Capítulo 11
Mica se ajustó el cinturón de seguridad que compartía con Christopher y se inclinó hacia delante para poder ver por encima de Isaac.
—¿Esto es? —preguntó con una voz cargada de decepción—. ¿Aquí es donde vamos a vivir?
Isaac detuvo el camión en el primer semáforo de Dundee… sólo había cuatro en total, y abrió la boca para responder. Pero Christopher se le adelantó.
—Quiero irme a casa —chilló, y empezó a llorar.
—Está cansado —explicó Liz, pero no intentó consolar a su hijo. Estaba demasiado ocupada observando los edificios a ambos lados de la calle, como si temiera que alguien o algo pudieran aparecer de repente y atacarlos.
—Todos estamos cansados —dijo Isaac.
Llevaban un día y medio en la carretera. Durante casi todo el viaje, Liz había conducido el coche que ahora remolcaban. Tener a los niños sentados en la cabina del camión, compartiendo el mismo cinturón, ponía en grave riesgo su seguridad, pero no tanto como dejar que Liz condujera. Durante la última hora su hermana había estado dando bruscos virajes y frenazos. No había dormido lo bastante para soportar un trayecto tan largo, como demostraban sus grandes ojeras.
—¿Dónde está la casa? —preguntó Liz.
Isaac sacó la dirección de su bolsillo derecho. Había encontrado la casa llamando al ayuntamiento, donde una secretaria lo había puesto en contacto con Fred Winston, el único agente inmobiliario de Dundee. Como sólo habían hablado por teléfono, Isaac aún no había visto la casa.
—En Mount Marcy Street —dijo.
—¿Mount Marcy Street? —repitió Mica—. Suena ridículo.
Mica era generalmente una niña alegre, pero su malhumor crecía a cada kilómetro. Y lo mismo le ocurría a Chris, que había permanecido quieto durante casi todo el trayecto, con la mirada fija en el salpicadero, sin responder ni siquiera cuando Isaac o Liz le hablaban.
El semáforo se puso en verde e Isaac pisó el acelerador, intentando no fijarse en las miradas curiosas que empezaban a recibir. En un pueblo tan pequeño como Dundee, era imposible pasar desapercibido. La gente se estaría preguntando si iban a tener nuevos vecinos.
—El tipo de la inmobiliaria dijo que es una casa muy bonita —le dijo a Mica.
—No intentes animarme —replicó ella—. No lo conseguirás.
—Tu padre está aquí —dijo Liz, esperando que aquello calmara a los niños.
—¿Y qué? —espetó la niña—. No quiero verlo.
—¿Dónde está? —preguntó Chris, frotándose las lágrimas e irguiéndose en el asiento.
—Lo encontraremos —prometió Liz—. Lo veréis muy pronto.
Isaac no estaba impaciente porque ese momento llegara. Pero había algo que sí temía especialmente… Volver a encontrarse con Reenie.
—Tienes que girar en Third Street —le dijo Liz, apuntando al próximo semáforo.
Dos mujeres que estaban limpiando la entrada del restaurante giraron la cabeza para verlos pasar. Isaac reconoció a Judy, la camarera, y apartó rápidamente la mirada.
Entraron en un barrio de casas antiguas con jardín. Recorrieron una calle llamada Mount Glory y giraron a la derecha en Mount Marcy. Según las indicaciones, la casa estaba a mitad de la manzana, entre una construcción de ladrillo blanco y otra de ladrillo rojo. No era tan bonita como las dos casas vecinas, pero tenía posibilidades de reforma. Justo al otro lado de la calle se levantaba una de las casas más bonitas que Isaac había visto en Dundee.
—No está mal —dijo Liz, pero su sonrisa parecía bastante forzada—. ¿Quiénes son los dueños?
Isaac apartó el camión y apagó el motor.
—Una pareja de ancianos que están trabajando como misioneros en Filipinas.
—¿Cuánto tiempo llevan fuera?
—No lo sé. Un par de años, creo.
—Pero me dijiste que no estaba amueblada.
—No lo está.
—¿Qué hicieron con sus muebles?
—El tipo de la agencia, Fred, me dijo que habían valido algunos a sus hijos y que habían almacenado el resto. En cualquier caso, me prometió que la casa estaba limpia y que el barrio era agradable, así que firmé el contrato.
—¿No había otras opciones?
—Oh, sí. Unas caravanas al sur del pueblo y un dúplex con el jardín lleno de basura y cuyos vecinos están continuamente llamando a la policía por peleas domésticas.
—Genial…
Mica, que se había bajado del camión tras ellos, arrugó la nariz en una mueca de asco.
—¡Es horrible!
—No vamos a comprarla —le dijo Liz—. Sólo a alquilarla. Vamos. Echemos un vistazo al interior.
Atravesaron el encharcado jardín delantero y subieron los cuatro escalones de la entrada. Durante un rato estuvieron examinando las habitaciones y decidiendo dónde irían los muebles. Por suerte, los dueños habían dejado una mesa de ping pong en el sótano, que agradó a Mica.
—¿Quieres jugar, Chris? —le preguntó a su hermano, mientras Isaac y Liz volvían a subir.
—Hay mucho espacio —dijo Liz, intentando mostrarse animada—. Seguro que es mejor que el dúplex o las caravanas.
—Sin duda —corroboró Isaac, dirigiéndose hacia la puerta. Tenían que sacar las cosas del camión y preparar las camas. Fred se había ofrecido a ayudar con los muebles, pero aún no había llegado.
Se disponía a salir cuando Liz lo agarró del brazo.
—Venir aquí… ha sido una buena idea, ¿verdad, Isaac? —le preguntó.
Isaac le miró la mano. Aún llevaba las tiritas alrededor de las uñas y una marca blanca donde había lucido su anillo de bodas.
—Sabías que la mudanza no iba a ser fácil —le dijo, intentando calentarle los dedos fríos.
Ella asintió y se mordió el labio mientras observaba la desgastada alfombra marrón y el revestimiento de madera oscura de las paredes.
—¿No te gusta la casa? —le preguntó él.
—No es eso. Es… Mica quiere una cosa, Chris quiere otra, y yo no sé lo que quiero. Me siento dividida en dos, completamente desorientada. Quizá sólo esté empeorando las cosas viniendo aquí.
—Piensas demasiado. No compliquemos la situación, ¿de acuerdo?
—¿Cómo?
—Sientes la necesidad de hablar con Keith y de estar junto a él, y eso haremos… dentro de un tiempo.
—La última vez que lo vi, éramos felices —explicó ella—. Los dos nos sonreímos y nos despedimos con la mano mientras él se llevaba a Mica a clase de gimnasia. Sigo pensando que… si pudiera volver a verlo, hablar con él cara a cara… tal vez pudiera darme las respuestas que necesito.
Su profundo desconcierto hizo que Isaac quisiera romperle la mandíbula a Keith.
—Nos quedaremos hasta que venza el contrato. Si entonces sigue sin gustarte la casa, pensaremos en el plan B.
—De acuerdo —aceptó ella—. Seis meses.
En ese momento sonó el timbre de la puerta.
—Ése es Fred —dijo él—. Voy a abrir.
—Espera —lo detuvo ella, volviendo a agarrarlo del brazo—. ¿Le has dado mi nombre a alguien más?
—No. He alquilado la casa a mi nombre. ¿Por qué?
—Porque no quiero que Reenie sepa que estoy aquí.
—Lo descubrirá tarde o temprano, Liz.
—Lo sé. Pero… necesito hablar antes con Keith, ¿de acuerdo? Merezco tener una última conversación a solas con el hombre con quien me casé antes de enfrentarme a todo el pueblo.
Isaac no podía discutirle aquello.
—No tienes que preocuparte por mí. No le hablaré de ti a nadie.
Ella asintió y pareció relajarse un poco. Entonces se oyeron los gritos de los niños, que se estaban peleando en el sótano, y Liz corrió escaleras abajo mientras Isaac iba a abrir la puerta. No era Fred, sino una mujer menuda y regordeta con el pelo negro y que debía de tener unos sesenta años.
—Hola —saludó alegremente. Llevaba una gran cesta de mimbre—. Espero que no le importe que me haya pasado tan pronto a saludarlos.
—En absoluto.
—Fred me dijo que llegarían esta tarde, así que he estado pendiente de su llegada —explicó con una radiante sonrisa—. Quería ser la primera en darles la bienvenida al barrio.
—Muchas gracias —respondió Isaac, ligeramente inquieto.
—Las mudanzas siempre son difíciles. He pensado que les resultaría más fácil instalarse si les preparaba la cena para esta noche —dijo, tendiéndole la cesta—. Dentro hay una cacerola que tendrá que calentar. Pero el resto está listo para servirse.
Isaac pudo oler el pastel al tomar la cesta.
—Huele muy bien. Le agradecemos su generosidad.
—No es nada.
—¿Dónde vive usted?
—Al otro lado de la calle —respondió, señalando la elegante mansión en la que Isaac se había fijado antes—. Mi marido y yo vivimos solos. Tenemos dos hijos, pero ya han crecido.
—Su casa es preciosa.
—Disfruto con la decoración casi tanto como con la compañía —le confesó—. Están invitados a venir en cuanto se hayan instalado.
—Nos encantaría.
—¿Cómo se llama?
—Isaac Russell. ¿Y usted es…?
—Celeste Holbrook.
—¿Holbrook? —repitió, alzando la voz sin poder evitarlo.
La mujer dudó brevemente, sorprendida por su reacción.
—Sí, mi marido es senador, así que va mucho a Boise. Pero si necesitan algo, yo siempre estoy en casa.
—Es usted muy amable —murmuró él, pero apenas era consciente de lo que decía. Se estaba imaginando a la hermosa hija de aquella mujer… En su aspecto la noche que cenaron juntos, y en el que había tenido cuando le contó la verdad sobre su marido.
Si Celeste se extrañó por la repentina falta de entusiasmo de Isaac, no lo demostró. Sus modales eran impecables, y simplemente interpretó la respuesta como una insinuación para marcharse.
—Bueno, no quiero importunarlos. Imagino lo ocupados que deben de estar su esposa y usted —dijo. Sacó un trozo de papel del bolsillo y se lo tendió—. Le he escrito alguna información que tal vez le sea de utilidad.
Isaac pensó en Liz y en su deseo de permanecer oculta durante unos días. Celeste le había anotado las direcciones del supermercado y de correos, el día que recogían la basura e incluso el número de un servicio de jardinería.
—Le he apuntado mi número —dijo ella—. Llámeme si necesita algo. He visto que tienen niños. Soy muy buena niñera —añadió con un guiño.
Sin corregir su errónea impresión de que él era el marido y el padre de los niños, le dio las gracias de nuevo y cerró la puerta.
—Maldición —masculló, presionándose dos dedos contra la frente.
—¿Qué ocurre?
Isaac bajó la mano y vio que Liz lo observaba desde el otro extremo de la habitación.
—Acabamos de mudarnos justo enfrente de los padres de Reenie.
Sentada en un rincón del Arctic Flyer, Reenie jugueteaba con el helado que Lucky había insistido en pedirle mientras intentaba que la niña de Lucky no se cayera de la silla. Siempre quedaban para comer en el restaurante Jerry's, pero Reenie había oído que la madre de Keith la estaba buscando. Y no estaba preparada para oír lo mismo que su propia madre ya le había dicho sobre Keith.
Aunque tal vez Georgia quisiera hablar con ella porque se había enterado de que había pedido el divorcio. Incluso era posible que Keith hubiera recibido los papeles esa mañana. Según el abogado, si Keith los firmaba sin presentar demandas, todo podría solucionarse en tres semanas.
Pero si había recibido los papeles, sería él quien estuviera buscándola, no su madre…
—He intentado avisar a tu madre para que nos acompañara, pero no está en casa —dijo Lucky cuando volvió a la mesa, llevando un helado de chocolate y un montón de servilletas.
—Seguramente esté en casa de sus nuevos vecinos —dijo Reenie—. Llegaron hace un par de horas, mientras hablábamos por teléfono, y corrió a llevarles la cena.
Sabrina chilló para que le dieran a probar el helado, y Lucky llevó el cucurucho a la boca de la niña.
—Celeste es tan encantadora…
—Sí, toda una santa —dijo Reenie sin poder evitar el sarcasmo. Admiraba a su madre, pero había ocasiones en las que deseaba que Celeste fuera menos angelical.
Lucky frunció el ceño al ver cómo Reenie destrozaba su helado, sin probarlo.
—Era tu helado favorito.
Ya no. Nada sabía igual en su vida.
—Te dije que no me apetecía. Hace demasiado frío para un helado.
—¿Estás de guasa? —dijo Lucky—. Si Harvey no baja la calefacción, tendrá que servir los helados en tazas.
Fuera, el viento azotaba las hojas de los árboles. Reenie pensó que tal vez se acercara la primera nevada del año, pero Lucky tenía razón… hacía mucho calor en el interior del local.
—No tengo hambre.
Lucky sujetó la mano de su hija para impedir que Sabrina tirara el cucurucho al suelo.
—No hace falta tener hambre para tomar un helado. ¿Qué has comido hoy?
—No lo sé.
—¿Has comido?
—Seguramente.
—¿Seguramente? Son más de las dos.
—He estado ocupada.
—¿Haciendo qué?
—Empaquetando.
Lucky dudó y limpió de chocolate el mofletudo rostro de Sabrina.
—¿Cuándo te mudarás a la granja?
Reenie agradeció el cambio de tema. Ya había recibido demasiadas críticas sobre lo poco que se cuidaba.
—Dentro de algunas semanas, cuando estén listas las escrituras.
—¿Puedo ayudarte a empaquetar?
—No.
—¿No? —preguntó Lucky con una ceja arqueada.
Sabrina empezó a aporrear la mesa de su sillita, por lo que Reenie le dio a probar de su helado.
—Así me mantengo ocupada —explicó. Ya había barrido hasta el último rincón de la casa, reorganizado los armarios y limpiado el garaje.
—Tu madre me dijo que estabas pensando en volver a trabajar.
—Así es. No tengo elección.
—Podrías buscar trabajo mientras yo empaqueto por ti.
Reenie siguió removiendo su helado.
—Ya tengo un trabajo.
—¿En serio? —preguntó Lucky, sorprendida.
—Voy a dar clases de matemáticas en el instituto.
—Has sido muy rápida —dijo Lucky, dándole otra cucharada de helado a Sabrina, que seguía gritando.
—Estaban buscando a alguien que sustituya a la señora Merriweather durante dos años.
—¿La señora Merriweather? Era una anciana cuando me dio clases a mí. No me digas que ha muerto.
Hacía sólo un año que Lucky había regresado a Dundee, pero, al igual que Reenie, había estudiado en el instituto del pueblo. Al ser unos años menor que Reenie nunca habían coincidido, aunque Reenie dudaba de que hubieran sido amigas. Por aquel entonces, Lucky era demasiado arisca e introvertida. Tener a Red como madre no debía de haber sido fácil. Reenie, en cambio, había sido bendecida con una buena familia. La habían querido y mimado, y en la escuela había sido una de las chicas más populares.
—No, se ha jubilado —explicó—. Los demás profesores estaban haciendo horas extras para cubrir su baja, así que todos se alegraron cuando solicité el puesto.
—Me parece perfecto. ¿Cuándo empiezas?
—Después de Acción de Gracias.
—Eso es la semana que viene… No, Sabrina —reprendió a su hija antes de que pudiera tirar el helado—. Me alegro por ti. Con el curso empezado, no es fácil encontrar un trabajo antes del verano.
—Supongo que la ayuda que prestó mi padre para recaudar los fondos para el nuevo gimnasio tuvo algo que ver.
—O que tu hermano fuera el principal donante, además de ser una celebridad a nivel nacional y el entrenador del equipo de fútbol —añadió Lucky.
Reenie se encogió de hombros.
—Ser hermana de Gabe tiene sus ventajas.
—Si tú lo dices —dijo Lucky con un suspiro.
A Sabrina le chorreaba el helado por la barbilla, y Reenie vio cómo Lucky volvía a limpiarla.
—Me dijo que iba a llamarte para disculparse. Su pongo que aún no lo ha hecho, ¿verdad?
—Llamó antes del cumpleaños de papá —respondió Lucky.
Reenie la miró con ojos muy abiertos.
—¿Lo hizo? ¿Y?
—He recibido disculpas más sinceras que la suya.
—Entonces ¿no estás dispuesta a perdonarlo?
—¿Por qué debería hacerlo? El problema no desaparecerá.
—Se mostró muy amable en la fiesta —dijo Reenie, dándole de su helado a Sabrina cuando Lucky se detuvo para limpiarse las manos—. Hay que reconocerle el mérito de intentarlo, al menos.
—No, de eso nada —sentenció Lucky, dejando la servilleta.
Reenie se echó a reír por primera vez en mucho tiempo.
—Pobre Gabe…
—¿Pobre, dices? Tu hermano ha alcanzado cotas con las que otros hombres sólo pueden soñar. Es más rico que el rey Midas. Es uno de los hombres más apuestos que conozco. Se lleva bien con papá, siempre que yo no esté cerca. Y está felizmente casado. Incluso me dijiste hace unas semanas que Hannah podría estar embarazada. Tal vez no pueda andar, pero no es precisamente desgraciado.
—Supongo que tienes razones para sentirte así —dijo Reenie—. Gabe no soporta dar lástima.
—De mí no va a recibir la menor compasión. Ni siquiera me gusta.
Reenie sabía que aquello no era cierto. Pero en ese momento entró una mujer con un sombrero plateado.
—Oh, no —murmuró, al reconocer el sombrero y el abrigo.
—Parece que te ha encontrado —dijo Lucky.
Era inevitable. Dundee no era lo bastante grande para ocultarse.
—Aquí estás —dijo Georgia.
—Hola, Georgia —la saludó Reenie con un breve gesto.
Georgia se fijó en la niña pegajosa y el helado medio derretido de Reenie antes de mirar a Lucky.
—¿Podría hablar un momento con Reenie en privado? —le preguntó.
Lucky dudó, pero Reenie le asintió y ella se levantó y retiró a su hija de la sillita.
—Iré a lavar a Sabrina.
—Siéntate, mamá —le ofreció Reenie.
Georgia ocupó el lugar de Lucky, quien se marchó a los aseos con Sabrina en brazos.
—Seguro que sabes porqué estoy aquí.
—¿Quieres comer algo?
—Quiero hablar contigo.
—No tengo nada que decir.
—Tú y Keith hacéis buena pareja. Creo que vuestro matrimonio puede arreglarse.
—Me temo que eso es imposible.
—¿Has pensado en la terapia de pareja?
Reenie abrió la boca para decir que no serviría de nada, pero Georgia levantó una mano.
—Sé que nunca te ha sobrado el dinero.
«Porque tu hijo estaba manteniendo a otra familia», pensó Reenie con amargo rencor.
—De modo que estoy dispuesta a pagar por ello —ofreció Georgia—. No puedo permitir que vuestro matrimonio se rompa. Os quiero a ti y a Keith, y también a mis nietas.
Reenie sintió una punzada de dolor que había intentado reprimir con todas sus fuerzas. Romper con Keith no era tan sencillo. Sus vidas habían estado unidas durante once años, catorce si contaba desde cuando lo amaba. La familia de Keith era la suya, y viceversa.
—Ha dejado su trabajo —siguió Georgia—. Ahora trabaja en la ferretería. Creo que con eso te demuestra que sus intenciones son buenas. Está deseando cambiar, quedarse en casa, contigo, y apoyarte como debería haberlo hecho todo este tiempo.
«No escuches», se obligó Reenie a sí misma. «Es una ilusión. Ella no sabe nada». Pero Georgia le estaba diciendo todo lo que el corazón de Reenie quería oír. Y siempre estaba esa voz interior, recordándole que aquello no era más que una pesadilla.
—No creo que la terapia funcione —dijo, pero no tan convencida como antes.
—¿Cómo puedes estar tan segura si no lo intentas, cariño? —la apremió Georgia.
—No… no lo sé —murmuró. No podía decirle a Georgia lo que su hijo había hecho.
—Reenie, habéis sido felices durante muchos años… ¿Por qué acabar con eso?
Porque había una mujer en California que también estaba casada con Keith. Y esa mujer tenía dos hijos, lo que significaba un compromiso para toda la vida.
Sin embargo, no había vuelto a saber nada de Isaac, ni de su hermana. Tal vez estuviera exagerando al suponer lo peor. Keith estaba en el pueblo y parecía haber cortado todos los lazos con Liz, como había dicho que haría. Incluso era posible que Liz no lo quisiera de verdad y sólo estuviera interesada en el apoyo económico que Keith podía ofrecer.
Se mordió el labio y, por primera vez en tres semanas, sintió cómo se aflojaba ligeramente el nudo que tenía en el estomago. Podía tolerar que Keith pagara una pensión mensual por los niños, ¿no? Nadie más tendría por qué saberlo. Podrían solucionar aquello por ellos mismos, en la intimidad. Reconstruir lentamente la relación… Se imaginó las caras de sus hijas cuando les dijera que su padre volvía a casa.
Georgia percibió cómo flaqueaba la determinación de su nuera y la tomó de las manos.
—Te lo ruego, Reenie. Por el bien de tus hijas, acepta la ayuda profesional. Es todo lo que te pido.
Lucky volvió de los aseos, llevando a una Sabrina limpia y alegre. Cuando la niña vio a Reenie, empezó a batir palmas y a patear en el aire, y Reenie no pudo evitar una sonrisa. Tal vez la vida que conocía no hubiera acabado. Tal vez aún quedara esperanza.
—De acuerdo —dijo—. Ocúpate de todo.
Georgia le apretó las manos con afecto.
—Estupendo, cariño. Le diré a Keith que estás dispuesta a intentarlo.