Capítulo 3
Rebecca miró nerviosa por el enorme ventanal de la peluquería rezando para sus adentros para que Josh no apareciera, pero sus esperanzas se desvanecieron cuando oyó abrirse la puerta de la calle y supo sin tener que mirar que era él. El cuchicheo que pasó de Katie, la otra peluquera, a Mona, la encargada de la manicura, y de ésta a Nancy Shepherd, a la que le estaba haciendo la manicura, se lo habría dicho aunque no lo hubiera hecho su sexto sentido.
Pero su sexto sentido funcionaba perfectamente: siempre percibía la presencia de Josh, y cuando él estaba cerca siempre se sentía patosa, nerviosa y poco agraciada.
No era de extrañar que no le cayera bien. Además, desde el primer momento supo que aparecería. Cuando Josh aceptaba un desafío, nunca se echaba atrás.
Rebecca limpió los peines y las tijeras antes de levantar la cabeza. Necesitaba un momento para armarse de valor. Era mucho más fácil odiar a Josh cuando no estaba a tres metros de ella. Desde que cometió el error de ir a su casa con él aquella noche del verano anterior, algo había cambiado entre ellos. No estaba segura de qué era, pero su relación, o ausencia de ella, era mucho más compleja. Claro que besar a un hombre como ella lo había besado, como si deseara meterse en su piel y quedarse allí el resto de su vida, solía complicar el asunto.
—Hola, Josh. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó Mona.
Al menos quince años mayor que él, Mona estaba casada y tenía hijos, pero el tono de su voz sugería que todavía sabía apreciar a un hombre atractivo cuando lo veía. Y Josh era desde luego un hombre muy atractivo. Tenía el pelo rubio y abundante que le caía descuidadamente sobre la frente, la piel bronceada, y en sus ojos verdes e inteligentes siempre brillaba un destello de picardía capaz de derretir a cualquier mujer.
Por suerte Rebecca era desde hacía mucho tiempo inmune a sus encantos varoniles. Aunque no podía explicar el breve lapso de aquel fatídico dieciséis de agosto, pero seguía siendo Rebecca Wells y Josh Hill no iba a poder con ella.
—Tengo una cita a las diez. Con Rebecca —dijo metiéndose las manos en los bolsillos del vaquero.
—No lo dirás en serio, ¿verdad? —dijo Mona riéndose mientras hablaba, convencida de que era una broma.
Todo el pueblo sabía que poner a Josh y Rebecca juntos era como acercar una cerilla a un bidón de gasolina.
Rebecca carraspeó y se volvió a mirarlo con una sonrisa forzada en los labios.
—Josh, me alegro de verte.
Él esbozó una ligera y maliciosa sonrisa, la que le marcaba los hoyitos, e inmediatamente vio la mentira que ocultaban aquellas palabras.
—¿Estás segura?
Por supuesto que no.
—Quiero ser positiva —dijo ella, entrelazando las manos, sin saber dónde ponerlas.
Josh se echó el sombrero vaquero negro hacia atrás.
—Así que la tregua es de verdad.
—Supongo —dijo ella con un encogimiento de hombros.
—Porque, la verdad, después de lo que pasó en la boda de tu hermana… —dijo él con un suspiro.
—¿Cómo se te ocurre mencionarlo? —exclamó ella—. Me tiraste a la fuente de ponche.
—Fuiste tú quien me puso la zancadilla primero.
—¡Ni siquiera te toqué!
—Un momento —dijo Katie—. Lo de la boda fue lo más emocionante que ha pasado en este pueblo en los últimos tres años. Si declaráis una tregua, nos vamos a morir de aburrimiento. ¿Con quién se peleará entonces Rebecca?
—Rebecca no me necesita para eso —dijo Josh alzando las cejas—. Ella siempre ha sido su peor enemiga.
Katie estaba a punto de reírse, pero Rebecca le dirigió una mirada fulminante para que se callara. Katie se cubrió la boca con la mano para tratar de ocultar la sonrisa. Pero a Rebecca no la engañó. Afortunadamente en ese momento entró la señora Vanderwall e interrumpió la discusión.
Katie fue a atender a su clienta, y Rebecca se volvió a mirar a Josh.
—Tenía que haberme imaginado que harías algún comentario para enrarecer la situación.
—Creía que era lo que te gustaba.
—No, claro que no —protestó ella.
Rebecca estaba segura de que las palabras de Josh no tenían connotaciones sexuales, pero no pudo evitar recordar la noche del dieciséis de agosto del verano anterior. Aquella noche los dos estaban muy excitados, y eso era el único consuelo de toda la experiencia. Puede que se hubiera puesto en ridículo por haber estado a punto de acostarse con el enemigo, pero si la memoria no le fallaba, la atracción había sido más que mutua. Aquel día Josh estaba tan excitado como ella. Y hubo pruebas tangibles de ello.
—Yo no soy la que te estropeó la vida —dijo ella.
—¿Perdona?
—Tú te mudaste a la casa frente a la mía.
—¿Eso es lo que tienes contra mí? —exclamó él—. ¿Que me mudara frente a tu casa? ¿Y cómo hubiera podido evitarlo? Sólo tenía ocho años, por el amor de Dios.
No era exactamente lo que Rebecca había querido decir. Josh no arruinó su vida por mudarse enfrente de su casa, sino por ser todo lo que su padre, Doyle Wells, siempre había querido. Pero tratar de explicarlo era ridículo. Ahora ella tenía treinta y un años, y que su padre prefiriera a Josh ya no debería preocuparle.
—Olvídalo —dijo—. ¿Piensas quedarte o no? Porque no hace falta, la verdad. Le diré a mi padre que en el último momento te entró el canguelo. Estoy segura de que lo entenderá.
—¿El canguelo a mí? —repitió él.
Rebecca sonrió dulcemente.
—¿No lo llamas así?
—Yo diría más bien que es una cuestión de fiarme o no de ti. La idea de tenerte con un instrumento punzante merodeando por mi cabeza me encoge de miedo el corazón.
—Oh, vamos. Para eso tendrías que tener corazón —dijo ella.
En otra parte de la peluquería sonaron unas risitas. Era Mona.
Josh se frotó el mentón como si acabaran de asestarle un puñetazo.
—Desde luego no has cambiado mucho —dijo él.
—Tienes buenos motivos para preocuparte —murmuró Mona desde su silla, mientras seguía afilando las uñas de Nancy.
—Te apuesto cinco pavos a que no se queda —dijo Nancy.
—Yo apuesto diez —dijo Katie.
—¿Cuál es la apuesta? —preguntó la señora Vanderwall, que había estado demasiado ocupada colocándose la faja para seguir la conversación.
Además, con ochenta años, ya no oía como antes. Katie empezó a explicárselo, pero la mujer la hizo callar con un gesto.
—Déjalo, no importa. Nadie puede con Rebecca. Apuesto veinte dólares por ella.
Rebecca no se sintió halagada por esa demostración de apoyo. No era tan ogro como todo el mundo creía, a pesar de que en el pasado había perdido los estribos en más de una ocasión. Como cuando Gilbert Tripp golpeó con su coche el coche de Delaney e intentó darse a la fuga mientras ellas estaban comprando en el supermercado. Cuando Rebecca por fin lo localizó, Gilbert le aseguró que la culpa era de Delaney, por aparcar mal. La discusión fue subiendo de tono y, furiosa, Rebecca le asestó al hombre un puñetazo que le dejó el ojo morado, pero éste se lo merecía.
—Olvídalo —dijo a Josh—. Vete a la barbería y córtate el pelo allí. Le diré a mi padre que has venido y todo ha ido perfectamente, ¿vale?
Rebecca estaba cansada de ser siempre la mala, cansada de ser el hazmerreír del pueblo. Pero mientras siguiera viviendo en Dundee sabía que le sería imposible escapar a su reputación.
—¿Vale? —repitió al ver que él no respondía.
Josh empezó a moverse y Rebecca pensó que se dirigía hacia la puerta para salir de la peluquería, pero en lugar de eso se quitó el sombrero y se sentó en el sillón.
—Seguramente tienes mucho trabajo y no quiero entretenerte más de lo preciso —dijo él—. Será mejor que empecemos cuanto antes.
Rebecca parpadeó. Habría jurado que Josh se quedaba por ella, para acallar a las otras cotorras. Pero no podía ser. Para eso necesitaría tener intuición y un cierto grado de sensibilidad, y Josh Hill era el rey de la testosterona, el idiota que escribió en la pared del aseo de la hamburguesería: «Si quieres pasarlo bien llama a cualquiera menos a Rebecca Wells». Aquello inició toda una sección de comentarios mutuos no muy agradables.
Las otras mujeres de la peluquería murmuraron algo sobre haberse equivocado, pero por fin volvieron a sus asuntos. Rebecca asintió con la cabeza.
—Bien. No tardaré mucho.
Con el cuerpo tenso y la espalda recta como una tabla, Rebecca le colocó la capa por los hombros, cubriéndole el polo y parte de los vaqueros. Mientras le cerraba el collar, le rozó sin querer el cuello con los dedos y él se volvió a mirarla.
Rebecca alzó las manos para enseñarle que no llevaba nada.
—Sólo te estaba abrochando la capa —le dijo.
—No creía que fueras a apuñalarme —murmuró él.
¿Por qué había tenido que reaccionar así? Apenas lo había tocado. En cualquier caso, no pensaba discutir. Sólo quería terminar con aquello cuanto antes.
—¿Qué quieres que te haga? —preguntó ella.
—¿Hacerme?
—Al pelo —dijo ella bajando la silla todo lo posible. Era alta, pero Josh le sacaba casi diez centímetros—. ¿Qué quieres que te haga en el pelo?
—Cortar un poco.
—Vale. No quieres que te lo lave, ¿verdad?— Rebecca buscó el rociador de agua—. Terminaremos antes si te lo humedezco un poco y te lo corto.
Él se apartó de ella.
—¿No está incluido el lavado en el precio?
Rebecca titubeó, con el rociador en la mano.
—Sí, lo está, pero… Te lo descontaré.
—No, gracias —dijo él—. Prefiero que me lo laves.
—Oh. Bueno, vale, claro, sí —dijo ella dejando el bote en el carrito. Tenía por costumbre lavar la cabeza a todos sus clientes, pero no quería lavar la de Josh.
—Entonces tendrás que venir aquí conmigo —dijo con resignación.
Josh la siguió más allá de la hilera de secadores de pie hasta los lavabos y se sentó en una silla de plástico negro. Aunque últimamente la clientela masculina había aumentado, Josh estaba totalmente fuera de lugar. Su cuerpo era demasiado grande para la silla, diseñada hacía veinte años para mujeres, y las botas y los vaqueros contrastaban notablemente con los vestidos estampados de algodón que solían asomarse por debajo de las capas de plástico. También olía diferente. Más evocador, una mezcla de piel cálida, cuero y jabón que le recordó la noche del verano anterior cuando bailó con él en el Honky Tonk. Rebecca revivió en su mente la sensación de balancearse junto a él al ritmo de la música y recordó cómo Josh la sujetó posesivamente rodeándole la cintura con las manos, la apretó contra él y la besó en la garganta, justo bajo el lóbulo de la oreja…
Un estremecimiento le recorrió la columna vertebral, y rápidamente Rebecca se obligó a volver al presente. No quería pensar en eso. Aquella noche había sido una excepción, la única excepción a lo que normalmente sentía y pensaba de Josh. Y recordarlo la ponía nerviosa.
—¿Te acuerdas de cuando me pegaste aquel póster central de Playboy en la taquilla? —preguntó él de repente.
A Rebecca el comentario la pilló desprevenida y no supo qué responder.
—Sólo fue una broma —dijo por fin casi sin voz, deseando que dejara la conversación.
—Incluso antes de verlo, alguien me denunció al director y me expulsaron tres días del instituto —le recordó él.
Rebecca comprobó la temperatura del agua.
—¿Tres días? No es tanto.
—Eran los exámenes finales —añadió él, aunque no era necesario. Rebecca ya lo sabía.
Rebecca estiró el cuello y cruzó mentalmente los dedos para que Josh dejara de recordar experiencias compartidas del pasado.
—Fueron unos años muy locos.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—¿Qué quieres? ¿Una disculpa? Oye, eso pasó hace años.
—Gracias por los remordimientos.
Remordimientos. Rebecca estaba demasiado nerviosa para sentir remordimientos. La idea de tocar a su enemigo de toda la vida estaba provocando una extraña reacción en su cuerpo. Quiso convencerse de que era repugnancia, pero los síntomas, palmas sudorosas y corazón acelerado, no apuntaban en esa dirección.
Después de mojarle la cabeza, se echó champú en la palma de la mano y empezó a enjabonarle el pelo, diciéndose que también le daría el masaje de diez minutos que hacía a todos sus clientes. Después de todo ella era una profesional que sabía comportarse como tal hasta en las circunstancias más difíciles.
Pero, muy a su pesar, no fue capaz de mantener la distancia emocional. Tener allí a Josh, tan accesible y acomodaticio, lo cambiaba todo. Por eso interrumpió enseguida el masaje y le aclaró el pelo. Después le puso suavizante, y casi le regó la cara cuando fue a aclararlo de nuevo.
—¿Qué he hecho ahora? —preguntó él cuando ella lo hizo incorporarse tan rápido que casi le provocó un traumatismo cervical.
—Nada —dijo ella echándole una toalla al pelo—. ¿Por qué?
Josh se secó el agua que le caía por las sienes y goteaban en la capa.
—Nunca he visto a nadie lavar la cabeza tan deprisa.
Ella sonrió.
—Ya me conoces.
Josh arqueó las cejas.
—Eso parece, pero siempre te las arreglas para sorprenderme.
—Si te corto un poco más de arriba, podemos aprovechar el remolino que tienes aquí —dijo Rebecca, con un mechón de pelo en una mano y unas tijeras en la otra.
Josh miró su reflejo en el espejo.
—¿Me tomas el pelo? —preguntó él.
Aquel remolino había sido su pesadilla durante buena parte de su infancia. Su madre se había dedicado a luchar contra él todas las mañanas armada con un bote de brillantina, y a sus seis y siete años, Josh parecía más un pequeño ejecutivo que un niño de primer curso. Por suerte, él no tardó en darse cuenta de que para quitársela sólo tenía que aclararse el pelo en los lavabos del colegio antes de entrar a clase. Cierto que entonces el pelo se le quedaba de punta, pero no le importaba.
—Es sólo pelo —dijo Rebecca poniendo los ojos en blanco con impaciencia—. Si no te gusta, siempre te puedes afeitar la cabeza.
Desde luego no era un comentario muy tranquilizador, pensó Josh, y menos cuando recordó la vez que le pegó chicle en el pelo mientras dormía la siesta en el jardín.
—Haz lo que creas que es mejor —dijo él, sin estar muy seguro de que fuera una buena idea darle tanta libertad.
Pero Rebecca ya había empezado a cortarle el pelo con movimientos precisos y seguros. Casi sin querer, Josh soltó una risita.
—¿Te acuerdas de cuando me pegaste chicle…?
—No.
Era evidente que ella no tenía ninguna gana de hablar del pasado.
—¿No quieres recordar viejos tiempos?
—Contigo no.
—¿Por qué no? Tienes que reconocer que algunas cosas fueron muy graciosas.
—Para partirse —gruñó ella—. Sólo que nadie parece acordarse de lo que hacías tú.
—¿Qué hacía yo? —preguntó el.
—Ya lo sabes. Deja de hacerte el inocente.
—Por lo menos yo me arrepiento de mi mal comportamiento —respondió él.
—Seguro.
Rebecca tenía razón. El se arrepentía tanto como ella. Después de tantos años de gastarse bromas pesadas el uno al otro, ya no había manera de saber quién había empezado. A Josh ya no le importaba. ¿Por qué no intentaban olvidar y perdonar? Los dos eran adultos, y tenían vidas separadas. Sin embargo, cada vez que la veía en la calle o en algún otro sitio, tenía la sensación de que todavía había algo pendiente entre ellos.
Seguramente por la noche del verano anterior, incluso a pesar de que en el fondo no pasó nada. Aquel día llevó a Rebecca a su casa, incluso le quitó casi toda la ropa, y la suya propia. Pero entonces su hermano volvió a casa y al oír el portazo de la puerta, Rebecca se puso de repente en pie, se vistió, agarró su bolso y salió a toda pastilla. Josh sabía que había estado a dos segundos de la mejor experiencia sexual de su vida, tan excitado por ella que casi le suplicó que se quedara. Pero supo que no le serviría de nada. Fue como si de repente Rebecca se hubiera dado cuenta de con quién estaba, y después de eso, no quiso volver a saber nada de él.
Claro que su obsesión con Rebecca no era más que una cuestión de orgullo, un deseo inconsciente de dominarla por fin, se aseguraba él. Rebecca era la chica que le sacaba la lengua cuando se cruzaba con él por los pasillos del instituto o le abucheaba cuando metía un gol.
Sin embargo, siempre le había gustado su agresividad. Era diferente a las demás chicas. Más testaruda, más orgullosa. Josh nunca había visto tanta determinación en nadie como en ella, y aunque sabía lo mucho que odiaba perder, nunca la había visto llorar. Cada vez que le ganaba, ella alzaba la barbilla y le decía que sólo había tenido suerte. O lo retaba de nuevo. A veces él incluso la dejaba ganar porque estaba harto de que ella buscara siempre la revancha.
«Olvídate de Rebecca», se dijo, irritado. La conocía desde hacía veinticuatro años, y ella lo seguía desconcertando tanto como el primer día. Los hombres que creían que las mujeres eran criaturas complicadas no conocían ni la mitad, a menos que conocieran a Rebecca Wells.
—¿No te gusta? —preguntó ella por primera vez en veinticuatro años como si no estuviera tan segura de sí misma.
—¿A qué te refieres?
—La cara que pones. Como si estuvieras a punto de estrangular a alguien.
¿Qué diría si le dijera que estaba pensando en estrangularla a ella?, pensó él. Seguramente no le sorprendería. Si no estuviera tan concentrada en el corte de pelo, seguro que ella también estaría pensando en estrangularlo. Así era siempre entre los dos.
—Me gusta —dijo él, aunque todavía estaba mojado y apenas se podía apreciar el corte.
Rebecca dejó las tijeras y sacó el secador de su funda.
—Tienes suerte de tener ese remolino —comentó ella—. Te sube un poco el pelo por la frente y te da mucho cuerpo.
—Ya. Pues menciónaselo a mi madre la próxima vez que la veas comprando brillantina en el súper —dijo él—. A ver si este año no me cae un bote familiar en Navidad.
—Si me acerco a diez metros de tu madre, seguro que me dispara.
—Ahora que lo mencionas, la verdad es que está un poco enfadada —reconoció él—. Supongo que tendré que aguantarme con la brillantina.
—Si de mí depende, sí —dijo ella, y encendió el secador.
El ruido del aire los dejó a los dos sumidos en sus propios pensamientos hasta que Katie tocó el hombro de Rebecca.
—Ha venido tu padre —gritó por encima del ruido del secador.