Once
Volver al hotel para comer algo y ducharse resultó ser peor idea de lo que parecía en un principio. Cuando llegó al Maison du Soleil eran casi las seis y había oscurecido. Era Nochebuena y los negocios de la calle Saint Philip habían cerrado ya.
Jasmine aparcó junto a la acera y se quedó mirando el edificio. Con sus luces festivas brillando entre la niebla, se sintió como si acabara de entrar en una ciudad fantasma adornada por Navidad. El Barrio Francés era normalmente tan bullicioso que su soledad parecía por ello mucho más intensa. Y el tiempo no ayudaba. Las farolas, pese a ser potentes, lanzaban un tenue resplandor sobre las calles mojadas.
—Menudas Navidades —gruñó Jasmine. Hasta el Moody Blues estaba cerrado, de modo que tenía pocas esperanzas de comer algo. Y la persona que le había robado el bolso tenía la llave de su cuarto. No sabía el número de habitación, pero eso no tranquilizaba a Jasmine. El hotel era tan pequeño que podía haber ido fácilmente de puerta en puerta hasta encontrar la cerradura en la que encajara la llave.
¿Estaría en su habitación, esperándola?
Después de la efusión de adrenalina de esa tarde, estaba agotada, pero no sentía ningún alivio. Seguía sintiéndose inquieta y temerosa, aunque no sabía por qué. Si la persona que la había encerrado en el sótano hubiera querido hacerle daño, ya se lo habría hecho. Jasmine estaba casi segura de que había sido Phillip. Pero Phillip no le parecía peligroso. Además, hasta los asesinos celebraban la Navidad. Si algo había aprendido en sus investigaciones forenses era lo normales que, al menos en apariencia, podían ser los criminales.
Con un poco de suerte, el hombre que se había llevado su bolso tendría una familia y las obligaciones navideñas que ello solía comportar. Haría que le cambiaran la cerradura de la habitación y se encerraría allí hasta que, a la mañana siguiente, recibiera el dinero y pudiera cambiarse de hotel.
Tomada esta decisión, se dirigió en coche al aparcamiento público en el que ya había pagado una semana por adelantado. Aparcó el sedán y salió.
Sus pasos resonaban sobre el asfalto mientras caminaba entre la niebla. Se sentía extrañamente desvalida sin el bolso y su spray antiagresiones. Pero tal vez estuviera un poco paranoica. Podía comprarse otro spray al día siguiente, cuando llegara el dinero.
Al llegar a la entrada del callejón, levantó la vista hacia el hotel... y se quedó paralizada. La niebla era tan densa que no podía estar segura, pero le pareció ver una luz brillar en su habitación. ¿Se habría dejado alguna lámpara encendida?
Los temores y las dudas con los que había batallado un momento antes volvieron a abatirse sobre ella al preguntarse qué hacer. No podía volver sola a su habitación sin un arma. Podía llamar a la policía o pedirle al señor Cabanis, a su mujer o a su hija que la acompañaran. Pero seguramente sólo fueran imaginaciones suyas. Y aunque algún miembro de la familia Cabanis la acompañara, cabía la posibilidad de que alguien resultara herido.
Se acordó entonces de la salida de incendios. Podía utilizarla para echar un vistazo y ver si podía volver a su cuarto.
Avanzó lentamente, pasando los dedos por los ladrillos rasposos del edificio. No quería torcerse un tobillo o caerse sobre un montón de basura, o algo peor. Tal vez fuera más peligroso cruzar aquel callejón que subir a su cuarto, pero la curiosidad la impulsaba a seguir adelante.
Una piedra se deslizó por el asfalto, y Jasmine se detuvo bruscamente. Estaba segura de que era ella quien la había movido con el pie, pero su ruido intensificó el desasosiego que se había apoderado de ella. Tardó unos minutos en reunir el valor suficiente para seguir adelante, pero cuanto más se acercaba, más segura estaba de que aquella luz procedía de su habitación.
El metal de la escalera de incendios estaba frío y pegajoso al tacto. La escalera se estremeció cuando puso el pie en ella, y Jasmine se preguntó si aguantaría su peso sin apartarse del edificio. El metal chirrió con estrépito cuando le dio una fuerte sacudida. Al ver que aguantaba, logró reunir ánimos para seguir trepando. Si no pasaba nada, podría entrar en su cuarto, hacer las maletas y pedir que la cambiaran de habitación.
Pero algo pasaba. Su habitación no estaba como la había dejado.
Aunque la luz procedía del cuarto de baño, vio que la cama estaba deshecha, los cajones de la mesilla de noche abiertos y su ordenador tirado en el suelo.
Había entrado alguien, como se temía.
Boquiabierta, Jasmine se llevó una mano al pecho mientras escudriñaba el interior de la habitación... hasta que algo se movió. Entonces pestañeó y enfocó de nuevo la mirada. Un hombre vestido con una larga gabardina negra y un pasamontañas del mismo color la miraba fijamente desde el otro lado del cristal.
Jasmine dio un grito y bajó por la escalera de incendios. Pensó que la puerta de emergencia estaría atrancada y que dispondría de alguna ventaja, pero la alarma de incendios sonó un instante; comprendió entonces que aquel hombre iba tras ella. Sintió sacudirse la escalera. Su perseguidor bajaba un par de peldaños con cada paso.
Jasmine resbaló, cayó sobre el suelo mojado de la escalera y tuvo que levantarse, perdiendo unos segundos preciosos. Aun así, logró llegar abajo antes de que él la alcanzara. Pero estaba tan oscuro que metió el pie en un bache y estuvo a punto de caer en un charco.
Él saltó a tierra y cayó a unos pasos de ella. Jasmine sintió removerse el aire y se preguntó fugazmente si podría esconderse. No podía correr más que él. Fuera quien fuese, estaba en forma. Pero su esperanza de ocultarse sólo duró un segundo. El hombre llevaba una linterna, cuyo rayo la encontró inmediatamente.
Croe, el dueño de La ardilla voladora, era viudo. Había crecido en Portsville y tenía una de las mejores barcas marisqueras de la zona, aunque ahora era su hijo quien la usaba. Croe salía a los pantanos de vez en cuando, pero se estaba haciendo viejo y parecía más feliz sirviendo cerveza a los otros pescadores, escuchando sus historias y volviendo a contar las suyas.
A Romain siempre le había caído bien, pero nunca se alegraba tanto de que fuera su vecino como durante las fiestas. Los demás negocios del pueblo cerraban en Navidad. La ardilla voladora, no. Croe abría hasta medianoche los 365 días del año.
—A un cajún de fiar, no queda más remedio que quererlo —dijo Romain mientras se echaba unos cacahuetes a la boca.
—¿Con quién hablas? —preguntó Croe.
Romain se giró en el taburete para mirarlo.
—Contigo. He dicho que me apetece otra cerveza.
—Claro.
Mientras Croe manejaba el grifo, Romain apoyó los codos en la barra de madera y paseó la mirada por el puñado de gente que fumaba, bebía y jugaba a los dardos en el bar. Aquélla no era la mejor Nochebuena que podía imaginar; ninguna podía compararse con las que había compartido con Pam y Adele, pero beber hacía soportables las fiestas. La ardilla voladora era preferible, en todo caso, a su alternativa. Sus padres lo habían invitado a Mamou a pasar la noche, pero su hermana Susan ya había llegado de Boston con su familia. Iban a quedarse casi toda la semana, así que Romain no pensaba aparecer por allí... salvo para cenar al día siguiente, claro. Pasaría con ellos un par de horas, pero sólo porque sus padres se llevarían un disgusto si faltaba.
—La Nochebuena pasada también estuviste aquí —comentó Croe al ponerle delante la cerveza.
—No sabía que llevaras la cuenta —Romain llevaba el suficiente tiempo sentado a la barra como para estar borracho, pero no lo estaba. Confiaba, sin embargo, en que eso cambiara pronto. Hasta la llegada inesperada de Jasmine, estaba bastante bien. Y de no ser por los interrogantes que ella había planteado, seguiría estando bien.
—Voy a tener que llevarte otra vez a casa, ¿verdad? —preguntó Croe en tono fatalista, frunciendo el ceño. Romain sabía que en realidad no le importaba.
—Puede ser.
—Una o dos veces al año no es mucho, supongo —Croe enderezó el cestillo de cacahuetes y pasó la bayeta por la barra, a pesar de que estaba limpia. Luego carraspeó.
—¿Tienes algo más que decirme? —preguntó Romain. No era propio de Croe andarse por las ramas.
—Creía... Espera un segundo —se alejó para acabar con una discusión que había estallado entre los gemelos Gatlin por una partida de dardos. Aunque tenían unos veinticinco años; sólo diez menos que Romain, seguían viviendo en casa de sus padres. Se calmaron cuando Croe amenazó con llamar a sus padres, y volvió a la barra—. Me he enterado de que estás buscando novia por correo —le dijo a Romain.
Romain hizo un ademán de impaciencia.
—Hago una broma y de repente todo el pueblo está planeando mi boda. Me temo que lo que te han dicho no es cierto.
—Pues es buena idea. Escondido en los pantanos no vas a conocer a nadie, desde luego. Y no querrás pasar todas las Navidades conmigo, ¿no?
—No me importaría —contestó Romain—. Me gusta estar aquí —sí le importaba, pero no veía cómo iba a cambiar su vida, y suponía que era preferible aceptar los hechos.
—Ya lo he notado —Croe saludó con la mano a alguien que entraba y volvió a mirar a Romain—. Algunas veces te gusta tanto que bebes lo suficiente para entrar en coma etílico. Luego te metes a trompicones en mi camioneta, te llevo a casa y no vuelves a aparecer por aquí más que para tomarte una cerveza o dos hasta que es el cumpleaños de tu hija o tu aniversario de boda, o el aniversario de la muerte de tu hija, y entonces tengo que llevarte a casa otra vez.
—Gracias por recordármelo. Pero por si no te has dado cuenta, lo que quiero es olvidar —Romain se echó otro puñado de cacahuetes a la boca con un ademán destinado a disimular el hecho de que, gracias a Jasmine Stratford, aquellas Navidades estaban siendo más duras que las anteriores.
Tenía que ser Moreau quien había matado a Adele. Romain había mirado los ojos vacuos de aquel hombre, había visto aquella sonrisa provocativa. Lo había sentido en la médula de los huesos. ¿Verdad? ¡Sí! Así pues, lo demás no importaba. Y sin embargo las preguntas que había planteado Jasmine seguían atormentándolo...
Croe volvió a limpiar el mostrador.
—¿Por qué no creas nuevos recuerdos?
—¿Por qué no me dejas en paz?
El viejo anotó algo en una servilleta y se la pasó.
—¿Qué es esto? —gruñó Romain.
—Una página web en la que puedes encontrar montones de rusas guapísimas.
—¿Tú te conectas? —Romain se habría reído, si no estuviera tan sorprendido. Croe no tenía mucho trato con ordenadores.
El viejo se encogió de hombros.
—Casey y yo estuvimos echando un vistazo a algunas páginas.
Otra vez la entrometida de Casey. Romain debía tener más cuidado con lo que le decía.
—Perdona, pero no me interesa —le devolvió la servilleta.
—¿Por qué no?
—Era una broma, ¿de acuerdo? No pienso encargar una novia.
—Pues deberías. Piensa en lo que te estás perdiendo.
—Eso puede arreglarlo una prostituta.
Croe se inclinó hacia él con el ceño fruncido.
—Tú sabes que no sería lo mismo, amigo mío.
Romain levantó una mano. Ya había oído suficiente.
—Todo esto resulta muy irónico, viniendo de ti.
—¿Por qué? —preguntó Croe.
—Perdiste a Marie hace... ¿veinte años?
—Veintidós. Precisamente por eso.
Romain lo miró a los ojos.
—No quiero que te conviertas en un viejo solitario como yo —añadió Croe.
—Todo el mundo tiene problemas, Croe. Tu vida no tiene nada de malo.
—Pero a ti podría irte mejor. Todavía eres joven. ¿Por qué no fundas otra familia?
No era como si estuvieran hablando de plantar verduras. «¿Se te han muerto los tomates? Quizá deberías plantar una variedad distinta...». Había tenido la única familia que quería tener. No podía amar a otra mujer o tener más hijos, porque no soportaría la posibilidad de perderlos a ellos también.
—Ya basta.
Croe bajó la voz.
—Alguien tiene que decírtelo, T-Bone. Es hora de dejar atrás el pasado y seguir adelante. Deja marchar a Pam y a Adele, deja que descansen en paz sabiendo que estás bien.
Romain cerró los puños. De pronto sentía ganas de pelear. Sabía que se estaba precipitando cuando se apartó de la barra y se volvió hacia el local, pero la necesidad de desahogo físico le impedía hacer otra cosa.
—Cien pavos para el que me gane en un combate de boxeo libre —anunció, y sacó el billete de su cartera.
—Joder, T-Bone, ¿quieres que te den una paliza en Nochebuena? —gritó alguien.
Pero los Gatlin se miraron en silencio y sonrieron. Llevaban meses buscando pelea con él.
—Cuenta conmigo, si dejas que mi hermano me eche una mano —dijo Terry.
Romain sopesó las probabilidades. Dos contra uno era más de la cuenta, quizá. Los Gatlin eran fibrosos y astutos, y tenían fama de no pelear limpio. Pero una pelea era una pelea. Al menos así podría desahogar la ira que bullía dentro de él.
—Trato hecho —dijo, y lanzó el primer puñetazo.
El hombre la agarró del tobillo y tiró de ella. Las mejillas, las manos y las rodillas de Jasmine arañaron el áspero asfalto. Se rompió varias uñas clavándolas en el suelo, buscando un asidero. Pero era inútil. Él la tenía bien asida. Lo único que ella podía hacer era esperar una oportunidad más favorable. Esta llegó cuando él le soltó el tobillo para agarrarla del brazo o el pelo. Entonces, Jasmine se giró bruscamente y le asestó una patada en la entrepierna, tal y como Skye le había enseñado.
Con un gemido de dolor, su agresor cayó de rodillas y, en esa décima de segundo, Jasmine logró ponerse en pie.
El único problema era que su mente gritaba «¡Corre!», pero sus piernas se negaban a obedecer. Sentía que se movía a cámara lenta. Oía al hombre a su espalda, distinguía el repiqueteo de sus pasos ganando terreno tras ella. Parecía un poco tambaleante al principio, pero pronto echó a correr a toda velocidad.
Jasmine no podía llevarle la delantera mucho tiempo. Tenía que salir del callejón, encontrar a alguien que pudiera ayudarla. Pero no había nadie en la calle.
En una fracción de segundo tuvo que tomar una decisión. ¿Debía correr hacia la calle principal e intentar detener algún coche? ¿O llegar al suyo?
Su coche estaba más cerca, y así no se arriesgaría a que la atropellaran. Pero tampoco habría nadie que la rescatara, si aquel hombre la atrapaba.
Al doblar la esquina esquivó por muy poco un contenedor que pareció salir de la nada. Confiando en que su perseguidor chocara con él de frente, logró seguir corriendo. Pero él sorteó el contenedor por completo. Jasmine lo oía avanzar tras ella. Sentía, además, su absoluta determinación.
«Te mataré por esto, zorra», oía en su cabeza como si él se lo estuviera gritando.
Cuando llegó al aparcamiento, le ardía la garganta y tenía la impresión de que iban a estallarle los pulmones. Sólo tenía que recorrer unos metros más, pero no estaba segura de que pudiera abrir el coche antes de que él la atrapara. Si la alcanzaba mientras intentaba entrar, le sería muy fácil sacarla a rastras y...
No podía pensar en lo que pasaría después. Eso la debilitaba, permitía que el pánico enturbiara su razón.
«Bloquea tus impresiones y piensa». Tenía que hacer algo para entretenerlo, ganar los escasos segundos que necesitaba para escapar. Pero ¿qué? No tenía alternativas, ni fuerzas, ni aliento...
Y entonces lo vio. Un palo afilado, tirado en el suelo, dentro del círculo de luz amarilla de una farola del aparcamiento. Se agachó para recogerlo, se giró y se lo arrojó a la cara.
No le habría hecho mucho daño si él hubiera estado más lejos. Pero estaba cerca, y no se esperaba el golpe.
Gritó y se tambaleó hacia atrás al tiempo que Jasmine pulsaba el botón del llavero que abría la puerta del conductor. Pensó que tal vez lo hubiera dejado ciego, porque él sacudió la cabeza como si intentara despejar su visión. Pero no se quedó a constatarlo. Se metió en el coche y estuvo a punto de pillarle la mano cuando él intentó detenerla.
—Dios mío —temblaba tanto que apenas pudo meter la llave en el contacto.
Él golpeó con fuerza la ventanilla intentando romperla. Pero Jasmine logró encender el motor. Luego, puso la marcha atrás y salió del aparcamiento a toda velocidad, dejando a aquel hombre envuelto en una nube de humo.
Jasmine circulaba por la I-10 en dirección oeste. Se decía que quería salir de la ciudad para reponerse y decidir qué hacer a continuación, pero en realidad se dirigía a los pantanos. A casa de Romain Fornier. Podía ir también a casa de su padre, pero éste vivía en la dirección contraria, y ella no tenía ganas de presentarse allí en Nochebuena, magullada y con la ropa hecha jirones. Sobre todo porque estaba investigando la desaparición de Kimberly.
Por extraño que pareciera, tenía la impresión de que se sentiría más segura estando con Romain. Y, sin embargo, ir en su busca era una apuesta arriesgada. Sólo tenía gasolina para llegar a Portsville, y no podría repostar para el viaje de regreso. Si él se negaba a ayudarla, no sabía qué iba a hacer.
Pero se decía que Romain la ayudaría. O, si no él, alguna otra persona. Bastaría con cuarenta dólares de gasolina. Eso no era mucho. Al día siguiente pensaría en su vuelta a Nueva Orleans. Ahora, no podía concentrarse en nada, excepto en encontrar un lugar seguro, tomar un baño, cerrar los ojos.
Pero la casa de Romain estaba a oscuras cuando llegó. Y eran apenas las nueve de la noche. ¿Se habría ido a Mamou a pasar la Navidad con sus padres? Jasmine no había visto su moto al pasar por el pueblo, pero sabía que tenía otro coche o una camioneta.
Se quedó sentada en el caminito de entrada, mordiéndose el labio, con el motor aún en marcha. Podía volver al pueblo e intentar encontrarlo, pero si él no estaba allí habría malgastado tiempo... y gasolina. Y ya estaba muy cansada.
Tenía que entrar en la casa aunque la puerta estuviera cerrada. No podía quedarse allí, en el coche, sin una manta siquiera. Se congelaría. Pero entrar significaba enfrentarse a los pantanos, cuyas criaturas la llenaban de temor. Estaba acostumbrada a los espacios abiertos, al paisaje seco, a los animales domésticos...
Dejó los faros encendidos y escudriñó el suelo en busca de algún rastro de movimiento mientras corría hacia la puerta.
—¿Romain? —llamó, aporreando la puerta—. ¿Romain? ¿Estás en casa?
Una extraña mezcla de sonidos la rodeaba: trinos, repiqueteos, murmullos y chapoteos. De la casa, sin embargo, no llegaba ningún ruido. «Abre, por favor. Déjame entrar. Necesito comida, sueño, dinero, consuelo...».
—¿Romain?
No hubo respuesta. Pero la puerta no estaba cerrada con llave y a la derecha, sobre una repisa, había una linterna.
Jasmine echó una última ojeada a los árboles oscuros que parecían mantener a raya el pantano, cruzó el umbral y cerró la puerta tras ella. Luego respiró hondo, aspirando el olor tranquilizador del hombre cuya voz la había excitado hasta tal punto la noche anterior, por teléfono, un olor que le resultaba extrañamente reconfortante. La casa no tenía luz eléctrica, de modo que Jasmine usó la linterna para localizar el dormitorio, que estaba tan limpio y recogido como imaginaba, y no desprovisto del todo de recuerdos íntimos. Sobre la cómoda vio una fotografía enmarcada de Romain, su mujer y su hija. Estaban en la playa, huyendo de una gran ola. Romain llevaba a Adele a hombros y a Pam de la mano, y se reía.
—Dios mío, qué felices parecían —Jasmine acercó la linterna. La pequeña fotografía de Pam que había visto en los periódicos no le hacía justicia. La esposa de Romain había sido muy guapa: alta, con el pelo largo y rubio y la misma piel dorada que poseía él.
Jasmine bajó la linterna; sentía envidia de la relación que parecían haber tenido. Al menos, Romain había amado a alguien con todo su corazón. Ella nunca había conocido a nadie que despertara su pasión, o el deseo de comprometerse.
—Entonces, ¿cuál es la verdad? ¿Es mejor haber amado y haber perdido lo que se ama, o no haber amado nunca? —murmuró, hablando sola.
Se preguntó qué diría Romain al respecto mientras se quitaba la ropa sucia y se lavaba lo mejor que podía. El agua que había, procedente de un gran barril metálico colocado en el cuarto de baño, estaba helada, pero se sintió más tranquila después de quitarse el barro y la tierra y limpiarse las heridas.
Lo había conseguido. Había salido del sótano y del callejón. Estaba bien. Estaba a salvo.
Ahora, lo único que tenía que hacer era conseguir algo que ponerse y entrar en calor.
Tras echar un rápido vistazo a los cajones de Romain, sacó una camiseta de algodón y unos calzoncillos. Ambas prendas olían a limpio. Se las puso, tiritando, y a continuación metió su ropa en una bolsa y la dejó junto a la puerta trasera. No sabía si podría limpiarla y dudaba de que quisiera volver a ponérsela, aunque pudiera. Siempre le recordarían aquel sótano y lo que había encontrado en él.
Se puso un grueso abrigo que colgaba de una percha junto a la puerta principal y un par de botas, salió a apagar los faros del coche y decidió cambiarlo de sitio. La casa de Romain estaba muy apartada, pero alguien podía pasarse a desearle felices fiestas, y Jasmine no quería que vieran su coche. Prefería pasar desapercibida hasta que se sintiera con fuerzas para volver a salir.
Cuando regresó a la casa, dejó el abrigo y las botas en su sitio y estuvo a punto de meterse en la cama de Romain. Allí era donde se sentiría más a salvo. Pero aunque Romain se hubiera ido a pasar las Navidades con sus padres, le parecía demasiado atrevido colarse en su espacio privado, como Ricitos de Oro en el cuento de los tres osos.
Sacó una manta de un armario que había al fondo del pasillo, se acurrucó en el sofá y en cuanto entró en calor se quedó dormida.
Los Gatlin habían hecho un trabajo excelente. Le habían partido la mejilla izquierda, seguramente le habían fracturado un par de costillas y lo habían obligado a reventarse los nudillos más de lo que hubiera querido. Pero los clientes de La ardilla voladora decidieron por votación que la pelea había quedado empatada, de modo que Romain aún tenía su dinero.
Salió gruñendo de la camioneta de Croe y miró al viejo entornando los ojos. La cabeza parecía a punto de estallarle.
—Gracias por traerme —al menos esa noche dormiría bien. Según su reloj, eran sólo las diez y media.
—¿Qué demonios intentas hacer? ¿Matarte? —replicó Croe.
—Puede ser —masculló Romain, y se dirigió hacia el porche arrastrando los pies.
Croe esperó con los faros encendidos y Romain logró cruzar la explanada desigual sin caerse. No se dio cuenta de que algo había cambiado hasta que llegó a los escalones. Alguien había estado en la casa. La linterna que dejaba junto a la puerta para cuando volvía de noche no estaba.
Probó la puerta. Estaba cerrada.
Pero él rara vez se molestaba en echar la llave...
Se enderezó, miró a Croe y se preguntó si el alcohol que había tomado le estaría jugando una mala pasada. Pero entonces reparó en otra cosa. Había un coche aparcado a un lado del camino, entre los árboles.
Croe bajó la ventanilla y sacó la cabeza.
—¿Pasa algo?
Romain levantó una mano.
—No, nada —dijo. Pero no era cierto. Estaba seguro de que aquel coche era el de Jasmine... y era ella quien había echado a perder su Navidad.
No quería que Croe supiera que tenía compañía femenina, de modo que esperó hasta que el dueño del bar se marchó; entonces sacó la llave que guardaba debajo del porche y abrió la puerta. No quería ver a Jasmine, ni quería que ella lo viera. Al menos, de aquel modo. Su conducta no siempre tenía sentido; ni siquiera cuando intentaba explicarla una terapeuta. Romain lo sabía porque el juez que había presidido su caso había ordenado que visitara semanalmente a un psicoanalista para que lo «ayudara a asumir su ira». La psicoanalista a la que visitó dijo que Romain reprimía sus emociones hasta que ya no podía más, y que luego les daba salida de forma contraproducente. Pero, en lo que a él respectaba, toda aquella cháchara había sido una pérdida de tiempo. Ya sabía que no estaba asimilando bien sus sentimientos, no necesitaba que nadie se lo dijera. Y aun así se sentía mejor tras cinco minutos de pelea que después de horas intentando explicar por qué sentía el deseo de usar los puños.
La terapeuta no parecía entender que hablar no lo convertía en el hombre que había sido: el militar altivo, el padre cariñoso, el marido entregado. Decía constantemente que él tenía aún muchas cosas que dar, aseguraba que aún podía tener todo cuanto deseaba. Pero lo que reconcomía a Romain no era sólo el hecho de haber perdido a su mujer y su hija. Era el modo en que las había perdido, sobre todo a Adele. Moreau lo había despojado de la confianza que siempre había tenido en su capacidad para proteger a los suyos. Ahora, la búsqueda de la felicidad le parecía una tirada de dados. ¿Qué ventaja tenía tan frágil?
El interior de la casa estaba oscuro como boca de lobo. Romain se tambaleaba ligeramente, pero no le costó sortear los muebles. ¿Dónde estaba Jasmine? Si tenía que estar allí, más le valía estar en la cama. Aunque estuviera tan vapuleado que no pudiera hacerle el amor enseguida, tal vez su calor y la blandura de su cuerpo pegado al suyo aliviaran su dolor y lo ayudaran a relajarse. Y siempre cabía la posibilidad de que más tarde se sintiera mejor y...
Pero Jasmine no estaba en el dormitorio. Tras encender un quinqué, la encontró en el sofá.
—¿Qué estás haciendo en mi casa?
—¿Romain? —se removió, entornando los ojos para protegerse de la luz.
—¿Vive alguien más aquí?
—¿Puedes apagar eso?
Romain estaba a punto de apagar la vela, pero lo que vio le hizo vacilar: Jasmine estaba casi tan magullada como él.
—¿Qué demonios...?
—¡La luz! —ella levantó las manos para defenderse del resplandor, pero Romain no hizo caso. Le levantó la barbilla y le apartó el pelo para verla mejor.
—¿Qué te ha pasado?
Jasmine lo miró, completamente despierta, fijando los ojos en sus muchas heridas.
—Lo mismo podría preguntarte yo.
—He tenido un problemilla en La ardilla voladora.
—¿Alguien te ha atropellado?
—En realidad eran dos. Y me lo busqué yo. Ahora te toca a ti.
Estremeciéndose, Jasmine se subió la manta.
—Qué frío hace aquí.
—¿Y te sorprende? Estamos en invierno y has entrado en una casa sin electricidad.
—Ya me estoy arrepintiendo —intentó apartarse y ponerse en pie, pero Romain la sujetó poniéndole una mano sobre el hombro.
—Te he hecho una pregunta.
—Me caí, ¿de acuerdo?
Romain dejó la lámpara sobre la mesa, la tomó de las manos y observó los arañazos, los hematomas y las uñas rotas que había creído ver cuando ella intentaba apartar la luz. Daba la impresión de que había intentado escapar de un ataúd.
—¿Y te hiciste esto al caerte?
—Eso y más —Jasmine echó la manta hacia atrás para enseñárselo, pero lo primero que notó Romain era que llevaba puesta ropa suya. Su cuerpo reaccionó con una efusión de hormonas. Pero le preocupaban más las heridas de sus piernas y sus pies que el hecho de que hubiera rebuscado en sus cajones.
—¿Dónde estabas cuando te hiciste esto? —preguntó—. No habrá sido aquí, en Portsville...
—No, en Nueva Orleans. En un callejón, al lado de mi hotel.
—¿Qué hacías en un callejón? —no sabía por qué, pero verla así le estaba quitando la borrachera a marchas forzadas.
—Alguien me perseguía.
—¿Quién?
—Creo que era Pearson Black. O Phillip Moreau. Fuera quien fuese, quería matarme.
Aquello no tenía sentido. El peligro había acabado. Moreau estaba muerto; se suponía que la vida había vuelto a la normalidad.
—¿Por qué iba a querer matarte nadie?
—No lo sé. ¿Podemos hablar de eso por la mañana?
Romain quería seguir hablando. Pero era absurdo empeorar más aún las cosas. Jasmine estaba allí, donde podía velar por ella. Estaría a salvo hasta que amaneciera.
—¿Piensas quedarte en el sofá?
Quería ser amable, consciente de que tendría más oportunidades de que ella lo acompañara al dormitorio si lograba mostrar un poco de encanto. Pero la voz le salió demasiado crispada, y sus palabras sonaron como un desafío.
—¿Se te ocurre alguna otra idea? —preguntó ella, indecisa.
El corazón de Romain comenzó a latir con más fuerza. Luchando con las emociones encontradas que se agitaban dentro de él; el deseo y su reticencia a sentir anhelo alguno, se obligó a responder con cierta sinceridad.
—Yo podría darte calor.
No pretendía mostrarse tan vulnerable, pero funcionó.
—Eso estaría bien —repuso ella.
Aliviado, Romain hizo caso omiso de sus molestias y la llevó al dormitorio. Y sólo el olor de Jasmine cuando ésta se acurrucó a su lado fue suficiente.