Capítulo 1
Los Ángeles, California
Keith O'Connell estaba mintiendo. Escamado, Isaac Russell dejó lentamente su tenedor mientras observaba a su cuñado. Keith no lo miraba a los ojos, ni tampoco a Elizabeth. Y había otros signos igualmente reveladores. El modo en que encorvaba los hombros y retorcía las manos, hojeando el correo que tenía junto al teléfono como si no lo hubiera hecho ya dos veces. La lentitud en sus respuestas. Su irritación…
—Por lo que parece, el accidente fue horrible —dijo Elizabeth, aparentemente ajena a la incomodidad de su marido, mientras añadía otra tortita al plato de Isaac—. Me sorprendió mucho que no lo mencionaras.
Isaac había comido demasiado, pero no dijo nada y esperó la respuesta de su cuñado, confiando en haber malinterpretado el lenguaje corporal de Keith.
—¿Qué? —preguntó Keith, levantando finalmente la mirada como si hubiera perdido el hilo de la conversación mientras se concentraba en el correo.
Pero Isaac sabía que ninguna palabra se le había pasado por alto.
—El accidente múltiple en Sacramento —respondió ella—. No dijiste nada al respecto.
—Oh… bueno, habían despejado la zona cuando yo llegué —dijo Keith en voz baja.
Isaac advirtió la confusión en los ojos color avellana de Elizabeth, quien llevó su propio plato a la mesa y le frunció el ceño a su marido.
—Pero según la prensa transcurrió casi todo un día hasta que pudieron abrir la autopista. ¿Cómo conseguiste pasar? Las retenciones del tráfico eran kilométricas. He visto las fotos.
Se hizo un incómodo silencio.
—Debió de ser antes de que yo pasara por allí, cariño —murmuró Keith.
Isaac quiso apartar la mirada para no ver lo que estaba viendo. Si su hermana tenía problemas en su matrimonio, él no quería saberlo. Quería seguir creyendo que Elizabeth había conocido al hombre de sus sueños y que viviría feliz para siempre.
Pero no podía ignorar las evidencias. Elizabeth era su única hermana, y él se había ocupado de ella durante los años oscuros que siguieron a la muerte de su madre, cuando él tenía catorce años y ella once. Se habían ido a vivir con su padre y Luanna, la mujer con la que había vuelto a casarse, y con el hijo de ésta, Marty, más joven y mucho más mimado que ellos. Había sido Isaac quien sufrió por Elizabeth cuando las otras chicas se burlaban de sus piernas larguiruchas y de sus torpes movimientos. Había sido él quien le compró los tampones cuando empezó a tener el periodo y quien le explicó cómo usarlos. Había sido él quien le consiguió una cita para el baile de segundo año en el instituto… Al año siguiente, cuando ella cumplió dieciséis y perdió su aspecto de novata, Isaac ya no tuvo que preocuparse por retorcerle el brazo a nadie para provocar el interés masculino. Los chicos hacían fila delante de ella, aunque eso implicó que a partir de entonces Isaac tuviera que prestar un cuidado especial.
—El artículo que leí decía que ocurrió justo antes de que tu avión aterrizara —dijo Elizabeth—. Debiste de verlo. Es un milagro que no resultaras herido tú también.
Keith dejó las cartas que había estado hojeando, pero mantuvo la mirada hacia otro lado mientras recogía su abrigo y cerraba su portafolios.
—Supongo que estaba demasiado preocupado para prestar atención —le dijo a su mujer—. Ya sabes el estrés que tengo que soportar.
La respuesta de Keith intranquilizó aún más a Isaac. Apreciaba a su cuñado, un tipo sincero, honesto y trabajador. ¿Qué le pasaba aquel día?
—La niebla era tan espesa que nadie podía ver nada, Keith —dijo Elizabeth—. Murieron dieciocho personas. ¿Cómo es posible que…?
—Te estoy diciendo que fue el estrés. Y hablando de estrés, tengo que irme o perderé mi avión.
Se inclinó hacia ella para besarla en la sien. Elizabeth dudó, como si fuera a levantarse para mandarlo al infierno. Pero él no le dio la oportunidad, porque ya había rodeado la mesa para despedirse de los niños.
—¿De verdad tienes que irte tan pronto? —le preguntó Mica, de ocho años.
—Cada dos semanas, pequeña. Ya lo sabes.
La tristeza que cubrió los ojos marrones de la niña pareció magnificarse por las gafas que llevaba.
—Pero el concurso de ortografía es el miércoles que viene. Yo quería que vinieras a verlo.
Keith al fin mostró una reacción que parecía sincera al revolverle el pelo, del mismo color rubio oscuro que el suyo.
—He visto cómo superas a toda tu clase, ¿no?
—Todavía no ha acabado. Ahora tengo que competir con el resto de la escuela.
—Estoy muy orgulloso de ti, cariño. Pero ya sabes lo exigente que es mi trabajo.
—Odio tu trabajo —murmuró la niña.
—El trabajo de tu padre es lo que trae comida a casa, jovencita —intervino Elizabeth. Obviamente intentaba enseñarle a Mica a guardarle respeto a su padre… pero no parecía más contenta que los niños por la marcha de Keith.
—Mamá me grabará en vídeo el concurso —dijo Keith—. Lo veremos todos juntos cuando regrese.
Mica frunció el ceño y no respondió, aunque permitió que la abrazara. Luego, Keith se volvió hacia su hijo de cinco años, que tenía el mismo pelo rubio y los mismos ojos avellana que su madre.
—¿Y mi partido de fútbol? —preguntó Christopher.
—Estaré en el siguiente, amigo —dijo Keith—. Y luego iremos otra vez a tomar helados, ¿de acuerdo?
—¡De acuerdo! —exclamó el niño.
El afecto natural entre Keith y sus hijos hizo que Isaac se replanteara sus recientes conclusiones. Keith no era el tipo de hombre que le hiciera daño a su familia. ¿Por qué tendría que mentir?
Cuando su cuñado se giró hacia él para estrecharle la mano, Isaac se convenció a sí mismo de que sólo eran imaginaciones suyas. Aquél era el hombre que había estado tan feliz por casarse con su hermana… no como Matt Dugan, su antiguo novio.
—Supongo que te habrás ido cuando vuelva, ¿no? —le preguntó Keith.
—Sí. Ya llevo aquí una semana. Tengo que volver a casa y organizar mis notas.
—¿Sobre los elefantes de la selva?
—Exacto.
—No sé cómo puedes hacer de Tarzán… —dijo su cuñado con una sonrisa—. Yo me volvería loco si tuviera que acampar en la jungla durante tanto tiempo.
—No si te gustase tanto como a mí.
—Tal vez. Ciertamente, haces que parezca muy fácil.
—Estoy soltero. Sólo tengo que preocuparme de mí mismo —dijo Isaac. Y le encantaba aquella forma de vida. Después de haber cuidado a Liz durante tantos años, disfrutaba con la posibilidad de concentrarse exclusivamente en su trabajo.
—Bueno, ven a vernos otra vez antes de volver a África, ¿de acuerdo?
—Lo intentaré. Todo depende de que consiga o no la subvención.
—Todo se solucionará —le aseguró su cuñado.
—Ya lo veremos —dijo Isaac, que hasta entonces había sido muy afortunado.
Keith agarró las llaves de la encimera y salió de la cocina. A los pocos segundos se oyó la puerta principal al cerrase. El silencio se hizo sobre la mesa… salvo por las repentinas campanadas del reloj.
—Odio que se tenga que ir —se quejó Mica.
—Yo también —corroboró Christopher.
Isaac miró a Liz y la encontró observando su taza de café.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
Su hermana esbozó una sonrisa que pareció muy forzada.
—Nada. ¿Por qué?
—¿Sigues pensando en ese accidente de Sacramento?
—No.
—¿Adónde se ha ido Keith esta vez?
—A Phoenix. Va mucho allí. Está formando al personal sobre el manejo del nuevo software que ha desarrollado.
—Debe de gustarle mucho lo que hace.
—Tanto que no lo cambiaría por nada —respondió ella con un suspiro.
—¿Va todo bien, Elizabeth?
—¿Entre Keith y yo? —preguntó en voz baja, consciente de que Mica los estaba observando—. Claro que sí. Sus viajes constantes me afectan un poco, eso es todo. Es muy difícil mantener una familia normal cuando él está fuera la mitad del tiempo.
—¿Quieres que me quede aquí con los niños para que puedas irte a Phoenix con tu marido? —le sugirió Isaac.
Estaba impaciente por volver a la universidad. Las clases comenzarían pronto, y él tenía que preparar el programa de estudios de microbiología para el segundo semestre… si antes no recibía la subvención que había solicitado.
Pero se trataba de Elizabeth. Su hermana y él habían crecido con la seguridad de que, pasara lo que pasara, siempre se habían tenido el uno al otro.
Y ahora ella lo necesitaba.
Elizabeth se echó hacia atrás su largo pelo rubio y tomó un sorbo de café.
—No —respondió—. Es muy amable por tu parte, pero, para ser sincera, no creo que él quisiera tenerme allí. No le gusta que lo moleste mientras está trabajando. Apenas recibimos noticias suyas cuando sale de viaje —se frotó las sienes como si le doliera la cabeza—. Su empresa le exige mucho. Pero le gusta su trabajo, así que… ¿qué puedo hacer yo?
Isaac se pasó los nudillos sobre la mandíbula.
—¿Estás segura de que no quieres acompañarlo? Se ha pasado años viajando. Tanto trabajo tiene que resultar agotador.
—¿Como tus viajes al Congo? —bromeó ella con una sonrisa.
Isaac también sonrió, pero enseguida se puso serio y alargó una mano para tocarla en el brazo.
—¿Liz?
—¿Mmm? —murmuró ella, tomando otro sorbo de café.
—¿Cómo es posible que no viera el accidente de Sacramento?
Su hermana arrugó la frente mientras pensaba en la pregunta.
—No lo sé —dijo, apartando su plato, casi intacto—. Es posible que me haya confundido con las fechas. Keith siempre está yendo y viniendo.
A pesar de sus intentos por parecer despreocupada, su respuesta no le pareció a Isaac más sincera que las que Keith había dado momentos antes.
—¿De verdad piensas eso? —insistió. Tenía que estar seguro de que no pasaba nada malo.
Elizabeth volvió a sonreír y miró fugazmente a los niños.
—Sí, lo pienso.
Dundee, Idaho.
Seguía siendo igual de incómodo. Incluso después de casi dos años. Aprovechando que Lucky Hill estaba estudiando el menú, Reenie O'Connell le hizo una mueca a su hermano para insinuarle que esperaba más de él. Entonces esbozó una sonrisa y se giró hacia la hermanastra a la que nunca habían conocido… hasta que su padre les confesara el secreto, después de que Lucky volviera al pueblo convertida en una mujer adulta de veinticuatro años.
Por desgracia, no le sirvió de nada llamarle discretamente la atención a Gabe. Su hermano era demasiado testarudo. Su pétrea expresión no varió lo más mínimo, y Reenie pudo ver que estaba incomodando a Lucky. Cada pocos segundos, su hermanastra lo miraba como si estuviera buscando algún signo de aprobación.
—Entonces… ¿deberíamos alquilar un local en Boise? —preguntó Reenie, intentando distraer a Lucky con los planes para el sexagésimo cumpleaños de su padre.
—No lo creo —replicó Lucky—. Boise está a una hora de camino y es demasiado impersonal.
—Pero papá ha estado en el Senado durante… ¿cuánto? ¿Veinte años? Necesitamos un lugar muy grande para recibir a todos sus socios y amigos.
Lucky se echó su melena pelirroja sobre el hombro.
—¿Quién dice que tengamos que invitar a todos sus socios? Voto porque incluyamos tan sólo a los más cercanos a él. Así podríamos celebrar la fiesta aquí, en Dundee.
Gabe no dijo nada, así que fue Reenie quien habló.
—Tienes razón. No queremos que esto se convierta en otro aburrido encuentro político. Sabe Dios cuántos ha tenido que soportar papá.
—Exactamente —dijo Lucky, y sus ojos azules volvieron a mirar a Gabe.
Reenie añadió otra cucharadita de azúcar a su café, aunque ya estaba demasiado dulce. Necesitaba ocupar las manos en algo.
—En ese caso, supongo que nuestra mejor opción será celebrar la fiesta en el Running & Resort.
La reacción de Lucky fue exageradamente entusiasta.
—Me parece perfecto. ¿Qué dices tú, Gabe?
—Por mí estupendo —murmuró él, pero no era el visto bueno que obviamente estaba esperando Lucky. Su hermanastra parecía ansiosa por conseguir la aprobación de Gabe. Siempre estaba preguntando por él, si le iba bien con Hannah, su nueva mujer, si aceptaría una invitación para cenar en su casa…
El olor a café impregnó el aire cuando la camarera se detuvo junto a la mesa con una cafetera. Lucky se echó hacia atrás en el asiento para permitirle llenar las tazas, y cuando la camarera se fue, le preguntó a Gabe si le gustaría más crema.
Él farfulló una respuesta casi inaudible, y Reenie quiso darle un puntapié bajo la mesa. Lo habría hecho encantada, pero sabía que de nada serviría. Gabe no sentiría el dolor. El accidente de coche que había acabado con su carrera de jugador de fútbol profesional, cuatro años antes, lo había dejado paralítico de cintura para abajo. Desde entonces vivía confinado a una silla de ruedas.
No se podía hacer nada, salvo seguir adelante. Reenie había confiado en que el cumpleaños de Garth los reuniera a todos. Lucky incluso había dejado con sus suegros a Sabrina, su hija de un año, para que los tres pudieran reunirse sin distracciones.
Pero, viendo el resentimiento de Gabe, las expectativas de Reenie se derrumbaban sin remedio. A aquellas alturas, sólo esperaba que pudieran acabar el desayuno sin que Lucky volviera llorando a casa.
—¿A cuántos deberíamos invitar? —preguntó.
—¿Gabe? —le preguntó Lucky inmediatamente.
Él se encogió de hombros.
—No lo sé. ¿Cien?
Lucky carraspeó ligeramente.
—Cien siguen siendo muchos —dijo, intentando ser cortés —. ¿Qué tal treinta o cuarenta? Queremos que sea una fiesta acogedora, no multitudinaria. Creo que así le gustará más a papá.
Reenie sabía que Lucky estaba tan concentrada intentando mantener las buenas maneras que ni siquiera se había fijado en cómo Gabe apretaba la mandíbula cuando ella se refirió a Garth como «papá».
La situación era insoportable. Reenie podía ver lo que Gabe estaba intentando. También comprendía que aún estuviera luchando con los cambios tan drásticos que su vida había experimentado. Pero lo que había sucedido entre su padre y la prostituta más famosa del pueblo no era culpa de Lucky.
—Creo que treinta y cuarenta será un número perfecto —dijo.
Esa vez Lucky la ignoró.
—¿Gabe?
Reenie miró a su hermano a los ojos, tan azules como los suyos propios, y luego se encontró con los de Lucky.
—No te preocupes por mi… por nuestro hermano —dijo rápidamente mientras se clavaba las uñas en las palmas. Gabe arqueó las cejas al oírla, pero ella siguió de todos modos—. Somos dos contra uno, ¿no? —añadió con otra sonrisa forzada.
—Me gustaría que él diera su opinión —dijo Lucky.
Gabe volvió a apretar la mandíbula, y el silencio que siguió sólo fue interrumpido por el ruido de platos procedente de la cocina y por los murmullos de las mesas cercanas.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Gabe por fin.
—Me gustaría saber qué tienes contra mí —respondió Lucky—. Qué he hecho para desagradarte tanto.
Reenie tragó saliva y se preparó para la explosión inminente, pero Gabe la sorprendió al limitarse a agitar el hielo de su vaso de agua.
—Haz lo que quieras —murmuró—. Por lo que a mí respecta, podéis encargaros las dos de todo esto…
—Olvídate de la fiesta —lo interrumpió Lucky—. Responde a mi pregunta.
Gabe frunció aún más el ceño.
—No quiero hablar de esto.
Empezó a retirarse en su silla de ruedas, pero Lucky se levantó y le puso una mano en su musculoso brazo.
—No, soy yo quien se marcha. Tú quédate y sigue rumiando el hecho de que tu padre se acostara con mi madre hace veintiséis años, ya que no pareces capaz de superarlo —dijo—. Pero quiero que sepas que finalmente me he dado cuenta de una cosa —añadió mientras agarraba su bolso—. He sido una estúpida por querer que me aceptaras y por intentar convencerte de que podía ser una buena amiga —le dedicó una amarga sonrisa—. Vete al infierno, Gabe. No me importa si mi marido te quiere como a un hermano, si el padre al que he llegado a respetar besa el suelo que pisas, si Reenie insiste en que no eres el ogro que pareces ser. En cuanto yo aparezco, dejas de ser el hombre que todos creen que eres, y no quiero formar parte de tu vida —concluyó, y se alejó con la cabeza muy alta hacia la salida.
Reenie oyó el tintineo de la campanilla sobre la puerta cuando Lucky salió del local, y tardó unos segundos en recuperar la respiración.
—¿Ya estás contento? —murmuró.
Gabe seguía mirando hacia la puerta por donde había salido su hermanastra. Parecía aturdido, pero finalmente parpadeó y miró a Reenie.
—No le he hecho nada. Nunca le he hecho nada.
—Eso no es cierto, Gabe. Lo único que quiere es que la aceptes. Pero le has dado la espalda cada que vez ha intentado acercarse a ti —lo acusó Reenie, levantándose de su asiento de vinilo—. Has recibido lo que mereces.
—¿Adónde vas? —preguntó él, sorprendido de que ella también lo abandonara.
—Keith vendrá a casa hoy —dijo ella—. Las niñas y yo tenemos cosas que hacer.