Capítulo 9

—Reenie, ¿me estás escuchando? —le preguntó Keith con lágrimas en los ojos—. He dicho que te compraré la granja y que haré lo que me pidas.

Reenie se sentía como si su alma hubiera abandonado su cuerpo. Su vida había sufrido un vuelco radical, y los sucesos de las últimas quince horas le parecían absolutamente irreales.

Gabe esperaba en la puerta de la cocina. Reenie podía sentir su presencia, silenciosa pero amenazante, reprimiendo el odio hacia Keith.

Miró el reloj que había sobre el piano. Sus hijas pronto regresarían de la escuela. ¿Con qué se encontrarían al llegar a casa? ¿Con que su padre había sido echado a patadas?

—No sé qué decir —respondió simplemente.

Keith se levantó de su silla y se arrodilló ante ella.

—¿Dónde está la mujer llena de pasión a la que amo? —le preguntó, tomándole la mano.

—Se ha perdido —dijo ella. Ya había llorado tanto que se había quedado sin lágrimas. La ira había sido reemplazada por una resignación apagada, como la que había experimentado cuando Isabella rompió el jarrón que sus padres le habían traído de Venecia.

—Tal vez deberías irte —sugirió Gabe, hablando por vez primera desde que Keith empezara su patética disculpa.

Keith levantó una mano.

—Espera, Gabe, por favor. Ya sé que tú crees que nunca cometerías el mismo error, pero… sólo soy un ser humano. A veces las personas cometemos estupideces. Fue un error. Nada más. Pero luego no sabía cómo salir de la situación que había creado. Liz…

—Liz —repitió Reenie. Un nombre que no había oído hasta ese momento. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué estaría sintiendo? ¿Y sus hijos?

—Su nombre es Elizabeth —dijo Keith—. Se… se quedó embarazada, Reenie. Fue un accidente. Pero una vez que tuvo al bebé, me sentí acorralado. ¿Cómo podía hablarle a Liz de ti entonces?

La imagen de Keith haciendo el amor con otra mujer… con alguna azafata a la que hubiera conocido en uno de sus muchos viajes de negocios, y concibiendo un hijo con ella traspasó la muralla de apatía que Reenie había levantado para defenderse. Sintió que el estómago se le revolvía y se llevó una mano a la boca mientras se balanceaba hacia delante.

—Ya he oído bastante —dijo débilmente.

Gabe se acercó de inmediato.

—Tienes que irte —le dijo a Keith.

—¡No! —exclamó él, con sus ojos cargados de súplica—. No… no puedo. He dejado mi trabajo. Voy a quedarme aquí para siempre. Jamás volverá a ver a Liz. Cualquier cosa que Reenie quiera hacer la haremos. De mostraré que soy un hombre humilde y que nunca fue mi intención que nada de esto ocurriera. Seré tan bueno con ella que al final me perdonará. Ya lo verás.

Los músculos de Gabe se tensaron bajo su camiseta mientras se acercaba aún más en su silla de ruedas. Reenie se daba cuenta de que su hermano también estaba dolido y decepcionado.

—Búscate un apartamento o vete con tus padres una temporada —le dijo Gabe. Sacudió la cabeza y miró a Reenie—. Es demasiado pronto para lo que intentas hacer.

—Cierto. Es demasiado pronto —repitió él—. ¿Podremos volver a hablar dentro de uno o dos días?

—Tal vez —respondió Gabe. Pero Reenie estaba segura de que no querría ver a su marido en unos días. Ni en un mes. Ni siquiera en un año.

Keith se levantó, tan cabizbajo y encorvado que no se parecía en nada al hombre orgulloso y atractivo con el que ella se había casado.

—¿Qué vamos a decirles a las niñas? —preguntó.

Reenie sintió finalmente un arrebato de compasión hacia él. No soportaba pensar en lo que Keith le había hecho, pero parecía tan patético y derrotado… Se había hecho tanto daño a sí mismo como a ella. Y Reenie sabía que no había sido su intención herir a nadie, igual que no había sido intención de Isabella romper el jarrón.

—Les diremos la verdad —dijo.

—¿Seguro? —preguntó él, vacilante.

Ella asintió, completamente segura.

—¿Les hablaremos de Liz?

—No, si podemos evitarlo. No quiero que sepan lo bajo que has caído.

Keith se puso pálido por el incisivo comentario, pero en general pareció aliviarse.

—Entonces ¿qué?

—Les diremos que has cometido un error inintencionadamente y que… —levantó la vista hacia él— y que has roto mi jarrón favorito.

—¿Qué? —preguntó él, mirando confundido a Gabe.

—Necesita tiempo —dijo Gabe.

Ni su hermano ni Keith lo entendían. Pero Reenie sí. La relación con su marido se había perdido para siempre. Como el jarrón roto.

 

—Sigo diciendo que esto es una locura —dijo Isaac. No podía creerse que estuviera ayudando a su hermana a cargar sus pertenencias en un camión de mudanza, ni que pronto estaría llevándolos a ella y a los niños a mil quinientos kilómetros de distancia. Aun así, había contactado con una agencia inmobiliaria para alquilar una casa en Idaho.

—¿Es una locura querer que mis hijos estén cerca de su padre? —replicó ella mientras empaquetaba los platos de la cocina. Habían pasado dos semanas desde que Keith se marchara, pero Liz estaba completamente decidida, e incluso había dejado su trabajo.

—No sabes cómo es Dundee —dijo él, empujando hacia la puerta la caja que acababa de precintar.

—Lo sé por ti —repuso ella, poniendo una mueca mientras estiraba la espalda. Hacer una mudanza no era tarea fácil. Llevaban tres días empaquetando y transportando cajas. Por suerte, aquel día era mucho más sencillo, ya que los niños estaban en la escuela y no tratando de ayudar—. Es montañoso, en invierno hace frío y nieva, y es pequeño.

—No creo que entiendas el significado de «pequeño».

—Que no habrá cines ni centros comerciales.

Isaac se sentó en una de las pocas sillas que quedaban y estiró sus largas piernas.

—Liz, mírame.

—¿Qué? No voy a vender esta casa, Isaac. Sólo voy a alquilarla. No es nada permanente.

—Tuve que firmar un contrato de seis meses para conseguir un sitio en Dundee.

—Seis meses no es tanto tiempo.

—Incluso unas pocas semanas ya es mucho tiempo. El padre de Reenie es senador por Idaho.

—¿Y qué? —preguntó ella con impaciencia.

—Reenie ha vivido en Dundee toda su vida y está integrada en la comunidad. Le gusta a todo el mundo.

—Incluso a ti —dijo ella en un tono ligeramente acusatorio.

Isaac no podía negarlo, así que se concentró en sus argumentos.

—Lo que quiero decir es que no serás bien recibida.

—Sé lo que quieres decir. Pero no voy allí para ganar ningún concurso de popularidad.

—Serás todo lo contrario a una mujer popular, Liz. La gente te despreciará. ¿Estás segura de que merece la pena sacrificarse por estar cerca de Keith?

Liz dejó dos tazas en la encimera y las miró fijamente, en vez de envolverlas con papel de periódico.

—Ayer hablé con la profesora de Chris, Isaac.

—¿Y? —preguntó él, aunque por el tono de voz sabía que no era nada bueno.

—Desde que les dije a los niños que su padre nos había dejado, Chris no está progresando en la escuela. Su profesora dice que ni siquiera mira los ejercicios que les entrega. Se queda sentado en su silla, mirando por la ventana, con la cabeza en otra parte. La profesora está muy preocupada. No sabe cómo llegar hasta él, y yo tampoco.

—Necesita tiempo para adaptarse, Liz —dijo Isaac con suavidad—. Se pondrá bien. No es el primer niño que tiene que superar el divorcio de sus padres.

—Querrás decir la nulidad. Los divorcios sólo son para los matrimonios legales.

—Después de tantos años es lo mismo. Salvo que te favorece económicamente.

—Qué suerte tengo… Bueno, con nulidad, divorcio o lo que sea, Christopher está traumatizado.

Isaac lo comprendía. Pero no estaba seguro de que el riesgo que su hermana iba a asumir mejorara la situación.

—Keith no ha respondido a tus llamadas, Liz. Ayer tenía su móvil desconectado. Ya ni siquiera puedes dejarle mensajes.

—¡Por eso quiero ir allí! ¿Es que no lo entiendes? Necesito verlo cara a cara y que me diga que ya no me quiere. Este silencio es… es como estar encerrada en un cuarto oscuro, buscando a tientas el interruptor de la luz. Idaho es esa luz. No creo que consiga recuperar a mi marido, pero no puedo abandonar la esperanza hasta que lo vea y hable con él.

—¿No puedes simplemente ir en avión y encontrarte con él?

—¿Para qué, para media hora? No es lo mismo. Tengo que saber con certeza que no cambiará de opinión en una o dos semanas.

—Si ha vuelto con Reenie, lo tendrás muy difícil. Ella seguramente le haya prohibido que vuelta a verte. De lo contrario, habría mantenido su móvil encendido.

—Me dijiste que la cobertura es muy mala en aquel pueblo.

—Y lo es. Pero al menos podría haber tenido conectado su buzón de voz para comprobar sus mensajes desde un teléfono fijo. Así tendrías una manera de comunicarte con él.

—¿Estás insinuando que no quiere hablar conmigo? —preguntó ella suavemente.

—Tal vez no pueda hablar.

Liz reflexionó un momento y alzó el mentón.

—No me importa. Cuando estemos allí, tendrá que aceptar a sus hijos, por lo menos. Ellos necesitan la misma cercanía que yo.

—Los próximos meses van a ser una pesadilla —dijo Isaac, sacudiendo la cabeza.

—Para mí ya lo está siendo.

—Créeme, será mucho peor.

—Tú puedes volver a Chicago, si quieres —dijo ella, metiendo dos vasos más en la caja que tenía a sus pies—. Que yo esté dispuesta a hacer esto no significa que debas acompañarme.

Se lo había repetido una docena de veces. Pero Isaac no podía abandonarla. Cuando llegara a Dundee, su hermana no tendría a nadie.

—Lo siento, pero no vas a librarte de mí.

—Eres el hombre más cabezota que conozco.

—Es posible.

—Pero tendrás que volver después de Navidad. Y para eso sólo faltan seis semanas.

—No voy a dar clases este año.

Liz lo miró boquiabierta.

—¿Cómo?

—Me he tomado un año sabático en la universidad. Lo hice oficial ayer.

—Pero ¿qué pasa con tu subvención? ¿Tu viaje al Congo?

—Será Harold Muñoz quien se aproveche de la subvención.

Liz se retorció los dedos, pero ya no podía dañarse las cutículas. Isaac le había insistido en que usara tiritas para protegerse la piel.

—Por favor, dime que no has hecho eso —le suplicó, y al no recibir respuesta, sorteó las cajas desperdigadas por el suelo y se arrodilló delante de él. Varios mechones se le habían soltado de su cola de caballo y tenía una mancha de tinta en la mejilla. Su aspecto desarreglado y miserable la hacía parecer tan joven como la chica de dieciséis años que sufría el desprecio de Luanna—. ¿Por qué, Isaac?

—Porque quería hacerlo. Necesitaba un descanso.

—Eso no es cierto. Te encanta dar clases. Y estabas impaciente por volver a África.

—Reginald enviará mi solicitud para el año próximo.

Liz enterró el rostro en las manos. Al levantar la mirada, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Por favor, no dejes que esto arruine también tu vida… —susurró.

—No estoy arruinando mi vida. Sólo me estoy tomando un año sabático, ¿de acuerdo? Unos meses de descanso. Nada más.

—Pero…

Isaac le recolocó la tirita que estaba a punto de desprenderse del pulgar.

—Eres mi hermana pequeña, Liz. No voy a ir a ninguna parte hasta que no estés bien.

—Lo que le pasó a mamá…

—No pienses en mamá ahora. Ya tienes bastante que soportar.

—No, está bien. Quiero decírtelo. Echo terriblemente de menos a mamá, pero mi vida habría sido mucho peor de… de no ser por ti.

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa? —preguntó una voz desde la puerta principal, que Isaac había dejado abierta para facilitar los continuos viajes al camión.

Liz se pasó una mano por las mejillas húmedas y se levantó inmediatamente.

—¿Quién es?

Se oyeron unos pasos por el vestíbulo.

—Eh, no me habrás olvidado, ¿verdad?

Isaac se levantó al tiempo que un hombre alto y bronceado entraba con paso firme y decidido en el salón. Aunque hacía mucho frío en el exterior, no llevaba abrigo; sólo unos pantalones cortos y holgados, zapatillas deportivas y camiseta ceñida al torso.

—Oh, lo siento —dijo en cuanto vio a Isaac—. No sabía que tenías compañía.

Liz se aclaró la garganta.

—Éste es mi hermano, Isaac.

Isaac se sacudió el polvo de la sudadera y los vaqueros mientras esperaba que se lo presentara.

—Éste es Dave Shapiro —dijo ella—. Es quien ha estado dándome clases de tenis en el club.

—Cuando ella se molesta en aparecer —añadió Dave con una radiante sonrisa.

Los dos hombres se estrecharon la mano mientras Liz se arreglaba la cola de caballo. Sus movimientos indicaban que no le gustaba nada haber sido sorprendida con aquel aspecto.

—Lo siento —dijo—. Tendría que haberte llamado. No… no volveré al club. Me mudo a Idaho.

Dave miró con el ceño fruncido las cajas, el papel de periódico y la cinta de embalaje.

—Eso fue lo que dijo Lauren.

—¿Quién es Lauren? —le preguntó Isaac a Elizabeth.

—Vive cerca de aquí —explicó ella—. Jugamos juntas al tenis.

—Me contó lo sucedido —dijo Dave—. Lo siento.

Isaac los miró a ambos. ¿Cuál era exactamente su relación? Podía sentir la tensión sexual entre ellos, pero sabía que Liz había sido una esposa fiel y que aún seguía enamorada de Keith.

—Intentaste prevenirme, ¿no? —le dijo Liz a Dave con una débil sonrisa.

—No he venido para reprochártelo. Ojalá hubiera noqueado a Keith cuando tuve la oportunidad.

Isaac se puso rígido. Aquélla era una actitud muy protectora para un hombre seis o siete años más joven que Elizabeth.

—¿No fuiste tú quien me dijo que el hombre es mentiroso por naturaleza? —le preguntó ella.

—Si no lo son, al menos lo son en potencia. Pregúntale a cualquier anciano —dijo él—. Pero no vayas a odiarnos a todos después de esto, ¿de acuerdo? Yo jamás sería lo bastante estúpido como para dejar a una mujer como tú.

Isaac se removió, incómodo. Aquel hombre no sólo era demasiado joven. Tampoco parecía digno de confianza. Pero Liz ya se estaba riendo con su entrenador.

—Ni siquiera te habrías casado conmigo. Prefieres la vida de soltero, ¿recuerdas?

—Detalles, detalles… —murmuró él—. Sólo hablaba hipotéticamente.

Liz volvió a reírse.

—Para ser un mujeriego, eres un hombre muy agradable.

«Para ser un mujeriego». Si Liz sabía lo que era, ¿por qué parecía tan halagada?

Dave le dedicó una sonrisa a Liz, e Isaac decidió que la mudanza de su hermana a Idaho tal vez no fuera mala idea, después de todo. Ella necesitaba tiempo para recuperarse, no las atenciones de un profesor de tenis que seguramente cambiaba de mujer tan a menudo como cambiaba de sábanas.

—¿Hay alguna manera de hacerte cambiar de idea? —preguntó Dave con el ceño fruncido.

—Me temo que no —respondió ella.

—Sus hijos necesitan estar cerca de su padre —intervino Isaac.

Liz parpadeó confundida ante el repentino cambio de actitud de su hermano, pero no dijo nada.

—¿De modo que vas a seguir a Keith? —preguntó Dave—. ¿Dejas Los Ángeles por Idaho?

—¿Se te ocurre alguna idea mejor? —replicó ella con impertinencia.

—Podrías quedarte aquí y tener una aventura conmigo para igualar el marcador —dijo él.

Su irónica sonrisa indicaba que sólo estaba bromeando. Pero Isaac sospechaba que no todo era ironía.

—Aprecio tu disposición para ayudarme con la venganza —dijo ella—. Pero no veo en qué podría beneficiar a nadie que nos acostáramos juntos…

—¡Eh! —protestó él—. No lo rechaces hasta haberlo probado.

—Y puesto que mi hermano está presente, sé que sólo estás comportándote como siempre.

Dave volvió a sonreír.

—Bueno, siempre nos quedará el tenis. Podríamos mejorar tu servicio.

—No puedo quedarme —dijo ella—. Isaac tiene razón. Mis hijos necesitan a su padre.

El tenista suspiró profundamente.

—Y sería un sinvergüenza si te discutiera eso, ¿verdad?

—Lo siento —dijo ella con una dulce sonrisa.

—En ese caso, supongo que no puedo hacer nada salvo ayudarte a cargar el camión.

Al menos se había rendido pacíficamente, pensó Isaac, que decidió ponerlo a trabajar para impedir que siguiera flirteando con Liz.

—Puedes llevar ésas, si quieres —le dijo, indicándole las cajas que estaban listas para ser cargadas.

Dave se rascó la cabeza mientras se dirigía hacia la caja más cercana.

—Idaho. Apuesto cincuenta pavos a que encuentras odioso aquel lugar.

Isaac estaba de acuerdo con él, pero al menos en Dundee no habría jugadores de tenis acosando a su hermana. Dave levantó una pesada caja y se detuvo en la puerta del pasillo.

—¿Me prometes una cosa?

—¿El qué? —preguntó ella, entornando los ojos en una mueca burlona.

—¿Me buscarás cuando regreses?

Los labios de Liz se curvaron en una sonrisa sincera. Una respuesta que preocupó a Isaac casi tanto como le dio esperanzas de que su hermana se recuperaría.

—Sólo tienes veinticuatro años, Dave —le dijo.

—¿Y?

—Yo tengo treinta y uno. ¿Por qué habría de interesarte una mujer mayor, divorciada y con hijos?

—¿Tú qué crees? —preguntó él—. Juegas fatal al tenis.

Liz se echó a reír y Dave se alejó por el pasillo. Isaac esperó con el ceño fruncido.

—¿Quién es este tipo?

—Ya te lo he dicho. Mi profesor de tenis.

—¿Por qué no me habías hablado antes de él?

—¿Por qué habría de haberlo hecho?

—Porque le gustas.

—Le gustan todas las mujeres que conoce.

Y sin embargo parecía dispuesta a tontear con él. Sí, definitivamente empezaba a ser una buena idea trasladarse a Idaho.

—De acuerdo. Nos vamos mañana.