Diez

El cuerpo llevaba algún tiempo allí. El suficiente para haberse descompuesto por completo. Jasmine no iba a desenterrar por completo el esqueleto para asegurarse, pero al cráneo que había dejado al descubierto sólo le quedaba un poco de piel del cuero cabelludo y un mechón de cabello rojizo. Tenía dientes, pero no ojos, desde luego.

No era el esqueleto de un niño. Pero pese a todo era repulsivo. Temblando, más por el miedo y por la impresión que por el frío, Jasmine se alejó a gatas. ¿Qué había ocurrido antes de que aquella persona fuera enterrada en el sótano de Moreau?

Su mente recreaba una escena, una lucha desesperada, pero nada más.

Tenía que salir de allí. Antes de que alguien se diera cuenta de que lo había descubierto. Antes de que regresara el hombre que la había encerrado allí. Antes de acabar pudriéndose en una tumba poco profunda, como aquel cadáver cuyas cuencas vacías la observaban.

Sintió de nuevo movimiento en el piso de arriba y corrió hacia la trampilla. Tenía intención de suplicar ayuda, si era necesario. Pero se detuvo a medio camino. No podía dejar el cadáver desenterrado. Si la persona que había dentro de la casa era el asesino y se daba cuenta de que había encontrado los restos, era probable que la matara.

Tenía que taparlo.

Mientras luchaba por recobrar el aliento y las fuerzas e intentaba refrenar las náuseas que convulsionaban su cuerpo, volvió junto al barro que había removido. Temblaba y se estremecía incontrolablemente, pero empezó a cubrir el esqueleto sirviéndose de la linterna y las manos. Cuando acabara, nadie notaría que había estado escarbando. Al menos, desde la trampilla. El sótano estaba demasiado oscuro.

«Ya casi está... Ya casi he acabado... Sigue así...».

Cerró los ojos con fuerza al tapar con barro la camisa blanca y aquel torso de aspecto extraño, avanzando hacia la cabeza. Avanzaba lentamente. Apenas lograba que sus brazos obedecieran las órdenes de su cerebro. Le aterrorizaba que sus dedos tocaran la carne, el hueso o el pelo del cadáver, y no quería pensar que aquello había sido antaño un ser humano.

Cuando acabó, quedó una leve prominencia en el suelo. La alisó lo mejor que pudo y se acercó a la trampilla a gatas. Estaba cada vez más manchada de barro, pero no podía levantarse, no podía caminar. Sus piernas no la sostenían. Tenía la sensación de que todos los huesos de su cuerpo se habían convertido en gelatina. Había visto muchos espectáculos repulsivos en su vida, pero siempre en escenas de crímenes acotadas por la policía, y rodeada de agentes. En esas situaciones, podía mantener cierto distanciamiento. Evaluar cognitivamente lo que veía. Analizar. Formular hipótesis.

Ahora, era su vida la que corría peligro.

—¿Hola? —tuvo la sensación de que sus puños eran pesas de diez kilos cuando los levantó para golpear la trampilla—. ¡So-socorro! ¡Por favor! Estoy encerrada aquí abajo. ¿Podrían ayudarme? —empezó a golpear con el mango de la linterna y, pasado un rato, sintió que el crujido de los pasos se acercaba.

No sabía qué esperaba, pero no era la cara amable de la persona que la miraba desde arriba.

—¿De dónde sales tú? —preguntó la mujer, cuyos ojos azules se habían agrandado de asombro tras las gafas.

Jasmine estuvo a punto de echarse a llorar. Aquella mujer no era peligrosa. Con su suave cabello blanco y la cadena sujeta a las gafas, le recordaba a la típica abuela americana.

—A-alguien me ha... me ha encerrado aquí dentro —balbució.

—¿Quién? —otra mujer, mucho más joven que su compañera y bastante atractiva, se asomó a la trampilla.

—No... no lo sé —le costaba detener el castañeteo de sus dientes—. No lo he visto.

—Ya te decía yo que había oído algo, Beverly —dijo la mujer más joven.

Así que aquélla era la señora Moreau. Jasmine había leído su nombre en los periódicos, en los que se afirmaba que gracias a su testimonio se había desestimado el caso.

—Menos mal que me has llamado —dijo Beverly, pero había una nota de resentimiento en su voz que hizo que Jasmine prestara especial atención. Sobre todo, porque la más joven de las dos mujeres parecía ajena a los sentimientos de la otra.

—No quería molestarte. Trabajas de noche y sé que necesitas descansar durante el día. Pero no quería tocar tus cosas buscando de dónde procedía ese ruido sin que estuvieras presente.

—Las vecinas entrometidas no le gustan a nadie —convino Beverly—. Bueno, ¿dónde habré metido la escalera?

Jasmine confiaba en que la encontrara, y así fue, en efecto. Un momento después, ambas mujeres le pasaron la pequeña escalera y, echando un último vistazo a la sepultura del rincón. Jasmine trepó por ella.

—Fíjate, ¡estás llena de barro! —exclamó la señora Moreau—. ¿Qué has estado haciendo ahí abajo?

Jasmine había estado a punto de echarse a llorar y contárselo todo para que llamaran a la policía. Aquellas mujeres no podían tener nada que ver con lo que había enterrado en el sótano. Sin duda ni siquiera sabían que estaba allí. Se quedarían tan perplejas como ella. Pero la pregunta de la señora Moreau le dio que pensar. ¿No debería preocuparle más cómo se había metido Jasmine en el sótano?

—Estaba intentando salir —cerró los puños para que no vieran que tenía tierras en las uñas.

—¡Pobrecilla! —exclamó la más joven de las dos—. ¿Qué le ha pasado?

—Vine a... a hablar con la señora Moreau y...

—¿Conmigo? ¿Y por qué? —preguntó Beverly—. No la conozco de nada.

—No, no nos conocemos. Soy Jasmine Stratford. Trabajo para una asociación de apoyo a víctimas de delitos violentos. Quería preguntarle si su hijo...

—Philip está de viaje.

—¿Sí? —la mujer más joven pareció sorprendida al oírlo—. Soy Tattie, por cierto —le dijo a Jasmine—. Vivo aquí al lado.

—Encantada de conocerla —masculló Jasmine, pero Tattie no la estaba escuchando.

—¿Dónde está Philip? —le preguntó a la señora Moreau.

—Se ha ido a Lafayette, a ver a esa mujer a la que conoció por Internet —dio a Jasmine un vaso de agua.

Jasmine aceptó el agua, pero estaba demasiado nerviosa para beber, a pesar de que la casa estaba limpia como una patena. Restregada y abrillantada, aunque un poco atiborrada de cosas, contrastaba drásticamente con el montón de basura colocado junto a la puerta trasera y con el estado general de abandono del jardín. La cocina olía ligeramente a gatos; lo cual no era de extrañar, teniendo en cuenta que había tres sólo en aquella habitación. Todo estaba en orden, sin embargo. No había ni un solo plato sucio en la encimera, ni una revista o un periódico dejados en la mesa, ni un armario abierto.

—Yo me refería a Francis.

Una leve tensión alrededor de la boca contradijo la apariencia por lo demás amable de la señora Moreau.

—Francis está muerto.

Jasmine se preguntó si la señora Moreau culpaba a su hijo, a la sociedad, a sí misma o a Fornier de aquella cruda realidad. Porque saltaba a la vista que culpaba a alguien.

—Sí, he leído sobre ello —después de lo que había encontrado en el sótano, Jasmine no tuvo valor para decirle que lo lamentaba—. Confiaba en que pudiera usted decirme si alguna vez visitó Cleveland.

—Viajaba por todo el país —intervino Tattie—. Era camionero y hacía entregas para una compañía de iluminación. ¿Verdad, Bev?

—Sí, igual que su padre —un segundo después, Bev se volvió para cerrar la trampilla del sótano y volver a colocar las cosas que había desordenado en la despensa.

—¿Cuándo empezó a trabajar en eso? —le preguntó Jasmine a la vecina.

Pero Bev se reunió con ellas y contestó antes de que Tattie tuviera tiempo de hablar.

—¿Por qué le interesan los pormenores de la vida de un hombre al que ni siquiera conocía y que está muerto? Sobre todo, después de lo que acaba de ocurrirle.

Era una maniobra muy hábil: en caso de que fuera, en efecto, una maniobra, porque Tattie preguntó inmediatamente qué le había sucedido.

—¿Por qué la han encerrado en el sótano?

—No tengo ni idea.

—¿No deberíamos llamar a la policía? ¿Está herida? ¿Cómo podemos encontrar a la persona que le ha hecho esto?

Era la vecina quien preguntaba, no la señora Moreau. La madre de Francis no parecía muy preocupada, lo cual aumentó el desasosiego de Jasmine. Decidió, sin embargo, pensar en ello después. Ahora sólo quería salir de allí.

—La policía no podrá hacer nada —ni siquiera podrían entrar en el sótano sin una orden de registro, a menos que la señora Moreau les permitiera registrarlo y, teniendo en cuenta lo reservada que era, Jasmine estaba segura de que no accedería.

—¿Está segura? —insistió Tattie.

—Sí. Ha sido todo muy rápido. Ni siquiera le he visto la cara —sólo había visto las colillas de sus cigarrillos.

Tattie sacudió la cabeza.

—Ha tenido que pasar usted mucho miedo.

—Por lo menos no está herida —terció la señora Moreau.

Jasmine dejó su vaso de agua sobre la mesa para no mirarla. Tal vez no hubiera sido ella quien la había encerrado en el sótano, no tenía fuerzas para ello, pero la madre de Francis sabía algo al respecto. No había abierto la puerta cuando ella había llamado, aunque por lo visto estaba en casa desde el principio. Y tampoco había respondido a sus gritos de socorro, a pesar de que tenía que haberlos oído.

Posiblemente había sido la intervención de la vecina la que le había salvado la vida.

—Sí, por lo menos no estoy herida —repitió—. Pero ese hombre se llevó mi bolso.

—Ah, entonces ha sido un robo —dijo Tattie—. ¿Está segura de que no quiere llamar a la policía? Sé que es casi imposible que recupere sus cosas, pero merece la pena denunciarlo.

—Lo haré luego. Ahora mismo, lo único que necesito es ir a la agencia de alquiler de coches para que me den otro juego de llaves.

—Yo la llevo donde tenga que ir —la señora Moreau le dio unas palmaditas en la mano, y Jasmine tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarse bruscamente de aquellos dedos encallecidos por el trabajo.

Estaba a punto de decir que prefería ir a pie cuando Tattie ofreció una alternativa.

—No, Bev. Tú quédate aquí con Dustin.

¿Quién era Dustin? Por suerte, Jasmine no tuvo que preguntar. Tattie apenas tomó aliento antes de añadir:

—El otro hijo de Beverly necesita atenciones especiales. Yo la llevaré.

Jasmine no sabía que la señora Moreau tuviera un tercer hijo. Sintió el impulso de preguntar qué le ocurría, pero era una pregunta demasiado indiscreta.

—Sentiría mucho molestarla —le dijo a Tattie—. Si pudiera prestarme cuarenta dólares para un taxi, prometo devolvérselos en cuanto pueda sacar dinero.

Tattie echó un vistazo a su reloj.

—No es molestia. Hasta dentro de una hora no tengo que ir a recoger a mi hijo pequeño al colegio. Tengo tiempo —se levantó—. ¿Por qué no llama a la agencia de alquiler y les dice lo que ha ocurrido mientras voy a buscar mi bolso?

Jasmine estaba justo detrás de ella. No pensaba permitir que la vecina se fuera sin ella.

—Hablaré con ellos cuando llegue allí.

Tattie se encogió de hombros.

—Si lo prefiere.

Sí, Jasmine lo prefería.

—Gracias.

—No puedo creer que le hayan robado el bolso y la hayan encerrado en el sótano —dijo Tattie mientras se acercaban a la puerta delantera—. Estamos en pleno día. Y una que cree que está a salvo... Este es un buen barrio, casi siempre.

Y, sin embargo, un hombre que era, como mínimo, un pederasta había tenido allí su hogar. Jasmine se preguntó cuánto tiempo llevaba Tattie viviendo en la casa de al lado y si había oído hablar de Francis Moreau. Pero no dijo nada. De todos modos, las preguntas de Tattie eran en su mayoría retóricas.

—Menos mal que tenía que ir a la biblioteca y la oí al pasar —continuó—. Si no, podría haber estado horas encerrada ahí. Puede que toda la noche. Beverly tenía la tele tan alta que no oía nada. Es una suerte que haya salido justo en ese momento, ¿verdad, Bev?

La señora Moreau, que las había seguido a la puerta, dijo que sí. Pero Jasmine dudaba que fuera sincera. Había mentido respecto a la tele. Jasmine había llamado a la puerta, había rodeado la casa y pasado una hora o más encerrada en el sótano. Y si la tele estaba tan alta, ¿por qué no la había oído?

¿Qué tenía planeado para ella aquella mujer? ¿Había sido ella quien había matado al hombre enterrado en aquel rincón embarrado? ¿O estaba encubriendo al asesino?

—Gracias por venir en mi auxilio —le dijo Jasmine a Beverly cuando salió. Sabía que la señora Moreau no habría hecho nada sin la intervención de Tattie, pero quería provocar alguna reacción en ella.

—Me alegra que esté bien —dijo Beverly con una sonrisa impertérrita—. Las cosas podrían haber sido muy distintas.

Como lo habían sido para el pobre hombre de la camisa blanca.

—Si no hubiera sido por Tattie —murmuró Jasmine.

—Si no hubiera sido por Tattie —Beverly asintió con la cabeza y sostuvo la puerta abierta—. Quizá debería tener más cuidado en el futuro. No creo que sea conveniente fisgar en casas ajenas, ¿no le parece?

Jasmine se quedó de una pieza.

—Pensaba que no sabía que estaba aquí.

—Y no lo sabía —repuso Beverly—. Es sólo un consejo.

Jasmine vaciló, tentada de insistir. Pero alguien gritó de pronto desde el piso de arriba, distrayéndolas.

—¡Mamá! ¿Vienes? ¡Mamá! ¿Qué pasa?

Beverly frunció el entrecejo, preocupada.

—Será mejor que suba —dijo bruscamente, y cerró la puerta.

—Esa familia ha sufrido muchísimo —comentó Tattie mientras caminaban hacia la casa pintada de azul contigua a la de los Moreau.

Jasmine estaba ansiosa por guiar a la policía hasta el cadáver del sótano; por ver qué decía la señora Moreau al respecto. Apenas podía pensar en otra cosa. Pero también sentía curiosidad por lo que pudiera contarle Tattie, de modo que se obligó a escuchar.

—¿Qué le ocurre a Dustin? —preguntó.

—Tiene un trastorno neurológico. Los médicos no saben qué es. Pensaban que era esclerosis múltiple, pero no tiene las lesiones cerebrales propias de la enfermedad. Luego pensaron que era lupus. Y ahora no sé qué dicen que es.

—Entonces, ¿está inválido?

—Básicamente.

—¿Y Phillip?

Pasaron junto a dos renos de alambre que adornaban el jardín.

—Phillip está bien, por suerte. En realidad, es el único normal de los tres.

—Entonces, sabe usted lo de Francis.

—Claro. Gracias a la prensa, lo sabe todo el mundo.

Habían llegado a su porche. Jasmine sostuvo la puerta mosquitera mientras Tattie abría la puerta principal.

—¿Usted lo conocía?

—No muy bien.

—¿Cree que mató a Adele Fornier?

—Seguramente. En apariencia, era pacífico a más no poder. Pero no estaba bien de la cabeza. No había que pasar mucho tiempo con él para darse cuenta —Tattie le indicó que entrara—. ¿Se imagina lo que es para una madre que su hijo asesine a una niña? Tiene que ser lo más terrible del mundo.

En otras circunstancias, Jasmine habría estado de acuerdo. Pero Beverly Moreau no era una madre corriente.

Parada junto a la tierra recién removida de debajo de su casa, Beverly Moreau usó su teléfono móvil para llamar a un hombre al que se había acostumbrado a llamar Peccavi. Sabía que era un nombre latino y que algo tenía que ver con el pecado, pero desconocía su significado exacto. Se lo había preguntado una vez y no había recibido respuesta: sólo un asomo de sonrisa.

—Voy para allá —contestó él sin saludarla—. ¿Tiene idea de lo que me ha costado escaparme en estas fechas? Estaré allí en cuanto pueda.

Beverly examinó la cámara que había descubierto junto a la puerta. Estaba cubierta de barro, pero funcionaba.

—Tenemos problemas —dijo mientras miraba las fotografías que había tomado Jasmine Stratford.

—No se asuste. Todo se arreglará.

Como de costumbre, hablaba con impaciencia.

—¡Qué se va a arreglar! —replicó ella con agresividad—. Ha encontrado a Jack mientras estaba aquí —estuvo a punto de usar el verdadero nombre de Peccavi, pero se mordió la lengua en el último instante. Él se creía más a salvo usando un apodo. No le haría gracia que ella cometiera un desliz, y menos aún por teléfono. Pero, con los nervios, a Beverly le costaba recordar un nombre tan raro.

La voz de Peccavi se convirtió en un gruñido amenazador.

—¿Qué quiere decir con «mientras estaba aquí»? Más vale que éste allí todavía.

Bev quitó parte del barro de la cámara.

—No está.

Dio un respingo al oír violentas maldiciones que profería Peccavi.

—¿Qué ha pasado?

La angustia le retorcía la úlcera que diariamente intentaba combatir tomando antiácidos a puñados.

—La vecina de al lado oyó los gritos. La tenía en la cocina. No podía fingir que no los oía.

Peccavi volvió a maldecir.

—A esa vecina no le conviene ser tan entrometida.

A Beverly le caía bien Tattie. Era una entrometida, sí, pero tenía buena intención. Era la única del vecindario que le había mostrado compasión cuando murió Francis.

—¿Qué va a hacer ahora? ¿Matarla?

—¡Cállese! Estamos hablando por teléfono, por el amor de Dios. Sólo digo que Phillip debería haberse ocupado del problema antes de que la vecina se metiera por medio.

—La encerró en el sótano. No podía hacer nada más.

—¿Ah, no?

—Ocuparse de esa clase de problemas es su fuerte, no el nuestro.

—No requiere nada especial. Sólo un garrote y agallas para usarlo.

—Phillip tenía cosas que hacer.

—Apuesto a que sí.

Beverly no se molestó en contestar. Ambos sabían que su hijo se había marchado para escapar de la situación. No le gustaban los gritos, la certeza de que Jasmine Stratford estaba atrapada allí por su culpa... ni lo que sucedería después. Bev estaba enfadada porque la hubiera dejado sola cuando más lo necesitaba. Pero al menos Phillip tenía conciencia. Si Francis se hubiera parecido más a él, quizá todavía estaría vivo.

—Volverá pronto —dijo. Al menos, eso esperaba. Phillip se estaba volviendo cada vez más impredecible. A veces, Beverly temía que sucumbiera a la depresión y se matara... o que los denunciara a todos. Pero no iba a contarle sus preocupaciones a Peccavi. Sabía lo que haría él. Nada de eslabones débiles. Ese era su lema. Jack se había convertido en un eslabón débil, y Peccavi le había pegado un tiro, así como así. Y luego no había querido arriesgarse a que alguien les viera sacar el cuerpo y lo había enterrado en el sótano.

—Phillip es un mierda. Por su culpa estamos metidos en este lío.

—Volverá —insistió Beverly.

—Bueno, ¿y dónde está ahora ésa tal Stratford?

Beverly se colgó de la cintura la correa de la cámara y subió por la escalerilla que le había pasado a Jasmine.

—Acaba de irse en coche con mi vecina.

—Localice a Phillip y dígale que no se acerque a la casa hasta después de que llegue la policía.

—¿Que no se acerque? —Beverly cerró la trampilla—. ¿Por qué?

—Quiero que quien vaya hable primero con usted.

Porque nadie creería que era peligrosa. Beverly lo sabía. Pero no entendía cómo podía permitir Peccavi que la policía descubriera el cadáver de Jack.

—¿No quiere cambiar de sitio... eso?

—No. No lo toque. Sucedió antes de que Francis se metiera en problemas. Nos aseguraremos de que le carguen el muerto a él. Todo el mundo sabe que estaba como una cabra. Y la policía buscará la respuesta más fácil. Es Nochebuena. Nadie querrá cargar con un caso antiguo que tiene muy pocas probabilidades de resolverse, y menos aún un día como hoy.

Su hijo menor ya había pasado a la posteridad como un monstruo. Beverly detestaba la idea de aumentar ese legado. Pero sabía que el plan de Peccavi era brillante.

—¿Qué razón podía tener Francis para... ya sabe? —aunque le doliera reconocerlo, Jack no era una víctima propia de Francis.

—Podría haber un millón de razones. Jack y Francis trabajaban en la misma empresa de transportes, ¿no? Eran amigos. Quizá Jack se acercó demasiado, empezó a sospechar de las actividades de Francis. O discutieron por dinero. Usted hágase la tonta. Póngase a llorar y deje caer el nombre de Francis. «¿Cómo pudo hacer algo así? Otra víctima inocente...». Cosas así. La policía no indagará mucho si es evidente quién es el culpable. Y si ya está muerto.

A Beverly le sorprendió un poco que Peccavi se arriesgara a hablar tan claramente, pero sabía que no le quedaba más remedio. Tenían que aclarar lo que iban a contar o estarían perdidos. La policía podía llegar en cualquier momento.

—¿La señorita Stratford también se lo tragará? —preguntó mientras colocaba un saco de harina sobre la trampilla.

—No. Seguirá fisgoneando. Buscando respuestas.

—¿Cómo lo sabe? —Beverly se quitó los zapatos, lavó el barro de las suelas de goma y los puso junto a la puerta trasera para que se secaran. No convenía que la policía supiera que había bajado al sótano.

—Porque es muy tozuda. La he visto en televisión, la he oído hablar.

No era eso lo que quería oír Beverly.

—Pero sabe que hoy ha tenido suerte. Se lo he notado en los ojos. Puede que se haya asustado y que vuelva por donde ha venido y deje de meterse en nuestros asuntos.

—No, no es posible.

—¿Por qué?

—Porque lleva muchos años buscando a su hermana. Si fuera a darse por vencida, ya lo habría hecho.

Beverly sintió una punzada de mala conciencia por que tanta gente inocente hubiera salido perjudicada. Pero no podía hacer nada al respecto. Sabía demasiado para cambiar las cosas. Y no tenía otro modo de pagar los gastos médicos de Dustin.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó.

—Yo me ocuparé de Jasmine Stratford.

Tras limpiar la cámara y esconderla en un cajón, Beverly se acercó a la parte delantera de la casa y miró por entre la persiana. El coche alquilado de Jasmine seguía junto a la acera, donde lo había aparcado. Pero la calle estaba tan tranquila como siempre. Todavía no había ni rastro de la policía.

—Tenga cuidado.

—¡Mamá! ¿Dónde estás? ¡Me está empezando a doler otra vez! ¡Mamá!

Dustin... A Beverly se le encogió el corazón. Su hijo era tan desgraciado... Y había tan poco que ella pudiera hacer para ayudarlo...

—¡Enseguida voy, cariño! —gritó, pero al llegar a lo largo de la escalera entró en el cuarto que usaba como despacho, donde había dejado el contenido del bolso de Jasmine Stratford.

—Espere —le dijo a Peccavi—. Quizá pueda ayudarlo...

Apartó a uno de sus gatos de la silla; otro gato abandonado que había recogido en la casa de traslado hacía unos meses, se sentó a la mesa y rebuscó entre la cartera, la agenda, los chicles, los caramelos y los papeles que había examinado un rato antes. Acababa de encontrar el recibo de confirmación de una reserva en un hotel del Barrio Francés cuando Tattie se presentó en su puerta...

Allí estaba. Lo sacó del montón y lo acercó a la luz del sol que entraba por la ventana para poder leerlo. Odiaba darle información a Peccavi. Estaba harta de la violencia, de los secretos, del miedo que los descubrieran. Pero faltaba poco tiempo para que la policía llamara a su puerta. Otra vez. Si no tomaba medidas drásticas, la situación podía complicarse. Incluso más que con Francis.

—Se aloja en el Maison du Soleil, en el Barrio Francés —dijo—. Y tengo la llave de su habitación.

—¿Sí?

—Estaba en su bolso.

—Cambiarán la cerradura —dijo él.

—No, si llega antes que ella —Beverly colgó el teléfono y se tragó otro puñado de antiácidos.

Aquél fue uno de los peores días de la vida de Jasmine. No sólo la habían encerrado en un sótano y había descubierto un cadáver, sino que había perdido su bolso y todo lo que contenía: su móvil, su cartera, la agenda de la que tanto dependía, la cámara de fotos... Estar lejos de casa en Nochebuena era mucho más duro sin aquellas cosas. Se sentía como una tortuga puesta patas arriba e incapaz de enderezarse.

Sentada en su coche alquilado, observaba a los agentes de policía entrar y salir de la casa de los Moreau al otro lado de la calle. Llevaban un buen rato trabajando en el lugar de los hechos. Jasmine ignoraba cuánto. Había tardado tres horas en conseguir que le dieran otro juego de llaves del coche y que alguien de la agencia de alquiler la llevara hasta allí. Al llegar, la policía estaba ya enfrascada en su trabajo y nadie había querido decirle nada.

Jasmine había parado a un agente joven y le había pedido que buscara su cámara cuando entrara en el sótano. Él le había dicho que sí, pero había tardado más de una hora en salir del sótano, y cuando por fin salió le dijo; en un tono que dejaba bien claro que no era un asunto prioritario, que no la había visto. Antes de alejarse, sin embargo, el policía tal vez debería hablar con la dueña de la casa. Evidentemente, la señora Moreau estaba cooperando en el registro, lo cual sorprendió a Jasmine casi tanto como alegró a la policía. Tenían prisa. A algunos les faltaba poco para acabar su turno y querían irse a casa con sus familias.

Al ver que otro policía de uniforme se dirigía a uno de los vehículos aparcados delante de la casa de Tattie, Jasmine salió de su coche.

—¿Han identificado el cuerpo? —preguntó.

El agente la miró inexpresivamente.

—Todavía no sabemos nada.

—¿Cuándo lo sabrán?

—No puedo decírselo.

Claro que no. Desde el punto de vista del agente, a ella no le importaba. Y Jasmine dudaba que sus compañeros fueran de otra opinión. No pertenecía a ningún cuerpo de seguridad y era de otro Estado. Allí no tenía ningún poder.

Con un suspiro, Jasmine volvió a su coche. Kozlowski libraba ese día y no había nadie más a quien pudiera recurrir en busca de información. El sargento con el que había hablado al llamar para informar de su descubrimiento le había dicho que tendría que ir a hacer una declaración. Entonces podría hablar con alguien. Pero, debido a las fiestas, nadie se pondría en contacto con ella hasta el lunes o el martes. Estaba claro que se trataba de un asesinato antiguo y que nada iba a cambiar por dejar pasar tres o cuatro días.

Pero, al margen de lo que hiciera la policía, Jasmine estaba perdiendo el tiempo allí. Ni siquiera estaba Tattie por allí. Jasmine dedujo que estaba dentro de la casa, con la señora Moreau. No había visto a la vecina desde su regreso.

Jasmine se puso en cinturón de seguridad y encendió el motor. Unas horas antes se había aseado lo mejor que había podido en el cuarto de baño de Tattie, pero tenía hambre y estaba cansada, y quería volver al hotel. No tenía dinero en efectivo, ni tarjetas de crédito, de modo que no podía pararse a comprar nada, pero supuso que podría encargar algo en el bar de abajo y pedir que se lo cargaran en la cuenta. Y aunque no pudiera, tendría un lugar en el que ducharse y una cama cómoda en la que dormir hasta que Skye pudiera mandarle un giro a la oficina más cercana de la Western Union.

Mientras esperaba en la agencia de alquiler de coches había cancelado sus tarjetas de crédito y llamado a sus amigas. Pero no les había contado toda la verdad sobre el motivo por el que necesitaba ayuda. No veía razón para arruinarles las Navidades contándoles que tenía problemas. Era más fácil decir que había perdido el bolso.

Acababa de arrancar cuando se fijó en un viejo Camaro que circulaba en sentido contrario. Había tantos coches patrulla en la calle que el conductor tuvo que apartarse para dejarla pasar, pero la miró con demasiada fijeza. El tiempo suficiente para que Jasmine se diera cuenta de que la conocía.

Jasmine pisó el freno, dejó el coche en punto muerto y salió. El conductor del otro coche se puso colorado y pareció sentir el impulso de huir, pero Jasmine lo tenía acorralado.

Llamó a su ventanilla y él la bajó unos centímetros.

—¿Qué quiere? —preguntó, ceñudo.

—¿Quién es usted? —dijo ella.

—Eso no es asunto suyo.

Pero Jasmine lo había adivinado. Era casi idéntico a las fotografías de Francis Moreau que había visto en la biblioteca: bajo y fornido, con el pelo oscuro y ondulado, ojillos oscuros y nariz romana. Tenía que ser un pariente cercano. Casi con toda probabilidad, su hermano.

—Usted es Phillip —dijo Jasmine.

Él arrugó más aún el ceño, pero no la contradijo. Señaló hacia la casa.

—¿Qué ocurre?

Jasmine se fijó en el paquete de tabaco que había sobre el salpicadero del coche.

—¿No lo adivina?

—Si pudiera, no se lo habría preguntado.

¿Era aquél el hombre que la había encerrado en el sótano? ¿El que había tirado esas colillas al suelo? ¿O sólo la reconocía por haberla visto en televisión?

—Había un cadáver en el sótano de su casa.

Él no reaccionó.

—¿Quién le ha dicho eso?

—Lo he encontrado yo.

—Será una broma.

A Jasmine no le pareció muy sorprendido.

—¿Sabía usted que estaba ahí?

—No.

Mentira. Jasmine lo notó por cómo se transparentaron sus nudillos sobre el volante.

—¿Quién era ese hombre? —insistió ella—. ¿Qué sucedió?

Él abrió la boca para contestar, pero, antes de que pudiera decir nada, su madre lo llamó. Jasmine levantó la vista y vio a la señora Moreau de pie en el jardín delantero, observándolos con los brazos enjarras.

—¡Phillip! Estás ahí. Ven aquí. La pesadilla que pasamos con Francis no ha acabado aún.

Él no se movió enseguida. Miró a Jasmine casi como si le suplicara algo. Luego, la línea de su boca adquirió una expresión amarga, y miró resueltamente a su madre.

—No me sorprende, la verdad. Mi hermano era un asesino —le dijo a Jasmine.

Después, la obligó a apartarse metiéndose entre su vehículo y un coche patrulla.

Gruber Coen pulsó la tecla del mando a distancia de su televisor para ver de nuevo el episodio de Los más buscados de América que había grabado en su disco duro. Acababa de hablar con Peccavi. Este lo había llamado para decirle que Jasmine Stratford se había presentado en Nueva Orleans, lo cual no le sorprendió. Era el propio Gruber quien la había invitado.

Lo que le sorprendía era que ya hubiera conseguido relacionar la nota que le había enviado con la que escribió en la pared del sitio donde abandonó el cuerpo de Adele.

Silbó al ver las emociones que cruzaban su semblante y cómo movía las manos al hablar. Le interesaba especialmente la tristeza que exhibía cuando hablaba de su hermana pequeña. Habría deseado que despertara en él alguna compasión, algún vestigio de conciencia. Pero no era así. La cabeza le decía que debía sentir lástima por ella, que debía avergonzarse y dejar de comportarse así, pero lo único que sentía era una leve agitación del deseo que lo impulsaba a hacer lo que hacía... y un rastro de admiración. Había dado por supuesto que Jasmine relacionaría la desaparición de su hermana con el asesinato de Adele en algún momento, pero no tan deprisa. Era rápida. Mucho más rápida de lo que esperaba.

Aquella idea lo excitaba y al mismo tiempo lo llenaba de pavor. ¿Podría detenerlo? ¿Habría encontrado por fin una contrincante a su altura?

Dios, cuánto se parecía a su hermana, aunque le faltara la expresión temerosa que tanto le había gustado en Kimberly. Jasmine no tenía miedo de nadie. Era astuta, decidida, tenaz.

Gruber subió el volumen para escuchar de nuevo cómo desgranaba los rasgos de la personalidad de un violador que recientemente había agredido a varios niños pequeños.

«Maldito pervertido». ¿Qué clase de hombre quería acostarse con un niño?

Apretó el botón del volumen del mando a distancia. Aquélla era la parte en la que Jasmine hablaba de su hermana, y no quería perdérsela. No tenía que preocuparse por los vecinos. Nadie iba a oír nada en el bunker de cemento que había construido. Eso era lo mejor de todo. Allí podía hacer lo que se le antojara.

—Yo tenía doce años cuando desapareció mi hermana. Un hombre con barba llamó a la puerta y preguntó por mi padre.

Gruber sonrió. Ya no llevaba barba. Según su propia hermana, que se empeñaba en señalar todos sus defectos, tenía la barbilla hundida y necesitaba la barba para disimularlo. Pero Gruber sabía que era importante cambiar de aspecto cada cierto tiempo. Tal vez Jasmine fuera lista, pero él era aún más listo. Ni siquiera por vanidad pondría en peligro su supervivencia.

—Cuando se marchó, me di cuenta de que mi hermana también había desaparecido —estaba diciendo ella.

Gruber recordaba aquel día como si fuera ayer. Peccavi lo había mandado a Cleveland a recoger a otra niña a la que Jack había localizado la semana anterior. Allí, en la cola de un restaurante de comida rápida, se tropezó con Peter Stratford. Trabaron conversación y Peter le ofreció un trabajo temporal.

Gruber no sabía aún por qué había ido a la dirección que le había dado Peter, salvo quizá porque estaba aburrido y buscaba algo que despertara su interés. Y entonces apareció ella. Fue tan fácil... Un regalo. Le prometió un helado por haber hecho una voltereta tan bonita, le dijo que traerían otro para su hermana y ella se subió a su camioneta.

Sonó el teléfono. Gruber soltó un exabrupto, paró el programa y lo hizo volver al principio, pensando en verlo otra vez en cuanto colgara. Disfrutaba observando a Jasmine, le gustaba fantasear con cómo sería el momento en que por fin se conocieran, cuando pudiera mirarla a los ojos y decirle que era él a quien llevaba buscando dieciséis años.

—¿Diga?

Era Roger, o alguien a quien llamaba Roger. Ignoraba cuál era su verdadero nombre. Sólo sabía que no era tan buen ojeador como Jack.

—¿Qué ocurre?

—Tengo una para ti.

—¿Dónde? —preguntó.

—Aquí, en la ciudad.

—¿Estás loco? Demasiado cerca.

—Es un bebé, una niña que ya está apalabrada.

Lo cual significaba que Roger había encontrado a una prostituta o alguna otra mujer lo bastante desesperada como para entregar a su bebé por dinero o drogas. Adquirían las niñas que pasaban por su pequeña empresa de diversas maneras. Comprárselas a drogadictas o prostitutas era la menos peligrosa; al menos para él, que era quien se encargaba de las recogidas, porque sólo tenían que pagar por llevárselas, nada más.

—No importa —insistió Gruber. Debido a que unos años antes habían estado a punto de pillarles y a que desarrollaban todos sus negocios fuera de Nueva Orleans, no solían aceptar niños de aquella zona. Peccavi insistía constantemente en lo importante que era mantener todas sus actividades ilegales lo más lejos posible de la casa de traslado.

—Peccavi va a hacer una excepción —dijo Roger—. No está muy contento con lo que estamos ganando ahora mismo.

Y como era difícil hacerse con bebés y éstos siempre se vendían por más dinero, de vez en cuando Peccavi se saltaba aquella regla.

—Entonces, ¿por qué no la recoges tú?

—Estoy en Detroit, buscando algo más específico.

Gruber frunció el ceño y se frotó la barbilla afeitada mientras miraba la imagen congelada del presentador en la pantalla del televisor.

—¿Va a entregar a la niña en Navidad? —preguntó. Por lo visto, tenía el corazón más duro que la zorra de su propia madre.

—Quiere comprarse unas cosillas. ¿Te importa?

—Algunos críos no tienen ni una sola oportunidad —gruñó Gruber.

—Para eso estamos nosotros, ¿no? Para darles una.

Gruber tuvo que reírse. A veces, las ilusiones que se hacía Roger lo dejaban pasmado.

—¿De veras te crees ese rollo? ¿Que somos ángeles disfrazados?

Roger contestó poniéndose a la defensiva. Estaba claro que ese día no quería mirar cara a cara a la realidad.

—Lo que creo que es que Peccavi está muy liado y quiere que tú te encargues de esto. ¿Necesitas que te llame él?

Gruber estuvo a punto de decir que sí. Si no intervenía, si no conseguía distraerlo, temía que Peccavi matara a Jasmine antes de que él tuviera oportunidad de enfrentarse a ella. Pero si Peccavi podía detenerla tan fácilmente, ello significaba que Jasmine no era una contrincante a su altura. Y Gruber no podía poner en peligro su medio de vida; ni su vida, levantando las sospechas de Peccavi. Al igual que su hermana antes que ella, Jasmine era un capricho, un riesgo. Tenía que andarse con cuidado, o el hombre para el que trabajaba haría con él lo mismo que había hecho con Jack.

—¿Vas a contestarme? ¿Estás ahí? —preguntó Roger.

—Sí, estoy aquí. Vamos, dame los datos.

Roger le dio una serie de indicaciones que Gruber anotó al dorso de Sports Illustrated, una revista que leía a veces para sentirse como un tipo corriente. La compraba de vez en cuando, como compraba Playboy, aunque sabía que no le servían de nada. Pero a fin de cuentas él nunca había sido como los demás.

—Ya lo tengo —dijo cuando acabó de tomar nota.

—Por lo menos esta vez no tienes que viajar, ¿eh? —dijo Roger.

—Sí, supongo —la madre acababa de salir del hospital y se alojaba en un motel por cortesía de Peccavi. Lo único que tenía que hacer era recoger al bebé y llevárselo a Beverly Moreau al bungalow que usaban como casa de traslado.

Pero salir del bunker lo privaba del placer de ver a la hermana de Kimberly hablar de él en la televisión nacional, y Gruber odiaba a Peccavi y a Roger por ello.