Capítulo 21

Liz contemplaba el teléfono, nerviosa pero decidida. Isaac llevaba viendo a Reenie durante un mes entero. Cuando Reenie tenía a las niñas, él iba a verla por la noche y volvía unas horas más tarde. Y los fines de semana, cuando Keith se llevaba a las niñas, Liz no veía a su hermano desde el viernes por la noche hasta el domingo por la mañana.

Al menos Isaac y Reenie estaban siendo discretos. Liz había visto la camioneta de su hermano aparcada en muchos sitios, pero nunca delante de la granja de Reenie. Y los dos se contenían cada vez que se tropezaban en el pueblo.

Naturalmente, los signos eran claros para cualquiera que prestase atención. Pero nadie salvo ella parecía darse cuenta, y Liz se alegraba de que así fuera. Isaac había recibido noticias de Reginald Woolston, informándole de que recibiría su subvención en junio. Como ya estaban a mediados de mayo, no había ninguna necesidad de implicar a nadie más en una relación tan breve.

Isaac se marcharía, pero Liz se quedaría en Dundee. Había vendido su casa de California. El pago de la hipoteca era tan alto que no había conseguido muchos beneficios, pero al menos ese dinero la ayudaría durante el año siguiente, cuando ya no contara con el apoyo de Isaac. Keith había accedido a que se quedara ella con todo el dinero de la venta, lo cual era de agradecer. Estaba segura de que su ex marido encontraría otro trabajo más remunerado. Le sobraba el talento. Aunque Keith le había dicho que no estaba dispuesto a volver a viajar, y Liz sospechaba que aún albergaba esperanzas de recuperar a Reenie.

Al recordar los esfuerzos de Keith por salvar su primer matrimonio sintió una punzada de dolor, porque no le había costado tanto olvidarse del segundo. Pero Liz estaba intentando superarlo. Si a Isaac le gustaba tanto Reenie, tenía que haber algo especial en esa mujer. Y si los sentimientos de Reenie por Isaac eran sinceros, iba a echarlo terriblemente de menos cuando él se marchara.

De modo que, si Liz no le prestaba su apoyo, ¿quién lo haría? Ella era la única que sabía cuánto estaba a punto de sufrir Reenie… otra vez.

Sacó el papel que Isaac le había dado y marcó el número antes de que pudiera arrepentirse.

—Cielos, te he echado de menos —dijo Reenie al responder—. ¿Cuándo vas a venir?

—Eh… —Liz se aclaró la garganta—. No soy Isaac. Soy Liz.

Silencio. Liz se imaginó la reacción de Reenie y esbozó una sonrisa.

—¿Sigues ahí?

—Sí, estoy…

—¿Sorprendida?

—Iba a decir «avergonzada». Pensé que… que…

—Sé lo que pensabas.

Otro silencio.

—Si estás buscando a… a tu hermano, me temo que no está aquí.

—Isaac está aquí, cortando el césped. Te llamo porque me preguntaba si… si te gustaría almorzar conmigo alguna vez.

—¿Quieres que quedemos para almorzar? —preguntó Reenie con voz ahogada.

—¿Por qué no? —replicó Liz, sintiendo cómo iba ganando confianza mientras hablaba. Lo más difícil había sido identificarse—. Parece que tenemos mucho en común. Y Angela y Mica se han hecho muy buenas amigas.

—Lo sé, pero… ¿Isaac está al corriente de esto?

—Fue él quien me dio tu número hace algunas semanas.

—¿Por qué?

—Porque tu perro se estaba muriendo y pensó que te vendría bien tener una amiga.

—Pero has esperado mucho para llamar.

Liz respiró hondo.

—Ponte en mi lugar, Reenie. No es fácil acercarse a la mujer a la que mi marido quería más que a mí.

—Siento lo que hizo Keith, Liz. Lo que nos hizo a las dos.

—Lo sé —dijo ella suavemente.

—Y… ¿Dónde quieres comer?

A Liz se le aceleró el corazón. ¿Podrían superar lo que había pasado? ¿Tal vez iniciar una amistad?

—El Running & Resort sirve un buen almuerzo los domingos.

—Muy bien. ¿Quieres ir este fin de semana?

—Claro. ¿Te parece bien que quedemos al mediodía?

La puerta se abrió e Isaac entró en el salón.

—Está demasiado oscuro para seguir —se quejó, quitándose los guantes—. Tendré que acabar mañana.

Liz levantó una mano para indicarle que guardara silencio.

—Perfecto —respondió Reenie—. ¿Quieres que lleve a las niñas?

Liz podía oír a Mica y Christopher jugando al ping pong en el sótano.

—¿Por qué no? Yo también llevaré a mis hijos.

—Genial. Hasta la vista —dijo Reenie, y colgó.

—¿Con quién hablabas? —preguntó Isaac.

—Con Reenie.

Isaac iba de camino a la cocina. Se detuvo y se giró hacia ella.

—¿Estabas hablando con Reenie?

—Sí —afirmó ella con una sonrisa—. La he llamado para invitarla a comer conmigo. Hemos quedado para el domingo.

—¿Puedo ir yo también?

—Creía que Reenie y tú no queríais que os vieran juntos.

—No habrá ningún problema si vamos contigo y con los niños. Me gustaría ver a sus hijas. Reenie no me permite tener relación con ellas.

—¿Porqué no?

—No quiere que se cree ningún vínculo afectivo.

—Si eso es cierto, no le gustará mucho que vengas el domingo.

—No creo que le importe. Un almuerzo es inofensivo.

Liz lo pensó unos instantes. Tal vez la presencia de Isaac facilitara las cosas.

—De acuerdo.

 

—¿Qué quieres decir con que no puedes venir?

Reenie apenas oía la voz de su madre al teléfono. Estaba demasiado concentrada en el monitor, sonriendo al leer el último mensaje instantáneo de Isaac.

—¿Estás libre esta noche?

Se habían visto las tres últimas noches. Si no tenían cuidado, alguien acabaría descubriéndolos.

Estaba más feliz de lo que se había sentido en años, más de lo que nunca hubiera creído posible. Pero trabajar durante el día y hacer el amor con Isaac durante la noche empezaba a cobrar factura.

—Reenie, ¿me estás escuchando?

—Lo siento, mamá —dijo ella, reprimiendo un bostezo—. ¿Qué me decías?

—¿Por qué no puedes venir a cenar el sábado? A tu padre le gustaría verte antes de irse a Boise.

Ella también quería ver a su padre, pero aquel fin de semana Keith se quedaba con las niñas, lo que significaba que podría relajarse a sus anchas con Isaac.

—Me temo que tengo mucho trabajo —era una excusa muy pobre y lo sabía. Ya la había empleado media docena de veces durante el último mes.

Spike entró trotando en el dormitorio, llevando en la boca la zapatilla de Reenie. Ella lo llamó, chasqueando con los dedos, pero el perro se quedó en mitad de la alfombra, mirándola avergonzado.

—¿No necesitas dormir?, escribió Reenie, sosteniendo el auricular en el hombro.

—Dormiré contigo, fue la respuesta de Isaac.

 

—Lucky dice que casi nunca devuelves sus llamadas —siguió quejándose su madre.

—No tengo tiempo —respondió ella—. Todo será más fácil cuando acaben las clases, lo prometo.

—Keith cree que estás viendo a Isaac. No es cierto, ¿verdad?

Reenie se irguió bruscamente en la silla, espantando a Spike.

—¿Por qué piensa eso?

—Por el cachorro, supongo. No lo estás viendo, ¿verdad? —insistió Celeste.

—No exactamente —respondió ella, intentando no mentir—. ¿Por qué?

—Cuando le pregunté a Keith si pensaba buscarse un trabajo mejor, me dijo que se quedaría por aquí una temporada. Dijo que ahora estás loca por Isaac, pero que cuando él se vaya dentro de unas semanas recuperarás el juicio.

Reenie se quedó helada.

—¿Dentro de unas semanas?

—¿No te has enterado? Le han concedido una subvención. Se marchará a África muy pronto.

Un repentino vacío engulló a Reenie.

—¿Estás segura?

—Completamente. Fue Mica quien se lo dijo a Keith.

El corazón empezó a latirle tan fuerte que parecía resonar en las paredes. Isaac no le había dicho nada. Ni una sola palabra…

—¿Reenie?

No podía respirar. Había estado viviendo en un mundo de fantasía, ignorando la realidad que la acechaba. No le había preocupado el final. La despedida siempre le parecía muy lejana.

—Puedes decirle a Keith que no cambiaré de idea —consiguió decir.

—Lo intento. Él tiene que seguir con su vida. Pero se niega a entrar en razón.

—Tengo que colgar, mamá. Te llamaré mañana.

—¿Estás bien, cariño?

—Sí. Sólo estoy un poco cansada, nada más.

Colgó el teléfono y metió la cabeza entre las rodillas para que dejara de darle vueltas. Como siempre, había sido demasiado impetuosa. Se había arrojado en brazos de la tentación, y ahora se había enamorado de un hombre que la abandonaría en tres semanas.

Al levantar la cabeza, vio que habían aparecido varias líneas más en el monitor.

 

—¿Se han dormido ya las niñas?

—¿Quieres que lleve un batido de chocolate?

—Oh, tengo esa película que querías ver.

—¿Sigues ahí? ¿Adónde has ido? Quiero besar tu cuello y hacerte gemir. Me gusta cuando gimes.

 

Una lágrima resbaló por la mejilla de Reenie, pensando lo mucho que iba a echarlo de menos.

 

—¿Cuándo ibas a decirme que has recibido la subvención?, escribió.

 

Transcurrieron varios segundos antes de que apareciera la respuesta.

 

—Te dije desde el principio que esto ocurriría, Reenie.

—Supongo que sí. Buenas noches.

 

Isaac apenas había dormido durante las cinco últimas semanas, por lo que el sueño debería haberlo vencido fácilmente. Pero se sentía muy extraño en la cama sin Reenie. Les quedaba muy poco tiempo. ¿Por qué se empeñaba ella en desaprovecharlo?

A las tres y media de la mañana, se sentía tan frustrado que decidió levantarse. Se puso unos vaqueros y una sudadera y salió. A medida que se acercaba junio, los días eran más largos y calurosos, pero a aquellas horas aún hacía frío. Una ligera brisa soplaba entre los árboles cuando se subió a la camioneta y se dirigió hacia la granja de Reenie.

Por suerte, la llave que Reenie siempre le dejaba aún estaba bajo los geranios. Entró sin hacer ruido y se asomó al dormitorio de Reenie para cerciorarse de que estaba durmiendo. Spike estaba a los pies de la cama, pero como conocía a Isaac no ladró y lo siguió alegremente al exterior.

Una vez que le dio de comer a las gallinas y ordeñó a la vaca, dejó a Spike en el patio para que hiciera sus necesidades y volvió a la casa con los huevos que había recogido. Al entrar, oyó un ruido en el pasillo y se encontró con Isabella.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó ella con curiosidad.

Reenie y él habían dormido juntos muchas noches, y sólo habían estado a punto de ser descubiertos en el armario del instituto. Resultaba irónico que Isabella lo sorprendiera en la casa la única noche que no había pasado en la cama de su madre.

—Dando de comer a los animales y ordeñando a Jersey. ¿Y tú qué haces levantada, pequeña?

—He tenido una pesadilla. Y me duele la tripa.

Isaac se acercó y le puso una mano en la frente. Parecía tener fiebre.

—¿Tienes ganas de vomitar?

—No. ¿Quieres dormir conmigo? —le preguntó la niña, animándose de repente.

Isaac no supo qué responder. Quería consolar a Isabella, pero no creía que su madre lo aprobara.

—Mi papá duerme conmigo a veces —dijo ella—. Cuando no me siento bien.

Pero Isaac no era su padre. Abrió la boca para decirle que fuera a buscar a su madre, pero se detuvo. No quería despertar a Reenie.

—Ve a por tu manta y tráela aquí —le dijo—. Nos sentaremos los dos en la mecedora, ¿de acuerdo?

 

A las seis y media de la mañana Reenie entró en el salón de camino a la cocina. Tenía que ocuparse de los animales, ducharse y preparar a las niñas para el colegio. Pero le costaba desperezarse. No sólo estaba agotada, sino también aturdida. No quería pensar en Isaac, pero no podía evitarlo.

—La vida sigue —se murmuró a sí misma, irritada por seguir siendo tan vulnerable.

Entonces vio la cesta con los huevos en la encimera y percibió un movimiento junto al televisor. El corazón le dio un vuelco y se giró para descubrir a Isaac sentado en la mecedora, junto a la chimenea, con Isabella acurrucada en su regazo.

El ruido que hizo Reenie debió de despertarlo, porque abrió los ojos y sus miradas se encontraron.

—¿Qué haces aquí? —susurró ella, presionándose una mano contra el pecho para calmar sus latidos.

—No podía dormir.

—¿Y por eso has venido a recoger mis huevos?

—Pensé que no te importaría —repuso él con una sonrisa.

A Reenie no le importaba. Había sido maravilloso contar con su ayuda en la granja.

—¿Qué le pasa a mi hija? —preguntó, asintiendo hacia Isabella.

—No se sentía bien y quería que me acostara con ella. Pensé que esto sería una solución mejor.

—¿Por qué no me despertaste? Yo me habría ocupado de ella.

—No había necesidad. Yo ya estaba despierto.

Reenie se sintió tentada de enfadarse con él por no respetar su voluntad. Le había dejado muy claro que no quería que se entrometiera en las vidas de sus hijas.

—Supongo que no pasa nada —dijo—. Dada la situación, ya no hay peligro.

—¿La situación? —repitió él.

—Tú te irás dentro de tres semanas. Mis hijas no podrán acostumbrarse a ti en tan poco tiempo.

Pero ella sí se había acostumbrado, pensó Reenie. Y en mucho menos tiempo del deseado.

Isabella empezó a agitarse, y Reenie se acercó para ponerle una mano en la mejilla.

—Está muy caliente. Hoy no podré ir a trabajar.

—¿Tengo que levantarme, mamá? —preguntó su hija, bostezando.

—No, cariño. Te quedarás en casa conmigo hasta que te sientas mejor. ¿Quieres comer algo?

—No —respondió ella, acurrucándose contra Isaac—. Quiero quedarme aquí.

Reenie no podía culparla. Ella también quería estar en el regazo de Isaac. Quería llorar y suplicar que no la abandonara. Pero no podía sucumbir a ese impulso. Si Isaac no sabía lo que tenían, si no valoraba su relación, nada de lo que ella dijera supondría ninguna diferencia.

En ese momento sonó el timbre de la puerta.

—¿Quién podrá ser? —preguntó él.

—A esta hora sólo puede ser Keith —respondió ella, preguntándose cómo iba a ocultar a Isaac.

—Llevaré a Isabella a la cama y saldré por la puerta trasera —dijo él, tomando la decisión por ella.

Mientras Isaac se alejaba por el pasillo, Reenie fue hacia la puerta y abrió. Pero, sorprendentemente, no era Keith. Era su vecina, Elzina Brown.

—Hola, Elzina —la saludó—. ¿Qué te trae por aquí tan temprano?

Elzina se conservaba muy bien para sus sesenta y tantos años. Siempre vestía vaqueros azules, botas y bisutería, y llevaba su largo pelo gris elegantemente recogido.

—Siento molestarte, Reenie. Pero ¿podrías pedirle a Isaac que mueva su camioneta?

—¿Qué? —preguntó Reenie, horrorizada.

—Ha aparcado junto a mi jardín. Pero Jon Small y su hermano van a venir a podar algunos árboles y no quiero que caiga ninguna rama sobre su vehículo.

—Entiendo —murmuró ella, tragando saliva—. Pero ¿qué te hace pensar que está aquí?

Elzina le hizo un guiño y se alejó hacia su propia camioneta.

—¿Dónde si no podría estar? Viene aquí casi todas las noches, ¿no?

Reenie no sabía cómo responder.

—Elzina… yo… Verás, preferiría que nadie más se enterara.

—Tranquila, tu secreto está a salvo conmigo. Pero dile a Isaac que se dé prisa, antes de que lleguen.

—Lo haré —dijo Reenie, pero Isaac ya se había marchado cuando fue a buscarlo.

Metió los huevos en la nevera y rezó porque llegara a tiempo a su camioneta. Pero el teléfono sonó a los pocos minutos. Era Elzina. Isaac había llegado después de Jon… cinco minutos tarde.