—Ese tío está enfermo —dijo Romain con visible desagrado.

Jasmine hizo una mueca, pero había una pizca de esperanza mezclada con el asco que sentía.

—Está bien tener su semen. Ha dejado material genético suficiente para desarrollar un perfil de ADN.

—Un perfil no sirve de nada si no hay sospechoso.

—Es un paso en la dirección adecuada.

Romain la miró levantando una ceja.

—¿La mayoría de las mujeres no estarían teniendo náuseas a estas alturas?

—Yo no soy como la mayoría de las mujeres —aquella sustancia viscosa le daba arcadas; en eso no era distinta a las demás. Pero la idea de utilizar aquel recuerdo repulsivo para atrapar a quien lo había dejado le procuraba cierta objetividad, un modo de enfrentarse a la sensación de haber sido violentada de la que surgían las náuseas.

Romain frunció el ceño.

—Ese individuo está empezando a tocarme las narices de verdad.

—Tenemos que encontrar una bolsa de papel. No podemos meter esas bragas en plástico.

—Voy a pedirle una a la chica de abajo.

Romain hizo amago de salir, pero Jasmine lo detuvo. Acababa de ver algo que la hizo muy feliz: su teléfono móvil estaba encima de la mesa.

—No puede ser tan malo —bromeó—. Me ha devuelto el teléfono —lo agarró para ver si, por casualidad o estupidez, aquel hombre había hecho alguna llamada. Pero no llegó a apretar ninguna tecla. La fotografía de la pantalla la hizo tirar el teléfono al suelo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Romain.

Jasmine se dejó caer al suelo. No quería tocar las sábanas de la cama, ni los muebles. Las náuseas empezaban a apoderarse de ella. La persona que la había perseguido por el callejón no se había contentado con revolver su habitación. Había vuelto... para dejarle un par de sorpresas.

Romain recogió el teléfono para verlo con sus propios ojos y masculló un exabrupto.

—¿Es lo que creo que es?

Ella asintió con la cabeza. Aquel hombre había cambiado la fotografía de la pantalla. En lugar de Jasmine y Sheridan de vacaciones en México, había una fotografía de un pene erecto.

Sobre ella se leía: Estás muerta.

—Nos enfrentamos a dos hombres muy distintos —dijo Jasmine.

Había puesto su teléfono móvil sobre la mesa del restaurante, a su lado, porque estaba esperando una llamada de la policía. No era agradable ver los genitales del intruso cada vez que bajaba la vista, pero no estaba dispuesta a cambiar la imagen hasta atrapar al culpable.

Las bragas estaban en su maleta, metidas en una bolsa de papel marrón, y su maleta en la trasera de la camioneta de Romain. De vez en cuando echaba un vistazo a la camioneta a través de la luna del restaurante para asegurarse de que seguía allí. No quería perder aquella prueba... ni su ropa. Si algo le pasaba a su maleta, se vería atrapada al otro lado del país con un ordenador que funcionaba a duras penas y el dinero que había recogido en la Western Union, pero nada más.

Romain le puso una mano en la barbilla y le hizo volver la cabeza para mirarlo.

—Come —ordenó, señalando su comida.

La había llevado a un restaurante de comida rápida en General De Gaulle Drive y había pagado la comida. Jasmine se sentía demasiado fatigada para ir a un sitio más elegante. Su hamburguesa estaba casi intacta, pero las patatas fritas le estaban gustando.

—¿No me has oído? —preguntó, metiéndose otra patata en la boca.

Él se tragó un bocado de su comida.

—Sí, te he oído. Has dicho que nos enfrentamos a dos personas muy distintas. Estoy esperando tu argumentación.

—El hombre que me robó el bolso y entró en mi habitación no escribió en la pared, ni en el espejo, no dejó una nota parecida a las otras, a pesar de que había papel encima de la mesa. Además, tenía tiempo de sobra, puesto que volvió.

—La gente no siempre hace las mismas cosas, y menos aún si las circunstancias cambian —su tono indicaba que estaba haciendo de abogado del diablo.

—Cierto —dijo ella—, pero la escena de un crimen suele reflejar la personalidad del criminal, y el núcleo duro de la personalidad no cambia. Hay muchos factores que intervienen en él: la genética, la cultura, las influencias ambientales, las experiencias comunes que todos tenemos, las experiencias individuales... Ese tipo es como es y no puede cambiar fácilmente, lo mismo que tú y que yo. Lo que significa que su método de actuación también permanece idéntico, sobre todo tratándose de algo que hace para satisfacer una compulsión concreta.

Él dio otro mordisco a su hamburguesa.

—Dejó una nota, sólo que no la escribió a mano. Creo que con ese mensaje que te dejó en el móvil satisfizo su necesidad de comunicarse.

—Pero no había sangre por ninguna parte.

Romain bajó la voz por respeto a la señora mayor sentada en la mesa de al lado. Se habían pasado casi toda la mañana registrando de arriba abajo la habitación del hotel, en busca de pruebas. Era ya mediodía, y el restaurante estaba lleno de gente.

—Había otros fluidos corporales.

—Pero no sangre —insistió ella, bajando también la voz—. Y creo que la sangre es importante para él. La sangre le recuerda que es quien manda, que es el que domina la situación. Ha matado otras veces. Puede matar de nuevo. Intenta decirme que no soy ningún desafío, que no soy nada para él. Algo así. ¿Recuerdas lo que puso en mi nota? «Detenme»...

—Te aseguro que el semen también hace que uno se sienta dueño de la situación —Romain tomó otro sobrecito de kétchup del montón que Jasmine había colocado en el centro de la mesa y lo estrujó sobre el envase de cartón que contenía sus patatas fritas—. Eso es lo que hay detrás de una violación, ¿no? —continuó—. La persona que entró en tu habitación intentaba intimidarte.

—Lo sé. Las bragas, el teléfono... Todo lo demuestra. Pero las impresiones que he estado recibiendo del hombre que se llevó a mi hermana son muy distintas —Jasmine frunció el ceño mientras miraba por el escaparate. Se acercaba un nubarrón. Iba a empezar a llover otra vez—. El hombre que destrozó mi habitación no es un violador, como podrían sugerir las bragas y la fotografía del móvil —continuó, intentando ensamblar el puzle—. No se ha metido en esto por el placer sexual que le producen la violencia y la dominación. Está furioso porque me escapé esa noche, así que volvió a la habitación e hizo todas esas cosas repugnantes para darme a entender que al final se saldrá con la suya. Que me parará.

Romain bebió un poco de su batido.

—¿Pararte? ¿Qué? ¿La respiración?

—Que me impedirá seguir investigando. Descubrir lo que oculta.

Él comió unas cuantas patatas.

—Estoy de acuerdo en que tu visita a casa de los Moreau tuvo que significar una amenaza para él. Pero si fue él quien mató al hombre enterrado en el sótano, ¿por qué se molesta en perseguirte después de que hayas llamado a la policía? Si teme que lo atrapen, debería largarse de la ciudad a toda pastilla.

—No se siente lo bastante amenazado para marcharse, lo cual indica que no teme a la policía. Todavía. Sigue concentrado en mí.

—Entonces crees que ya has encontrado algo que le preocupa.

—Sí, eso creo —Jasmine habría deseado saber qué era exactamente—. Y también creo que la señora Moreau está involucrada en todo esto.

—No entiendo qué vínculo puede haber entre Moreau, el hecho de que ese tipo entrara en tu habitación y el incidente del sótano. No toda la familia estaba implicada en lo que hacía Moreau, eso está claro. Y ya no hay necesidad de encubrirlo. Está muerto.

—Es poco frecuente que las familias se involucren y presten ayuda al delincuente en ese tipo de casos —dijo Jasmine—. Aparte de tratar de encubrirlo, claro.

Romain, que había acabado de comer, miró su hamburguesa. Jasmine la empujó hacia él.

—Su madre mintió al decir que estaba allí cuando Huff volvió con la orden de registro firmada por el juez.

—Pero hay muchas madres que se niegan a ver lo que son de verdad sus hijos, que intentan protegerlos. Creo que Moreau tenía un trastorno de personalidad antisocial...

—¿Y eso qué significa?

—Hay una lista exhaustiva de rasgos psicológicos necesarios para trazar un perfil. Pero ese tipo de criminal suele ser un inadaptado social que carece de la capacidad de liderazgo precisa para implicar a otros en sus crímenes...

—¿Te refieres a marginados? ¿A ese tipo de personas de las que sus compañeros se ríen en el colegio y a las que todo el mundo rehuye?

—Se ríen de ellos o simplemente les ignoran. Según Ray Hazelwood, un legendario psicólogo forense del FBI, los aquejados por un trastorno de personalidad antisocial suelen ser, estadísticamente, varones blancos de complexión poco atlética y escaso coeficiente intelectual. Matan cerca de casa porque se sienten incómodos si abandonan el territorio que mejor conocen, y casi siempre viven solos. O, si viven con alguien, suelen tener escondites —se sirvió un poco del batido de Romain—. Normalmente son torpes, noctámbulos y mal aseados.

—Una descripción casi perfecta de Moreau.

—Por eso no me lo imagino involucrando a otros en sus crímenes, y menos aún a su madre —dijo Jasmine—. Tampoco creo que una mujer de la edad de Beverly transigiera con un comportamiento tan inmoral. Tiene un hijo inválido del que ocuparse, así que está muy estresada. Vi su expresión de angustia cuando Dustin la llamó.

La mano de Romain se detuvo a medio camino de su boca.

—Nadie dijo nada de un hijo inválido durante la investigación.

—¿Para qué iban a mencionarlo? Moreau vivía solo cuando tuvo lugar el crimen.

—Pero la policía debería haber interrogado a toda la familia.

—Puede que Dustin no estuviera en condiciones. Seguramente por eso tampoco asistió al juicio.

—Tenemos que hablar con él, si podemos.

—Dudo que la señora Moreau deje que nos acerquemos.

—Podríamos hacer averiguaciones.

—Primero tenemos que encontrar a alguien con el equipo adecuado para aclarar la muerte de Moreau. Quiero saber si fue Huff quien disparó.

Si Romain se sentía amenazado por lo que podían descubrir, sólo una ligera tensión en torno a su boca lo demostraba.

—¿Conoces a alguien que trabaje para el FBI que pueda ayudarnos?

—Eso tardaría más de lo que estoy dispuesta a esperar. Es domingo. Hoy ni siquiera podemos enviarlo —todavía tenía la carta que había descubierto en casa de los padres de Romain y quería mandarla al laboratorio.

—Podrías descargar el vídeo en tu ordenador y mandarlo por e-mail.

—Si es que tienen un experto que esté disponible y quiera trabajar un domingo. Eso por no hablar de que ayer fue Navidad y hay mucha gente de viaje.

—Merece la pena intentarlo, ¿no?

—Sí —reconoció ella, encogiéndose de hombros—. Puedo mandárselo al tipo con el que trabajé en el caso Polinaro. Parecía agradecido por que le echara una mano. Puede que me haga ese favor.

—¿Vas a comerte las que quedan? —Romain señaló las patatas fritas, que se estaban enfriando.

—¿Dónde metes tanta comida? —preguntó Jasmine. Romain no tenía ni un solo gramo de grasa en el cuerpo, y no precisamente porque llevara la cuenta de las calorías que consumía.

—La quemo —dijo.

—No es justo —masculló ella mientras ponía más kétchup a las patatas para que Romain se las comiera. No se dio cuenta de que la señora sentada junto a ellos se había levantado para marcharse... y se había quedado parada a su lado, mirando boquiabierta la fotografía del móvil.

Cuando Jasmine levantó la vista, esperaba encontrarse con su ceño fruncido, o con una expresión de asco y desdén. Pero la señora no parecía muy escandalizada. Se limitó a mirar a Romain y a fijar de nuevo la vista en el teléfono.

—No sé por qué, pero creía que sería usted más impresionante —dijo, y se alejó arrastrando los pies.

Romain se quedó de piedra.

—¡Eh, que ése no soy yo! Yo soy más impresionante —dijo alzando la voz—. Mucho más impresionante. ¿Verdad? —su expresión, a medio camino entre la risa y el orgullo viril herido, hizo reír a Jasmine hasta que le dolieron los costados.