Tres
En las Páginas Amarillas, bajo el epígrafe «Asesores forenses», figuraba el nombre de una dibujante. Se llamaba Rayne Gulley, y Jasmine dedujo de su conversación telefónica que se trataba de una mujer muy capaz y con mucha experiencia.
—Llevo casi cuarenta años dibujando —dijo Rayne—. He hecho más de dos mil retratos robots. Y he conocido a gente interesantísima durante ese tiempo.
—Yo le describiría a un hombre al que hace dieciséis años que no veo —reconoció Jasmine.
—Así que habría que adaptar su aspecto a su edad actual.
—Sí. Y seguramente conviene que sepa que yo sólo tenía doce años cuando ese hombre llamó a la puerta.
—Estoy segura de que podrá hacerlo perfectamente.
—Sí, creo que sí —era un alivio el solo hecho de sentirse al fin capaz de describir las facciones de aquel individuo con precisión suficiente para lograr un buen parecido. Durante los años inmediatos al secuestro de Kimberly había intentado trabajar con varios dibujantes por insistencia de sus padres y de la policía. Pero por más que lo intentó, de aquellas sesiones no salió ningún retrato que se pareciera a él en lo más mínimo. Aquel fracaso constante le causaba tanta frustración y tanto estrés que a los dieciséis años tuvieron que ingresarla por diversos trastornos relacionados con la ansiedad. En aquel momento, su médico les prohibió a sus padres hablar del secuestro delante de ella. Les dijo que tenían que aceptar lo que había pasado y seguir adelante, y cuidar mejor de la hija que les quedaba. Era como si se hubieran olvidado por completo de ella. Pero nada de lo que dijo aquel médico surtió efecto. Sus padres eran meras sombras de sí mismos. Su madre había empezado a lamentarse de haberse casado con un hombre que no pertenecía a su raza ni a su religión. Y su padre a insinuarle que volviera con «su gente».
Después de su estancia en el hospital, Jasmine fue incapaz de volver a describir al secuestrador de su hermana. La suya se había convertido en una cara borrosa con barba. Eso era todo. Y las drogas que consumió durante los últimos años de su adolescencia desenfocaron más aún aquella imagen. Creía haber olvidado por completo los detalles de aquel rostro, hasta hacía tres días, cuando apareció de nuevo en su cabeza.
—Ahora tengo invitados. Van a quedarse a pasar las fiestas, pero puedo darle cita para después —dijo la señora Gulley.
Las fiestas. Jasmine no sentía ninguna ilusión.
—¿Cuándo será eso? —preguntó, incapaz de ocultar su decepción.
—¿El martes?
¡Faltaba una semana entera!
—¿Conoce a alguien de por aquí que pueda ayudarme antes de esa fecha?
—Puede que Frank West esté disponible. Acaba de instalarse aquí, pero ha trabajado mucho para varios departamentos de policía de Tennessee.
Hablaba educadamente, pero Jasmine notó en ella cierta exasperación. La señora Gulley creía tener derecho a disfrutar de las Navidades sin interrupciones, y así era, pero Jasmine no podía quedarse sentada sin hacer nada hasta que el mundo volviera a ponerse en marcha.
—¿Es bueno?
—Yo soy mejor. Sobre todo, si le interesa la progresión de edad. Para eso hace falta cierto talento.
Jasmine deseó no creerla, pero la seguridad que la señora Gulley demostraba en sí misma y sus muchos años de experiencia la habían convencido. Titubeó, indecisa e impaciente, pero al final transigió.
—Está bien. ¿Dónde está su oficina?
—Trabajo en casa. En Kenner. ¿Dónde se aloja?
—En el Barrio Francés.
—Eso está a unos treinta kilómetros de aquí. ¿Tiene coche?
—Aún no, pero puedo conseguir uno.
—Entonces, ¿quedamos a las dos de la tarde?
Jasmine sofocó un suspiro.
—De acuerdo. Nos vemos después de Navidades.
—Señorita Stratford...
—¿Sí?
—No deje que esto la mine —dijo la señora Gulley, y colgó.
Jasmine se sentó en la sillita del pequeño escritorio de su cuarto y colgó lentamente el teléfono. El consejo de la señora Gulley llegaba demasiado tarde. El secuestro la había minado para siempre dieciséis años atrás. Desde entonces, vivía bajo su peso aplastante.
Anheló de pronto las Navidades de antaño, las de antes del secuestro, y levantó el teléfono para llamar a su padre. Peter vivía con una mujer y con los hijos de ésta en Mobile, Alabama, no muy lejos de Nueva Orleans. Pero al imaginar cómo transcurriría la llamada; el saludo rígido y formal, la tensión soterrada que la convencería de que su padre prefería no saber nada de ella, ni siquiera en Navidad, colgó el teléfono antes de que sonara. Y se fue a la biblioteca.
La Biblioteca Pública de Nueva Orleans, situada sólo a un kilómetro y medio de la Maison du Soleil, estaba demasiado tranquila. Al igual que su conversación con Rayne Gulley, aquello le recordó que era Navidad y que todo el mundo estaba de compras, adornando árboles, haciendo tartas o celebrando las fiestas. Pero al menos nadie la interrumpiría.
Sentada en la segunda planta, en la sección de microfilmes, con la única compañía del bibliotecario del mostrador, Jasmine hojeaba ejemplares antiguos del Tiznes Picayune, el periódico más importante de Nueva Orleans. Buscaba algo que llamara su atención o que le recordara al hombre que se había llevado a Kimberly. El señor Cabanis no recordaba haber oído hablar de ningún secuestro desde el caso Fornier, pero eso no significaba que no los hubiera. El huracán Katrina llevaba tanto tiempo acaparando las noticias que el caso de una niña pequeña o de una jovencita asesinada podía haberse convertido en una estadística más, sobre todo si no había pistas, ni padres que reclamaran justicia. Si el hombre de la barba había comenzado a elegir víctimas más fáciles; víctimas cuya ausencia no se notara tan rápidamente, podía estar allí, satisfaciendo sus impulsos inmundos, tal y como sugería su nota.
Pero Jasmine llevaba seis horas allí y aún no había encontrada nada útil.
Recostándose en la silla, se apretó los ojos con las palmas de las manos para dejarlos descansar. Le dolía la espalda y tenía hambre. Sólo había desayunado una magdalena que había comprado en el trayecto desde el hotel. Pero faltaban quince minutos para que cerrara la biblioteca. Y, ya que estaba allí, debía aprovechar el tiempo. Si tenía cuidado, y suerte, podía dar con algo importante; con algo que tal vez al principio no pareciera relacionado con el caso, pero que tuviera sentido para ella.
Estiró el cuello, movió los hombros en círculo y volvió a mirar el microfilm. Se había remontado hasta septiembre de 2005, la época inmediatamente posterior al huracán, y los titulares revivían el horror que había sentido toda la nación al ver a la gente varada en los tejados o nadando para salvar la vida. Jasmine dudaba de que fuera a encontrar allí algo relacionado con su búsqueda, la misteriosa desaparición de un niño no era noticia cuando la gente se moría por millares, y empezó a pasar las páginas más deprisa: otro día, otra semana, otro mes, otro año.
Al llegar a octubre de 2004, el nombre que había escuchado esa misma mañana, Romain Fornier, saltó de las páginas del periódico.
El artículo, que informaba de la sentencia del señor Fornier, incluía una fotografía suya. Tenía poco más de treinta años, el cabello claro y caído sobre la frente, como si hubiera olvidado cortárselo con regularidad, un ligero hoyuelo en la barbilla y unos pómulos muy altos que afilaban más aún los contornos de su cara. Era bastante guapo. Habría sido guapísimo, de hecho, de no ser por el ceño que fruncía sus cejas, por la expresión decidida de su boca y por la mirada turbulenta de sus ojos.
Jasmine estuvo mirándolo unos segundos. Podía identificarse con la rabia que aquel hombre llevaba impresa en cada arruga de su cara.
En otra sección del periódico vio un par de cartas al director. Algunas condenaban lo que había hecho Fornier; otras lo aplaudían. Un tal Lee James decía que Moreau tenía lo que se merecía, que cualquier padre habría hecho lo mismo y con todo derecho. Un «Ciudadano preocupado» afirmaba que la sociedad no podía alentar los linchamientos, ni siquiera en un caso tan terrible y conmovedor como aquél.
¿Y si las víctimas se tomaran la justicia por su mano y mataran a la persona equivocada? No podemos tolerar conductas de esta clase, sean cuales sean las circunstancias. Tenemos leyes y hay que respetarlas.
Jasmine no quería detenerse a sopesar la cuestión. Sentía demasiada compasión por Romain Fornier, aunque entendía los peligros, tanto jurídicos como morales, que entrañaba lo que había hecho.
Siguió adelante y encontró un artículo que ofrecía más información sobre el tiroteo, el cual había transcurrido más o menos como le había contado el señor Cabanis. Al salir del juzgado, Fornier se apoderó del arma que llevaba enfundada el detective que lo acompañaba, un tal Alvin Huff, y abrió fuego. Luego, inmediatamente, soltó la pistola.
A partir de ahí fue muy fácil encontrar información sobre Fornier: el juicio había recibido gran cantidad de atención mediática. El caso ocupó los titulares de primera plana el día de su sobreseimiento. En ese artículo había otra fotografía, ésta en color, que mostraba a Fornier de cintura para arriba.
Era un hombre musculoso y de aspecto rudo, con la piel tostada por el sol y el cabello rubio, vestido con camisa vaquera. Aunque al artículo carecía de ciertos detalles que a Jasmine le habría gustado encontrar, mencionaba que Alvin Huff era el detective que había dirigido la investigación sobre la desaparición de la hija de Fornier y explicaba el motivo por el que se había sobreseído el caso. Al parecer, una mujer llamó al detective Huff de madrugada para decirle que había visto a Moreau; del que la policía ya sospechaba, por haber sido visto en el colegio de Adele, llevar algo a su casa envuelto en una manta la noche del secuestro de Adele. Huff, como era lógico, se movilizó para conseguir una orden de registro lo antes posible. Llamó al juez y obtuvo autorización verbal para llevar a cabo el registro, pero debía esperar hasta la mañana siguiente para que el magistrado firmara la orden, y no lo hizo.
Temiendo que el sospechoso destruyera las pruebas que quedaran. Huff efectuó el registro y, en lugar de dejar una copia de la orden en la vivienda de Moreau, como debía hacer, se pasó por allí más tarde, esa misma mañana. El sospechoso no sabía que hubiera en ello nada de raro, de modo que el asunto pasó desapercibido hasta que su madre mencionó que el policía había vuelto a la casa. Entonces la defensa exigió que las pruebas recabadas en el registro ilegal fueran desestimadas y, dado que el ministerio fiscal no tenía indicios suficientes para sostener el caso sin dichas pruebas, el juez se vio obligado a dictar su sobreseimiento.
Había también un artículo fechado al día siguiente de descubrirse el cuerpo de Adele. Un excursionista encontró a la niña casi un mes después de su secuestro. Antes de aquel artículo, había varios que informaban sobre su búsqueda. La primera vez que se mencionaba a Fornier, Jasmine descubrió que era originario de un pueblo llamado Mamou, que supuso estaba en Luisiana, puesto que el periodista no especificaba otro Estado. Descubrió también que había sido marine y que se había instalado en Nueva Orleans tras abandonar el ejército. Había abierto un negocio de motocicletas en el que construía a mano máquinas de tecnología punta. Por si su historia no fuera ya lo bastante triste, era viudo. Había perdido a su mujer, Pamela, a consecuencia de un cáncer de mama apenas dos años antes de la desaparición de su hija.
Teniendo en cuenta su larga experiencia militar, Moreau había cometido una estupidez al provocarlo. Pero seguramente no había entendido a qué clase de hombre se enfrentaba. Los depredadores sexuales rara vez pensaban más allá de sus deseos. Probablemente Moreau había visto a Adele, la había deseado y no había pensado en otra cosa que en satisfacer su deseo. Jasmine sabía que la mayoría de los niños víctimas de un secuestro habían mantenido algún contacto anterior con sus secuestradores; normalmente, el secuestrador avistaba brevemente a la víctima en un momento en el que tenía alguna razón legítima para hallarse cerca de ella.
En el caso de Kimberly, era probable que su propio padre hubiera anotado su dirección en una tarjeta de visita y se la hubiera dado al hombre de la barba, diciéndole que se pasara por allí si quería trabajo. Jasmine lo había visto hacer cosas así cuando estaban por ahí. En aquellos tiempos, su padre no conocía el peligro y tenía un corazón amable y generoso.
Un corazón que luego se había roto y que ahora estaba lleno de amargura, de culpa y de remordimientos.
La voz suave del bibliotecario, que hablaba justo encima de ella, sobresaltó a Jasmine.
—Cerramos dentro de diez minutos.
Ella se volvió para mirarlo. Estaba tan absorta pensando en la muerte y el mal, que los hombros estrechos y la cara pálida del bibliotecario le recordaron al vampiro de La historiadora, una novela que había leído, lo cual no contribuyó a calmar sus nervios.
Tras respirar hondo, logró asentir con la cabeza.
—Ya me voy —dijo. De todos modos, allí no había nada, salvo la deprimente historia de un hombre que, como ella, había perdido casi todo lo que daba sentido a la vida.
Antes de levantarse, sin embargo, echó un último vistazo a los microfilmes que acababa de hojear. Y entonces lo vio. Un artículo que había pasado por alto mientras leía por encima los titulares en busca de noticias de Romain Fornier. El nombre de la víctima, escrito en sangre.
Lo leyó rápidamente, con urgencia abrumadora.
Casi todo el mundo conoce el nombre de Adele Fornier. Hemos visto su fotografía en televisión. La hemos buscado. La hemos querido, aunque no la conociéramos. Y ahora la lloramos. Cuando se la llevaron de su propia calle hace más de tres semanas y desapareció sin dejar rastro, abrigamos la esperanza de verla regresar sana y salva con su padre. Pero su cuerpo sin vida fue encontrado el 2 de marzo en el aseo de un parque.
Había más, pero era una recapitulación de lo que ya había leído. Leyó el texto por encima hasta que llegó al último párrafo.
Hay muchas cosas que desconocemos acerca del crimen. La policía guarda silencio absoluto sobre el caso para tener mayores probabilidades de atrapar al asesino. El padre también ha pedido discreción a la prensa. Pero el hombre que encontró el cuerpo contó que había un detalle que no olvidaría nunca: el nombre de la niña escrito en la pared, encima del cadáver. Con su propia sangre.
Jasmine sintió que el vello de la nuca se le erizaba mientras miraba fijamente aquella última frase. Su mente, sin embargo, rechazaba lo que leía. Escribir con sangre era lo que los psicólogos forenses llamaban una «rúbrica»; una peculiaridad innecesaria o añadida a la hora de cometer el crimen, y era tan consustancial al criminal como la elección de la víctima o el método de asesinato. ¿Era posible que el secuestrador de Kimberly y aquel hombre, aquel tal Francis Moreau, tuvieran la misma rúbrica?
Podía haberlo sido. Pero Francis Moreau estaba muerto, lo había matado Romain Fornier. Y el hombre que le había enviado el paquete estaba vivo hacía cuatro o cinco días.
—Señora, ya hemos cerrado. Tendrá que volver mañana.
Era de nuevo el bibliotecario vampiro, y estaba vez parecía impaciente.
Jasmine se levantó y se alejó de él con cautela. En su estado de ánimo, le repelía la idea de dejar acercarse a un extraño. Pero sabía que se estaba dejando llevar por su imaginación. El bibliotecario sólo quería que se marchara para poder irse a casa. No era consciente de que, para algunos niños, ese año la Navidad no era únicamente Papá Noel.
Cuanto más pensaba en ello, más deseaba hablar con Romain Fornier.
Al volver de la biblioteca y antes de que el bar de abajo se llenara de gente, pasó tres horas en el vestíbulo del hotel buscando en Internet información sobre Romain, pero acabó con las manos vacías. Encontró algunos de los artículos que había leído en el Times Picayune. Y había otros Romain Fornier: un músico, un piloto de motos de agua y un pintor francés que parecía bastante famoso. Pero nada más. Incluso pagó para acceder a LexisNexis, pero tampoco allí encontró pistas sobre el paradero de Romain.
Dudaba, sin embargo, de que se hubiera marchado del sur de Luisiana. Había nacido allí, y allí había crecido, se había casado y había recalado de nuevo tras servir en el ejército.
Buscó en el listín telefónico de Mamou, pero no figuraba ningún Fornier. Eso, sin embargo, no significaba nada. Con la atención mediática que había recibido el juicio, era muy probable que hubiera solicitado que se retirara su número del listín. O quizá vivía con otra persona. Pero, aunque no viviera allí, tal vez tuviera familia en la zona que pudiera contarle algo más...
Cuando buscó el pueblo en Google, encontró una nota breve que estimaba su población en 3.400 habitantes en junio de 2005. Seguramente el número de habitantes había disminuido desde entonces, a no ser que muchos refugiados del huracán hubieran elegido Mamou para establecerse. El pueblo tenía, sin embargo, una tasa de desempleo significativamente mayor que la media del Estado, así que le habría sorprendido que fuera un lugar atrayente para familias desplazadas. En todo caso, en una localidad tan pequeña alguien tenía que conocer a Romain Fornier. Teniendo en cuenta el bombo que se había dado a la noticia, posiblemente no había ni un solo vecino que no hubiera oído hablar de él.
Eran casi las diez y la música y las voces de abajo empezaban a aumentar de volumen. Jasmine procuró olvidarse del ruido, se acabó el sándwich a medio comer que tenía a su lado y buscó indicaciones para llegar a Mamou por carretera. El pueblo estaba a tres horas y dieciocho minutos al oeste de Nueva Orleans.
Su padre vivía más cerca, aunque en dirección contraria...
Irritada por aquella idea, la ahuyentó y decidió alquilar un coche para ir a Mamou a primera hora de la mañana. De todos modos no tenía cita con la dibujante hasta el martes siguiente. Y necesitaba saber algo más sobre el hombre que había matado a la hija de Fornier, sobre la investigación y sobre cómo se había desarrollado. El método de actuación de Moreau podía ayudarla a desentrañar la psique del sujeto al que se enfrentaba, y quizás algo de lo que sabía Fornier pudiera serle de utilidad.
Pero el huracán Rita había golpeado Luisiana tras el Katrina, destruyendo por completo algunas localidades costeras de la zona oeste. Ignoraba si quedaba algo del pueblo natal de Fornier. En la página web no se decía nada al respecto.
Esperó hasta que la recepcionista acabó de hablar con otro cliente y levantó la voz para que la oyera por encima del ruido que subía de abajo.
—Disculpe.
—¿Sí?
La mujer le recordaba vagamente a la chica que había visto esa mañana, pero era más mayor y más gruesa.
—¿Sabe usted algo de Mamou?
—No mucho. No he estado nunca allí.
—Es usted la esposa del señor Cabanis, ¿verdad?
—Sí. Este es un negocio familiar —cruzó los brazos y se apoyó en el mostrador—. ¿Piensa visitar Mamou?
—Si no lo destruyeron los huracanes...
La mujer se acercó a mirar la pantalla del ordenador, que mostraba un mapa del Estado.
—No creo. Está muy al norte de los pueblos que salieron peor parados. Menos mal.
—¿Sabe dónde puedo alquilar un coche?
—Claro, venga al mostrador y le haré la reserva. ¿Cuándo quiere recogerlo?
—Mañana por la mañana.
—Si quiere ver la zona cajún, no hace falta que se vaya tan lejos. Hay visitas guiadas por los pantanos desde aquí mismo, desde Nueva Orleans. Aunque no sé si en estas fechas podrá apuntarse a alguna.
—No, gracias. La idea de meterme en un pantano me pone nerviosa —hasta la casa de Skye, situada en el delta del río San Joaquín, estaba demasiado aislada para su gusto.
—¿Cree que va a atacarla un caimán? —preguntó riendo la señora Cabanis.
—Puede ser —o algo peor. Un pantano inmenso y prácticamente deshabitado era un lugar ideal para deshacerse de un cadáver. Aunque Jasmine sabía que la mayoría de la gente no reparaba en esas cosas, ella lo pensaba automáticamente. Ese era uno de los gajes de su oficio.
—No la molestarán, si usted no los molesta a ellos —dijo la señora Cabanis mientras recorría con el dedo el listado de las Páginas Amarillas.
Jasmine deseó poder decir lo mismo de los depredadores humanos.
—No puedo molestarlos si no me acerco a ellos, ¿no cree?
—Cierto. Pero es preferible hacer un tour por los pantanos que ir a Mamou. Aparte del Fred's Lounge, dudo que haya mucho que ver.
Jasmine se había tropezado con la página web del Fred's Lounge, el famoso bar que después de la Segunda Guerra Mundial había encendido la chispa de un renovado interés por la música, el dialecto y la cultura cajún, mientras buscaba información sobre el pueblo natal de Fornier, así que supo a qué se refería la señora Cabanis.
—¿Qué tiene Mamou de interesante?
—¿Sabe algo sobre Romain Fornier? —preguntó Jasmine.
La señora Cabanis, que ya había alargado la mano hacia el teléfono, vaciló.
—Ah, ya me parecía que era usted. Mi marido me ha contado a qué ha venido a Nueva Orleans —frunció el ceño con expresión compasiva—. Siento mucho lo de su hermana.
—Gracias. Respecto al señor Fornier...
—No creerá que hay alguna relación entre la hija de Fornier y lo que le pasó a su hermana, ¿verdad?
—Eso es lo que intento averiguar.
—Pues más vale que no lo moleste.
—¿Por qué?
—Porque puede que sea guapo como el mismo diablo, pero tiene muy mal genio y es... peligroso.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Yo también lo vi en la tele —se acercó el teléfono al oído y empezó a marcar el número de la agencia de alquiler de vehículos—. Molestarlo sería como echar cebo a esos caimanes que tanto miedo le dan.
Le pareció conveniente hacer una visita a la policía de Nueva Orleans a la mañana siguiente. Quería contarles que su hermana había sido secuestrada hacía dieciséis años y que su secuestrador podía haberla llevado a Luisiana. Quería, además, preguntarles por otros casos sin resolver. Tal vez estuvieran trabajando en algo que relacionara al hombre que había enviado la pulsera de Kimberly con algún incidente acaecido en Nueva Orleans.
La comisaría de Loyola estaba más lejos del hotel que la agencia de alquiler de coches, de modo que recogió primero el turismo que había reservado la señora Cabanis y se pasó por la brigada de homicidios antes de salir de la ciudad. Pero su visita no fue tan bien como esperaba. Huff había dejado el cuerpo y se había mudado unos meses después de que Fornier fuera a prisión. Y dado que no había indicios de que la persona que había enviado la pulsera hubiera delinquido en Nueva Orleans, los demás detectives no mostraron mucho interés en hablar con ella.
Los dos detectives que se molestaron en charlar con ella unos minutos le aseguraron que en los meses anteriores no había habido ningún secuestro cometido por personas ajenas al círculo familiar de la víctima, y que no recordaban ningún caso, resuelto o no, parecido al de Kimberly. Prometieron preguntar por ahí y contactar con ella si averiguaban algo de interés, pero cuando Jasmine ya se marchaba uno de ellos le sugirió por tercera vez que se pusiera en contacto con la policía de Cleveland y le entregara las pruebas que tenía en su poder. Cuando Jasmine reconoció por fin que no quería hacerlo, el detective se encogió de hombros y dijo:
—O quiere la ayuda de la policía, o no la quiere —luego ambos se alejaron, y Jasmine se convenció de que no volverían a preocuparse por el asunto. Un caso de Cleveland sin resolver no les interesaba lo más mínimo. La desaparición de su hermana no era problema suyo.
Pero si, efectivamente, el hombre de barba vivía en Nueva Orleans, y la nota que ella había recibido significaba algo, eso podía estar a punto de cambiar.
Nada más montarse en el coche alquilado sonó su teléfono móvil.
—¿Diga?
—¿Jaz? ¿Qué tal? ¿Cómo va todo?
Era Sheridan.
—Bien, supongo —dijo.
—¿Has encontrado algo?
Jasmine frunció el ceño mientras se ponía el cinturón de seguridad y arrancaba el coche.
—No, nada.
—¿Y qué vas a hacer?
Jasmine bajó la radio cuando empezó a sonar a todo volumen Silent Night, cantada por Natalie Cole y su padre.
—Seguir buscando.
—No irás a pasar las Navidades en Nueva Orleans, ¿verdad?
Jasmine deseó por un momento volver a Sacramento y fingir que su hermana no había sido secuestrada. Había construido una buena vida en el oeste. Creía estar influyendo positivamente en la vida de otras víctimas, tenía un hogar y buenas amigas. No tenía por qué arriesgarse a desandar el camino recorrido, los progresos que había hecho.
Pero no podía olvidarse de la pulsera, ni olvidarse de su hermana. Su única esperanza de encontrar la paz era localizar al hombre de barba. Y luego...
No quería pensar qué haría después. Seguía imaginándose empuñando un arma, como había hecho Fornier.
—Creo que voy a quedarme —dijo.
—Pero no conoces a nadie allí. ¿Con quién vas a pasar el día de Navidad?
Jasmine se preguntó por todas las fiestas que Kimberly había pasado lejos de casa. En alguna parte. A merced de un hombre peligroso. O en una fría tumba. ¿Cómo había sido su vida? ¿Había vivido más de ocho años?
—Esto me importa más que cualquier otra cosa.
Tras comprobar las indicaciones que había impreso en el hotel, tomó South Broad, que un instante después se convirtió en la calle Perdido. Giró luego a la derecha en South White. Tenía que encontrar la I-10 oeste y recorrer luego ciento veinte kilómetros en dirección a Lafayette.
—Quiero llevar a mi hermana a casa por Navidad —aunque sólo fuera el cuerpo de Kimberly, o la certeza de su paradero y de lo que había sido de ella.
El silencio que siguió estaba lleno de tristeza.
—Ojalá estuviera ahí, contigo.
—Ya has sacado el billete de avión para Wyoming. Tu hermana pequeña va a llevar a su novio para que conozca a la familia. Tienes que ir.
—Pero odio que estés pasando por esto sola, y más aún en Navidad. Es mucho peor que haya tenido que ser ahora.
—¿No habrías hecho tú lo mismo si hubieras recibido una nota o una baratija del hombre que disparó a Jason? —preguntó Jasmine, refiriéndose al incidente que había llevado a Sheridan al grupo de apoyo a las víctimas donde se habían conocido las tres.
Sheridan bajó la voz.
—Daría cualquier cosa por poder dar marcha atrás y hacer bien las cosas. O lo mejor posible, al menos.
—Entonces me entiendes.
—Por eso estoy preocupada. Te entiendo demasiado bien. Voy a cancelar mi viaje y a ir a Nueva Orleans —anunció Sheridan de repente—. ¿Has alquilado un coche? ¿Puedes recogerme en el aeropuerto el día veinticuatro?
—Sheridan, para, por favor —dijo Jasmine, riendo—. Tu hermana se llevará un disgusto. Tienes que ir a conocer a su novio. Y disfrutar con tu familia. Puede que ni siquiera esté en Nueva Orleans el día veinticuatro.
—¿Por qué? ¿Vas a ir a casa de tu padre?
Jasmine hizo una mueca al notar una nota de esperanza en la pregunta de su amiga. Sheridan intentaba convencerla constantemente de que retomara el contacto con su familia; no soportaba la idea de que quedaran tantas cosas sin resolver entre ellos. Pero Sheridan no entendía que estaban mejor así. Aunque tenía su propio dolor al que enfrentarse, ese dolor no era un asunto de familia. Sus padres y sus hermanos podían formar una piña en torno a ella y ayudarla a olvidar; los padres de Jasmine sólo la hacían recordar.
—No, voy a ir a Mamou.
—¿Adónde?
—A la capital mundial de la música cajún.
—Parece una metrópolis.
El sarcasmo de Sheridan la hizo sonreír.
—Comparada con algunos pueblos de los alrededores, lo es.
—Al menos ahora no estamos en temporada de huracanes.
—¿Lo ves? Tú siempre viendo el lado positivo de las cosas.
—¿Has tenido noticias de Skye?
—Hoy no, pero hablé con ella anteanoche, cuando aterricé. La llamé para que supierais que había llegado bien.
—Sí, me lo dijo. Y también me dijo que quiere que vayas a pasar la Navidad a su casa.
—Ella sabe que tengo que hacer esto. Y tiene a David. Estará perfectamente.
—¿Tengo el número de tu hotel?
—Tienes el de mi móvil.
—Sólo por si acaso.
—No lo llevo encima, pero puedes conseguirlo en Internet, si lo necesitas —Jasmine llegó a la I-10 oeste mientras daba a su amiga el nombre del hotel.
—Gracias. Mañana me voy a Wyoming, pero te llamaré en cuanto llegue.
—Muy bien. Pásalo bien en Navidad.
—Esto no me gusta nada —dijo Sheridan, y colgó.
Jasmine recordó su breve conversación con los detectives de la policía de Nueva Orleans y tuvo que darle la razón a su amiga. Básicamente, estaba sola. Como cuando tenía diecisiete años y empezó a dar tumbos por el país. Sólo que esta vez no huía de su pasado: corría hacia él.