Capítulo 22

Reenie se pasó la siguiente semana y media evitando las preguntas personales de sus colegas, especialmente de Guy, Beth y Deborah. Su propio hermano sacudía la cabeza cuando la veía. Earl sonreía maliciosamente cuando la atendía en el almacén de pienso. Judy le preguntaba cómo le iba con Isaac cada vez que entraba en el restaurante. Shirley le comentaba la buena pareja que hacían cuando se paraba a echar gasolina. Incluso Jennifer preguntaba si Isaac era su novio.

Por el contrario, Keith no la llamaba ni la acosaba. Cuando iba a recoger a las niñas se comportaba como si lo hubiera superado, pero Reenie sabía que en el fondo estaba esperando otra oportunidad con ella cuando Isaac se marchara. Ella no quiso decirle nada. Ya tenía bastante que aguantar. Por la misma razón, aplazó el almuerzo con Liz hasta la semana siguiente y se concentró en sus hijas y en su trabajo mientras esperaba a que los cotilleos se acabaran.

Para ayudar a combatir el repentino interés suscitado en los demás, se negó a ver a Isaac. Estaba decidida a que su inminente marcha no alterara su rutina diaria.

Al llegar el domingo siguiente, seguía sin apetecerle ver a Liz. Pero no tenía el coraje para llamarla y posponer la cita, de modo que se preparó con más cuidado de lo habitual: se rizó el pelo y se probó varios conjuntos antes de decidirse por unos pantalones negros a rayas y una blusa blanca. Entonces subió a las niñas a la furgoneta y se dirigió hacia el Running & Resort.

Cinco años antes, Conner Armstrong había levantado un bonito complejo turístico al estilo del Oeste. El interior era una amalgama de colores, olores exóticos y reluciente madera. El restaurante, situado a la izquierda de la gran entrada principal, junto a la tienda de regalos, constaba de un amplio vestíbulo con una chimenea de piedra, trofeos de caza y alfombras navajas.

A Reenie solía gustarle ir al complejo. Disfrutaba con los objetos de arte y el mobiliario rústico, y la comida siempre era exquisita. Aquel día, sin embargo, hubiera preferido estar en cualquier otro sitio. Especialmente cuando vio a Liz y a sus hijos esperándolos en una mesa.

—¡Ahí están! —exclamó Angela, y corrió hacia ellos.

Reenie siguió lentamente a su hija y forzó una sonrisa cuando Liz levantó la mirada.

—Hola.

Mientras se sentaba frente a Liz, los niños se juntaron en el otro extremo de la mesa y empezaron a hablar y reír como si se reunieran para almorzar todas las semanas.

—Isaac quería venir, pero le dije que no —dijo Liz con voz suave.

—Te lo agradezco —respondió Reenie, asintiendo.

—¿De verdad no quieres verlo?

«Más que nunca», pensó Reenie. Pero ¿qué ganaría con ello? Al cabo de una semana él se iría a Boise para tomar un avión, y ella se quedaría igual que cuando Keith se marchaba.

—Yo… —busco algo que decir sin tener que descubrirse. Pero el modo en que Liz la miraba, como si pudiera ver su dolor a pesar de todos sus esfuerzos por ocultarlo, hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas.

Tragó saliva para contener los sollozos. El nudo de la garganta le impedía hablar.

¿Por qué tenía que desmoronarse delante de Liz? Se levantó con la intención de refugiarse en los aseos, pero Liz le puso la mano sobre la suya y le dio un apretón reconfortante.

—Lo amo —susurró Reenie. No podía ocultarlo por más tiempo.

Sorprendentemente, vio que los ojos de Liz también estaban llenos de lágrimas.

—Lo sé —respondió Liz.

Las dos permanecieron en silencio varios segundos.

—Si te hace sentir mejor —dijo Liz finalmente—, creo que él también te ama. Está como loco desde que empezaste a rechazar sus llamadas y mensajes. Incluso me gritó cuando le dije que no podía venir.

—¿Por qué no le permitiste venir?

—Porque es obvio que intentas protegerte de lo que está ocurriendo, y no quiero que nada te afecte.

Reenie no podía creer que pudieran estar hablando con una intimidad semejante. Liz era la otra mujer de su ex marido. Y sin embargo podía sentir una extraña afinidad hacia ella. Tal vez se debiera a que ambas habían sufrido demasiado. O quizá porque las dos habían querido a Keith.

—No se quedará —dijo Reenie.

—¿Quieres saber la verdad? —le preguntó Liz, sin soltarle la mano. Reenie asintió—. No creo que se quede. Eres la primer mujer por la que ha sentido algo —le dijo con una fugaz sonrisa de afecto—. Pero no me lo imagino dejando su trabajo. Aún no tiene pensado casarse ni formar una familia.

Reenie cerró los ojos y se obligó a respirar profundamente.

—Eso ya lo sabía —admitió.

—No seas tan dura contigo misma. A veces no podemos evitar los obstáculos, aunque los veamos.

—¿Fue así con Keith?

—A veces. Yo me esforzaba mucho por obviar ciertas cosas, porque no quería sentir que me faltaba nada. Era… feliz, ¿sabes?

—¿Y ahora?

—Me avergüenza haber sido tan inocente. Pero estoy mejor —dijo con una sonrisa—. Mucho mejor.

—¿Por qué te mudaste aquí? —le preguntó Reenie. Mirando la situación desde la perspectiva de Liz, podía apreciar lo difícil que había sido para la hermana de Isaac ir a Dundee.

Liz asintió hacia sus hijos, que se reían viendo cómo Jennifer se pegaba una cuchara a la nariz.

—Por ellos —dijo—. Pero también por mí. Necesitaba enfrentarme cara a cara con la ruptura. No me podía creer que Keith me abandonara sin más.

Fue el turno de Reenie de apretarle la mano a Liz.

—Aquellas primeras semanas fueron una pesadilla.

—Sí, pero por suerte todo eso quedó atrás, ¿no?

—Casi todo.

—Superarás lo de Isaac —le aseguró Liz.

Reenie asintió, rezando porque Liz tuviera razón.

 

Isaac se detuvo junto al Running & Resort. Puesto que Reenie apenas le dirigía la palabra en el instituto y se negaba a responder a sus llamadas y mensajes, se había visto obligado a presentarse allí, les gustara o no a su hermana y a Reenie.

¿Por qué Reenie no podía limitarse a disfrutar de los días que les quedaban? ¿Por qué todo tenía que acabar así? Sabía que Reenie no quería dar pie a más rumores, pero las clases acababan la semana próxima y él tendría que marcharse a Chicago para entrevistarse con el comité lo antes posible. Reenie lo había sabido desde el principio. ¿Qué esperaba de él?

La puerta del restaurante se abrió e Isabella salió corriendo.

—¡Isaac! —gritó, abalanzándose hacia él.

Isaac la levantó en brazos, aunque podía sentir la mirada de Reenie fija en él.

—Hola —la saludó esperanzado por encima de la cabeza de Isabella.

«Sonríeme, por favor. Sólo una sonrisa».

Pero la sonrisa que ella le ofreció no era lo que él había esperado. Era una sonrisa cortés, vacía.

—Hola —respondió ella.

Abrazó rápidamente a Liz y llamó a sus hijos para marcharse.

—¿Eso es todo? —murmuró él.

Ella no respondió, pero Liz debió de oírlo, pues le puso una mano en el brazo.

—Si vas a ceder y a casarse, hazlo ahora —le dijo suavemente.

Él se volvió para ver cómo Reenie subía a su furgoneta.

—Debes de estar bromeando —dijo—. Ni siquiera querías me que acercara a ella.

—Estaba equivocada —admitió Liz—. Creo que es la única mujer que conozco que te merece.

Isaac no podía casarse con Reenie. Ella pertenecía a Dundee, y él pertenecía al mundo.

—Sólo quiero despedirme —dijo, aunque era mucho más complicado que eso. Quería agradecerle a Reenie todo lo que habían compartido, decirle cuánto la echaría de menos, tal vez hacer el amor una última vez—. ¿Por qué tiene que ser todo o nada?

La furgoneta de Reenie salió del aparcamiento.

—Porque ella tiene tres hijas y está enamorada de ti, Isaac —dijo Liz—. Si no quieres casarte con ella, déjala en paz.

 

Después de hablar con Liz en el aparcamiento del Running & Resort, Isaac se había prohibido volver a hablar con Reenie. Dejó de mandarle e-mails y de buscarla por los pasillos del instituto.

En el fondo, esperaba que ella lo llamase. Reenie debía de saber que aquél era su último día en Dundee. ¿Cómo podía comportarse como si no hubiera habido nada entre ellos?

Miró el reloj mientras terminaba de hacer el equipaje. Tenía que marcharse dentro de una hora, pero no podría hacerlo sin hablar con ella una última vez, así que agarró el teléfono y marcó su número.

—¿Diga?

El corazón le dio un vuelco al oír su voz.

—¿Reenie?

Hubo un breve silencio.

—¿Sí?

—¿Cómo estás?

—Muy bien —respondió ella—. ¿Y tú?

—Te echo de menos.

—¿Por qué me llamas, Isaac?

—Esperaba que… las niñas y tú pudierais llevarme al aeropuerto.

—¿Y Liz? ¿No puede llevarte ella?

Isaac se estaba desesperando cada vez más.

—Tiene que trabajar —mintió—. Me despediré de los niños y de ella aquí.

Hubo un largo silencio.

—Isaac…

—¿De verdad vas a dejar que me vaya sin despedirme?

—¿Cuándo quieres que te recoja?

—Dentro de una hora —respondió él, aferrando con fuerza el auricular—. Y espero que no te importe traer la furgoneta. Le he vendido mi camioneta a Earl.

 

Reenie dejó que fuera Isaac quien condujera. Las niñas no pararon de hablar en todo el trayecto, pero ella tenía poco que decir, e Isaac tampoco parecía muy hablador. Tan pronto como arrancaron él le tomó la mano, y ella no pudo evitar entrelazar los dedos con los suyos.

Cuando estaban llegando al aeropuerto, él la miró como si quisiera romper el silencio.

—¿Qué? —murmuró ella.

—Algún día volveré. Lo sabes, ¿verdad?

—¿Cuándo?

—No lo sé. Pero tan pronto como pueda.

—Para una visita.

—Será mejor que nada.

Reenie estuvo tentada de aceptar lo que Isaac tenía que ofrecer. Siempre sería mejor que nada. Pero se había pasado casi todo su matrimonio frustrada por las ausencias de Keith. No podía repetir el mismo error. Quería una relación de verdad. Un hombre que fuera feliz con ella en Dundee.

—Lo siento, Isaac. Una visita ocasional de vez en cuando no es suficiente.

El frunció el ceño en un gesto de desagrado.

—¿Puedes decirme sinceramente que ya no me deseas?

—No —respondió ella, mirándolo fijamente.

—Entonces, ¿por qué no seguir así?

—Porque no quiero echarte de menos, ni estar continuamente preguntándome si vendrás y angustiándome por el tiempo que te quedarás. Yo busco algo más profundo.

—Pero yo nunca he…

—¿Qué? —lo apremió ella cuando se quedó callado.

—Nunca he conocido a nadie como tú.

—Encontrarás a otra persona —dijo ella suavemente—. Tal vez dentro de unos años, cuando estés preparado.

La salida al aeropuerto apareció a la derecha e Isaac la tomó. Unos minutos después, aparcó junto a la zona de descarga, rodeó la furgoneta y estrechó a Reenie en sus brazos. Ella se aferró a él, rezando porque cambiara de opinión.

—Te quiero —murmuró él, pero no volvió a la furgoneta. Tras despedirse de las niñas, la besó fugazmente en la boca y agarró su equipaje para marcharse hacia las puertas de la terminal.

 

El aeropuerto no estaba muy concurrido. Isaac se sentó junto a la puerta de embarque, sintiéndose extraño y vacío. Pensó en encender el portátil y mandar algunos correos, pero no consiguió reunir el suficiente entusiasmo.

Se puso en pie y contempló el despegue de los aviones a través de los grandes ventanales. Intentó repetirse que estaba haciendo lo correcto al marcharse, aunque su melancolía le sugería lo contrario.

Durante mucho tiempo había querido regresar a África. Ahora que le habían concedido la subvención, podría continuar la lucha por la conservación de la selva, que tanto significaba para él.

Se imaginó el largo vuelo al Hemisferio Sur, el viaje por carretera desde Ouesso, las costumbres y las lenguas indígenas… Cada momento que pasaba en África le avivaba los sentidos.

Entonces, ¿por qué de repente el viaje había perdido su atractivo?

Tal vez porque llevaba demasiado tiempo alejado de su verdadera pasión, se dijo a sí mismo. Se había acostumbrado a vivir a un ritmo más tranquilo, y en lugar de su investigación había sido Reenie la que ocupara sus pensamientos.

Reenie… Para intentar bloquear los recuerdos, decidió llamar a Reggie desde una cabina y dejarle un mensaje para decirle que estaba de camino y que se verían el lunes por la mañana.

—¿Diga? —lo sorprendió su jefe al responder.

—¿Reg? ¿Qué estás haciendo en la oficina un sábado por la mañana?

—Tenía trabajo atrasado —respondió él.

Isaac no podía recordar si alguna vez había oído hablar a su jefe de una familia. La relación entre ambos era estrictamente profesional, y nunca trataban temas personales.

—Trabajas demasiado.

—Gajes del oficio, me temo.

La voz de Reg sonaba animada, pero ¿realmente su trabajo era tan satisfactorio como para dedicar a ello toda su vida?

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Isaac de repente.

—¿Quieres saber mi edad? —preguntó Reg, sorprendido.

—Sí.

—Cincuenta y siete. ¿Por qué?

Cincuenta y siete años… Y trabajando un fin de semana. Reg estaba siempre tan ocupado que no parecía notar que a su vida le faltara nada.

Un bebé chilló, e Isaac giró la cabeza para ver a una joven pareja con un niño pequeño. La madre estaba hurgando en una bolsa de pañales mientras el padre mecía a su hijo.

—¿Isaac? —lo llamó Reg—. ¿Te has vuelto sordo o qué?

De repente Isaac se vio a sí mismo dentro de treinta años. Podría ser alguien como Reggie, un adicto al trabajo. Volvió a mirar a la joven pareja. La mujer había encontrado finalmente el biberón y el padre se colocó al pequeño en el pliegue del brazo para dárselo. Los gritos del niño se transformaron inmediatamente en débiles gemidos, y luego en completo silencio.

—¿Isaac? —volvió a llamarlo Reg.

—No, sólo… sólo estaba pensando.

—¿En qué?

En si podía vivir sin la risa de Reenie, sin las niñas, sin Spike, sin la granja…

Una azafata se colocó junto a la puerta de embarque y llamó a los pasajeros.

—Tengo que irme —dijo Isaac.

—¿Irá alguien a recogerte al aeropuerto?

—Estaba pensando en tomar un taxi.

—Llámame cuando llegues e iré a buscarte. Tenemos que discutir algunas cosas del viaje.

—Muy bien —dijo él. De repente, la pequeña familia que había visto le parecía más fascinante que cualquier viaje al continente africano.

Cuando la azafata hizo la última llamada para embarcar, se obligó a sí mismo a ponerse en marcha y a sacar su tarjeta de embarque. Era un investigador, un biólogo, no un profesor de instituto.

Pero cinco minutos después seguía de pie junto a la ventana, viendo cómo despegaba su avión.

 

Reenie y las niñas acababan de sentarse para ver una película cuando oyó que había alguien en la puerta. Se puso en pie para ver quién era, pero entonces oyó una llave en la cerradura.

—¿Quién es? —preguntó, asustada. No había podido recoger la llave que le dejaba a Isaac bajo los geranios, pues sería como admitir que no volvería a verlo. Pero ahora lamentaba no haberlo hecho.

—¿Reenie? —la voz de Isaac alcanzó sus oídos antes de que pudiera llegar a la puerta. Pero la reconoció al instante. Y también las niñas.

—¡Isaac! —gritó Isabella, y pasó corriendo junto a su madre para ir hacia él.

—Hola, pequeña —la saludó él, levantándola en sus brazos.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó la niña.

—Ahora vivo aquí —respondió él, mirando a Reenie con una sonrisa.

—¿Qué? —murmuró Reenie con voz ahogada, sintiendo que se le detenía el corazón.

Isaac dejó a Isabella en el suelo, le revolvió el pelo a Angela, le sonrió a Jennifer y estrechó a Reenie entre sus brazos.

—Hola, cariño —le dijo—. Estoy en casa.

Reenie se echó a reír y dejó que le hiciera dar vueltas en el aire. Le encantaba sentir su calor y su fuerza, incluso el picor de su barba incipiente mientras la besaba en el cuello. Pero ¿hablaba en serio? ¿Se despertaría a su lado para el resto de su vida? Lo deseaba más que nada, pero no soportaba la idea de que pudiera arrepentirse de su decisión.

—Isaac… —murmuró, intentando recuperar el aliento por las vueltas y la emoción.

—¿Qué? —preguntó él, dejándola en el suelo.

—Quiere a mamá —le susurró Isabella a sus sorprendidas hermanas.

—¿Vais a casaros? —preguntó Jennifer.

—Sí —respondió Isaac, sin apartar la vista de Reenie.

—¡Qué bien! —exclamó Angela, batiendo las palmas—. ¿Lo sabe Mica?

—Aún no lo sabe nadie —dijo él—. Estoy esperando a que vuestra madre diga que sí.

Reenie le tomó el rostro entre las manos.

—¿Qué pasa con África? —le preguntó—. Sabes que quiero que estés aquí, pero…

—Habría sido un desgraciado sin ti, Reenie. Desde que te conozco todo ha cambiado.

—Pero los elefantes, tu investigación…

Él la hizo callar con un beso.

—No te preocupes por eso. Voy a escribir un libro sobre mis investigaciones. Y cuando las niñas crezcan iremos a África todos juntos. Como una familia.

—Una familia —repitió Angela, como si acabara de presenciar lo más romántico del mundo.

—Dile que sí, mamá —la apremió Jennifer.

—Dile que lo quieres —añadió Isabella.

—¿Te casarás conmigo, Reenie? Tendré que escribir y dar clases, y puede que no tengamos mucho dinero al principio. Pero siempre te seré fiel. Siempre te amaré. Y seré un buen padrastro para tus hijas.

A Reenie se le llenaron los ojos de lágrimas. No recordaba haber sido nunca tan feliz.

—¿Cómo podríamos ser más ricos? —le preguntó.

Isaac les sonrió a las niñas.

—Eso es un «sí».

—Es un «sí» —confirmó Reenie, y las niñas, Isaac y ella se fundieron en un fuerte abrazo.

Fin