Capítulo 10

—¿Estás segura de esto? —susurró la madre de Reenie. Las dos estaban sentadas frente al amplio escritorio de caoba que dominaba el despacho, impregnado por el olor a libros y cuero. Podían oírse los murmullos del señor Rosenbaum en la sala contigua, hablando con la secretaria que acababa de hacerlas pasar.

El abogado las había saludado con una cálida sonrisa, pero Reenie no se dejaba engañar. El asunto que tenía que tratar con él no sería nada agradable.

—Lo estoy —respondió estoicamente.

—Pero Keith está tan arrepentido… —argüyó Celeste.

A Reenie no la sorprendía la compasión de su madre. Celeste era capaz de perdonarlo todo y de querer a todo el mundo. Cuando Garth admitió finalmente su infidelidad, Celeste, que debería haber sido la más ofendida, fue la que primero se puso en contacto con Lucky.

—Mamá, Keith tiene otra mujer, otra familia. Ha estado con ella nueve años.

—Lo sé, querida. Pero…

—Papá tuvo un idilio con una mujer que ahora está muerta. La hija que resultó de esa aventura es una mujer adulta. No quiero restarle importancia a lo que ocurrió, pero no es lo mismo. Esto es… es… inconcebible. Me demuestra que mi matrimonio nunca existió de verdad.

Los años empezaban a pasar factura a la belleza de Celeste, pero los pálidos ojos azules de su madre seguían siendo preciosos. Y en ese momento estaban cargados de preocupación.

—¿Qué pasa con Jennifer, Angela e Isabella? Quieren a su padre. Y Keith se siente muy desgraciado. Anoche vino a suplicarme que hablara contigo.

Reenie hundió la cabeza en las manos. Debería haber llevado a Gabe en vez de a su madre. Su hermano comprendía y aceptaba su decisión de acabar con el matrimonio.

—¿Por qué has esperado a estar en el despacho del abogado para sacarme el tema?

—Porque no querías hablar de ello en el coche —respondió su madre.

—Sigo sin querer hablar de ello —respondió ella duramente—. En cualquier caso, estoy siendo tan magnánima con Keith como puedo. Si he contratado los servicios de un abogado en Boise es porque quiero mantener el asunto en privado. Si mi intención fuera vengarme de él, habría acudido a Warren Slinkerhoff, como todos los que han querido divorciarse en Dundee. A los diez minutos todo el pueblo se habría enterado de los detalles.

—No lo has hecho para proteger a Keith. Lo has hecho para proteger a las niñas —observó su madre.

Y a ella misma también. Reenie se sentía como una idiota por no haber descubierto antes el engaño.

—No creo que quieras realmente contratar a ningún abogado —siguió diciendo su madre—. ¿De verdad quieres el divorcio? Keith y tú siempre habéis estado muy enamorados. Recuerda el cumpleaños de tu padre, la semana pasada. Lucky estaba allí y todos lo pasamos bien. Incluso Gabe estuvo de buen humor. El tiempo lo cambia todo. Sólo han pasado dos semanas desde este… este incidente.

No era sólo un incidente. Pero Reenie no quería volver a explicarlo. Lo que importaba era que estaba donde quería estar. Sabía que el tiempo no cambiaría lo que ahora sentía.

—¿Qué pasa con las demás personas implicadas? —le preguntó Celeste.

—¿Te refieres a Liz?

—¿Ese es su nombre?

—Sí.

—La verdad era que me refería a los O'Connell. Están desolados por vuestra ruptura.

No tanto como lo estaba ella, pensó Reenie. Ellos sólo sabían lo que Keith y ella les habían contado… que los continuos viajes de Keith habían provocado una crisis conyugal.

—Al menos, date un poco de tiempo para pensarlo —le pidió Celeste.

—No quiero postergar la decisión —declaró Reenie. Tenía que mantener el control y reorganizar su vida. Salvo las visitas de Keith a las niñas, estaba dispuesta a cortar todos los lazos con su marido y volver a la enseñanza. En cuanto a la granja, su padre le prestaría el dinero para comprarla.

—Keith ha dejado su trabajo.

—Lo sé.

—Ahora trabaja en la ferretería de Ollie.

—Eso también lo sé —murmuró ella. Keith se lo había dicho en una de sus muchas llamadas. Pero a Reenie le costaba imaginarse a su marido entre todas esas herramientas y latas de pintura. Siempre había sido un portento con los ordenadores… pero no especialmente mañoso—. ¿Y?

—Ya no viajará más. Es improbable que algo así vuelva a suceder.

—¿Cómo? —espetó Reenie, absolutamente incrédula e indignada. Pero en ese momento el abogado carraspeó ligeramente para advertirles que había entrado en el despacho.

—¿En qué puedo ayudarlas? —les preguntó con una expresión de interés profesional.

La respuesta a aquella pregunta era bastante obvia, ya que era un abogado matrimonial y ella había presentado una solicitud de divorcio. Pero lo que les estaba preguntando realmente era cuál de los dos quería acabar con su matrimonio.

Mientras él tomaba asiento, Reenie le explicó que esperaba conseguir el divorcio lo antes posible.

—A casi todo el mundo que quiere divorciarse les gustaría lo mismo, señora O'Connell. Pero debo serle sincero. Los divorcios no son inmediatos. A veces pueden tardar un año.

—Y si las dos partes están de acuerdo, ¿cuánto puede tardar? —insistió ella.

Él tamborileó con los dedos sobre el escritorio. Parecía no estar acostumbrado a ese tipo de casos.

—Un mes, como poco.

Un mes… En cierto modo, la respuesta de Rosenbaum suponía un alivio, pero por otro lado resultaba deprimente pensar que en tan poco tiempo pudiera acabar con los votos sagrados.

—¿Tiene usted hijos, señora O'Connell?

—Sí. Tres niñas.

El abogado se puso unas gafas y tomó algunas notas en un cuadernillo.

—Entonces habrá que solucionar el tema de la custodia —dijo, como queriendo dar a entender que no todo sería tan sencillo.

—No lo creo.

—¿Cómo dice? —preguntó él, mirándola por encima de las gafas.

—Mi marido está dispuesto a cederme la plena custodia de las niñas a cambio de la casa y los muebles. El piano de mis padres, las fotografías que me regaló mi cuñada y los muebles que hizo mi hermano me los quedaré yo, naturalmente. Y también el perro. Keith puede quedarse con el resto. En cuanto a los coches, él se quedará con su Jeep y el todo terreno, y yo con la furgoneta.

El señor Rosenbaum volvió a mirarla por encima de las gafas.

—¿Su marido ha aceptado esas condiciones?

—Aún no. Pero tengo buenas razones para creer que lo hará.

—¿Cómo puede estar tan segura?

—Porque es una oferta muy generosa, y porque él es culpable de bigamia. Si no colabora, lo denunciaré a la policía.

Celeste ahogó un gemido, pero el señor Rosenbaum se comportó como si ya hubiera oído todo aquello. Se quitó las gafas y limpió los cristales con un pañuelo que sacó del cajón.

—Bigamia —dijo lentamente, recostándose en la butaca—. ¿Es esto algo religioso o…?

—No. Es adulterio. Y mi marido lo ha llevado al extremo.

—¿Ese segundo matrimonio es reciente?

—En realidad, ha durado nueve de los once años que hemos estado casados. Han tenido dos hijos. Pero… yo no lo he descubierto hasta hace muy poco —confesó. Aún no podía creérselo.

Finalmente, el señor Rosenbaum mostró su lado más humano. Sacudió la cabeza y se inclinó hacia delante con un brillo de interés en los ojos.

—¿Cómo ha podido mantener el secreto durante tanto tiempo?

—Sabe mentir mucho mejor de lo que jamás me hubiera imaginado —dijo ella con un suspiro.

—Entiendo.

—Keith no es tan malo como parece —intervino Celeste.

—¿Es usted la… la madre de Keith? —le preguntó él.

—No, es mi madre —respondió Reenie con una mueca de exasperación—. Pero a veces se le olvida.

—No lo olvido, querida —le aseguró Celeste—. Estoy contigo al cien por cien. Pero…

—Lo sé —la interrumpió Reenie—. Te sientes muy mal por todos los que están implicados.

—Eso es —admitió su madre.

—¿Dónde vive la otra mujer de su marido? —preguntó Rosenbaum.

—En California. Supongo que la distancia sirvió para contribuir a mi ignorancia —dijo Reenie con el ceño fruncido—. Mi inocencia e ingenuidad hicieron el resto.

Rosenbaum se pasó un dedo por una ceja mientras ella le explicaba la situación. Cuando acabó, se inclinó hacia delante, volvió a ponerse las gafas y tomó más notas en el cuaderno.

—Me temo que debo explicarle algo, señora O'Connell.

—¿El qué? —preguntó ella, aterrorizada por la seriedad del abogado.

—No puedo usar la amenaza de la acción criminal como factor negociador en su divorcio.

—¿Por qué no? ¡Es culpable!

—Eso no importa. Soy abogado. Constituiría una violación de mi código ético. De modo que, si piensa amenazarlo, yo no sé nada, ¿entendido?

Ella dudó, preguntándose si amenazando a Keith violaría su propia ética. Decidió que no.

—Entendido.

—Y…

Reenie apretó las manos en el regazo. Aún quedaba lo peor.

—Una acusación por bigamia no es gran cosa, a menos que… ¿su marido podría estar implicado en algún caso de fraude?

—¿Fraude? —repitió Celeste.

—¿Se refiere a estar casado con muchas mujeres para robarles su dinero? —preguntó Reenie.

—Ésa sería una forma de fraude, sí.

—No lo creo. Si consiguió dinero de Liz, no lo compartió conmigo.

—¿Y… ha quebrantado alguna otra ley que pudiera ponerlo en peligro?

—No que yo sepa.

—¿Es un buen padre?

—Sí.

—Entonces, a menos que encontremos algo nuevo, ningún juez lo condenará. ¿Quiere contratar a un detective privado para que investigue si hay algo más?

—No, no puede haber nada más.

—Bueno… En ese caso podemos olvidarnos de llevarlo a juicio.

¿Cómo era posible? ¿A nadie le parecía un crimen la bigamia?

—Genial —murmuró Reenie—. ¿Hay más buenas noticias?

—Es posible —dijo Rosenbaum con una sonrisa ladina—. Un hombre acusado de bigamia no tiene por qué saber lo que acabo de contarle.

—Entiendo.

—No estará deseando mandarlo a la cárcel, ¿verdad?

Reenie se frotó los ojos, que le escocían por la falta de sueño. Se había pasado las últimas noches sentada en la cocina, haciendo planes y cuentas para la vida que la esperaba por delante, sin Keith.

—No, eso no serviría de nada. Sólo quiero la custodia de las niñas.

—¿Tiene pensado permitir las visitas del señor O'Connell?

—¡Por supuesto! —exclamó Celeste—. Podrá ver a las niñas siempre que quiera.

—Ma… dre —le advirtió Reenie.

—Lo siento, cariño. Quiero apoyarte, de verdad. Es sólo que… no creo que el divorcio te haga feliz.

El señor Rosenbaum miró a Celeste con una ceja arqueada. Obviamente creía que estaba loca por apoyar a un yerno bígamo, pero pareció pensárselo dos veces antes de emitir una opinión.

—¿Quiere meditarlo y llamarme dentro de algunas semanas? —le sugirió a Reenie.

—No, quiero acabar con esto lo antes posible, mientras él se muestre arrepentido —declaró con firmeza—. Así será más fácil que acepte mis condiciones.

Celeste masculló algo incomprensible y empezó a retorcer las manos, pero Reenie se mantuvo con la espalda muy erguida y con la mirada fija en el señor Rosenbaum.

—¿Está segura? —preguntó él.

—Completamente.

—Muy bien. En ese caso prepararé los papeles y la avisaré cuando los tenga listos.

 

Cada pocos segundos, Keith miraba hacia la ventana. Puesto que Reenie ya no respondía a sus llamadas ni le permitía entrar en casa, salvo para visitar a las niñas mientras ella se encerraba en el dormitorio, esperaba verla en alguna otra parte. Dundee era lo bastante pequeño para un encuentro fortuito, sobre todo teniendo en cuenta que su cuñada tenía el estudio fotográfico tres puertas más abajo, y que sus padres vivían a escasas manzanas de distancia.

En algún momento tendrían que tropezarse, y entonces ella lo vería trabajando en la ferretería y sabría que sus promesas eran verdaderas. Una vez que supiera con certeza que él había abandonado a Liz, tal vez suavizaría su postura y le permitiera ir a cenar de vez en cuando. En unas pocas semanas dejaría que volviera a instalarse en casa. Y al cabo de un tiempo todo volvería a la normalidad. Entonces intentaría convencerla para que le permitiera pasar algún tiempo con Mica y Christopher. Ellos no tenían la culpa de nada y…

—¿Has acabado esas llaves para Dot Fisher, Keith?

Keith se apartó para que Ollie Weston, el dueño de la tienda, abriera la caja registradora para comprobar el cambio disponible. Ollie debía de tener unos setenta años. Era un hombre taciturno con un cuerpo robusto, el rostro rojizo y las manos grandes y callosas. A Keith le gustaba. Había trabajado antes para él, cuando sólo tenía dieciséis años.

—Aún no —respondió—. He estado atendiendo a Peter Granger.

—¿Qué quería Peter?

—Más madera para el cobertizo que está construyendo en su jardín.

—Bueno, a ver qué puedes hacer con esas llaves. Dot se pasará a recogerlas en cuanto haya acabado en el salón de belleza.

A los pocos minutos sonó la campanilla de la puerta y entró una mujer en el local.

No era Reenie. Era la madre de Keith.

—Buenas tardes, Georgia —la saludó Ollie.

—Buenas tardes, Ollie —respondió ella—. ¿Está Keith?

—Ahí detrás —dijo Ollie haciendo un gesto con la mano.

Keith siguió ocupado en las llaves, fingiendo que no la había visto. Todo el pueblo sabía que ya no vivía con Reenie, que se había trasladado a casa de sus padres y que trabajaba en la ferretería. Pero no quería que Ollie ni nadie más oyera lo que su madre tenía que decir.

—¿Keith?

Le tocó el brazo y él apagó la pulidora mecánica que estaba manejando.

—Hola, mamá.

—Creo que Reenie ha pedido el divorcio —dijo ella, frotándose los ojos. Los tenía rojos e hinchados.

—¿Q… qué te hace pensar eso? —preguntó Keith con un hilo de voz.

—Me he tropezado con Betsy Mann en el supermercado. Me ha dicho que Celeste no ha podido ir hoy al club de bridge.

—¿Y? —la apremió, pero las lágrimas de su madre le encogían el corazón.

—No pudo asistir porque se iba a Boise con Reenie.

—Eso no significa que…

—Yo tampoco lo creía, hasta que intenté llamarla hace una hora. Estaba en casa, pero no respondió al teléfono. Garth dijo que estaba muy cansada y que se había acostado.

Keith empezó a sentir escalofríos.

—Tal vez era cierto que estaba cansada.

—¿Tan cansada como para no poder hablar conmigo? Nunca se había comportado así en los veinte años que la conozco.

Keith miró a su alrededor, impotente. En las dos últimas semanas había hecho todo lo posible por intentar recuperar a Reenie.

—Pobre Isabella —se lamentó su madre, sorbiendo por la nariz—. Y Angela, y Jennifer. ¿Cómo has permitido que ese trabajo se interponga entre tu familia y tú?

Parecía dispuesta a darle una bofetada. Y seguramente lo haría, si conociera el resto de la historia.

—Intenté avisarte —siguió ella—, Pero no me escuchaste. Diste por sentado que siempre tendrías a Reenie, y ahora la has perdido.

Empezó a llorar de nuevo, y Keith pensó brevemente en Liz. Si no podía salvar su primer matrimonio, tal vez pudiera salvar el segundo. Liz era una buena mujer. Y la echaba de menos. Pero, por mucho que la quisiera, a ella y a los niños, y por mucho que le gustara pasar la mitad de cada mes en Los Ángeles, no soportaba la idea de marcharse de Dundee para siempre. Igual que sabía que no podría abandonar a Reenie. Era una parte vital de su felicidad.

Siempre lo había sabido. Pero nunca había podido salir del atolladero que él mismo había creado. No cuando también quería a Liz, Mica y Christopher.

—Lo he fastidiado todo —admitió.

Debió de parecer terriblemente abatido, porque su madre reaccionó al instante.

—Oh, cariño —dijo, poniéndole una mano sobre la suya—. Reza porque no sea demasiado tarde. Me pediste que me mantuviera al margen, pero… —sollozó—. Quizá sea hora de que me implique.

Keith sabía que a Reenie no le haría mucha gracia. Pero siempre había estado muy unida a su familia. Tal vez un poco de presión de los O'Connell inclinara la balanza a favor de Keith.

—De acuerdo —aceptó—. Dile que lo siento. Y que la quiero.

Su madre asintió.

—Se lo diré. Y le recordaré lo que es mejor para las niñas. Seguro que atiende a razones.

—Tiene que hacerlo —dijo él. No podía imaginarse otra posibilidad.