Siete
¿Cómo demonios lo sabía?
Tres días antes, Romain se había cortado en la pierna con un clavo que sobresalía de uno de los maderos que estaba usando para construir el porche de su cabaña. Seguramente debería haberse puesto la vacuna contra el tétano, pero para eso tenía que ir al pueblo y presentarse en la consulta del médico, y no le apetecía especialmente. Así que había decidido confiar en que no pasara nada malo y últimamente había notado que la herida empezaba a curar. Se había olvidado por completo de ella hasta que Jasmine le hizo aquel comentario en la cafetería. Él, desde luego, no se lo había dicho a nadie.
Dejó la compra que había hecho sobre la encimera de la cocina, entró en el dormitorio, se bajó los pantalones y se miró el muslo derecho.
Efectivamente, todavía tenía un arañazo. Se notaba bastante, pero estaba en un sitio que nadie veía desde hacía muchísimo tiempo.
—Será posible —aquella mujer tenía habilidades sumamente extrañas, y eso lo ponía aún más nervioso. Nunca había creído en lo sobrenatural. Su mamére le había dicho muchas veces que una de cada tres mujeres era bruja; pero como él nunca había podido distinguir cuáles de ellas lo eran y cuáles no, las trataba a todas bien. Había crecido oyendo aquellos cuentos y había aprendido a desdeñarlos como lo que eran: supersticiones.
Así pues, ¿qué era Jasmine? ¿Una farsante... o una bruja auténtica?
Oyó que llamaban a la puerta y se preguntó si ella habría decidido posponer su regreso a Nueva Orleans. Teniendo en cuenta lo que tenía ganas de hacer, Romain no habría acogido del todo mal su compañía. Sobre todo ahora que sabía que ella lo había visto sin ropa, aunque no se explicara cómo. Su revelación dejaba claro que Jasmine no se oponía tanto como quería hacerle creer a lo que le había propuesto la noche anterior.
Pero, por otro lado, su don le asustaba, lo mismo que sus intenciones. Su viaje llevaba derecho al pasado, un lugar al que Romain no quería regresar.
—¡T-Bone! ¿Estás ahí? ¡T-Bone!
—Hablando de brujas —masculló, y se acercó a la puerta.
—¿Te has olvidado de la pobre Mem, chico?
Al irse a vivir al pantano, Romain había descubierto que Mem vivía aún más pobremente que él. Al principio, ella se negaba a abrir la puerta y él tenía que dejar en el porche lo que le hubiera llevado. Ahora tenía el problema contrario. Mem estaba siempre atenta a su camioneta y esperaba ansiosamente los víveres que él le llevaba.
—¿Alguna vez me olvido de ti? —preguntó Romain. Le había comprado comida, pero tenía tanta prisa por ver si quedaba algo de la herida del clavo que no se había parado en su casa. Sabía que, si podía, Mem le encargaría alguna tarea; que le arreglara el tejado o una ventana, o alguna cosa así.
—No.
—Exacto. Y hoy tampoco —señaló con la cabeza hacia su camioneta—. Anda, monta. Te llevo a casa con la compra —le dijo.
—¿Qué me has traído? —preguntó Mem.
—Huevos, mantequilla, harina y azúcar. Lo de siempre.
Ella se apoyó en el bastón. Su cara arrugada tenía una expresión ansiosa y extasiada.
—¿Y café?
—Claro que sí —también le había comprado bollos, pero eso no hacía falta que lo supiera.
—Qué buen chico eres. Tu mamére, Dios la tenga en su gloria... —hizo la señal de la cruz con su mano artrítica—, estaría orgullosa de su T-Bone, que nunca se olvida de la vieja Mem. No, no se olvida. Y para él hago yo mis hechizos más potentes.
—Es un trato justo —dijo él para salvar el orgullo de la anciana.
—Sí —asintió con la cabeza cana—. Te he traído esto —metió la mano en un pliegue de su vestido marrón, ancho como un saco, y sacó una bolsita llena de hierbas. Le hacía una nueva casi cada semana—. Te dará poder. Poder para conseguir todo lo que quieras.
Nada podía devolverle a Adele. Ni a Pamela. Pero Romain se obligó a aceptar la bolsita.
—Me doy por satisfecho con que tengamos los dos lo suficiente para comer —refunfuñó.
—Siempre encuentras gambas y cangrejos a montones —dijo ella—. Es por la magia. Por mi magia.
Romain opinaba que su éxito en la pesca de gambas y cangrejos tenía más que ver con su esfuerzo que con bolsitas llenas de hierbas, pero dejaba que Mem creyera que valoraba lo que hacía por él; a fin de cuentas, no hacía daño a nadie.
—Ya —masculló.
—Anoche había un coche aquí —dijo ella alzando la voz sospechosamente.
Su brusco cambio de tema hizo sonreír a Romain. Sin duda Mem se moría de ganas por saber quién era Jasmine desde que la había visto llegar.
—Era sólo otra bruja —bromeó.
Esperaba que ella se riera de su respuesta. Pero los ojos de Mem se oscurecieron y sus pupilas se encogieron hasta alcanzar el tamaño de cabezas de alfiles.
—Esa te traerá mala suerte. Dile que no se acerque —hizo un aspaviento y echó a andar hacia la camioneta.
Romain vaciló antes de seguirla. Mem siempre estaba haciéndole advertencias. «Hoy no salgas al pantano, T-Bone... Ten cuidado con la tormenta que se está preparando... Este año los huracanes van a ser terribles, acuérdate de lo que te digo». Para ella, algo tan inofensivo y natural como una rama rota podía ser un augurio de mala suerte. Era demasiado supersticiosa y estaba empeñada en cuidar de Romain, quisiera él o no. Hoy, sin embargo, las palabras de la anciana estaban tan en consonancia con sus preocupaciones que Romain no pudo desdeñarlas sin más.
—Te preocupas demasiado —le dijo.
Ella se detuvo el tiempo justo para tocarse la sien con un dedo retorcido.
—Mem lo sabe.
Y esta vez Romain se preguntó si tendría razón.
Mientras esperaba a que se hiciera lo bastante tarde para visitar el Big Louise, Jasmine llamó a todos los departamentos de policía y oficinas del sheriff de Colorado preguntando por el detective Huff. Cuando acabó y empezó a llamar a la corta lista de oficinas de la guardia rural, empezaba a darse cuenta de que, aunque Huff se hubiera traslado a Colorado tras dejar Luisiana, no tenía por qué seguir allí.
Pero al menos concentrarse en aquellas llamadas la ayudaba a olvidarse de Romain Fornier, el cual se había convertido en un tema recurrente. No se habría preocupado tanto si la inquietud que sentía se hubiera limitado a lo que Romain le había contado acerca del nombre de Adele escrito en la pared de aquel cuarto de baño. Pero no se trataba sólo de eso. Con frecuencia se descubría mirando la cama del rincón de su habitación en el hotel e imaginándose allí con él, lo cual era un indicio del efecto que había surtido Fornier sobre ella, pese a que apenas se conocían.
—¿Qué me está pasando? —se preguntó, y se sobresaltó cuando oyó una respuesta.
—¿Perdone?
Había olvidado que ya había marcado un número, y no se había dado cuenta de que alguien había descolgado al otro lado de la línea.
—¿Es la oficina de la guardia rural de Bayfield?
—Sí, aquí es.
—¿Trabaja ahí un tal Alvin Huff?
—¿Ha dicho Alvin Huff?
—Sí. H-u-f-f.
—Lo siento, no conozco a nadie con ese nombre.
—Gracias —Jasmine colgó con un suspiro y movió el dedo hasta la siguiente oficina de la lista. La mayoría de las oficinas de la guardia rural estaban en municipios de unos 1.600 habitantes. No se imaginaba al detective Huff dejando Nueva Orleans para instalarse en un pueblecito del oeste, en plenas montañas Rocosas. Seguramente todo aquello era una pérdida de tiempo. Pero tenía aún unos minutos antes de marcharse y decidió hacer un par de llamadas más.
La siguiente en la lista era la oficina de Cristal Butte. Jasmine se aclaró la garganta, marcó y, de nuevo, preguntó por Huff.
—Un momento, por favor.
—¿Está ahí? —dijo casi gritando, y se levantó de un salto del asiento.
—Voy a comprobarlo —respondió la mujer, obviamente sobresaltada.
—Gracias. Muchas gracias.
Jasmine empezó a pasearse por su pequeña habitación mientras esperaba.
—Que esté ahí —musitaba—. Que esté ahí.
La voz de la mujer volvió a sonar por el teléfono.
—Lo siento, el ayudante Huff se ha marchado ya. ¿Quiere que le dé algún mensaje mañana, cuando vuelva?
—Sí. Por favor, dígale que ha llamado Jasmine Stratford, de El Último Reducto, una asociación de apoyo a las víctimas con sede en California. Necesito hablar con él. Es urgente.
—¿Quiere que lo llame al móvil para darle su mensaje, señorita Stratford?
—Si fuera tan amable.
—Claro, no hay problema.
—Le agradezco mucho su ayuda —Jasmine le dio su número de móvil y colgó. Luego empezó a pasearse otra vez. Pero, cuando llamó, Huff no se mostró muy amable.
—Me han dicho que necesitaba hablar conmigo.
—Sí. Soy Jasmine Strat...
—Sé quién es.
Ella se detuvo.
—¿Lo sabe?
—He buscado su nombre en Internet cuando me han dado el mensaje. Dirige una asociación en California. A veces trabaja como asesora del FBI y otros cuerpos de policía, y ha ayudado a resolver algunos casos importantes. Salió en Los más buscados de América el veinticuatro de noviembre y gracias a su intervención en el programa pudo detenerse a un pederasta. ¿Me dejo algo en el tintero?
«La amabilidad, para empezar».
—Sí, una cosa: que mi hermana fue secuestrada hace dieciséis años y que me propongo averiguar qué fue de ella. Por eso lo llamo.
—Si no recuerdo mal, a su hermana la secuestraron en la casa de su familia en Cleveland.
¿Si no recordaba mal? Jasmine estaba segura de que Huff se hallaba sentado delante del ordenador, leyendo toda la información que había obtenido sobre ella.
—Así es. Pero la caja que acabo de recibir con la pulsera que llevaba mi hermana llevaba matasellos de Nueva Orleans. Y la nota que acompañaba a la pulsera estaba escrita con sangre y tenía la misma mezcla de letras mayúsculas y minúsculas y esa extraña «e» que se atribuyó a Moreau cuando escribió el nombre de Adele Fornier en la pared de ese cuarto de baño.
—¿Que se le atribuyó? —repitió él.
—Eso he dicho.
—Moreau asesinó a esa niña. Estoy seguro de ello.
La pasión de su voz era inconfundible.
—Si eso es cierto, Moreau debe de estar vivo aún. Porque quien me mandó ese paquete lo hizo hace sólo una semana. Y no puedo creer que haya dos personas con la misma rúbrica, ¿usted sí?
—Moreau está muerto.
—Entonces, ¿cómo explica la coincidencia?
—Yo no estoy explicando nada. Sólo le estoy diciendo que en la casa de Moreau había demasiadas pruebas. Es imposible que el asesino fuera otro. Había unos pantalones con sangre de la niña, un vídeo en el que Moreau la torturaba sexualmente, y hasta una de sus horquillas.
—Tiene que haber una explicación.
—Si la hay, yo no la tengo. Ese caso casi arruinó mi carrera. Y a Romain Fornier, por el que siento un inmenso respeto, le costó mucho más que a mí. No quiero saber nada de lo que pasó en Nueva Orleans.
Jasmine había creído que sentiría más curiosidad por los datos que acababa de darle. Obviamente, se había equivocado. Huff estaba demasiado quemado.
—¿Qué me dice de Pearson Black? —preguntó.
Hubo un momento de silencio, como si el cambio de tema lo pillara por sorpresa.
—¿Qué pasa con él?
—Fornier me dijo que se entrometía constantemente en la investigación, que su interés no parecía pasajero.
—Black era una escoria. Habría vendido su alma por doscientos pavos.
—¿Cree que alguien lo soborno para que echara por tierra su caso?
—Sí, eso es exactamente lo que creo.
—¿Quién habría puesto el dinero?
—La madre de Moreau, o su hermano. Cuando un policía está dispuesto a vender barata su integridad, casi cualquiera puede comprarla. Es posible que fuera el propio Moreau quien prometió pagarle. Black lo visitó en prisión muchas veces. Decía que estaba investigando su mente criminal, que pensaba escribir un libro.
—No creo que llegara a escribir el libro, pero tengo entendido que durante un tiempo escribió un blog.
—No le recomiendo que lo lea, a no ser que tenga un estómago a prueba de bombas.
Su segunda advertencia. Jasmine apenas podía imaginar lo que encontraría allí.
—No lo tengo, señor Huff —más bien al contrario, en realidad—. Pero estoy decidida a averiguar por qué ese caso parece estar tan estrechamente relacionado con el de mi hermana. ¿Sabe cómo puedo acceder a su blog?
—Le estoy diciendo que no está relacionado. No puede estarlo.
—Tiene que estarlo.
Esta vez fue Huff quien suspiró.
—Es bastante fácil de recordar, gracias al sentido del humor de Black. Vaya a HYPERLINK «http://www. historiasdepoliciasparanodormir.com».
Jasmine anotó la dirección en la hoja con las direcciones de los departamentos de policía que había impreso en el vestíbulo del hotel.
—¿Le gusta trabajar en la guardia rural?
—Me encanta. ¿No se me nota? —dijo él, y colgó.
Jasmine frunció el ceño al dejar el teléfono. No había conseguido de Huff tanto como esperaba. Deseó de pronto que la llamaran del laboratorio para decirle qué habían sacado en claro de la nota. Pero los técnicos le habían dicho que tardarían al menos tres semanas.
Todos sus conocidos estaban muy lejos de Luisiana y las Navidades estaban al caer: tres semanas parecían una eternidad. Cuando tuviera noticias del laboratorio, sería mediados de enero.
Pensó un momento en Romain... otra vez. ¿Pasaría las fiestas en los pantanos? ¿Cómo sobrevivía en aquel aislamiento día tras día?
«Olvídate de Fornier». Tenía cosas que hacer.
Recogió la llave de la habitación y bajó al vestíbulo. Eran las nueve y media de la noche; era probable que ya hubiera algún guardia de seguridad en el Big Louie. Pero primero quería echar un vistazo al blog de Black. Le parecía conveniente saber un poco más sobre el ex policía antes de enfrentarse a él en un aparcamiento a oscuras.
No fue la cantidad de violencia que encontró en el blog lo que sorprendió a Jasmine. Para eso estaba preparada. Fue el desprecio. Los comentarios de Black, incluso sobre una multa de tráfico, lo pintaban como el único individuo «normal» involucrado en cada incidente que narraba. Aseguraba estar hastiado. Se quejaba de ello una y otra vez. Pero Jasmine tenía la impresión de que le encantaba el poder que le daba el uniforme. Sus quejas acerca de lo que se encontraba cada día eran sólo una excusa para hablar libremente, y expresaban una falta de respeto hacia el ciudadano medio y un cinismo tales que Jasmine apenas podía soportarlos.
Se preguntaba si Black era consciente de que aquellos «gilipollas» a los que denigraba por cualquier infracción de tráfico sin importancia eran los mismos que pagaban su salario. Si así era, no entendía el concepto de «funcionario público». Especialmente en lo relativo al «público».
—Es usted todo un personaje, señor Black —masculló Jasmine mientras leía por encima los espeluznantes detalles que Black narraba en su blog acerca de un asesino en serie colombiano. Como en las entradas anteriores, se concentraba sobre todo en las obsesiones más enfermizas del asesino, deleitándose en todo lo repugnante e inhumano, y ofrecía sus propias hipótesis. Pero Jasmine ya conocía los crímenes de Pedro Alonso López y no respetaba lo suficiente a Black como para interesarse por la verborrea llena de petulancia con la que exponía sus teorías. Le interesaba más cómo se enfrentaba a las cosas cotidianas que su fascinación por un psicópata con más de trescientas muertes en su haber.
Bajó un poco y leyó una entrada titulada Rubia y tonta que databa de catorce meses atrás. Según Kozlowski, había sido poco después cuando lo habían despedido.
No falla. Si una mujer ve alguna oportunidad de librarse de una multa, es capaz de hacer casi cualquier cosa por conseguirlo.
Hoy he parado a una tía. Como no puedo usar su verdadero nombre, la llamaremos Lola. Me acerco, ella baja la ventanilla y de pronto me encuentro mirando a una mujer retocada a más no poder: labios de Botox, canalillo de silicona hasta las rodillas, melena rubia, seguramente de bote, uñas rojas postizas y montones de maquillaje. Parecía una actriz porno, vosotros ya me entendéis. Una de ésas que hacen que se te pongan los ojos en blanco... y que se te ponga dura otra cosa. Iba a toda leche, claro. Por eso quería tener una charla con ella.
—¿Qué he hecho, agente? —me dice con los ojos como platos: la efigie misma de la inocencia.
Le digo que ha sobrepasado el limite de velocidad, le pido que me enseñe el permiso de conducir y, naturalmente, se echa a llorar No lo tiene. No lo lleva en el bolso, por lo menos. Me cuenta las excusas de siempre. Dice que perdió el bolso hace poco. Yo sonrío, pero sigo rellenando la denuncia. Así que ella cambia de táctica y me pregunta con voz sensual:
—¿Puedo hacer algo para que me perdone, agente? Para que me deje marchar, quiero decir. No tengo dinero para la multa, y mi novio me matará si vuelven a subirme el seguro.
¿Su novio le paga el seguro? En ese momento me pregunto si su novio será aún más tonto que ella. Lo que son capaces de hacer algunos tíos por echar un buen polvo, ¿eh?
Eso era todo: fin del relato.
¿Por qué había escrito Black sobre una multa de tráfico rutinaria?
Jasmine comprobó la fecha de sus otras entradas. Black había colgado aquélla de repente, sin venir a cuento, después de tres semanas sin escribir nada, y la siguiente entrada era de diez días más tarde. Era la única anotación que no incluía tripas, sangre y misterios a lo Sherlock Holmes. En la siguiente entrada se refería también al «bombón rubio», como si su encuentro con ella hubiera sido algo fuera de lo corriente.
Sin duda en la vida de un policía tenía que haber incidentes más interesantes que recibir proposiciones de una mujer ligera de cascos. Eso tenía que ocurrir de cuando en cuando, ¿no? Sobre todo, si el policía en cuestión parecía presa fácil de tales insinuaciones; por mirar el canalillo «hasta las rodillas» de la implicada, por ejemplo. A fin de cuentas, el contacto con mujeres desesperadas y con pocos escrúpulos era propio del oficio.
Jasmine volvió a leer aquella entrada. «Lo que son capaces de hacer algunos por un buen polvo». ¿Cómo sabía Black que la rubia tenía «un buen polvo»?
Jasmine se echó de pronto hacia atrás. ¿Habría aceptado su oferta? Algo había pasado, desde luego.
«Parecía una actriz porno, vosotros ya me entendéis. Una de ésas que hacen que se te pongan los ojos en blanco... y que se te ponga dura otra cosa». Le gustaba lo que había visto esa noche. Le gustaban las ventajas que a veces le proporcionaba el hecho de ser policía.
—¿Ocurre algo?
Jasmine miró a la hija de la señora Cabanis, que la observaba desde el mostrador de recepción.
—No, ¿por qué?
—Ha puesto... cara de asco.
Y con toda razón. Le repugnaba que a un hombre como Black se le hubiera permitido llevar una insignia policial. ¿Era él quien había filtrado la información acerca del registro ilegal? Y, si era así, ¿qué había obtenido a cambio? Tras leer su blog, Jasmine estaba convencida de que Pearson Black nunca hacía nada que no lo beneficiara de alguna forma.
Jasmine estaba segura de que era Black, aunque estuviera más delgado que en la fotografía de su blog. Había convertido la grasa en músculo. Al menos, eso le parecía a Jasmine. Al pasar junto a él en el coche, no vio ni rastro de barriga, ni de papada. Era un hombre alto y de cuello ancho, con la chaqueta del uniforme desabrochada a pesar del frío, y que obviamente se tomaba muy a pecho el levantamiento de pesas. Con aquella complexión, la cara ensombrecida por un asomo de barba y el pelo tan revuelto que Jasmine se preguntó si se habría molestado en peinarse antes de salir de casa, parecía tan malvado y peligroso como un Pitbull. Como si tuviera que llevar un collar de pinchos.
Apoyado en un coche, a la luz mortecina del aparcamiento, fumaba un cigarrillo tras otro. El local al que se había referido Kozlowski se llamaba Shooters y estaba entre una licorería y una tienda de saldos, justo al lado del Big Louie. Jasmine frunció el ceño al verlo.
Encontró un hueco entre el bar y el supermercado, se aseguró de que llevaba encima el spray antiagresiones, apagó el motor y salió. Era improbable que el ex policía fuera peligroso; no tenía antecedentes violentos. Pero no era él el único que le preocupaba. El bar tenía rejas de hierro en las puertas y las ventanas y pintadas en las paredes, igual que el supermercado y que casi todas las casas y tiendas en tres manzanas a la redonda. Aquél no era barrio para que una mujer anduviera sola. Y Jasmine no estaba segura de que Black quisiera arriesgarse a defenderla, a pesar de sus músculos y del emblema de la empresa de seguridad que llevaba en el coche.
Mientras cruzaba el aparcamiento, intentó percibir si estaba a salvo. Pero no sintió nada que le sirviera de guía, excepto un estado general de nerviosismo: lo que habría sentido cualquiera, suponía. A fin de cuentas, no podía usar su don a capricho. De vez en cuando sospechaba que tal vez fuera posible desarrollar sus poderes extrasensoriales hasta ese punto, pero ello tenía demasiados inconvenientes. Volverse más sensible a ellos equivaldría a verse asaltada constantemente por pensamientos y emociones ajenos, y no quería vivir así. Bastante difícil le resultaba ya tener que analizar lo que percibía cuando estaba trabajando en un caso.
Los tacones de sus botas repiqueteaban en el asfalto mientras caminaba. Al ver que se acercaba, Black se incorporó y exhaló el humo hacia un lado.
—Tiene que haberse perdido —dijo, mirándola de arriba abajo.
Ella esperó hasta que Black la miró a la cara.
—¿Tan fuera de lugar parezco?
—¿Ha visto a las mujeres de este vecindario?
Lo cierto era que había visto más hombres que mujeres. Había varios en la puerta del bar hablando y mirándola. Uno había silbado al verla salir del coche, y otro estaba comentando lo bien que le sentaban los vaqueros.
—¿Son de ésas que hacen que a uno se le queden los ojos en blanco y se le ponga dura otra cosa? —preguntó ella, levantando una ceja.
Black se echó a reír, enseñando un colmillo.
—No, son putas y drogadictas. Ni la mitad de guapas que usted. Y nada tentadoras para mí.
Ella ignoró su comentario.
—Pero la rubia sí era una tentación, ¿no? ¿Lola? Esa a la que paró hace un año por exceso de velocidad.
—Sí, lo era. Hasta que descubrí que era un tío.
Jasmine no supo qué responder.
—Está de broma, ¿no?
Black se rió suavemente.
—No.
—¿Cómo lo descubrió?
—Cuando insistí en que no podía aceptar el permiso de conducir que me dio, y que estaba a nombre de Henry Hovell, ella, o él, decidió enseñarme pruebas.
—¿Por qué no lo escribió en su blog? Habría sido un final interesante para su historia.
—Porque me parecía atractiva como mujer. Y no quería que se rieran de mí en comisaría —dio una larga chupada a su cigarrillo—. Pero que yo sepa sigo despedido, así que no puede ser usted de Asuntos Internos.
—No.
—Entonces, ¿qué hace aquí?
—Quiero hacerle unas preguntas.
Él volvió a mirarla de arriba abajo.
—¿Y para eso ha venido hasta aquí?
—Es sobre el caso Fornier.
La sonrisa de Black desapareció y, con ella, aquel único y desagradable colmillo.
—Yo no trabajé en ese caso.
—Tengo entendido que lo siguió muy de cerca.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Unos amigos suyos, en comisaría.
—Yo no tengo amigos en comisaría.
—Los policías suelen estar muy unidos entre sí. ¿Por qué usted no encajaba?
—No soportaban que fuera mejor policía de lo que lo serán ellos jamás.
¿Y su blog era una prueba de ello? Jasmine no lo creía.
—¿Estaba empeñado en probarlo? ¿En demostrárselo?
—No recuerdo que me haya dicho su nombre —dijo él en lugar de responder.
Jasmine le dio su tarjeta.
—Jasmine Stratford. Pertenezco a una asociación de víctimas de delitos violentos de California.
Él no pareció reconocerla.
—Está muy lejos de casa.
—También me dedico a hacer perfiles psicológicos por mi cuenta, y tengo motivos para creer que Fornier mató a quien no debía al disparar a Moreau. ¿Cree usted que podría ser cierto?
Black tiró la ceniza al suelo.
—No pregunte. No creo que le convenga remover el caso Fornier.
—Supongamos que me dice por qué.
—¿Cómo es ese dicho? ¿Más vale no buscarle tres pies al perro?
—Al gato.
Él esbozó una sonrisa ladeada.
—Gatos o perros, qué más da; ninguno tiene tres patas.
A Jasmine no le hizo gracia su sentido del humor.
—Eso no me sirve como respuesta.
—Pruebe con ésta —se inclinó hacia ella, envolviéndola en una nube de humo—. Porque puede que luego se arrepienta —susurró—. ¿Le parece mejor?
Estaba demasiado cerca. Jasmine estuvo a punto de sacar su spray. Pero sintió que Black sólo intentaba intimidarla y se negó a permitir que él se diera cuenta de que lo había conseguido.
—¿Eso es una amenaza velada? —preguntó, manteniéndose en sus trece.
—Mía, no —volvió a sonreír al echarse hacia atrás, y el colmillo apareció de nuevo—. ¿Por qué iba yo a querer hacerle daño?
—Dígamelo usted.
—Yo no tengo interés personal en el caso —se encogió de hombros, pero su gesto parecía más estudiado que espontáneo—. Sólo le estoy informando de que hay personas a las que no les haría ninguna gracia que se desvelaran ciertos detalles. Gente que tiene mucho que perder.
—¿Como quién?
—Como la persona que mató en realidad a esa niña. Moreau era un pervertido, eso lo reconozco. Pero no fue él quien asesinó a Adele Fornier.
Los hombres de la puerta del bar que habían intentado llamar la atención de Jasmine se dieron por vencidos y entraron en el local. Se había levantado el viento y empezaba a llover.
—¿Y las pruebas?
Creía haberlo cazado, pero él ni siquiera pestañeó.
—Alguien las puso allí. La sangre en los pantalones, las horquillas, todo.