Capítulo 2

—Me ha llamado Martha. Dice que querías que viniera a cenar para hablar conmigo de algo —dijo Rebecca dejando las llaves del coche en la encimera y sentándose en un taburete en mitad de la enorme cocina blanca de sus padres.

Su madre, con un delantal de cerezas sobre el vestido al más puro estilo años cincuenta, estaba cortando cebollas en la isla central y levantó la cabeza frunciendo el ceño.

—¿Quién es Martha? —hizo una mueca al comprender—. Oh, te refieres a Greta.

—Todas tenemos un poco de Martha Stewart —le aseguró Rebecca a su madre—, aunque algunas de mis hermanas se han quedado con un poco más de lo que les correspondía.

—No hay nada de malo en ser una buena ama de casa —respondió su madre.

—Estaría de acuerdo contigo —Rebecca jugueteó con la fruta fresca del frutero—, pero Greta me dejó bizqueando cuando se puso a reciclar y se empeñó en hacer cosas con los restos del papel higiénico. La presentación no lo es todo. Hay cosas que tienen que ser prácticas —añadió dando un mordisco a una manzana—. ¿Qué querías decirme?

Su madre recogió las cebollas cortadas en un plato.

—Sólo que he encontrado unas velas perfumadas de vainilla que serían perfectas para la boda.

La forma en que su madre la miró y después apartó los ojos para concentrarse de nuevo en su tarea sugería que tenía algo más que decir. Pero la mención de la boda fue suficiente para que Rebecca se sintiera de lo más incómoda. Por la mañana había llamado a la imprenta de Boise para cancelar momentáneamente las invitaciones, pero todavía no lo había mencionado a nadie más. Después, al recibir la llamada de su hermana para invitarla a cenar a casa de sus padres, pensó que sería el mejor momento de comunicar a sus padres el nuevo cambio de fecha, pero su madre estaba cortando muchas cebollas, y seguramente no sería la única invitada a la cena.

—¿Quién más viene a cenar?

—Greta y las niñas.

—¿Y Randy?

—Tiene guardia.

Con una población de apenas mil quinientos habitantes, Dundee sólo contaba con dos bomberos, y Randy, el marido de Greta, era uno de ellos.

—Qué pena —dijo Rebecca, sin esforzarse en ocultar su sarcasmo.

—Ése no es un tono muy adecuado para hablar de Randy —la reprendió su madre—. Es tu cuñado.

También había sido el mejor amigo de Josh Hill en su época de instituto. Aunque sus padres tampoco entendían su opinión de Josh. Desde que la familia de Josh Hill se mudó a vivir en la casa frente a la suya, hacía veinticuatro años, sus padres lo adoraban. Sobre todo su padre. Desde el principio, si Josh se metía en una pelea o hacía novillos para ir a cazar ranas, su padre decía:

—Está hecho todo un muchachote, ¿verdad? —había un orgullo evidente en su voz. Si lo sorprendían con las manos por debajo de la blusa de Lula Jane o metiéndole la lengua hasta la garganta a Betty Carlisle debajo de las gradas del campo de béisbol, al padre de Rebecca no se le ocurría hacer ningún comentario sobre promiscuidad ni tonterías por el estilo. Al contrario, le guiñaba un ojo, y dándole una palmadita en la nalga, le decía que era un fantástico jugador de fútbol.

Probablemente a Rebecca el doble rasero no le habría preocupado si su padre no hubiera deseado tan desesperadamente tener un hijo varón. Pero lo sabía, como también sabía que, siendo la más pequeña de la familia, ella fue la última esperanza de que Doyle Wells tuviera un hijo varón.

La sospecha de que sus padres preferían al hijo de los vecinos a su propia hija menor pronto convirtió a Josh en una auténtica cruz de la existencia de Rebecca. Ésta, decidida a demostrar que era tan buena como él si no más, se lanzó a una competición contra él que carecía totalmente de sentido. Si Josh se subía a un árbol, ella subía a otro más alto. Una vez ella se cayó y él corrió a ayudarla, pero aquello no consiguió poner punto final a la rivalidad que sentía hacia él, sino que la agudizó todavía más. Si Josh saltaba una valla, o atravesaba un arroyo camino del colegio empapándose toda la ropa, Rebecca tenía que demostrar que era capaz de hacer lo mismo, o más.

Aunque su padre siempre reaccionaba de muchas maneras excepto con orgullo, Rebecca tuvo algunos momentos de gloria. El día del noveno cumpleaños de Josh, cuando le regalaron su primera bicicleta de dos ruedas, Rebecca lo retó a una carrera alrededor de la manzana y ganó. Aquel día, el padre de Rebecca sonreía radiante, todo lo contrario que el padre de Josh.

Pero toda su voluntad no podía competir con el tamaño y fuerza de Josh, y Rebecca tuvo que buscar otras actividades para demostrar su valía. Si Josh se presentaba a delegado de curso en el instituto, Rebecca se presentaba contra él, y perdía. Si Josh se apuntaba al club de debate, Rebecca le retaba y gracias a su labia mordaz normalmente ganaba.

Afortunadamente, una vez terminado el instituto, Josh fue a la Universidad de Utah y ella a una escuela de masajes en Iowa antes de dejarlo para dedicarse a la peluquería. Cuando volvieron a Dundee, cada uno siguió con su vida, sin que hubiera ningún tipo de relación entre ellos.

Hasta aquella cálida noche de agosto del verano anterior. Rebecca no podía explicar lo ocurrido. Ni siquiera quería pensar en ello. Sólo tenía que reconocer que Josh había cambiado mucho desde los ocho años. Ahora, con metro noventa y cinco de estatura y noventa kilos de peso, era todo músculo y estaba duro como las piedras, algo que ella sabía de primera mano porque tuvo el placer de explorar casi cada centímetro de su cuerpo.

—¿Vas a contestarme o no? —insistió su madre.

Con tan interesante recuerdo, a Rebecca se le había secado la boca y ya no se acordaba de qué estaban hablando.

—¿Qué?

—Te he preguntado por qué no te cae bien tu cuñado.

Rebecca se encogió de hombros.

—No tiene que caerme bien. Yo no estoy casada con él —respondió lavando unas hojas de ensalada.

Rebecca echó las hojas lavadas en una ensaladera que sacó de uno de los armarios. Al igual que todo lo demás, el fregadero, la encimera, los electrodomésticos y las baldosas del suelo, los armarios eran tan blancos que el reflejo del sol del atardecer que se colaba por las ventanas también blancas casi la cegaba.

Su madre echó la cebolla cortada en una sartén y añadió una cucharada de mantequilla.

—Pero es un hombre fantástico. ¿Qué es lo que no te gusta de él?

—Nada. Olvídalo —dijo Rebecca.

—Ahora que has sacado del tema, me gustaría saberlo.

—Los recuerdos que tenemos del instituto no son de lo más agradable.

—¿Qué recuerdos?

La mayoría tenían más que ver con Josh Hill que con Randy, pero Randy estaba siempre con Josh, lo que significaba que iba incluido en el lote.

—Tuvimos algunos encontronazos —dijo ella vagamente.

—¿Porque era amigo de Josh Hill?

—Puede —dijo Rebecca, temiendo no ser capaz de atajar una conversación que derivaba peligrosamente hacia Josh.

—Así que no estamos hablando de Randy, en realidad estamos hablando de Josh.

—No, no estoy hablando de Josh. En ningún momento he hablado de él —respondió Rebecca.

Su madre sacó una espátula del cajón y empezó a remover la cebolla.

—Pues ya va siendo hora de que lo hagas —dijo su madre—. Siempre he querido entender el por qué de vuestra enemistad. En esta familia apreciamos mucho a Josh, y a su hermano mayor también. Y sus padres son buenos amigos.

Rebecca suspiró.

—Lo sé, pero ya es muy tarde para mejorar la relación entre Josh y yo, así que olvídalo.

—Puede, pero quiero que entierres el hacha de una vez.

—¿Bromeas? —dijo Rebecca—. Además, ¿para qué molestarme? Nos encontramos muchas veces por el pueblo, pero sólo de pasada. Podemos vivir así indefinidamente. No hay razón para cambiar nada.

—Ahora sí. Pronto os veréis algo más que sólo de pasada.

Rebecca empezó a confirmar sus sospechas de que tras la invitación de sus padres a cenar había algo más.

—Eso suena muy específico. ¿Cuándo?

—Tus hermanas están preparando una fiesta para nuestro aniversario de boda. Es dentro de dos semanas.

El olor a cebolla se hizo casi insoportable.

—Sabía que no me invitabas sólo para hablar de velas —dijo Rebecca sacando un par de tallos de apio de la nevera—. ¿Qué tiene que ver esa fiesta con Josh y conmigo? —preguntó mientras cortaba el apio en tiras—. Los dos somos adultos. Podemos asistir a la misma celebración sin montar una escena.

Su madre la miró menos optimista.

—¿Como en la boda de Delia?

—O sea que es por eso. Me culpas de lo que pasó en la boda de Delia. Ya te lo dije, yo no tuve la culpa.

—¿Entonces quién la tuvo? —quiso saber su madre—. No querrás echarle la culpa a Josh. Le pusiste la zancadilla.

—No, él creyó que se la iba a poner, y por eso se cayó —Rebecca lo había dicho un montón de veces, pero nadie la creía.

—El caso es que se cayó en la tarta y tiró toda la mesa de la comida por el suelo —dijo su madre, con una mueca de dolor al recordarlo.

—Ya te lo he dicho, la culpa fue suya. Cuando pasó por mi lado, creyó que le iba a hacer la zancadilla y se cayó él sólito, yo ni lo toqué.

—Puede, pero cuando fuiste a apartarte de él caíste de bruces en la fuente de ponche y pusiste a tu pobre hermana perdida. Estaba tan pegajosa que tuvo que perderse el final de la fiesta para ducharse y cambiarse de ropa. Cuando se fueron de luna de miel, tenía los ojos hinchados y la nariz roja de tanto llorar. Por no hablar del peinado y el vestido, que quedaron hechos un asco.

—Vale, la parte del ponche quizá fue mi culpa —reconoció Rebecca—. Al caer Josh se sujetó a mí, pero yo sólo intenté esquivarlo.

—Mejor que te hubieras caído tú a duchar a la pobre novia en ponche. A Delia no le hizo ninguna gracia…

En ese momento la puerta se abrió de par en par y su padre entró desde el garaje, con el maletín en la mano. Su madre se interrumpió. Con más de metro noventa de estatura, de carácter autoritario, fuerte vozarrón y apabullante seguridad en sí mismo, su sola presencia exigía respeto, algo que no quedaba al margen del hecho de que fuera el alcalde de Dundee desde que Rebecca estudiaba en el instituto.

—¿Te lo ha dicho? —quiso saber el hombre en cuanto vio Rebecca.

Su madre le dirigió una de sus famosas miradas de advertencia y se aclaró la garganta.

—Bueno, Doyle, precisamente iba a…

—¿Decirme qué? —la interrumpió Rebecca, mirando a su padre directamente a los ojos.

Por mucho que la censurara, Rebecca no pensaba acobardarse ante él como todo el mundo. Y, desde luego, no pensaba utilizar a su madre como mensajero.

—Que no estás invitada a nuestro aniversario a menos que te comportes como una persona adulta y responsable —le soltó su padre a bocajarro—. Ya estoy harto de esta historia entre Josh Hill y tú. No permitiré que vuelvas a ponerme en ridículo.

Y con eso el alcalde de Dundee salió de la cocina con la cabeza muy alta y dando un portazo.

Rebecca dejó el cuchillo que acababa de lavar en el fregadero.

—No todo el mundo ve a Josh Hill con los mismos ojos que tú, papá —gritó ella tras él.

—Tú debes de ser la única —gritó su padre desde el pasillo—. Todo el pueblo sabe que Josh es un joven ambicioso con un futuro muy prometedor. Ya lo verás.

—¿Y yo no? ¿Es eso lo que estás insinuando? —lo desafió Rebecca, furiosa por tener que oír la misma cantinela por enésima vez.

Su padre no respondió. No era necesario. Aunque a Rebecca le encantaba su profesión, sabía que a los ojos de sus padres, una peluquera, incluso una buena peluquera como ella, no podía compararse con un criador de caballos de pura raza como Josh.

De todos modos, a ojos de su padre Rebecca no había podido competir con Josh desde los siete años. Y tampoco podía competir con él ahora. Ni siquiera sabía por qué continuaba intentándolo.

Después de terminar de preparar la ensalada, la dejó en la mesa y recogió sus llaves.

—¿Adonde vas? —preguntó su madre, alarmada—. ¿No te quedas a cenar?

Rebecca imaginó la llegada de su hermana y sus sobrinos, y se imaginó sentada a la mesa frente a su padre.

—No, papá ya se ha ocupado de lo que me quería decir. Estoy avisada —dijo y se dirigió hacia la puerta.

—¿Rebecca?

Rebecca se detuvo.

—Tu padre no quería decirlo así, cielo —dijo su madre.

—Oh, ya lo creo que quería —dijo Rebecca.

Había muchas cosas de las que Rebecca no estaba segura. Por qué Buddy había vuelto a retrasar la fecha de la boda, por qué ella no encajaba dentro de su propia familia, ni por qué una noche del verano anterior se fue con Josh a su casa, ni siquiera por qué había empezado a bailar con él. Pero de lo que no tenía la menor duda era del significado de las palabras de su padre.

Era algo que le atormentaba desde hacía muchos años.

 

A la caída de la tarde, Rebecca se sentó en el escalón del porche de atrás de su casa y encendió un cigarrillo. Aunque había conseguido no fumar el día anterior a pesar de la llamada de Buddy, la visita a casa de sus padres había sido suficiente para terminar con su firme determinación de dejar de fumar. ¿Qué más daba? No podía cambiar. Incluso si se hacía monja, los ciudadanos respetables de Dundee encontrarían algo para criticarla, su padre el primero.

Por lo menos le quedaba el consuelo de haberse ganado su reputación a pulso, pensó con sarcasmo. Todavía recordaba llenar la taquilla del instituto de Josh de tijeretas y otros bichos, escribir «Josh es un rollo» con pintura en la acera delante de su casa y decir a todo el mundo que tenía un miembro viril de apenas siete centímetros, sin añadir que obtuvo la información diez años atrás en el típico reto infantil de «yo te lo enseño si tú me lo enseñas».

Aunque, contrariamente a lo que todos creían, Josh no era una pobre víctima inocente. Para vengarse, el joven le echó silicona en la cerradura de la taquilla, con lo que ella no pudo presentar un trabajo de lengua y suspendió el trimestre. En otra ocasión, Randy y él le quitaron un par de medias de la bolsa de gimnasia y las izaron a lo más alto del palo de la bandera. Y más adelante, Josh se ofreció a darle una medida más actualizada de su miembro viril, algo a lo que ella se había negado, por supuesto.

En fin, nada de aquello importaría cuando se fuera a vivir a Nebraska, se dijo. Aunque ahora ese razonamiento no tenía la misma fuerza que antes porque ya no estaba segura de ir a Nebraska. Buddy había dejado varios mensajes en su contestador, pero Rebecca no estaba de humor para llamarlo. Sólo quería quedarse sentada en el escalón, fumando cigarrillo tras cigarrillo, y viendo las polillas revolotear alrededor de la luz. Ya había llegado el otoño. Las hojas empezaban a cambiar de color, los días eran más cortos, y a ella siempre le había encantado el aire fresco de la montaña. ¿Sería igual en Nebraska? Sólo había estado allí una vez, la primavera pasada…

Cuando se fuera echaría de menos el otoño de Idaho. Y también a Delaney.

Haciéndose con el auricular inalámbrico del teléfono que había sacado con ella, Rebecca marcó el número del rancho donde ahora vivía su mejor amiga con su marido, Conner Armstrong.

—Vuelves a fumar —dijo Delaney casi en cuanto la oyó—. Prometiste dejarlo definitivamente.

—Sí, es verdad, pero eso fue antes de ir a casa de mis padres. Da gracias de que sólo esté fumando.

—¿Qué ha pasado?

—Nada nuevo —dijo Rebecca tras dar una larga calada al pitillo y expulsar el humo a la vez que lo apagaba—. ¿Qué tal el embarazo?

—El médico dice que estoy bien.

—Me alegro. Cuesta creer que estés casi a punto de dar a luz. Estos últimos meses han pasado volando.

De hecho, más que volando, teniendo en cuenta que cuando Delaney conoció a Conner Rebecca y Buddy ya estaba prometidos. Delaney iba a tener un hijo, y Rebecca trataba de armarse de valor para comunicar a todo el mundo que la boda se había retrasado otra vez.

—Sí. Oye, el lunes quiero ir de compras y tú no trabajas. ¿Me acompañas?

El teléfono de Rebecca emitió un pitido interrumpido avisando que tenía una llamada en espera.

—Espera un momento —dijo, y puso la tecla intermitente—. ¿Diga?

—¿Rebecca?

Era su padre. Rebecca se incorporó y sacó otro cigarrillo del paquete, sabiendo instintivamente que lo necesitaba.

—¿Sí?

—Acabo de hablar con Josh Hill y le he pedido que declaréis una tregua.

Rebecca quedó inmóvil un momento y después se metió en cigarrillo en la boca y buscó el mechero.

—No se te habrá ocurrido —dijo, hablando sin soltar el pitillo.

—Por supuesto que sí —confirmó el padre, y tras un momento—: ¿Estas fumando otra vez? Creía que lo habías dejado.

Rebecca dejó caer el cenicero en el regazo y rápidamente se quitó el cigarrillo de la boca.

—Sí.

—Eso espero. Es un hábito repugnante.

—¿Para qué has llamado a Josh? No hay motivo para pedir ninguna tregua —dijo ella—. Lo que pasó en la boda de Delia fue un accidente. Hace años que no nos hacemos nada queriendo.

Excepto la noche que bailó con él en el Honky Tonk y después fue a su casa. Aquella noche se hicieron unas cuantas cosas el uno al otro más que queriendo, y seguramente se habrían hecho mucho más de no haber sido interrumpidos bruscamente. Pero aquella noche no contaba. Magrearse frenética y desesperadamente no estaba en la misma categoría que sus relaciones anteriores.

—Ya me he cansado de estar sobre ascuas cada vez que estáis los dos en la misma habitación —contestó su padre.

—¿Eso le has dicho? —Rebecca jugueteaba nerviosa con el mechero, abriendo la tapa y cerrándola sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo.

—Eso le he dicho. Y me ha dicho que está de acuerdo. ¿Qué dices tú?

Qué poco costaba hablar, pensó Rebecca. ¿Por qué no dejar que su padre pensara que su intervención lo había solucionado todo?

—Está bien. Acepto la tregua.

—Genial —era evidente que su padre se sentía muy orgulloso de su logro—. Ya le he dicho que podría convencerte.

—Lo has hecho estupendamente, papá. ¿Algo más? —preguntó ella, deseando colgar y sin tener que pensar en todo aquel asunto.

—Sí, una cosa más —dijo su padre—. Como gesto de buena fe, mañana va a pasarse por la peluquería a cortarse el pelo.

A Rebecca le entró un ataque de tos, como si acabara de tragarse un mosquito.

—Pero siempre se lo corta en la barbería.

—Mañana no. Mañana se lo cortarás tú. Estará allí a las diez en punto. Buenas noches.

—Pe… pero mañana es sábado. El día de más trabajo. No me queda ni un solo hueco libre — protestó ella.

—Ya lo creo que sí. El de las diez en punto —dijo su padre sin ocultar su satisfacción—. Era el mío y se lo he cedido. Hasta mañana, Rebecca —dijo y colgó.

Rebecca sintió cómo se le desplomaba el corazón hasta el suelo. Estupefacta, permaneció en el porche a oscuras parpadeando, sin saber qué pensar.

—¿Era Buddy? —preguntó Delaney en cuanto contactó de nuevo con ella.

—Era mi padre.

—¿Y?

—Mañana tengo que cortarle el pelo a Josh Hill.

Tras un breve silencio, Delaney habló:

—Me tomas el pelo, ¿no? Dudo mucho que Josh se ponga en tus manos cuando vayas armada con un par de tijeras.

Rebecca se mordió el labio y suspiró. Sin pensar, entró de nuevo en la casa.

—Supongo que mañana lo sabremos.