Capítulo 18
Reenie estaba sentada frente al ordenador. Las niñas estaban acostadas felizmente cansadas después del Certamen Anual de Jóvenes Talentos. Jennifer había interpretado una coreografía que había preparado ella misma, Angela había bailado una danza popular e Isabella había cantado Somewhere Over the Rainbow.
Pero había sido Mica con su interpretación al piano del Claro de luna de Beethoven la que había cosechado una mayor ovación. Tan impecable había sido su actuación que la propia Reenie se sorprendió aplaudiéndola, y al final del certamen se había acercado a Liz y la había felicitado por el talento de su hija. Liz se lo agradeció, sorprendida, pero Isaac no le había dirigido la palabra… a pesar de haber estado mirándola durante casi toda la actuación.
Era evidente que la encontraba atractiva. Entonces ¿por qué no le escribía ni la llamaba? Ella le había mandado un e-mail, dándole las gracias por haberla llevado a casa el viernes anterior y diciéndole que se lo había pasado muy bien, pero no había recibido respuesta.
El viejo Bailey estaba echado junto al sofá. Ya ni siquiera tenía fuerzas para acercarse y tumbarse a sus pies. El ánimo que había sentido al dirigirse a Liz horas antes se esfumó lentamente. Bailey se estaba muriendo y ella necesitaba hablar con alguien. Pensó en sus padres, en Gabe, en Lucky, en Beth… Cualquiera de ellos le daría su apoyo. Pero quería a Isaac.
Suspiró y le escribió un mensaje instantáneo:
—¿Dónde estás?
Hubo una larga pausa. O bien no estaba ante el ordenador o bien estaba pensando si responder o no. Finalmente apareció la respuesta.
—Aquí.
—Bailey no se encuentra bien.
—¿Ha llegado su hora?
—Creo que sí.
—¿Cómo estás tú?
—No quiero que se muera.
—Lo sé. Lo siento.
Reenie sintió que se le formaba un nudo en la garganta y no supo qué responder.
—Lo que has hecho esta noche… felicitando a Liz por su hija… ha sido muy bonito, escribió él.
Ella sonrió a través de las lágrimas.
—He tenido momentos mejores.
—¿Te ha molestado Keith por lo que pasó el viernes?
—Un poco. Esta noche me acusó de haber estado mirándote.
—¿Me estabas mirando?
—Sólo porque deseo tu cuerpo.
—Te encanta jugar con el peligro.
—¿Tú eres peligroso?
—En cierto modo.
—Tú también me estabas mirando, Isaac.
—No me digas… No podía apartar la vista de ti.
Reenie sintió una oleada de calor. Pero entonces ¿por qué Isaac no había respondido a su e-mail?
—Ya sabes mi número.
Nada.
—No importa, escribió ella.
—Dentro de poco me iré del pueblo, Reenie. No hay ningún futuro para nosotros.
—Lo sé. Es tarde. Tengo que irme a la cama. Buenas noches.
—Reenie…
Pero ella se desconectó y fue a abrazar a su perro.
—Se acerca la hora, Bailey… —le murmuró.
El perro le lamió la cara y Reenie decidió que, por muy doloroso que fuera, lo llevaría al veterinario al día siguiente, después de las clases. Tenía que acabar con el sufrimiento de Bailey.
Isaac suspiró y miró la pantalla. Responder al mensaje instantáneo de Reenie rompía el acuerdo que tenía con Liz. Pero su perro se estaba muriendo.
—¿Alguna noticia de Reg? —lo sorprendió Liz desde la puerta.
—¿Aún sigues levantada? —preguntó él—. Parece que los dos somos aves nocturnas.
—¿Sabes algo de tu subvención?
—Todavía nada. ¿Estás impaciente porque me vaya?
—Sólo si eso evita que te enamores de Reenie.
—¿Tanto la odias?
—No es odio.
—Entonces ¿qué es?
—Son demasiadas emociones enfrentadas —dijo ella, apoyándose contra el marco—. Mica la admira. Se puso muy contenta al enterarse de que a Reenie le había encantado su actuación.
—¿Cómo se siente Mica respecto a Angela?
—Creo que está tan celosa de ella como yo de Reenie.
—Mica es una niña brillante. ¿A qué vienen esos celos?
—Angela es tan popular como Reenie. ¿Ves el paralelismo?
—Mica y Angela tienen cada una sus propios talentos.
—Si nos hubiéramos conocido en circunstancias distintas, no habríamos tenido ningún problema.
Isaac anotó el número de Reenie en un papel, se levantó y se lo tendió a su hermana.
—¿Qué es esto?
—Llama a Reenie. Invítala a almorzar.
—Tienes que estar bromeando…
—Hablo en serio, Liz.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque su perro se está muriendo. Y porque merece la pena conocerla.
Liz agachó la cabeza y miró el número.
—Ella hace que me sienta… incómoda, Isaac.
—Ella dio esta noche el primer paso, Liz. Dale una oportunidad. Podría ser bueno para Mica y Christopher —sonrió—. Y a ti también merece la pena conocerte.
—¿Su perro se está muriendo?
—Y a ella se le rompe el corazón.
Liz contempló el papel con el número durante un minuto.
—Creo que lo pensaré —dijo.
A la mañana siguiente, Isaac llevó a Mica y a Christopher al colegio. Liz tenía que entrar a trabajar más temprano, porque iban a operar de la rodilla a Marge Finley.
Al dejarlos en la escuela, vio a Angela e Isabella bajo el gran roble de la entrada. Parecían estar esperando a Mica. O al menos la observaban con interés.
A mitad de camino entre el árbol y el coche, Mica miró hacia atrás. Isaac tuvo la sensación de que no quería que viera cómo se encontraba con sus hermanastras, de modo que agachó rápidamente la cabeza y fingió que estaba manejando la radio. Cuando volvió a mirar, Mica y Angela estaban hablando y sonriendo entre ellas mientras se dirigían hacia el interior, seguidas por Isabella.
Alguien tocó la bocina tras él. Estaba atascando el tráfico. Se apartó y bajó la ventanilla.
—¡Isabella!
La niña se giró y sonrió al reconocerlo. Isaac le hizo un gesto para que se acercara y ella corrió hacia la camioneta.
—¡Hola! —lo saludó, encaramándose a la ventanilla—. ¿Has traído tú hoy a Mica y Christopher?
—Sí.
—¿Dónde está su madre?
—Trabajando en el supermercado. ¿Qué están haciendo Mica y Angela?
—No lo sé —respondió Isabella, encogiéndose de hombros—. Supongo que estarán en los columpios. Siempre van allí antes de las clases y en los recreos.
«Interesante», pensó Isaac. Mica no les había dicho ni a su madre ni a él que jugaba con las hijas de Reenie en el colegio.
—¿Cómo está tu madre?
—Bien, creo. Está un poco triste.
—¿Por qué?
—Porque Bailey está muy enfermo. Mi madre ha dicho que el veterinario lo va a dormir y que ya no volverá a despertarse.
—¿Te has despedido de él?
La niña asintió con los ojos llenos de lágrimas.
—Voy a echarlo mucho de menos.
—Igual que tu madre, cielo —dijo él, apretándole la mano—. Lo siento mucho. Sé que es doloroso, pero a veces tenemos que despedirnos de las personas y los animales que queremos. Es parte de la vida.
Isabella sorbió por la nariz y asintió.
—Lo sé. Esta noche vamos a enterrarlo junto al granero, para que siga cerca de nosotras.
—Ésa es una buena idea.
La sirena empezó a sonar, e Isabella se frotó los ojos y le ofreció una sonrisa.
—Tengo que irme.
—Hasta la vista —se despidió él, y la vio correr hacia el colegio. Aquél era su último día en el almacén de pienso, pero en lugar de ir allí se pasó por la heladería para usar el teléfono público. Llamó a Earl y luego salió en dirección a Boise.
Reenie aparcó en el camino de entrada y apagó el motor. No había querido ir sola al veterinario, pero tampoco había querido que sus hijas sufrieran la terrible experiencia. Por eso les había pedido el favor a su madre y a su hermanastra.
—¿Quieres que vaya a por la pala? —le preguntó Lucky desde el asiento trasero.
—No, Keith se encargará de hacerlo. Llegará dentro de unos minutos —respondió ella.
—¿Traerá a las niñas? —preguntó Celeste.
—Sí, las ha recogido del colegio para que yo pudiera… hacer esto.
—Me alegra que esté aquí —dijo su madre—. El también quería mucho a Bailey.
Reenie asintió y entre ella y Lucky llevaron la caja con el cuerpo de Bailey a la parte de atrás. Reenie odiaba pensar que su perro ya no estaría allí para saludarla cada día, pero no había tenido más remedio que acelerar su muerte. El cáncer le provocaba demasiado dolor.
—Ha sido un año muy duro para ti —dijo Celeste—. Anoche le estaba diciendo a Garth que estoy muy orgullosa por cómo has…
El tintineo de un collar y unos débiles ladridos la interrumpieron.
—¿Qué es eso? —preguntó Lucky.
—No lo sé —respondió Reenie—. Parece un perro.
Al llegar a la puerta vieron que efectivamente se trataba de un perro. Un cachorro. Estaba atado a una estaca clavada en la tierra y tenía un gran lazo rojo alrededor del cuello. En cuanto vio que tenía compañía, empezó a agitarse y a emitir gemidos lastimeros para llamar la atención.
Celeste se acercó con cuidado, pues sus altos tacones se hundían en la hierba mojada.
—¿De dónde ha salido esta cosita? —preguntó, acariciándole la cabeza.
Reenie se había quedado boquiabierta. Era el cachorro que había visto en la página web. Isaac debía de haberlo llevado. Pero no quería que su madre ni Lucky supieran que el hermano de Liz le había regalado nada.
—Pe… pensé que sería buena idea regalarles un perrito a las niñas, para superar lo de Bailey.
—Creía que querías esperar unas semanas —dijo Lucky, mientras dejaban la caja en el suelo—. Pero entiendo que hayas cambiado de opinión. Es una monada.
—Tiene una tarjeta atada al collar —dijo Celeste—. Y lleva escrito tu nombre.
Maldición. Reenie intentó agarrarla, pero era demasiado tarde.
—«Piensa en mí de vez en cuando, ¿de acuerdo? Isaac» —leyó su madre en voz alta.
—¿Isaac Russell te ha regalado este perro? —preguntó Lucky, perpleja.
¿Qué podía decir?, pensó Reenie. ¿Qué había conocido a otro Isaac por Internet?
—Está bien, Isaac y yo nos hemos hecho… amigos.
—Amigos —repitió Lucky con escepticismo.
—Pero, Reenie, Isaac es el hermano de Liz —dijo Celeste.
—No saquéis conclusiones precipitadas —espetó Reenie—. Estuvimos bailando una noche, me trajo a casa y me ha regalado un perro. Fin de la historia.
Lucky desvió la mirada y su expresión cambió al instante. Reenie sintió que se le hacía un nudo en la boca del estómago. Keith estaba allí.
Las niñas se acercaban corriendo, pero Keith permanecía de pie en la verja, con expresión sombría.
—Iré por la pala al granero —murmuró Reenie mientras se metía rápidamente la tarjeta en el bolsillo.
Al regresar, vio a las niñas arrodilladas en torno al perrito, que no dejaba de dar saltos intentando lamerlas. Keith se había acercado a Lucky y Celeste, pero ninguno de ellos parecía muy contento.
—Estás destrozada por el viejo Bailey, ¿verdad? —dijo él con sarcasmo.
—Lo quería. Voy a echarlo mucho de menos.
—Sí, claro. ¿Igual que a mí?
Celeste y Lucky intercambiaron una mirada y Reenie se aclaró la garganta.
—No hagamos esto más difícil, Keith. Cava la fosa, ¿quieres?
—Isaac te compra un nuevo cachorro y a mí me toca cavar la fosa.
—Yo no le pedí que me comprara nada.
—No tienes por qué aceptarlo —dijo él con vehemencia—. Dile que se lo lleve. Yo te compraré otro esta misma noche. Un basset.
—Déjalo, Keith —intercedió Lucky—. Reenie ya está sufriendo bastante.
Celeste rodeó con un brazo a su hija y le dio unas palmaditas.
—Sé lo mucho que querías a Bailey, cariño.
De repente Reenie se sintió muy joven. Quería enterrar el rostro en el hombro de su madre y llorar como una niña. Llorar por todo. Por Liz, por Mica, por Christopher. Por Bailey. Porque la vida en aquella granja no fuera lo que siempre había imaginado.
—Lo siento —dijo Celeste, pero antes de que alguien pudiera añadir nada, se oyó una voz procedente del camino de entrada.
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
Era Isaac.