Cuatro

El pueblo de Mamou era la constatación de que, en efecto, existían lugares como los que imaginaba Jasmine cuando leía novelas ambientadas en el sur. Levantado en terreno relativamente llano, con plano de cuadrícula, era pequeño y, a juzgar por las apariencias, lo único que había cambiado en sus edificios en los últimos cuarenta o cincuenta años eran las sucesivas capas de pintura.

Según la página web a la que Jasmine había accedido la noche anterior, sólo había 1.600 viviendas en el pueblo. La mitad de ellas estaban ocupadas por sus dueños y la otra mitad alquiladas. Las que se veían desde la carretera no parecían muy impresionantes, pero Jasmine tampoco esperaba mansiones. La renta media del pueblo era de 218 dólares mensuales: una cifra que Jasmine apenas podía creer. Por ese dinero, en California no podía alquilarse ni una caseta para perros.

—Vaya —masculló, frenando para respetar una señal de límite de velocidad. Mamou no era Cleveland, donde ella había crecido, y sin embargo encontraba cierto parecido nostálgico entre las casas de madera del pueblo y su antiguo barrio. La sencillez de la arquitectura de principios del siglo XX le traía el recuerdo de los fines de semana de su infancia, pasados en casa de sus abuelos, antes de que éstos fallecieran. En California, su Estado de adopción, donde casi todas las ciudades parecían prósperas, nuevas y relucientes, faltaba ese salto atrás, esa querencia por las raíces americanas.

Jasmine redujo más aún la velocidad y paró en la primera gasolinera que encontró.

Antes de que pudiera desabrocharse el cinturón de seguridad, salió del garaje un hombre más o menos de su misma edad. Jasmine bajó la ventanilla para preguntar por Romain Fornier, pero el modo en que el hombre agachaba la cabeza y mascullaba al hablar le daba un aspecto un tanto extraño. Aquel encuentro recordó a Jasmine otra estadística que había leído en la red: según los últimos datos, en Mamou había 152 personas recluidas en hospitales mentales, un número muy superior a la media del Estado.

Se preguntó si aquel hombre habría salido hacía poco.

—¿Cómo ha dicho? —dijo, confiando en que él le aclarara lo que quería.

El hombre señaló el surtidor de gasolina, pero no dijo nada. Evidentemente, se proponía ayudarla y necesitaba indicaciones.

Jasmine no esperaba ayuda. En la mayoría del país, el servicio personal había sucumbido víctima de los recortes de gastos hacía casi dos décadas.

Jasmine salió, le dijo que le llenara el depósito de gasolina y deambuló luego por la tienda contigua al garaje; eligió una botella de zumo y un bollo y llevó ambas cosas a la caja registradora. Quería hablar con alguien sobre Romain Fornier, pero había deducido que era mejor no preguntarle al hombre, y ya había enfilado a la mujer de unos cincuenta años que atendía el mostrador.

—Hola —sonrió al dejar las cosas sobre el mostrador.

Vestida con vaqueros, jersey de cuello alto y chaqueta amplia, la dependienta apenas la miró.

—Hola.

—Es bonito, este pueblo.

—Un dólar con ochenta y cinco, por favor. Más la gasolina.

Jasmine le dio un billete de cincuenta.

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo en esta zona?

—Casi toda la vida —respondió la mujer, que seguía concentrada en la caja.

—Es agradable que alguien te ponga la gasolina.

Los ojos de la mujer se dirigieron rápidamente hacia la luna de la tienda. El hombre de fuera estaba echando un vistazo al aceite del coche.

—Lonnie hace lo que puede.

Jasmine no estaba segura, pero le parecía ver cierto parecido entre aquella mujer y el hombre de fuera.

—¿Son familia?

—Soy su madre. Lo único que tiene en esta vida, y seguramente lo único que tendrá.

Parecía cansada y abrumada. Jasmine reparó por primera vez en el polvo que cubría los productos de las estanterías.

—¿Es suya la gasolinera?

—Sí, desde que murió su padre el año pasado. Ahora estamos solos los dos.

Jasmine se sintió culpable por haber estado tan absorta en sus preocupaciones. Se dio cuenta entonces de lo obsesionada que había estado esos últimos días.

—Cuánto lo siento.

La mujer le dirigió una sonrisa fatigada.

—Yo también. Cuando estaba vivo, la mitad de las veces me daban ganas de echarlo a patadas. Siempre se iba a pescar y dejaba que cargara yo sola con la gasolinera y la tienda. Pero al menos lo tenía a él, ¿sabe? Al menos, volvía a casa conmigo —observó los progresos de su hijo, que había acabado con el aceite y estaba limpiando el parabrisas de Jasmine—. Y Lonnie estaba mejor antes de que muriera su padre.

Jasmine pensó en su padre. Había estado tan ocupada defendiéndose del dolor que le causaba su relación que en los últimos cuatro años sólo se habían visto una vez.

—A veces pasa.

—Pero a usted no, ¿eh?

Jasmine lamentó enseguida haber dejado entrever su historia personal.

—Mi padre vive todavía. Pero no estamos muy unidos.

—Pues no pierda el tiempo que le quede, cielo. Es el mejor consejo que puedo darle.

Jasmine no quería ningún consejo. Se las estaba arreglando bien, ¿no? Había salido de las drogas, había hecho algo con su vida. Era un progreso.

Recogió el cambio y se dio la vuelta para marcharse. No le apetecía preguntar por Fornier a aquella mujer. Aunque no se conocían, ambas habían revelado demasiado de sí mismas en aquella breve conversación. Había otras personas en el pueblo, se dijo. Pero la madre de Lonnie parecía por fin lo bastante interesada como para detenerla con la pregunta que Jasmine esperaba desde el principio.

—¿De dónde es?

—De California.

—¿Ha venido a ver el Fred's Lounge?

—No, no estoy haciendo turismo. Estoy buscando a alguien.

—¿Aquí?

—No sé si sigue en el pueblo, pero nació y se crió en Mamou.

—¿De quién estamos hablando?

La reticencia de Jasmine se esfumó en cuanto vio la oportunidad de preguntarle lo que le interesaba.

—De Romain Fornier.

Ella achicó los ojos. El precario vínculo que habían entablado estaba ya en peligro.

—¿Qué quiere de él?

—Confío en que pueda ayudarme.

—¿Ayudarla a qué?

—Mi hermana desapareció hace dieciséis años —Jasmine sintió un nudo en la garganta. Después de casi dos décadas, el dolor y la pena seguían aflorando en los momentos más inesperados. Tragó con dificultad e intentó continuar—. Sólo tenía ocho años.

Las profundas arrugas de su rostro indicaban que aquella mujer había llevado una vida dura. Seguramente el dinero escaseaba incluso en vida de su marido. Pero había en ella bondad auténtica, pese a su aparente lealtad hacia Fornier.

—Lo siento.

Jasmine parpadeó para contener las lágrimas.

—No pasa nada. No sé por qué lloro.

La mujer salió de detrás del mostrador.

—Llora porque le importa, cielo. Eso no hay quien lo pare. Pero más vale que no se acerque a T-Bone. Ese chico ha pasado por un verdadero infierno.

—¿T-Bone?

—Es su apodo. Antes lo llamábamos T-Boy, por una vieja tradición cajún, pero cuando tenía ocho años se metió en una pelea con un bruto tres años mayor que él y se llevó una buena zurra. Su mamére, que era una vieja muy supersticiosa, le dijo que enterrara una chuleta, que así se le curaría el ojo morado, así que él agarró el chuletón que su padre estaba asando en la parrilla y lo enterró. Y se llevó otra paliza —su risa se convirtió en una sonrisa melancólica—. Desde entonces lo llamamos T-Bone, que significa «chuletón». Antes era un buen chico. El mejor. Pero ahora... Vale más dejarlo en paz.

—No voy a hacerle nada malo.

—¿Y qué podría hacerle? Ha perdido todo lo que le importaba. No es el mismo de antes. Está tan en colére, tan enfadado, ¿entiende?, que se empeña en espantar a todo el mundo. ¿Para qué hacer que se sienta más misére?

Entre su acento y las palabras en francés, costaba seguir su discurso, pero estaba claro que misére significaba «desgraciado» o algo por el estilo.

—Entonces, ¿vive aquí? —Jasmine sintió una súbita esperanza, a pesar de la advertencia de su nueva amiga.

—No, vive cerca de Portsville, en los pantanos.

—¿Está muy lejos?

—A un par de horas al sureste, cerca de Grand Isle y Leeville, veinte minutos arriba o abajo. Mais, como le decía, me parece una pérdida de tiempo que vaya hasta allí. Casi no habla con nadie.

Por alguna razón, Jasmine no creía que Romain fuera tan hosco con sus congéneres como decía aquella mujer. Si la dueña de la gasolinera del pueblo lo conocía lo suficiente como para contar una anécdota de su niñez, era probable que Romain mantuviera aún contactos con la gente del pueblo.

—Estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario —dijo.

Lonnie había acabado con su coche. Entró en la tienda sonriendo como un perro tras atrapar un palo con los dientes, y su madre le puso una mano en el hombro para darle su aprobación.

—Gracias, Lonnie —dijo suavemente—. Algunas cosas deberían dejarse como están —le dijo a Jasmine.

—Esta no es una de ellas —sus lágrimas se habían secado; habían desaparecido tan rápidamente como habían llegado. De pronto, sentía una determinación feroz—. Fornier podría ayudarme a atrapar a un asesino.

La mujer arrugó las cejas.

—Ya mató a uno. ¿Qué más puede hacer?

—Parar a otro.

—¿Cómo?

—Dándome información.

La mujer frunció el ceño tercamente.

—Preferiría que no lo metiera en eso. No quiero que vuelva a prisión.

Jasmine abrió las manos con las palmas hacia arriba.

—Si alguien se mete en líos, seré yo. Tengo que detener al hombre que secuestró a mi hermana.

La mujer alisó el pelo de la parte de atrás de la cabeza de su hijo como si Lonnie tuviera diez años. Mentalmente, era probable que los tuviera.

—Siempre son los inocentes los que sufren —dijo. Luego suspiró—. No puedo darle su dirección. No tiene. Por lo que he oído, vive solo en los pantanos, sin servicio de correo, agua corriente ni electricidad.

Jasmine se desanimó.

—¿Cómo puedo encontrarlo?

—Portsville es muy pequeño, cielo. Si va allí, alguien la llevará. Y cuando lo vea, dígale que la manda Ya-Ya Collins. Puede que sirva de algo —frunció el ceño—. O puede que no.

—Gracias —dijo Jasmine sinceramente.

—Buena suerte buscando a su hermana.

Jasmine asintió con la cabeza, montó en su coche y cambió de sentido. Al parecer, iba a adentrarse en los pantanos, después de todo.

Ahora, a esquivar a los caimanes...

Las lápidas eran mala señal.

Tras cruzar varios pueblos cuyos muelles desaparecían en medio de una ciénaga opaca, aún más opaca a medida que caía la noche, Jasmine entró por fin en Portsville. El pueblo se levantaba en las marismas de Lafourche, casi en el extremo sur de la Luisiana. El cementerio estaba junto a la carretera, pero no se parecía a ninguno que Jasmine hubiera visto. Las tumbas pintadas de blanco relucían espectralmente, levantadas sobre medio metro de agua: la misma agua pantanosa que lamía suavemente los postes de teléfono que corrían paralelos a la autopista.

Jasmine se preguntaba cómo aguantaban sus pobladores cada nuevo huracán, cada tormenta. Hacía falta cierta dureza para resistir. Aquella gente tenía que amar su tierra mucho más de lo que ella había amado nunca un lugar. Siempre se había sentido un poco desarraigada. El motivo no era ningún misterio, claro, pero aun así envidiaba el apego que hacía falta para luchar por sobrevivir en un entorno como aquél. Para decir: «Este es mi hogar y aquí me quedo».

A juzgar por el grupito de casas de madera, la mayoría levantadas sobre pilares, y por el hotel de dos plantas, las dos gasolineras, la tienda de cebos y la cafetería, calculó que había unas cincuenta personas que habían decidido resistir allí. Y habría apostado algo a que la mayoría eran pescadores. La abigarrada colección de barcas que había en el muelle tenía que pertenecer a alguien. La fina rodaja de luna que iluminaba el cielo no le permitía verlas bien, pero estaba claro que no eran embarcaciones de recreo.

¿Y ahora qué? Paró en una de las gasolineras, pero estaba cerrada, lo mismo que la otra. ¿Debería haber vuelto al hotel y haber salido al día siguiente, a primera hora de la mañana?

Ahora que había oscurecido, no tenía ni idea de cómo podía encontrar a Fornier en los pantanos. Y no estaba segura de querer quedarse en el hotel de tejado de chapa que colgaba sobre el agua.

Miró su reloj. Eran las siete y media. Nueva Orleans estaba sólo a una hora y media al noreste. Si volvía, llegaría a una hora razonable. Pero tenía hambre y estaba cansada, y detestaba la idea de perder otro día en aquella búsqueda, sobre todo si resultaba que Fornier no podía o no quería ayudarla.

Dejó el coche en el aparcamiento, cuyo suelo estaba compuesto principalmente de caracolas aplastadas, y entró en el hotel, donde encontró a un hombre corpulento, tan desgastado por la intemperie como el embarcadero por el que Jasmine acababa de pasar.

—¿Quiere una habitación? —los botones de su camisa de franela se tensaban, intentando cubrir su pecho de barril, y le faltaban los dedos de la mano izquierda, pero le lanzó una sonrisa mellada y acogedora.

—Sí. Pero primero confiaba en que pudiera ayudarme a encontrar a una persona.

—¿A quién?

—A T-Bone —supuso que no podía haber más de un T-Bone en un pueblo de cincuenta habitantes, ni siquiera en territorio cajún, de modo que no mencionó el apellido de Romain: confiaba en que de esa manera pareciera que lo conocía bien.

—T-Bone vive más abajo, en los pantanos, cerca de Port Fourchon.

Más abajo. Qué bien. Jasmine no creía que pudiera ir mucho más abajo sin meterse en el Golfo de México, lo cual significaba que Fornier no podía estar muy lejos.

—¿Puede decirme cómo llegar hasta allí?

Él se quedó mirándola un momento.

—¿La espera él?

Jasmine sopesó la idea de decirle la verdad, pero la descartó. No podía arriesgarse a que le contestara con evasivas. Necesitaba la ayuda de aquel hombre y estaba dispuesta a tergiversar un poco la verdad para conseguirla. Era lo que haría cualquier investigador privado, pero aun así se sentía culpable.

—La verdad es que quería darle una sorpresa —compuso una sonrisa coqueta—. Me manda una amiga suya de Mamou. ¿Conoce a... Poppo? —improvisó rápidamente.

—No.

—Pues cree que somos perfectos el uno para el otro —continuó—. Mi marido me ha dejado y me apetece conocer a alguien nuevo, y Poppo dice que T-Bone necesita una mujer, aunque no lo reconozca.

El hombre levantó las cejas, pero enganchó los pulgares en los tirantes del mono y sonrió. Sin duda le parecía inofensiva, y bajó la guardia.

—No sabe cuánto me alegra verla. A ese pobre muchacho le hace mucha falta, ya lo creo que sí. Sólo viene por el pueblo un par de veces al mes. Y me parece que el resto del tiempo no ve ni a un alma.

—Y estamos en Navidad.

—Qué sorpresa tan agradable.

—Entonces... ¿puede decirme cómo llegar?

—No veo por qué no. Vaya diez u once kilómetros hacia el sur, por la autopista —señaló con uno de sus dedos retorcidos hacia la puerta que había tras ella—. Y luego tome Rappelet Road. Cuando lleve recorrido un kilómetro, más o menos, verá una carretera que lleva hacia bahía Champagne. T-Bone andará por allí, en el pantano.

En el pantano. Uf.

—¿Hay que torcer a la izquierda o a la derecha? —necesitaba que las indicaciones fueran lo más precisas posibles. No quería perderse en un lugar que le daba tanto miedo.

El hombre sacó un papel de debajo del mostrador y dibujó un tosco croquis.

—Si va por aquí, llegará aquí.

Ella apenas entendía la letra.

—No me perderé, ¿verdad? —preguntó, temerosa. Y eso fue lo único que hizo falta. Con un movimiento más rápido de lo que Jasmine habría esperado en un hombre de su edad, el dueño del hotel volvió a meter la mano bajo el mostrador y sacó un letrero que decía: Salí a pescar. Enseguida vuelvo.

Diez minutos después, el pescador guió a Jasmine hasta una cabaña de buen tamaño que se alzaba en una zona de terreno seco, entre una espesura de ahuehuetes y pacanas intercalada de hierbas de las marismas. El musgo negro que colgaba de los árboles tapaba la poca luz que podría haberse filtrado por las ramas, y hacía que pareciera mucho más tarde de lo que era.

Al acercarse con el coche, vio el parpadeo de una lámpara o una vela dentro de la cabaña. Había alguien en casa, pero su guía no acercó su camioneta. Dio media vuelta, metiendo los neumáticos del lado derecho prácticamente en el agua, y se detuvo al llegar a su lado. Jasmine bajó la ventanilla.

—Ahí es —gritó el dueño del hotel, casi colgando fuera de la camioneta.

Jasmine apretó con más fuerza el volante.

—¿Se va?

—Tengo que volver al hotel.

—Ya —Jasmine observó la casa de Fornier. Tal vez no había sido buena idea ir allí al anochecer. El hombre que vivía en aquella cabaña había matado a otro a sangre fría. Había circunstancias atenuantes, claro, pero aun así...—. Me guardará una habitación, ¿verdad? —preguntó—. Volveré esta noche. Si no aparezco dentro de una hora, aproximadamente, puede venir a buscarme.

El dueño del hotel se rió y dio una palmada a la puerta, haciendo tanto ruido que un hombre corpulento salió a la puerta de la cabaña. Silueteado por la luz del interior de la casa, se quedó parado delante de la puerta, con las piernas separadas y los brazos en jarras, como si fuera el rey del pantano y le fastidiara aquella intromisión.

Fornier no sólo había matado a un hombre, sino que había perdido a su mujer y a su hija. Y había estado en prisión. ¿Estaría cuerdo aún?

Jasmine carraspeó.

—O... ¿no podría esperarme unos minutos?

El cajún echó la cabeza hacia atrás y volvió a reírse.

—No va a hacerle daño, pequeña. Yo le confiaría a mi propia hija a ese hombre.

—Ya. Y no me dejaría aquí, si hubiera algún peligro.

—Claro que no. Es un buen hombre.

Un buen hombre... Fornier había sufrido mucho y había vengado la muerte de su hija. Eso no significaba que fuera un buen hombre. Pero había sido idea suya ir hasta allí, y tal vez fuera más fácil que Fornier se sincerara con ella si estaban a solas. No era fácil hablar de lo que habían vivido los dos.

El viejo del hotel esperó a que ella avanzara y luego se alejó. Jasmine vio desaparecer sus faros traseros por el espejo retrovisor antes de fijar toda su atención en la fornida silueta que ocupaba la puerta.

«No seas cría», se dijo. Eran sólo las ocho de la tarde. Ya que estaba allí, tenía que intentar aprovechar el tiempo.

Fornier no hizo intento de acercarse a ella ni siquiera cuando Jasmine aparcó y salió del coche. Cruzó los brazos y se inclinó contra el quicio mientras la miraba con aire escéptico. O eso le pareció a Jasmine. Era difícil estar segura. Sólo distinguía sus rasgos generales. Era alto; medía alrededor de un metro noventa; diez centímetros más que ella, al menos, tenía una complexión delgada y musculosa y una actitud reconcentrada y alerta, como un animal que acechara a su presa. Su pelo, más bien largo, le daba cierto aire de indiferencia o temeridad, pero por lo demás tenía una apariencia muy... íntegra. Incluso por cómo iba vestido.

Al llegar a su lado, Jasmine se dio cuenta de que sus vaqueros descoloridos y su camiseta de manga larga estaban limpios y olían a humo de leña. Notó además que había interrumpido un momento de relajación, porque Fornier no llevaba zapatos.

—Supongo que tendrá alguna razón para estar aquí —su lento acento sureño era casi tan engañoso como su actitud indiferente.

—Me manda Ya-Ya Collins —Jasmine juntó las manos para controlar sus nervios—. De Mamou.

—Sé dónde vive Ya-Ya —su voz era áspera como la corteza de un árbol, pero, al verlo mejor, Jasmine notó que las fotografías de los periódicos no le hacían justicia. En persona era mucho más atractivo—. ¿Cómo consiguió convencerla? —preguntó él.

—Le dije la verdad sobre por qué quería hablar con usted.

Él tenía la cara envuelta en sombras, pero Jasmine tuvo la impresión de que la recorría con la mirada, calibrándola y sacando sabía Dios qué conclusiones.

—¿Y cuál es?

—No soy periodista.

Él no pareció especialmente aliviado.

—El proceso de eliminación podría llevarnos un tiempo. Quizá deberíamos empezar por lo que sí es.

Jasmine ignoró el sarcasmo.

—Es usted tan amable como esperaba.

—No recuerdo haberla invitado a mi casa.

—He venido porque confiaba en que pudiera responder a algunas preguntas.

Él levantó un hombro con indiferencia.

—Si tiene algo que ver con la última década, no tengo nada que decir. He dejado atrás el pasado.

Saltaba a la vista que no era así, o no viviría como un ermitaño.

—Es sobre el hombre que mató a su hija.

—Cómo no —él se frotó el cuello con una mueca—. Debería haber dejado el motor en marcha —dijo por fin, y luego se apartó del quicio de la puerta como si pensara volver a entrar y dejarla allí plantada. Seguramente lo habría hecho, si ella no hubiera parado la puerta.

Fornier deslizó la mirada entre su mano y su cara, pero no la obligó a apartarse.

—Hace dieciséis años, un hombre se llevó a mi hermana de nuestra casa mientras yo la cuidaba —dijo Jasmine.

—Lo lamento mucho, pero eso no tiene nada que ver conmigo —Fornier le hizo apartar la mano y cerró la puerta con un clic.

—Nunca la encontraron —añadió Jasmine levantando la voz para que la oyera a través de la puerta—. Pero hace tres días recibí un paquete. Contenía la pulsera que llevaba mi hermana el día que desapareció.

No hubo respuesta.

—El paquete procedía de Nueva Orleans, señor Fornier. Creo que ese hombre está aquí... en alguna parte.

Nada aún.

—¿Señor Fornier?

Jasmine, que empezaba a perder los nervios, se preguntó qué hacía allí parada, en medio de una ciénaga, molestando a un hombre que ya había sufrido bastante. Pero aquella extraña coincidencia, la similitud entre el caso de su hermana y el de su hija, tenían que significar algo. Estaba segura de ello.

—En el paquete había una nota. Una nota escrita con sangre —esperó unos segundos para que él asimilara la noticia antes de continuar—. Igual que el nombre de su hija escrito en la pared. Ese tipo de conducta se denomina «rúbrica». Es un acto innecesario surgido de una compulsión o un deseo peculiar del asesino, y varía de un criminal a otro. Así que es muy extraño que dos asesinos hagan lo mismo dentro del mismo marco temporal. Y los dos tienen vínculos con esta zona.

Al ver que Fornier seguía sin responder, apoyó la frente contra la puerta. Ya-Ya Collins la había advertido, pero ella había pensado que podría ganarse la confianza de Fornier.

—¿Me está escuchando, señor Fornier?

Una rana croó a lo lejos... y, mucho más cerca, algo se lanzó al agua con un chapoteo.

Petrificada por aquel sonido, que le parecía de mal agüero, Jasmine miró hacia su coche. Tenía muchas más cosas que contarle, pero era inútil. Fornier no quería ayudarla.

—Ya. Gracias por nada —masculló, y volvió a su coche. Había abierto la puerta y se disponía a entrar cuando él salió de la cabaña. No dijo nada; se quedó allí, mirándola. Era imposible saber lo que estaba pensando.

Jasmine se agarró al marco de la ventanilla de su coche y lo miró.

—Me alojo en el hotel del pueblo, si cambia de idea.

—Podemos hablar aquí —dijo Fornier, y le dejó la puerta abierta.